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Authors: Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia Ficción, #Histórico

La locura de Dios (10 page)

BOOK: La locura de Dios
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La familia de Joanot pertenecía a la pequeña nobleza valenciana, beneficiada con un señorío en la comarca de L'Horta, concedido por el propio Jaume I como pago de servicios de conquista. Joanot de Curial, nacido de la primera generación de valencianos auténticos tras el
repoblament
, se sentía como tal, y había ganado fama de caballero noble y valeroso en las cruzadas. Había participado en la desesperada defensa final de Acre, antes de que el
beauseant
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cayera en manos de los sarracenos. Como ya he dicho, fue allí donde Roger salvó su vida y se convirtió para siempre en su amigo.

Poco después
fray sargento
(Roger), caería en desgracia y fue el propio Gran Maestre del Temple, Monecho Gardini, quien lo denunció ante el papa Nicolás IV, que mandó prenderle para que bajo tortura revelara el paradero del tesoro de los templarios. Pero Joanot logró liberarle, y juntos huyeron de la fortaleza del Temple en Marsella, donde Roger había sido retenido por la guardia pontificia.

—Nuestra huida nos llevó hasta Génova —dijo Joanot—, donde ambos entramos al servicio de la familia Doria.

—¿Qué hiciste para liberar a Roger de su prisión?

El valenciano sonrió maliciosamente, y dijo:

—El destino fue mi aliado.

Según Joanot me explicó, la inesperada muerte de Nicolás IV provocó un estado de confusión tal que él supo muy bien aprovechar; y se presentó en la fortaleza de Marsella con una falsa orden de libertad para el extemplario.

—Roger de Flor me fue entregado amablemente por sus propios guardias —dijo.

Yo me sentí bastante turbado por esta narración, que me llevó a meditar sobre lo complejo que es el destino de los hombres; porque estos hechos sucedieron en la primavera del año de Nuestro Señor de mil doscientos noventa y dos. Yo me había entrevistado entonces con el Santo Padre, a quien había logrado convencer de mi idea de recobrar Tierra Santa con la fuerza de la razón, y no por la razón de la fuerza. La reciente toma de Acre por los sarracenos señalaba el fin del último bastión cristiano en Tierra Santa y demostraba nuestra incapacidad para imponernos por las armas a los infieles. Mi propuesta de una nueva cruzada, armados únicamente con ideas y no con acero, recobró entonces nueva fuerza, y el Papa parecía dispuesto a apoyarla firmemente. Pero murió antes de que pudiera llevarse a cabo mi proyecto de creación de misiones en Tierra Santa. De modo que, lo que para mí supuso una terrible desgracia, la muerte del Pontífice, resultó ser la providencial salvación para Roger de Flor.

Nuestro viaje continuó sin incidentes, y tras cuatro semanas de marcha llegamos al lugar del que Sausi me había hablado; el templo de adoradores de demonios cercano a Sumatar, a sólo una jornada al cauro de la bíblica ciudad de Harrán.

Un grupo de siete edificios de piedra en ruinas parecían contemplarnos como centinelas petrificados. Un impresionante silencio había caído sobre las tropas catalanas ante la presencia de aquellas moles polvorientas, dispuestas en semicírculo a intervalos irregulares alrededor de un montículo central. Eran de varias formas: uno redondo; otro, cuadrado; un tercero, redondo sobre una base cuadrada. Al norte del montículo central, y a cierta distancia, se levantaba la gigantesca estatua de piedra sin cabeza de un hombre, vestido con una especie de toga que le llegaba a las rodillas. El viento, al levantar remolinos de polvo en torno a la estatua, pareció animar momentáneamente los pliegues pétreos de sus ropajes. Creo que todos nos estremecimos.

—¿Es este lugar? —le susurré a Sausi Crisanislao, y él respondió afirmativamente.

Se escuchó entonces la poderosa voz de Joanot de Curial, imponiéndose al silencio; advirtiendo a los almogávares de que estábamos en territorio enemigo y ordenándoles disponer un campamento defensivo. Los guerreros disfrazados de comerciantes se pusieron inmediatamente al trabajo y la desolada llanura sobre la que se levantaban aquellos extraños edificios se llenó inmediatamente de los bulliciosos sonidos y el caos de los almogávares trabajando.

Después, Fabra celebró una torpe
misa para alejar los malos espíritus
del lugar.

Aquel almogávar, alto y grueso, de largas melenas grises, había nacido en la Cataluña del otro lado de los Pirineos, y afirmaba haber sido ordenado sacerdote y haber llevado una vida muy azarosa antes de entrar a formar parte de la almogavaría. Sobre esto último no me cabía duda alguna, pero cuando le preguntaba detalles sobre cómo y cuándo había sido ordenado, se volvía tremendamente impreciso. Al contrario que el resto de los almogávares, que tenían muy claro que iban a la guerra tan sólo por el botín y el beneficio que pudieran obtener de esto, Fabra afirmaba haber tenido una revelación divina en la que el Señor le habló, y le animó a acabar con la vida de cuantos infieles se pusieran en su camino.

