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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (11 page)

BOOK: La mano de Fátima
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—Hamid conoce bien nuestras leyes —sostenía uno de los ancianos.

—Hace muchos años —musitó otro— que no se juzga a ningún musulmán conforme a nuestras leyes. En Ugíjar…

—¡En Ugíjar nunca se nos ha hecho justicia! —le interrumpió el primero.

Un murmullo de asentimiento recorrió el grupo. Hernando observó a la gente del pueblo: a los ancianos, a los niños y a las mujeres que no habían participado en la revuelta y que ahora caminaban en dirección al castillo. Aisha iba entre ellos.

—¿Qué sucede, madre? —le preguntó cuando llegó hasta ella.

—Tu padre ha llamado al castillo a Hamid —le contestó Aisha sin detenerse—. Van a juzgar a un arriero de Narila que ha robado una joya.

—¿Qué le harán?

—Unos dicen que le azotarán. Otros que le cortarán la mano derecha y algunos que lo matarán. No sé, hijo. Hagan lo que hagan —escuchó que decía su madre sin dejar de andar—, se merece cualquier cosa. Tu padrastro siempre me hablaba de él: hurtaba de las mercaderías que transportaba. Había tenido bastantes problemas y pleitos con moriscos, pero el alcalde mayor de Ugíjar siempre salía en su defensa. ¡Qué vergüenza! ¡Una cosa es robar a los cristianos, y otra a los de tu raza! Se cuenta que era amigo de…

Dejó de escuchar a su madre para revivir la discusión de su padrastro con el Partal y el posterior cruce de miradas que habían sostenido ambos arrieros tras la negativa de Brahim a saludarle. ¡Brahim era capaz de muchas cosas, pero nunca habría robado a un musulmán! Aisha siguió caminando; hablaba y gesticulaba junto a las demás mujeres, que asentían con parecidos aspavientos.

Hernando no continuó. No quería estar presente en el juicio. Seguro…, seguro que el arriero de Narila le echaba la culpa en público.

—Tengo que curar a las mulas —se excusó en el momento en que un grupo de niños le adelantó corriendo.

Un escalofrío surcó la piel del muchacho. ¡Matarlo…! ¿Y por qué no? ¿Acaso no había intentado hacerlo él? De no haber sido por la Vieja… ¿Acaso no le había amenazado con la muerte? ¿Y Gonzalico? Se había vengado cruelmente en el niño… aunque su actuación tampoco había sido más atroz que la de los demás moriscos. Apartó aquellos pensamientos de su mente. Hamid decidiría, sí: seguro que dictaba la sentencia acertada.

El juicio se inició tras la oración del mediodía y se prolongó durante toda la tarde. Ubaid negó haber hurtado la cruz, e incluso puso en duda la capacidad de Hamid para juzgarle.

—Cierto —reconoció el alfaquí, que sostenía en las manos la cruz encontrada entre las guarniciones de la mula—. No soy un
alcall
; ni siquiera, después de tantos años, puedo considerarme un alfaquí. ¿Prefieres que no te juzgue yo?

El arriero observó cómo algunos de los hombres que se congregaban en torno al juez llevaban la mano a sus dagas y espadas, y hacían ademán de adelantarse; sólo entonces reconoció la autoridad de Hamid. Ubaid no consiguió ningún testimonio a su favor: nadie contestó positivamente a las preguntas con que Hamid iniciaba sus interrogatorios.

—¿Testimonias tú que el llamado Ubaid, arriero de Narila, es un hombre de derecho y que nada hay que decir de él, que realiza la profesión de fe y sus purificaciones y que es bueno en la ley de Muhammad, bueno en su tomar y bueno en su dar?

Todos alegaron los numerosos problemas que el arriero había tenido con sus hermanos en la fe. Incluso dos mujeres se adelantaron sin haber sido llamadas a testificar, y, como si quisieran apoyar las declaraciones de sus hombres, aseguraron haberle visto la noche anterior cometiendo adulterio.

