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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (12 page)

BOOK: La mano de Fátima
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Hernando tan sólo intuyó las discusiones entre los soldados del Zaguer y los moriscos ávidos de sangre. Su atención se alternaba entre su madre, ahora sentada en el suelo, abrazada a las piernas y con la cabeza escondida entre las rodillas, toda ella temblorosa, y Andrés, el siguiente en la fila.

—Ve con ella —le dijo Hamid, empujándole por la espalda—. Lo ha hecho por ti, muchacho —añadió al notar su resistencia—. Ha sido por ti. Tu madre ha obtenido su venganza en uno de los hombres de Cristo, y parte de esa venganza también es tuya.

Sólo fue capaz de acercarse a su madre y permanecer en pie a su lado, a cierta distancia. El campo se despobló y algunos animales empezaron a aproximarse a los cuatro cadáveres que yacían en él. Hernando miraba a un par de perros que olisqueaban el cuerpo del beneficiado, dudando si espantarlos, cuando Aisha se levantó.

—Vamos, hijo —se limitó a decir.

A partir de aquel momento Aisha no mostró el menor cambio en su comportamiento usual; ese día ni siquiera se cambió de ropa, como si la sangre que la manchaba fuera algo natural. Quien no pudo concentrarse en sus quehaceres fue Hernando: Ubaid le esperaría en el castillo, eso si no decidía venir a por él. En el cobertizo, con las mulas, miraba a un lado y otro. Debía estar prevenido. Hamid sabía que había sido él quien había tendido una trampa al arriero. «Confío en ti», le había dicho, pero ¿qué pensaría de él? «Un juez nunca actúa con injusticia. Si altera la verdad, es para hacerse útil.» Y el alfaquí le había asegurado que se había sentido así. El joven volvió a inspeccionar las cercanías del cobertizo, atento a cualquier ruido.

Durmió mal, y al día siguiente hasta los niños notaron su distracción al recitar el Corán. Era el primero de año del calendario cristiano; ese día no hubo clase. Según era costumbre, las mujeres habían salido a hilar bajo los morales. Se habían pintado las manos con alheña, con la que también untaban las puertas de sus casas; habían preparado unas tortas de pan seco con ajo y partieron al campo, donde sobre hornos de ladrillo y lodo construidos al efecto ahogaron los capullos en un caldero de cobre y los cocieron con jabón para que perdieran la grasa. Mientras removían los capullos en el caldero con una escobita de tomillo, hilaban la seda en toscos tornos que montaban bajo los morales. Las moriscas tenían mucha destreza y la paciencia necesaria para hilar. Agrupaban los capullos en tres grupos: los capullos almendra, de los que obtenían seda joyante, la más valiosa; los capullos ocal, de los que se hilaba seda redonda, más fuerte y basta; y aquellos que estaban deteriorados, cuya seda se utilizaba para cordones y tejidos de poca calidad.

Hernando se preguntó qué harían con la seda aquel año. ¿Cómo podrían trasladarla y venderla en la alcaicería de Granada? Las noticias de los espías moriscos en la ciudad hablaban de que el marqués de Mondéjar continuaba reuniendo tropas para acudir a las Alpujarras.

—Además, el marqués de los Vélez se ha ofrecido al rey Felipe para atajar la revuelta por la zona de Almería —comentaron unos hombres en la plaza del pueblo, cerca de donde el joven daba clases.

Hernando indicó con un gesto al niño que en ese momento cantaba las suras que continuara con ello y se acercó al grupo.

—El Diablo Cabeza de Hierro —llegó a escuchar cómo musitaba con temor un anciano. Así era como llamaban los moriscos al cruel y sanguinario marqués—. Dicen —continuó el anciano— que sus caballos se orinan de pánico en el momento en que monta sobre ellos.

—Entre los dos marqueses nos aplastarán —sentenció un hombre.

—No hubiera sido así si los del Albaicín y los de la vega se hubieran sumado a la revuelta —intervino un tercero—. El marqués de Mondéjar tendría los problemas en su misma ciudad y no podría acudir a las Alpujarras.

Hernando observó cómo varios de ellos asentían en silencio.

—Los del Albaicín ya están pagando su traición —afirmó el primer anciano. Luego escupió al suelo—. Algunos huyen hacia las sierras, arrepentidos. Granada se ha llenado de nobles y soldados de fortuna, y a pesar de que ofrecieron pagar su estancia y alimentación en los hospitales de la ciudad, el marqués de Mondéjar ha ordenado que se alojen en las viviendas de los moriscos. Les roban y violan a sus mujeres e hijas. Cada noche.

—Dicen que han encarcelado en la Chancillería a más de cien moriscos de los principales y más ricos de la ciudad —añadió otro.

El anciano asintió confirmándolo.

El silencio volvió a hacerse en el grupo.