Y este deseo lo formuló nuevamente en el transcurso de la misa.

Cansado de su ignorante letanía, me dirigí en solitario hacia las ruinas. Caminé lentamente hasta el montículo central y lo contemplé con un respetuoso silencio. Era evidente que se trataba de un lugar sagrado; pero ¿de qué religión? En el flanco septentrional del montículo había un relieve que representaba otra figura humana ataviada con el mismo tipo de levita que la gran estatua descabezada. Junto a este relieve, otro representaba el busto de un personaje masculino que llevaba el pelo sujeto con cintas y tenía, a ambos lados de la cabeza, una estrella y una media luna.

Bajo estos dos relieves había una breve inscripción en dialecto jonio que no tardé en traducir; declaraba simplemente que aquellos relieves habían sido dedicados al dios Sin. Una segunda inscripción más abajo me resultó en parte indescifrable; creo que de nuevo mencionaba a Sin, el dios lunar, y la dedicación de un tesoro; quizás el tesoro que estuvo a su cargo.

Trepé, no sin dificultad, hasta la cima del montículo, que estaba rematado por una gran roca pelada y casi esférica. En su superficie aparecían, profundamente incisas, cierto número de inscripciones jonias que traduje. Una de ella decía:

«Que Calínico, hijo de Aristarco, que partió de la ciudad Sagrada en el Desierto de Cristal, sea recordado. Que sea recordado en presencia de Sin…».

De nuevo Calínico. Aquél era el hombre que había estado al frente del grupo de sabios que llevó la salvación a Constantinopla. ¿Era el mismo hombre del que hablaba aquella inscripción? ¿La «ciudad Sagrada en el Desierto de Cristal», se referiría al reino ocupado por los cristianos del Preste Juan?

Descendí del montículo y caminé hasta la entrada de uno de los templos. El edificio era redondo y estaba construido sobre un alto estilóbato circular; sus muros exteriores eran una sucesión de medias columnas adosadas por pares, yendo las cúspides de cada par unidas entre sí por un pequeño arco. Esto sujetaba la cornisa sobre la que se asentaba una cúpula semiesférica. Parecía sólido y ligero a la vez. La cúpula estaba construida con ladrillos de adobe rectangulares, típicos de aquellas regiones sin canteras, protegidos de la intemperie por un duro caparazón de barro vitrificado de brillante color azul celeste. En los muros se había usado ladrillo en forma de planchas, incrustadas en el enlucido con cuñas de vitrificado de brillantes tonos anaranjados.

Me detuve frente al umbral que era oscuro como la entrada a una cueva, y decidí regresar al campamento en busca de alguna luz que me guiara en el interior del templo.

Allí me crucé con Sausi Crisanislao, y le pedí que me acompañara. De mi carro recogí una lámpara de aceite, y nos plantamos frente a la entrada del templo. Con aquel guerrero armado junto a mí, y con el candil brillando en mis manos, me sentía más capaz para enfrentarme a los misterios que encerraba aquel lugar.

—Tú estuviste aquí hace veinte años —le dije al búlgaro—. ¿Crees que notarás si este templo ha sido habitado desde entonces?

Él me respondió que habían dejado muchos cadáveres de monjes en su interior, y que si seguían allí, si nadie los había sepultado, significaría que, efectivamente nadie había regresado a este lugar.

Encontramos el primer cadáver apenas nos internamos unos pasos en el túnel abovedado que era la entrada. Casi tropecé con él; la luz de mi lámpara me mostró una momia horrible, envuelta aún con los restos de su túnica ceremonial.

—Recuerdo a éste —dijo Sausi, agitando su melena de león en la cambiante luz de mi linterna—; lo degollé yo mismo. Era un sacerdote; nos descubrió e iba a avisar a sus compañeros, pero no le di ocasión de hacerlo.

Reconocí en los restos de aquellas ropas una levita muy parecida a la que vestía la gigantesca estatua descabezada del exterior. Junto al cadáver había un extraño gorro o tocado de forma cónica. En ninguno de mis viajes había visto unas ropas parecidas.

Sorteamos el cadáver, y seguimos caminando por el túnel. Este desembocó en una amplia sala circular. La luz entraba por un orificio situado justo en el vértice de la cúpula por lo que ya no era necesaria la lámpara de aceite. En la gran bóveda estaban pintadas con exquisito cuidado las estrellas y constelaciones.

—Es igual a la del Palacio de Constantinopla —musité; y, ante la mirada de incomprensión del búlgaro, le expliqué que en los sótanos del Palacio del Emperador había una sala gemela a ésta. Por lo que ya no cabía duda alguna: el Calínico de Constantinopla era el mismo Calínico que visitó este lugar.

