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Authors: Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia Ficción, #Histórico

La locura de Dios (3 page)

BOOK: La locura de Dios
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Su cabeza estaba rapada

costumbre también ésta sarracena
—;
su cráneo era de huesos delicados como los de un pájaro, pero su nariz era larga y curvada como el pico de un ave de presa. Su barba, generosa y ensortijada, se derramaba como una cascada de espuma blanca sobre su pecho. Destacaban en su rostro, por su intensidad, unos ojos oscuros, hundidos profundamente en sus cuencas, bajo unas cejas espesas y negras que contrastaban de forma extraña con la blancura de su barba
.

Las primeras palabras que salieron de su boca dejaban traslucir claramente que llevaba años esperando la visita del Santo Tribunal. Lo cierto es que Ramón había eludido hasta ese momento esta investigación gracias a la protección de su fallecido señor, Jaime II de Mallorca, y de la amistad que disfrutó durante años con la Santa Sede. Ahora las cosas habían cambiado, y esta vista pretendía tan sólo dilucidar si había existido o no desviación herética en sus estudios y apostolado; si en sus numerosos y repetidos contactos con los infieles había o no indicios de apostasía; si en sus amplios trabajos científicos había hecho uso o no de artes mágicas con invocación o concurso del maligno
.

En ningún momento se atribuyó Ramón el mérito de su Arte. Más bien afirmaba que lo concibió como una revelación divina. Dios le mostró su Ars Magna para conocerle y amarle, y para convertir a los infieles por medio de la razón y no de la espada. Durante la mayor parte de su vida, todo su empeño había consistido en demostrar las verdades de la fe, por medio de un método que estuviese al alcance de cada cual, y fuera evidente para todos. Su deseo consistía en proponer una conversión a través del conocimiento de algo que fuese verdadero, necesario e imposible de rechazar por medios racionales. Todos sus esfuerzos estaban orientados a probar que es posible una demostración de la fe mediante la inteligencia científica; para aquel hombre era evidente que la existencia del Ser Supremopodía demostrarse… ¡Probar la existencia de Dios!… Ni siquiera fray Tomás de Aquino, se había atrevido a tanto; él nunca habló de «pruebas», sino de «vías» que conducen a la afirmación racional de la existencia de Dios
.

Este tipo de afirmaciones tan aventuradas parecía debilitar el valor y el mérito de la fe, le señaló el Inquisidor: Si Dios es una evidencia demostrada por la razón y la ciencia, la fe se hace superflua, pues no se necesita creer en algo que es evidente
.

Pero Ramón negó con firmeza esta argumentación, diciendo que la fe siempre permanecería intacta a la luz de la ciencia
.

El presidente del Santo Tribunal le preguntó entonces si se arrepentía de algo, y éste fue el momento de la gran revelación que todos esperaban: Ramón confesó no haber encontrado nunca a Dios, pero sí a Satanás. Manifestó haberse enfrentado a sus obras y a sus siervos en un lugar que ninguno de los que estaban allí presentes podría jamás imaginar que pudiera existir sobre la faz de la tierra
.

Estas palabras impresionaron profundamente a fray Gerónimo, quien, contraviniendo lo que era su costumbre en los interrogatorios del Tribunal, preguntó por el nombre de ese lugar y si se hallaba en este o en otro mundo. A lo que Ramón contestó que el nombre que se le diera al infierno no era, ciertamente, lo más importante. Lo decisivo era su realidad… Según sus palabras, el Imperio del Mal era tan vasto como un océano sin fin y sin orilla
.

El Inquisidor le invitó a que siguiera hablando, y así fue cómo Ramón Llull se dispuso a relatar la historia de su último viaje

principia relativa

Differentia, Concordantia, Contrarietas, Principium
,

Medium, Finis, Majoritas, Aequalitas, Minoritas

1

El Palacio Imperial de Constantinopla tenía la brutal suntuosidad de una alucinación. Todo en él era rebuscado y desorbitado, con gigantescas salas de mármol, jaspes y cuarzos contrastando con la brillante policromía de los mosaicos de fondo azul y motivos dorados en lucha cromática; matizados por la luz filtrada por el alabastro, que impregnaba todo de un tono ocre mate. Los techos de las salas, recargados, castigados por el peso de los adornos, se desplomaban sobre columnas con bellos capiteles.

Chambelanes y altos dignatarios, embutidos en seda y envueltos en bordados de oro, se arrastraban chispeantes, como gusanos luminosos, por sus salones y pasillos.