Hamid hizo oídos sordos a las acusaciones que un desesperado Ubaid lanzaba contra Hernando, y sentenció que le cortasen la mano derecha por ladrón. Sin embargo, como el cargo de adulterio no había sido debidamente probado por cuatro testigos, también ordenó que las dos mujeres que habían testificado a ese respecto recibieran ochenta azotes, tal y como marcaba la ley musulmana.

Antes de ocuparse del castigo del arriero, Brahim se dispuso a ejecutar la pena contra las dos mujeres. Se había procurado una fina vara e interrogó a Hamid con la mirada cuando le presentaron a las condenadas.

El alfaquí les preguntó si estaban preñadas. Ambas negaron, y entonces se dirigió a Brahim:

—Azótalas suavemente, contén tu fuerza —ordenó—. Así lo dice la ley.

Las dos mujeres dejaron escapar un suspiro de alivio.

—Quítales las marlotas y las pieles que llevan, sin llegar a desnudarlas. Tampoco les ates los pies o las manos… a no ser que pretendan huir.

Brahim se esforzó por cumplir las órdenes de Hamid. Con todo, ochenta azotes, aun suaves, terminaron por originar unas finas líneas de sangre en las camisas de las mujeres, que rápidamente se extendieron por sus espaldas.

En el centro del castillo, antes del anochecer, frente a centenares de moriscos en silencio, Brahim cercenó la mano derecha del arriero de Narila de un violento golpe de alfanje. Ubaid ni siquiera le miró: arrodillado, alguien sujetaba su antebrazo extendido sobre el tocón de un árbol a modo de tajo. No gritó en el momento en que su mano se separó por la muñeca, ni al aplicarle un torniquete, pero sí lo hizo después, cuando le introdujeron el brazo en un caldero lleno de vinagre y sal pistada.

Sus aullidos erizaron el vello de los moriscos.

Y de todo ello tuvo cumplida cuenta Hernando esa misma noche, a la vuelta de su madre, mientras cenaba.

—Al final ha dicho que fuiste tú quien robó la cruz. Una y otra vez. No paraba de gritar y llamarte nazareno. ¿Por qué te ha acusado ese canalla? —le preguntó Aisha.

Con la boca llena y la vista en el plato, Hernando abrió las manos y se encogió de hombros.

—¡Es un miserable! —contestó sin mirar a su madre y con la boca aún llena. Luego se introdujo con rapidez otro pedazo de carne en la boca.

Esa noche no se atrevió a ir a casa de Hamid y le costó conciliar el sueño. ¿Qué habría pensado él de las acusaciones del arriero? ¡Había sentenciado que le cortaran la mano derecha! El arriero no dejaría las cosas así. Sabía que había sido él. Seguro. Pero ahora… ahora le faltaba la mano derecha, aquella con la que había empuñado el cuchillo en su contra. Con todo, debía andar con ojo. Se revolvió sobre la paja en la que dormitaba. ¿Y Brahim? Su padrastro se había extrañado de que le instara a revisar las mulas. ¿Y los demás presentes? ¡Aquel maldito apodo! Si antes había sido el nazareno para la gente de Juviles, ahora lo sería para los habitantes de todas las Alpujarras.

A la mañana siguiente tampoco se decidió a visitar a Hamid, pero a mediodía el alfaquí le mandó llamar. Lo encontró junto a la iglesia, al sol del frío invierno, en el mismo lugar en el que se hallaban los restos de la campana, sentado sobre el pedazo más grande de ellos con la espada del Profeta a sus pies. Frente a él, ordenadamente alineados en el suelo, se hallaba una multitud de niños, oriundos de Juviles o venidos del castillo. Algunas mujeres y ancianos observaban. Hamid le hizo señas de que se acercase.

—La paz sea contigo, Hernando —le recibió.

—Ibn Hamid —le corrigió el muchacho—. He adoptado ese nombre…, si no tienes inconveniente —tartamudeó.

