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Authors: Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia Ficción, #Histórico

La locura de Dios (11 page)

BOOK: La locura de Dios
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No parecía haber ningún peligro en aquel lugar, de modo que le di permiso a Sausi para que regresara a sus quehaceres en el campamento.

Quedé nuevamente solo, contemplando aquellos frescos y meditando sobre el significado de aquellos templos y el extraño culto a los planetas.

En la piedra que remataba el montículo exterior se afirmaba que Calínico era hijo de Aristarco. Ahora sabía a qué Aristarco se refería, pero, evidentemente, era imposible que Calínico, el hombre que llevó el
fuego griego
a los asediados ciudadanos de Constantinopla, fuera hijo de Aristarco de Samos, que vivió mil años antes que Calínico y que fue contemporáneo de Alejandro Magno. En realidad, Aristarco debía de ser todavía un niño cuando Alejandro murió en el trescientos veintitrés antes de Nuestro Señor Jesucristo. No estaba seguro, y tendría que consultar esas fechas…

La cuestión, entonces, se planteaba con una rotunda evidencia: ¿por qué se afirmaba, en dos lugares tan distantes, que Calínico era hijo de Aristarco? Hijo de sus enseñanzas, sin duda. A eso debían de referirse ambas inscripciones.

Hice un esfuerzo para recordar cuanto sabía sobre Aristarco de Samos. Lo había estudiado hacía mucho, al igual que a los otros científicos jonios, mientras exploraba los orígenes del saber humano…

Algunos jonios practicaban una extraña filosofía materialista que afirmaba que la materia proporcionaba por sí sola el sostén del mundo; sin el concurso de los dioses para ello. Llevado por este método equivocado de razonamiento, Aristarco llegó a afirmar que era el Sol y no la Tierra quien ocupaba el centró de la Creación; y que las estrellas podían ser otros soles iguales al nuestro, pero mucho más distantes, con su propia cohorte de planetas. Una idea que resultó tan escandalosa entonces como sin duda lo sería hoy en día si alguien se atreviese a pronunciarla. Por lo que él, y sus discípulos de Samos, fueron perseguidos por sus contemporáneos hasta ser completamente exterminados, y sus ideas fueron olvidadas.

Me acerqué a una de las paredes. El fresco de ésta representaba a unos hombres ancianos, vestidos con togas, apedreados por una multitud enfurecida. A mi pesar, pues los sabía equivocados, no pude evitar cierto sentimiento de simpatía por aquellos locos discípulos de Aristarco. Yo también había sufrido situaciones semejantes y mis argumentos dialécticos habían sido respondidos con piedras, lo que me había obligado a correr para salvar mi vida, sobreviviendo en ocasiones con graves heridas en mi cuerpo.

Bien
, pensé,
¿qué habían hecho a continuación los discípulos de Aristarco, es decir, sus hijos intelectuales?

Se habían ocultado, pero no habían desaparecido, pues tenía pruebas de que ese tal Calínico seguía considerándose discípulo de Aristarco, mil años después de que la secta fuera perseguida y presuntamente exterminada.

La pregunta era: ¿dónde se habían ocultado?

Pero había algo que no encajaba aún en todo este razonamiento. Los jonios se creían capaces de explicar el mundo de una forma materialista. Decían: «Si llamamos divino a todo aquello que no entendemos, realmente las cosas divinas no tendrán fin».

Pero en la
Sala Armilar
, como en estos templos en cuyo interior me encontraba, había hallado pruebas de una adoración pagana por los planetas. Y Sausi me había hablado del pueblo que habitó de niño, cerca de la confluencia del Tigris y el Eufrates, donde se consideraba a los planetas como entidades maléficas.

Esto parecía una contradicción; a no ser… Sí, a no ser que los discípulos de Aristarco, en su huida, marcaran su itinerario con pequeñas colonias en las que construirían observatorios astronómicos. En el transcurso de los siglos el conocimiento que albergaban esas colonias de jonios materialistas se fue pervirtiendo y, al igual que les pasó a los israelitas durante la ausencia de Moisés, cayeron de nuevo en la idolatría. Para ellos debió de ser natural considerar a los planetas como dioses o demonios, cuando tenían a su alcance instrumentos tan perfectos para su observación.

Pero eso significaba que el camino hacia la ciudad en la que se ocultaron finalmente los
hijos de Aristarco
debía pasar por aquellos dos puntos.

¿Qué otro itinerario pasaba por esos mismos puntos, que fuera conocido en aquella remota época? Por supuesto, se trataba del camino trazado por Alejandro en su avance imparable hacia la conquista de Asia. Los jonios se habían limitado a seguir sus pasos.

En el exterior había oscurecido, y ya no entraba luz por la abertura vertical de la cúpula. Volví a encender el candil, y abandoné meditabundo el templo. Una idea había empezado a formarse en mi mente. En mi carromato, recogí una azafea y el Mapamundi de Eratóstenes de Cirene. Y con todo esto en una bolsa de cuero, regresé al primer templo.