Aquella mañana del año de Nuestro Señor de mil trescientos dos, yo, Ramón Llull había atravesado las calles de Constantinopla escoltado por una docena de fieros almogávares, vestidos con pieles de bestias y cargados de armas.

El contraste podía resultar divertido.

Constantinopla era una abigarrada aglomeración, con una saturada y penetrante mezcla de olores; una enorme ciudad retorcida y cenagosa, con viejas y miserables chozas de madera recostadas contra las paredes de impresionantes palacios de mármol. Con una absurda mezcla de refinamiento y suciedad, la brillante seda de los trajes de los cortesanos que detenían su paso para observarnos, estaba salpicada, en sus bajos, de barro y de las heces de los perros vagabundos que nos ladraban lúgubremente.

Un tieso chambelán me esperaba en una de las entradas del Palacio, y me guió, en silencio, a través de aquellos enormes cajones arquitectónicos.

En la desproporción de líneas y de perspectivas, aquel servidor imperial que me precedía, autocomplacido y emperifollado, era sólo una brizna rutilante, una piedrecita del enorme mosaico que me rodeaba.

Descendimos a través de unas escalinatas cada vez más oscuras hasta el último y más profundo socavón lateral del Palacio. Nos vimos rodeados por paredes mohosas, rezumantes de humedad y olor a fiebre. Pregunté al chambelán dónde me conducía; a lo que él respondió simplemente:

—Ya estamos cerca,
protosebasto
[1]
. El condotiero aguarda…

Quise saber por qué el capitán Roger de Flor me había citado en tan apartado lugar: Y se limitó a responder que «así lo había ordenado el condotiero en persona».

Todo aquello era muy extraño; pero qué podía hacer yo excepto seguir dócilmente al chambelán que portaba la única fuente de luz.

Ya era tarde para lamentaciones, pero ¿cómo me había metido en algo así?

Había pasado un año olvidado en Chipre, intentando encontrar una nave que me condujera a Tierra Santa, cuando un almogávar se presentó en la fortaleza de la Orden del Temple en Limasol, donde yo era huésped, y me transmitió la invitación de su señor, el megaduque Roger de Flor, de asistir a su boda con la princesa doña María, sobrina de xor Andrónico Paleólogo, Emperador del Sacro Imperio Romano.

Yo rehusé, alegando asuntos de mayor interés que requerían mi atención más inmediata, pero el almogávar sacudió torvamente la cabeza y dijo: «Vendrás con nosotros a Constantinopla. Mi señor es conocedor de tu deseo de viajar a Tierra Santa, y me ha puesto a mí, y a su nave insignia, la
Oliveta
, a tu servicio. Te conduciremos a donde desees y te daremos escolta y protección en tu viaje. A cambio, mi señor tan sólo desea tenerte junto a él durante el breve espacio de tiempo que dure la ceremonia. Tan sólo eso, y luego podrás encaminarte hacia tu destino…».

—Hemos llegado —anunció, de repente el chambelán.

Se habían detenido frente a una enorme y vieja puerta de roble montada sobre mohosos goznes de hierro toscamente trabajados. Sobre el arco de la puerta distinguí una inscripción tallada en piedra y casi borrada por el paso de los años. Estaba escrita en dialecto jonio, y decía:

«Tú has respondido a los que te han llamado. Tú has visto la altura y la profundidad, lo lejano y lo cercano, lo escondido y lo evidente. Y ellos conocen bien la utilidad de tus cálculos».

Sentí un estremecimiento que recorría todo mi cuerpo; como si aquellas palabras tocaran alguna profunda fibra de mi alma. De algún modo era como si el desconocido autor de aquellas frases, muerto quizá siglos atrás, me hablara desde la distancia del tiempo.

Sobre esta inscripción, había sido tallada una media luna y una estrella de siete puntas encerradas dentro de un círculo.

El chambelán empujó la hoja de la puerta, y se abrió sin demasiados chirridos, lo que parecía indicar que había sido usada recientemente. Observé que el suelo, a los pies del umbral, estaba limpio del polvo que cubría con fina capa el resto de aquel sótano. Había luz al otro lado de la puerta. Una luz limpia e inesperadamente potente.

El chambelán se hizo a un lado, franqueándome el paso, y dijo:

—El condotiero os aguarda en el interior.

Atravesé el umbral sintiéndome más tranquilo y confiado; aquella luz tan nítida y brillante era la que había espantado los temores de mi mente.

Pero abría un nuevo misterio, pues era difícil imaginar de dónde provendría y cuál sería su fuente de combustión.