—La paz, Ibn Hamid.

El alfaquí clavó su mirada en los ojos azules de Hernando. No necesitó más: pudo leer la verdad en ellos en un solo instante. Hernando agachó la cabeza; Hamid suspiró y miró hacia el cielo.

Los dos se alejaron unos pasos del grupo de niños, no sin que antes el alfaquí hubiera encargado a uno de ellos que vigilara su preciado alfanje.

Hamid dejó transcurrir unos instantes.

—¿Te arrepientes de lo que hiciste o tienes miedo? —inquirió después.

Hernando, que había esperado un tono más áspero, meditó la pregunta antes de responder:

—Quiso convencerme de que robara el botín. Intentó matarme en una ocasión y me amenazó con hacerlo de nuevo.

—Quizá lo haga —reconoció Hamid—. Tendrás que vivir con eso. ¿Vas a enfrentarte a ello o piensas huir?

Hernando le observó: el alfaquí parecía leerle los pensamientos más ocultos.

—Es más fuerte… incluso sin una de sus manos.

—Tú eres más inteligente. Utiliza tu inteligencia.

Los dos se miraron durante un largo rato. Hernando intentó hablar, preguntarle por qué le había protegido. Dudó. Hamid permanecía inmóvil.

—Dicen nuestras costumbres que el juez nunca actúa con injusticia —dijo por fin el alfaquí—. Si altera la verdad, es para hacerse útil. Y yo estoy convencido de haber sido útil a nuestro pueblo. Piensa en ello. Confío en ti, Ibn Hamid —le susurró entonces—. Tus razones tendrías.

El muchacho trató de hablar, pero el alfaquí se lo impidió.

—Bien —añadió de repente—, tengo mucho que hacer, y todos estos niños necesitan aprender el Corán. Hay que recuperar muchos años perdidos.

Se volvió hacia el grupo de críos, que ya daban muestras de impaciencia, y les preguntó en voz alta:

—¿Quiénes de vosotros conocéis la primera sura,
al-Fatiha
? —preguntó, mientras recorría, cojeando, los pasos que lo separaban de ellos.

Bastantes de ellos alzaron la mano. Hamid señaló a uno de los mayores y le indicó que la recitase. El chico se puso en pie.


Bismillah ar-Rahman ar-Rahim
, «En el nombre de Dios el Clemente, el Misericordioso…».

—No, no —le interrumpió Hamid—. Despacio, con…

El muchacho volvió a empezar, nervioso.


Bismillah…

—No, no, no —volvió a interrumpirle pacientemente el alfaquí—. Escuchad. Ibn Hamid, recítanos la primera sura.

Susurró la palabra «recítanos».

Hernando obedeció e inició el rezo al tiempo que se mecía con suavidad:


Bismillah…

El muchacho finalizó la sura y Hamid dejó transcurrir unos instantes con ambas manos abiertas y los dedos doblados; las giraba rítmica y pausadamente a ambos lados de su cabeza, junto a las orejas, como si aquella oración fuese música. Ninguno de los niños fue capaz de desviar la mirada de aquellas manos enjutas que acariciaban el aire.

—Sabed que el árabe —les explicó a continuación— es la lengua de todo el mundo musulmán; aquello que nos une sea cual sea nuestro origen o el lugar en el que vivimos. A través del Corán, el árabe ha alcanzado la condición de lengua divina, sagrada y sublime. Debéis aprender a recitar rítmicamente sus suras para que resuenen en vuestros oídos y en los de quienes os escuchan. Quiero que los cristianos de ahí dentro —señaló hacia la iglesia— oigan de vuestras bocas esa música celestial y se convenzan de que no hay otro Dios que Dios, ni otro profeta que Muhammad. Enséñales —finalizó dirigiéndose a Hernando.

Durante los dos días siguientes, Hernando no tuvo oportunidad de hablar con Hamid. Cumplía con sus obligaciones para con las mulas a la espera de que llegaran órdenes de Brahim, se encargaba de los pocos trabajos de la época en el campo y el resto lo dedicaba a enseñar a los niños.