El anciano que acompañaba a Alejandro en el carro parecía mirarme divertido ante mi incapacidad para resolver el enigma. La fluctuante luz de mi candil parecía animar muecas burlonas en su venerable rostro. El astrolabio seguía en sus manos maravillosamente esbozado. Me acerqué a él, y lo iluminé con cuidado.

La esfera celeste estaba allí perfectamente representada en dos dimensiones, tomando como centro de proyección el Polo Sur: Tres círculos concéntricos representaban la proyección del trópico de Capricornio —el más externo—, el Ecuador —el círculo intermedio—, y el trópico de Cáncer —el círculo interno—; la proyección del cénit del lugar de observación y, en torno a él, una red de almucantarates o círculos de altura que llegaban hasta la proyección del horizonte. Y la araña o red, es decir, la proyección de la eclíptica que surgía como un círculo excéntrico con respecto al centro del instrumento, y la de una serie de estrellas importantes; esto giraba en torno al centro de la lámina permitiendo poner el instrumento en posición. Para hacerlo, el astrónomo, debía simplemente observar la altura de una estrella que estuviese representada en la red y hacerla girar ésta hasta que el almucantarat correspondiente coincida con la proyección de la estrella. Todo esto estaba representado en el fresco con finos y precisos trazos; el desconocido artista debía de ser también un experto conocedor del astrolabio, pensé, y en ese momento hubo algo en el dibujo que llamó poderosamente mi atención.

Extrañado me alejé un poco de la pintura, y miré a través de la abertura cenital de la cúpula. Apagué el candil, y observé detenidamente las estrellas, brillando silenciosas y majestuosas a través del orificio circular.

—¡Dios mío! —musité en la casi absoluta oscuridad que me rodeaba.

Tenía la respuesta. Era como si aquellos sacerdotes muertos que me rodeaban me la hubieran susurrado al oído; como si el desconocido, y lejano en el tiempo, artista que había pintado aquellos frescos me hubiera dejado un mensaje a través de los siglos.

Encendí nuevamente la luz y volví a acercarme a los frescos pintados en el muro. No había duda; la disposición del horizonte del astrolabio no se correspondía con la latitud en la que nos encontrábamos.

En un astrolabio de proyección polar, el horizonte es un círculo y, por consiguiente, la lámina que representa éste sirve únicamente para una latitud determinada, y debe cambiarse por otra si quiere utilizarse el instrumento en otro lugar. Éste es el principal inconveniente del astrolabio estereográfico convencional; si el astrónomo desea trabajar con su instrumento en distintos lugares, o mientras viaja, se ve obligado a llevar consigo una serie de láminas intercambiables que representan el horizonte en diferentes latitudes. Por ese motivo utilizo una
azafea de Azarquiel
en lugar del clásico astrolabio.

Había traído conmigo uno de esos instrumentos, y lo saqué con presteza de la bolsa de cuero. En la azafea la proyección estereográfica se hace sobre el plano del coluro de los solsticios, tomando el punto vernal como centro de proyección. El ecuador, la eclíptica y el horizonte se proyectan como líneas rectas que pasan por el centro de la lámina. Una alidada móvil hace las veces de horizonte giratorio, que puede adaptarse a cualquier latitud. La hice coincidir entonces con la disposición del horizonte representado en el astrolabio del fresco, y esto me dio rápidamente la latitud en la que supuestamente se encontraba el anciano de la pintura. No era la nuestra, como ya había advertido, sino que estaba situado a varios grados al norte de nuestra posición.

Extendí en el suelo el Mapamundi de Eratóstenes, y tracé sobre él la línea de latitud que había obtenido. Si mi razonamiento había sido correcto hasta ese momento, sólo me faltaba determinar la longitud para conocer la situación exacta de la ciudad de la que partió Calínico; aquella ciudad en un «desierto de cristal».

¿El reino del Preste Juan?

Pero esto representaba una nueva dificultad.

Eratóstenes había adoptado el paralelo de referencia determinado por Dicearco, que pasaba por Tapsaco, no muy lejos del lugar donde ahora me encontraba, y que cortaba el meridiano de Alejandría; que iba desde Tule hasta Etiopía, pasando por Olbia, a la tramontana
[22]
del mar Negro, Lisimaquia, en los Dardanelos, la isla de Rodas, Alejandría, Siena y Meroe. Había estimado que la anchura total del mundo habitado, de Tule al país de los sembritas, era de 38 000 estadios, es decir, unas mil leguas. Esto ha demostrado ser bastante exacto; pero, por desgracia, no existe un método tan preciso para el cálculo de las longitudes. Se necesitaría un reloj de gran precisión, y algún sistema para confrontar la hora local de diferentes y distantes ciudades en un mismo momento. Lo cual, como es evidente, es imposible. Hay que atenerse, por tanto, a las evaluaciones forzosamente aproximadas de los marinos, comerciantes y… militares.

Tenía, pues, la línea exacta de latitud donde estaba situada la ciudad, ¿pero cómo determinar la longitud? Deslicé mi dedo sobre esta línea, de Oriente a Occidente, buscando una solución. De nuevo los frescos que me rodeaban vinieron en mi ayuda.

