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Authors: Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia Ficción, #Histórico

La locura de Dios (5 page)

BOOK: La locura de Dios
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Me sentía como una diminuta pulga en el interior de un gran reloj dorado.

Una pasarela de madera comunicaba la plataforma sobre la que se encontraba con un orificio o pozo situado bajo la sección central de la maquinaria. A partir de ese punto se curvaba el suelo formando la cúpula de la
Sala Armilar
, que ahora veía desde arriba; y aquel orificio era el que permitía el paso de la luz que luego iba a ser distribuida por el interior de la sala. Y, sin duda, aquella maquinaria maravillosa y dorada era el secreto del movimiento de los astros simulados del interior. Pero ni siquiera Herón, ni ningún otro antiguo tratadista griego, ni el oriental Banu Musa, ni el moro español Ahmad al-Muradi, podrían haber concebido mecanismos autómatas como aquéllos, capaces de moverse con tanta suavidad y perfección.

La técnica de los constructores de aquella
Sala
estaba más allá de todo lo concebido alguna vez por el género humano.

4

La ceremonia de la boda de Roger y la princesa doña María, se celebró en el mismo Palacio Imperial, una semana después de mi llegada a Constantinopla.

La novia era casi una niña, pero muy hermosa, con un adorable rostro ovalado alto y fino, de línea precisa, una frente bien encuadrada por unos cabellos intensamente negros de brillo azulado y unos chispeantes ojos color de aceituna, llenos de vida.

Me pregunté qué pensamientos vivirían tras aquellos ojos en ese instante. Ante la obligación impuesta por
razones de Estado
de contraer matrimonio con un
latino
, con un bárbaro, ¿se sentiría como una víctima propiciatoria de buenos augurios camino del altar de sacrificio? ¿O como un cachorro al que sus padres abandonaran para ponerse a salvo de los lobos?

Era difícil decirlo contemplando aquellos ojos que tan sólo reflejaban una leal conformidad.

Esa tarde, bajo la mirada del Emperador y de su hermana doña Irene, se iniciaron los festejos del acontecimiento en los jardines orientales del Palacio Imperial. Viandas fuertemente especiadas; volatería exótica; pescados del mar negro; frutas azucaradas de Morea. Y vino, mucho vino…
[7]
Malvasía, Chipre, Chío, Siracusa, Esmirna…

Situados en el centro de la ceremonia, Roger y sus
almocadenes
[8]
se asombraban del progresivo arrugamiento de los griegos, desbaratados por el vino. Entre el refulgir del oro y la pedrería, las sedas de las casacas chambelanas se impregnaron en poco tiempo de un olor mixto de resudación y de la acidez fétida del vómito.

Abriéndose paso entre los cada vez más ruidosos convidados y los atildados servidores, llegó hasta mí la princesa doña Irene, la ahora suegra de Roger.

—Llevo años deseando conocer al hombre que escribió el
Ars inveniendi veritatem
—me dijo esbozando una amplia y cordial sonrisa.

Era una mujer verdaderamente hermosa, a pesar de su edad, con unos ojos negros e intensos y una frente altiva e inteligente, enmarcada por unos cabellos también negros que apenas empezaban a encanecer.

Le pregunté si lo había leído, puesto que no es un libro sencillo para…

Iba a decir «para una mujer», pero me detuve a tiempo. Los griegos tenían una larga tradición de mujeres sabias.

—He leído todos vuestros libros; incluso las novelas y los tratados de caballería —me dijo—. Algunos he tenido que hacerlos traducir al latín para poder entenderlos… Decidme, Ramón, ¿por qué ese deseo de escribir en lengua vulgar?

Me encogí de hombros. No era la primera vez que me hacían esa pregunta.

Todos hablamos normalmente en una lengua, y escribimos en otra diferente; en latín. Me pregunté por qué tenía que ser así, por qué no era posible algo tan aparentemente lógico como escribir en la misma lengua en la que hablamos.

Se acercó un poco más a mí, y me recitó con voz suave:


Cantaben los aucells l'alba, e despertà's l'amic, qui és l'alba; e los aucells feniren lur cant, e l'amic morí per l'amat, en l'alba

[9]

—El
Libre d'Amic e Amat
—asentí.

—Son extrañas y turbadoras estas palabras para hablar de Dios…

—Quizá las únicas adecuadas para transmitir lo sublime de la experiencia mística…

Con una sonrisa afirmó que no iba a discutirme esto.

—Por favor, continuad —repliqué—. No soy tan engreído ni tan sabio como para no poder soportar que mis ideas se cuestionen.

Doña Irene me ofreció entonces su brazo, y me invitó a pasear por la zona más alejada del jardín; a salvo del bullicio de la celebración.