Entonces vi algo todavía más asombroso, que me dejó completamente desconcertado: dos pequeños árboles crecían de sendos jarrones a ambos lados del umbral. A partir de ese punto los arbustos se extendían trepando por las paredes hasta casi alcanzar el techo abovedado. ¿Cómo era posible que aquellos arbustos sobrevivieran en aquella remota covacha sepultada en el más profundo sótano del Palacio Imperial?

En mis estudios había comprobado cómo las plantas verdes necesitan de la luz del astro solar para mantener su vida y desarrollo, y no les es suficiente para esta función la pobre iluminación proporcionada por candiles o velas. «La virtud que da el Sol a la flor es cuestión de lugar, porque su fuego calienta el aire y le da calor al agua, y ésta se lo da a la flor».

El techo era una amplia bóveda que se cimbraba sobre aquella sala de planta circular, y en él se había pintado, en fuerte albayalde, un extraño firmamento, síntesis de la ciencia astrológica, y semejante al catálogo de estrellas de Ptolomeo trazado por Hiparco de Alejandría. Allí estaban mis viejas amigas; la Ursa Major, el Canes Venatici, la Corona Borealis, Cepheus, Orión y el pentágono del Boyero, rotulando ese planisferio entre mitológico y cabalístico.

El vértice de la cúpula era un gran ojo por el que se colaba la luz para rebotar en un complejo juego de grandes espejos lenticulares que colgaban bajo éste, sujetos por unos intrincados mecanismos de metal, que distribuían la luz por el interior de la sala.

¿Qué lugar era aquél? Las paredes curvas estaban cubiertas de estantes, y estos estantes estaban repletos de libros y de redomas de vidrio, alambiques de cobre, morteros de porcelana, y panzudos frascos que almacenaban líquidos de colores.

En medio de la extraña biblioteca-laboratorio, una gran esfera de unas tres varas
[2]
de diámetro, de color azul brillante, soportada por una estructura de madera tallada. Y tras la esfera, un hombre aún más impresionante. Zanquilargo y huesudo, con ojos grises de acero un poco hundidos, barba rala y movimientos sedosos y gráciles como los de un gato. Observaba con atención, bañado por la luz teñida de azul que se derramaba desde lo alto, la gran esfera metálica. El reflejo de cobalto de la esfera ponía tonos mágicos en sus pómulos descarnados; el fondo de sus pupilas fosforecía. Su sombra, alargada y descoyuntada, lamía el muro del fondo.

Parecía un galgo, curtido tras abrirse camino en la vida a dentelladas y zarpazos.

Era Roger de Flor.

Parecía un galgo curtido tras abrirse caminoen la vida a dentelladas y zarpazos. Era Roger de Flor…

2

—Acércate,
doctor iluminado
—proclamó Roger de Flor con una voz acerada—. Te agradezco que hayas aceptado mi invitación.

Caminé hasta situarme a un par de pasos frente a aquel hombre impresionante. Iba perfectamente armado con una ancha espada que pendía desafiante de su cinturón de piel, como si esperara entrar en combate de un momento a otro. Incluso vestía una mohosa cota de malla bajo su lujosa sobrevesta
a la francesa
, de brillante seda negra, adornada con una gran flor bordada en oro sobre el pecho.

Su rostro era agreste y anguloso, como si hubiera sido tallado a machetazos sobre un bloque de madera. Señalando la gran esfera azul junto a la que estaba plantado, preguntó qué me parecía que era. Extrañado, la observé con cuidado.

La esfera no era completamente azul, tenía unas amplias manchas de color cobre distribuidas por su superficie. El bastidor de madera sobre el que estaba montada le permitía girar en todas las direcciones, y se deslizaba tan suavemente, sobre sus ejes bien engrasados, que era posible moverla con apenas el roce de una mano.

—¡Dios Todopoderoso! —musité al comprender lo que tenía bajo mis dedos.

Sonriendo satisfecho, Roger dijo:

—Doña Irene me aseguró que eres el más inteligente de los hombres. Me alegro de haberle dado crédito.

Me sentía tan confuso por todo aquello que creía estar viviendo un sueño. Pregunté quién era aquella «doña Irene», a lo que Roger respondió que se trataba de su futura madre política; la hermana del Emperador Andrónico. Y que era una de esas mujeres griegas a las que les gusta leer. Ella le habló de mí al megaduque, afirmando que era cuanto necesitaba y que mi inteligencia le guiaría.

Llevé mis manos a las sienes, e intenté contener la ansiedad que latía en mi mente.

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