Pero la bóveda no era exactamente igual. También era una media esfera sobre la que se habían pintado los principales astros del cielo, pero ésta estaba atravesada por un eje polar, de bronce, que llegaba hasta el suelo, en el centro de la sala; éste quedaba sujeto a una armilla graduada, también de bronce, que debía de corresponder al meridiano de aquel lugar. Esta armilla, a su vez, se asentaba sobre un soporte horizontal cuya apertura circular superior representaba el horizonte. Era evidente que, en algún tiempo, la armilla pudo moverse por las guías situadas en el cimborrio de la cúpula, de tal forma que el polo podía formar con el horizonte ángulos iguales a cualquier latitud. Una segunda armilla, cuyo eje coincidía con los polos de la eclíptica, servía para determinar las coordenadas de longitud y latitud de cualquier estrella pintada en la esfera.

Todo más tosco, pero más comprensible para mí que los sofisticados artilugios que había visto en la
Sala Armilar
de Constantinopla, pues yo conocía instrumentos similares, aunque no de ese tamaño, de mis viajes por los reinos moros. Los infieles los denominaban
alcoras
y los usaban habitualmente para sus cálculos astrológicos.

La sala era una vasta pieza circular que mediría unas veinticinco varas de diámetro; poyos de adobe compactado se extendían pegados a la pared, e inmediatamente sobre éstos empezaban las pinturas y llegaban hasta el mismo cimborrio, situado a diez varas de altura.

Por el suelo estaban diseminados los restos de doce sacerdotes más. Me acerqué a uno de los muros; una enredadera trepaba por él, medio cubriendo unos maravillosos frescos, una composición con numerosos personajes que representaba un gran ejército que avanzaba hacia el sol.

Aquellos frescos habían sido realizados por un gran artista. Sorprendía su maestría e ingenio en el manejo de su técnica para representar los cabellos, las barbas, los vestidos y adornos personales con la máxima economía de trazos, mediante algunos rasgos atrevidos y, sin embargo, extraordinariamente expresivos. Las figuras destacaban en tonos naranja y dorado sobre un fondo azul cobalto. Eran hoplitas griegos, vistiendo armaduras de planchas y yelmos empenachados; y al frente de ellos, cabalgando un carro decorado con perlas y placas de oro, un joven general cubierto con una armadura dorada, armado con una espada y un puñal metidos en sus lujosas vainas. Su cabeza noble y hermosa estaba levemente inclinada sobre su hombro izquierdo; tal y como describió Plutarco. Yo había visto muchas representaciones de aquel hombre y de aquella armadura, por lo que no tuve ninguna dificultad en leer la inscripción bajo el carro. Decía simplemente: «Alejandro Magno». Junto a él, viajando en el mismo carro, un hombre anciano y barbudo, vestido con una toga y que llevaba un instrumento en sus manos. Era un
astrolabio llano
; una proyección estereográfica de la esfera celeste sobre el plano del Ecuador. Un instrumento muy popular en nuestros días para quienes solemos estudiar los cielos, pero que tiene su origen en la Antigua Grecia.

¿Quién era entonces aquel hombre que parecía guiar el camino del gran Alejandro?

Visitamos el resto de los templos; el de planta cuadrada rematado también en bóveda, decorada con estrellas y planetas, y pinturas en los muros. Así mismo, encontramos momias de sacerdotes acurrucados en el suelo como centinelas dormidos.

En esta ocasión la cúpula no tenía una abertura cenital, sino que le faltaba todo un segmento longitudinal, como el gajo de una naranja. La cúpula entera parecía haber sido montada sobre un artilugio mecánico, realizado en bronce o cobre, cuya función parecía ser la de posibilitarle girar horizontalmente. Pero estos engranajes estaban tan inutilizados por el orín y la arena acumulada durante siglos como los del primer templo.

Me acerqué a uno de los frescos que mostraba al mismo anciano, de aspecto sabio. Aquí sujetaba un radiante sol con su mano derecha y la Tierra con la izquierda. Sobre su cabeza un detallado dibujo representaba un eclipse lunar, con los conos de sombra marcados por finas líneas. La inscripción decía:

«El tamaño de la sombra de la Tierra sobre la Luna demuestra que el Sol tiene que ser mucho mayor que la Tierra, y que debe de estar situado a una gran distancia».

—Aristarco de Samos, por supuesto —comprendí.

Sausi, mirando extrañado a su alrededor, preguntó si había pasado algo, y le expliqué que aquel hombre de las barbas era Aristarco de Samos, un gran sabio jónico; pero que creía erróneamente que el Sol ocupaba el centro del universo, que la Tierra giraba sobre su eje una vez al día, y que orbitaba el Sol una vez al año.

El búlgaro me miró sin entender nada. Quizá pensó que me había vuelto loco.

Pero yo sentí la excitación ascender por mi pecho mientras comprendía que las respuestas estaban ya al alcance de mis manos. Tan sólo debía unir cada uno de los elementos en su orden correcto, y entonces la verdad se haría elemental para mí.

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