Caminamos entre naranjos de redonda copa y olivos venerables roídos por los años. Las lindes del paseo estallaban de flores silvestres; amapolas, lirios y lentiscos en flor. Las estrellas empezaban a despuntar tímidamente en el cielo púrpura y violeta. Mirándolas con respeto, afirmó que eran hermosas; y añadió poco después con aire soñador:

—De niña pasé muchas horas admirando la cúpula pintada de estrellas de la
Sala Armilar
. No era un lugar donde te permitieran ir, pero yo siempre me las arreglaba para escapar a él. Para mí, aquella cúpula, con su luminoso centro, tenía una extraña cualidad mágica. ¿Sabéis?, las estrellas y la media luna son el símbolo de Constantinopla. Hace muchos siglos, Filipo de Macedonia fracasó en un ataque nocturno a la ciudad al ser descubierto por la luna. Los antiguos lo atribuyeron a la diosa patrona de la luna, Hécate, cuya luz les había ayudado tanto.

Aventuré que quizás el origen de esos símbolos fuese otro. Ella preguntó por el significado de mis palabras, y si ya había resuelto el misterio del origen de los hombres que trajeron el
fuego griego
.

—Me temo que no —dije—. Quizá yo no sea tan sabio como le habéis asegurado al megaduque.

Le pregunté a continuación si recordaba la estrella de siete puntas y la media luna grabadas sobre la puerta que daba acceso a la
Sala
. Ella respondió afirmativamente, y yo le mostré que representan a Ishtar y a Sin; es decir, a Venus y a la Luna.

—¿En qué culto? —quiso saber ella.

—En uno que tiene su origen en la antigua Mesopotamia y que perduró, al menos, hasta la época en la que fue construida la
Sala Armilar
.

Doña Irene me miró extrañada y recordó que había visitado aquella
Sala
en infinidad de ocasiones, y que siempre pensó que la estrella y la luna grabadas sobre la puerta eran las de Constantinopla, y que las estrellas que brillaban pintadas en la cúpula eran las mismas que habían descubierto el ataque de Filipo, que eran sus aliadas y que permanecían allí ocultas.

—Quizás existe una relación entre todo esto. Pero aún no he sido capaz de descubrirla —admití—. Todo es tan misterioso…

—Roger afirma que las gentes del reino del Preste Juan viven jóvenes para siempre. ¿Creéis eso?

Me encogí de hombros, y le dije que las leyendas eran también hermosas, como las estrellas; y que solían ser tan inalcanzables como éstas. Y que, en cualquier caso, lo que yo creyera significaba muy poco.

A lo lejos la celebración proseguía, atenuada por la distancia. Delante de los novios, un brillante grupo de danzantes que ejecutaban viejos pasos casi paganos, los cantores entonaban el epitalamio; armónicamente pausado, extraído instrumentalmente del
octoechos
, los ocho tonos en que se cantan los himnos en las grandes solemnidades.

Los ecos de la melodía nos llegaban como retazos de un sueño casi olvidado.

—Se aman —musitó doña Irene casi para sí.

Desde luego, comprendí; Roger amaba a la joven doña María. De una forma básica, quizá, pero aceptaba sin rechistar aquello que la vida le regalaba.

Pero ¿sentía lo mismo la joven y hermosa princesa? No debería haberme resultado tan extraño; Roger era un hombre fuerte y atractivo, y sin duda estaba rodeado de una aureola romántica a los ojos de una jovencita como doña María que apenas había abandonado el palacio durante toda su vida. Siempre pensé que aquel matrimonio había sido una imposición de Estado y me parecía lógico que la joven se sintiera infeliz al verse unida para siempre a un
latino
, es decir, a un bárbaro.

5

La boda de Roger y la princesa iba a quedar señalada por una ancha cicatriz.

Doña Irene y yo continuábamos nuestro paseo conversando, cuando una súbita algarabía nos hizo callar. Ambos miramos desconcertados, buscando el origen de aquel griterío. En las calles colindantes al Palacio, frente a las puertas que daban acceso a los jardines, se escuchaban gritos furiosos.

El Gran Drungario se acercó a la entrada para averiguar qué estaba pasando, e inmediatamente las puertas se abrieron para dejar pasar a un pequeño grupo de hombres que vestían el llamativo uniforme verde y naranja de las tropas genovesas.

Un capitán, no muy alto y algo obeso, iba en cabeza.

Pregunté a doña Irene sobre ese hombre, y ella respondió que se trataba de Rosso de Finar, capitán de la guardia genovesa que era financiada directamente por las donaciones de la
mahona
[10]
.

Rosso de Finar cruzó con paso decidido los jardines reales, y se situó frente a Roger en la mesa presidencial. Iba escoltado por diez guardias genoveses perfectamente armados. Las naves genovesas eran, en su mayoría, las velas del comercio pontificio en aquellos mares. Y el Papa era enemigo de Aragón.

Doña Irene y yo nos acercamos a ver qué estaba pasando.

—Capitán Roger de Flor —estaba diciendo el genovés con voz altiva y desafiante—, en nombre de la Señoría genovesa, te conmino a que me acompañes hasta el barrio de Pera para responder de los cargos de piratería.