El día 30 de diciembre Farax pasó por Juviles al mando de una banda de monfíes, y antes de partir de nuevo ordenó la inmediata ejecución de los cristianos retenidos en la iglesia.

Farax el tintorero, nombrado alguacil mayor por Aben Humeya, no sólo se dedicó, como le había ordenado el rey, a recoger el botín incautado a los cristianos, sino que decretó la muerte de todos aquellos mayores de diez años que todavía no hubieran sido ejecutados, añadiendo que sus cadáveres no fueran enterrados sino abandonados para que sirvieran de alimento a las alimañas. También mandó que ningún morisco, so pena de la vida, escondiera o diera asilo a cristiano alguno.

Hernando y los componentes de su improvisada escuela presenciaron cómo los cristianos de Juviles abandonaban la iglesia desnudos, renqueantes, muchos enfermos, y con las manos atadas a la espalda, en dirección a un campo cercano. Arrastrando los pies junto al cura y al beneficiado, Andrés, el sacristán, volvió el rostro hacia Hernando, que estaba sentado en el mayor de los fragmentos de la campana. El joven mantuvo su mirada fija en él hasta que un morisco empujó violentamente al sacristán con la culata de un arcabuz. Hernando sintió parte del golpe en su propia espalda. «No es una mala persona», se dijo. Siempre se había portado bien con él… La gente se sumó a la comitiva y chillaba y bailaba alrededor de los cristianos. Los niños permanecieron en silencio hasta que el grito de uno de ellos los levantó a todos al mismo tiempo. Hernando los observó correr hacia el campo como si de una fiesta se tratara.

—No te quedes ahí —escuchó.

Se volvió para encontrarse con Hamid a sus espaldas.

—No me gusta verlos morir —se sinceró el muchacho—. ¿Por qué hay que matarlos? Hemos convivido…

—A mí tampoco, pero tenemos que ir. A nosotros nos obligaron a hacernos cristianos so pena de destierro, otra forma de morir lejos de tu tierra y tu familia. Ellos no han querido reconocer al único Dios; no han aprovechado la oportunidad que se les ha brindado. Han elegido morir. Vamos —le instó Hamid. Hernando dudó—. No te arriesgues, Ibn Hamid. El próximo podrías ser tú.

Los hombres acuchillaron al beneficiado y al sacerdote. Algo alejado, desde un pequeño bancal, Hernando se estremeció al ver a su madre dirigirse lentamente hacia don Martín, que agonizaba en el suelo. ¿Qué hacía? Sintió que Hamid le pasaba el brazo por los hombros. A gritos y empujones, las mujeres del pueblo obligaron a los hombres a apartarse de los clérigos. En silencio, casi con reverencia, un morisco puso un puñal en la mano de Aisha. Hernando la observó arrodillarse junto al sacerdote, alzar el arma por encima de su cabeza y clavarla con fuerza en su corazón. Los «yuyús» estallaron de nuevo. Hamid apretó con fuerza el hombro del muchacho mientras su madre se ensañaba con el cadáver del sacerdote. Poco después el orondo cuerpo del clérigo aparecía convertido en una masa sanguinolenta, pero su madre, de rodillas, seguía clavando el cuchillo una y otra vez, como si con cada puñalada vengara parte del destino al que otro cura la había condenado. Entonces las mujeres se acercaron y la separaron del cadáver, alzándola por las axilas. Hernando alcanzó a ver su rostro desencajado, cubierto de sangre y lágrimas. Aisha se zafó de las mujeres, dejó caer el cuchillo, levantó ambos brazos al cielo y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Alá es grande!

Luego los moriscos acabaron con dos cristianos más, los principales del pueblo, pero antes de que pudieran continuar con los que faltaban, entre los que se hallaba Andrés, el sacristán, se presentó el Zaguer, alguacil de Cádiar, con sus hombres y detuvo la matanza.

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