Algunos de los hoplitas de Alejandro parecían estar en marcha en su camino hacia Oriente, pero otros, situados entre las filas de sus compañeros, parecían quietos, con sus armas dispuestas. Consideré que cada uno de aquellos hoplitas guardaba un puesto en el itinerario de Alejandro.

Hice memoria de mis conocimientos de historia antigua. Puesto que he pasado la mayor parte de mi vida viajando, aprendí pronto a memorizar el contenido de los libros, para evitar el tener que cargar siempre con una pequeña biblioteca.

No me costó mucho recordar aquellos datos: las tropas de Alejandro pasaron por la región en la que ahora me encontraba hacia el trescientos treinta y uno antes de Nuestro Señor; por Ecbatana en el trescientos treinta y por Ariana en el invierno del trescientos veintinueve, ambas situadas un poco más al
mediodía
[23]
. Tracé, guiándome sólo por mi memoria, la ruta de Alejandro sobre el Mapamundi de Eratóstenes.

Tan sólo en un punto la ruta de su ejército cortaba la línea de latitud que antes había marcado. Era el punto situado más al norte en toda la ruta del general macedonio, en la región de Sogdiana; a tramontana de una ciudad llamada Marakanda por Alejandro y que actualmente es conocida como Samarcanda.

En aquel lugar estaba el reino que buscábamos.

Le señalé la ruta que debíamos tomar a Joanot de Curial, y vi dudar al guerrero. Me preguntó que si estaba seguro de que era allí, en Samarcanda, donde se encontraba el reino del Preste Juan. Y tuve que admitir que no; que en realidad no había encontrado ninguna referencia a él, pero de lo que sí estaba convencido era de que en algún lugar al norte de la ciudad de Samarcanda se encontraba el reino de los hombres que llevaron el
fuego griego
a Constantinopla. En una ciudad situada en el desierto de cristal.

—Quizás es la misma ciudad de Juan, aunque sus habitantes no la conozcan por ese nombre —aventuró Joanot, y yo no pude menos que estar de acuerdo con él.

Joanot me contó entonces cómo en Génova, Roger y él, habían entrado al servicio de la familia Doria, de cuyos astilleros salió la nueva nave de Roger: la
Oliveta
.

En aquellos años, Tesidio Doria había promovido una expedición para buscar una ruta marina hasta el reino del Preste Juan. Los hermanos Vadino y Ugolino Vivaldi, miembros como los Doria de una antigua familia de navegantes, fueron puestos al mando de las dos naves que zarparon de Génova.

Tras hacer escala en Mallorca, cruzaron el estrecho de Gibraltar, bordearon Marruecos y el cabo Juby, al sur del Atlas. A partir de lo cual se perdió todo contacto con la expedición de la que no volvió a saberse nada; aunque se creía que lograron llegar a las tierras del Preste Juan, de donde no quisieron, o no les fue permitido, regresar.

—Tesidio Doria nos contagió de su afán de encontrar el reino del Preste Juan —dijo Joanot—; un sueño que Roger y yo hemos compartido desde entonces.

—Me resulta extraño pensar que un hombre como Roger pueda tener sueños como ése —le dije a Joanot.

—Quizá porque no le conociste lo suficiente.

2

La noche antes de nuestra partida hacia Oriente, me vi asaltado por terribles y premonitorios sueños. No eran más que formas negras y sinuosas que ondeaban en torno mío como raíces de plantas acuáticas, y ojos vidriosos que emitían en la oscuridad destellos venenosos.

Desperté en mitad de la noche bañado en sudor, y salí de mi tienda en busca de aire fresco. La noche estallaba en estrellas. Una inmensa explosión de polvo plateado congelada sobre nuestras cabezas. Un grupo de almogávares estaban reunidos en torno al fuego, cantando viejas canciones catalanas.

A lo lejos distinguí el perfil armónico de los siete templos, iluminados por la tenue luz de las estrellas. Sentí el irrefrenable deseo de visitar por última vez aquellos templos, y caminé hasta el límite del campamento. Un guardia almogávar me franqueó el paso tras comprobar mi identidad. Atravesé en silencio el desolado espacio que separaba el campamento almogávar del círculo de templos paganos. La pálida luz de las estrellas le confería a todo un halo de fosforescente irrealidad.

Mis ojos se habían acostumbrado a aquella escasa luz y podía distinguir las enormes moles de los templos levantarse ante mí como leviatanes dormidos.

Ante la vista de aquellos observatorios consideré cómo, desde la noche de los tiempos, los hombres se habían esforzado en conocer el movimiento y el curso de los astros, y penetrar, si esto fuera posible, en los misterios de su esencia y estructura. Y es curioso que primero se estudiara el mundo de los cielos, antes que el de la tierra; dejando de lado lo cierto por lo dudoso, lo fácil por lo difícil, lo cercano por lo remoto, lo propio por lo ajeno.

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