—Capitán —le cortó xor Andrónico, exasperado. Las venas de su flaco cuello parecían a punto de estallar—. Éste no es el momento ni el lugar.

Miré a Roger. Sentado tranquilo junto al Emperador; sonreía como si realmente estuviera disfrutando de la ocasión. Le aconsejó al genovés, dirigiéndose a él en su lengua, que se marchara, que allí no iba a obtener nada, «excepto un buen palmo de acero catalán dentro de sus intestinos».

El capitán genovés cruzó sus ojos llenos de odio con los de Roger. Al ver la mirada de los dos hombres empecé a temer lo peor, pero ni por un momento imaginé lo que iba a suceder a continuación. Rosso de Finar extrajo de su casulla un trapo cuidadosamente doblado, y lo desplegó. Era la Señera de Aragón; y la arrojó sobre el mantel, frente a Roger y doña María, volcando copas y jarras de vino.

—Tus hombres colgaron esta enseña en la puerta de Blanquernas, pero eres tú quien la debería llevar siempre encima, puesto que haces uso de ella en todas tus incursiones piratas.

La sonrisa no abandonó los labios de Roger, pero un velo de furia asesina cubrió sus ojos grises. En un momento estuvo en pie, con su espada desenvainada en la mano, derribando la mesa del banquete; al momento siguiente, su espada se había hundido en el vientre del capitán genovés, tal y como había prometido.

¡Desperta ferro!
, gritaron entonces los almocadenes de Roger.

Curtidos en hacer rápidamente cara a todas las sorpresas, pasaron rápidamente del blando amodorramiento festivo a la más brutal agresividad, y la guardia que acompañaba a Rosso de Finar fue también rápidamente abatida, ante el asombro impotente del Emperador y de todos los presentes.

Por el griterío que nos llegó del exterior comprendimos todos que los genoveses que habían acompañado al desdichado grupo de guardias, habían sido testigos de su rápida ejecución. Las puertas de barrotes de hierro empezaron a doblarse bajo el peso de la furia de los genoveses; y la caballería almogávar, apostada por Roger junto a las puertas para asegurar la tranquilidad durante la ceremonia, comprendiendo el peligro, cerró contra los desordenados genoveses…

Las atormentadas puertas de los jardines palaciegos cedieron al fin, vomitando un torrente de cuerpos humanos y relinchantes caballos. El caos se adueñó de todo; mesas tumbadas, encumbradas damas y altos dignatarios pisoteados, gritos de terror y dolor resonando en la hasta entonces apacible noche veraniega.

Vi cómo Roger de Flor acompañaba a la princesa y a su madre, doña Irene, a alguna de las habitaciones alejadas de Palacio. Y la guardia personal de xor Andrónico me condujo también a la seguridad de una sala situada sobre el jardín.

La revuelta estaba tomando proporciones insospechadas.

De uno y otro bando afluía la gente de armas. Gritos, sangre y confusión…

Los enfurecidos caballos de los almogávares habían abierto una brecha en las filas genovesas y por ella, en aluvión, entraron los catalanes espada en mano, en los jardines del Palacio, tajando y degollando. Los restos del banquete y las guirnaldas festivas fueron aplastados y macerados por los cascos de los caballos.

Los genoveses, embotellados frente a los muros del Palacio, entre silbidos de venablos que surcaban el aire y el chirriar de las espadas, fueron liquidados por los catalanes que saldaban de este modo recibos y pagarés. Algunos, desarmados o mutilados, se arrastraban implorantes. Y antes de que la súplica brotara de sus labios, un espadazo de los catalanes los degollaba.

El terror se reflejaba en el enjuto rostro de xor Andrónico. La sangre amenazaba con anegar el Imperio. ¿Hasta dónde pensaban llegar los catalanes?, se debía de preguntar, y temblaba por los genoveses y por sí mismo.

Roger de Flor regresó entonces con su espada en la mano. Ansioso por unirse a la lucha, se dirigió hacia las escalinatas que conducían al jardín.

Xor Andrónico le ordenó que cesase la lucha.

«¡Hay que dar cuartel a los vencidos, megaduque!», le dijo entre muchas otras cosas. Pero Roger, que parecía desconocer la autoridad del Emperador, le preguntó si no creía preferible asegurarse de que los genoveses no volvieran a molestar nunca más en lo sucesivo. Descendió por las escalinatas de mármol, y sus catalanes le saludaron victoriosos:

—¡A Pera, a Pera!

Xor Miguel Paleólogo se encaró con su padre. Era un hombre alto, de porte elegante y rostro moreno y atractivo; pero había algo que enturbiaba su naturaleza, velando sus ojos de algo indefinible y enfermizo. De él había oído decir cosas terribles; que era un depravado al que gustaba infligir dolor a sus amantes, y que era un cobarde que en Artaki, ante la presencia del turco enemigo, se había descompuesto y había huido vergonzosamente. También había oído decir que había sido un niño enfermizo y melancólico en quien su padre jamás confiaría lo suficiente como para entregarle completamente el trono.

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