—¡Venceremos! —gritó uno de los hombres. El niño que recitaba las suras calló ante el rugido—. ¡Dios nos ayudará! ¡Venceremos! —insistió, logrando que los presentes, niños incluidos, se sumasen a sus exclamaciones.

El 3 de enero de 1569, Hernando recibió la orden de Brahim de acudir al castillo de Juviles. Los moriscos partían al encuentro del ejército del marqués de Mondéjar, que se dirigía a las Alpujarras.

Ni siquiera pudo cinchar la primera mula de lo que le temblaban las manos. El arnés se deslizó por el costado del animal y cayó al suelo mientras el muchacho miraba sus manos preocupado. ¿Qué haría Ubaid? Le mataría. Le estaría esperando…, no. ¿Qué iba a hacer un arriero manco en el castillo? ¿Cómo iba un manco a trabajar con las mulas? Un sudor frío humedeció su espalda; le tendería alguna trampa. No lo haría en el castillo. No. Allí no podría… Hernando aparejó a la recua como buenamente pudo, y tras despedirse de su madre se puso en marcha. ¿Y si escapase? Podría…, podría ir con los cristianos, pero… ¡Nunca llegaría a cruzar las Alpujarras! Le detendrían. Brahim le buscaría si no acudía y entonces sabría que Ubaid había dicho la verdad. Recordó el consejo de Hamid y la confianza que el alfaquí había depositado en él. No podía fallarle.

Ascendió al castillo, protegido entre las mulas, obligándolas a caminar cerca de él, atento a cuanto pudiera moverse. Ubaid no le salió al paso como temía. El castillo hervía con los preparativos de la marcha a Pampaneira, donde les esperaba Aben Humeya con su ejército. Buscó a Brahim y lo encontró charlando con jefes monfíes, cerca de la alcazaba.

—Saldremos de vacío —anunció su padrastro—. Prepara mi caballo… y las mulas del de Narila —añadió, señalando a Ubaid.

El arriero de Narila llevaba el brazo derecho vendado, sucio, la ropa ajada, y su rostro aparecía tremendamente demacrado mientras intentaba, sin éxito, aparejar a sus animales.

—Pero… —trató de quejarse Hernando.

—Ya te habrás enterado de que ha pagado por su delito —le interrumpió Brahim, que recalcó las dos últimas palabras. Luego se inclinó sobre Hernando con los ojos entrecerrados, retándole a quejarse de nuevo.

¡Lo sabía! ¡También lo sabía su padrastro! Y sin embargo había empuñado la espada para cortarle la mano. Brahim observó cómo su hijastro se dirigía a la recua de Ubaid. Una mueca de satisfacción apareció en su rostro ante el enfrentamiento de ambos: los odiaba a los dos.

—Prepararé tus animales —le dijo Hernando al arriero de Narila sin poder apartar la mirada de la venda ensangrentada que cubría el muñón de su brazo derecho.

Ubaid escupió al rostro del muchacho, que se volvió hacia su padrastro.

—¡Prepáralas! —le gritó Brahim. La sonrisa se había borrado de sus labios.

—Apártate de las mulas —exigió entonces Hernando al arriero—. Prepararé tus animales te guste o no, pero te quiero lejos de mí. —Vio un palo largo en el suelo, lo cogió con las dos manos y amenazó a Ubaid—. ¡Lejos! —repitió—. Si te veo cerca de mí, te mataré.

—Antes lo haré yo —masculló Ubaid.

Hernando le aguijoneó con el extremo del palo pero Ubaid lo agarró con su mano izquierda impidiéndoselo. Hernando notó una fuerza impropia para una persona en el estado del arriero. Brahim parecía disfrutar con el desafío, que se prolongó durante unos instantes. ¿Qué podía hacer?, se preguntaba el muchacho. «Utiliza tu inteligencia», recordó. De repente soltó la mano derecha del palo y la alzó violentamente. Ubaid respondió instintivamente a la amenaza y levantó… ¡su muñón! El brazo cercenado y ensangrentado frente a su rostro hizo dudar al arriero, oportunidad que aprovechó Hernando para golpearle con el palo en el estómago. El arriero trastabilló y cayó al suelo.

—¡No te acerques a mí! Quiero verte lejos en todo momento —le ordenó, azuzándole de nuevo con el palo.

Sin poder ocultar el dolor en su muñeca, Ubaid se arrastró lejos de las mulas.

Aben Humeya estableció su base de operaciones en el castillejo de Poqueira, enclavado en lo alto de un cerro rocoso desde el que se controlaba el barranco de la Sangre, el de Poqueira y el río Guadalfeo. Hernando anduvo el camino desde Juviles junto a casi un millar de moriscos más, algunos armados, los más cargados con simples aperos de labranza, pero todos deseosos de entrar en combate contra las fuerzas del marqués. Ubaid, siempre por delante, logró resistir el trayecto apoyándose en las mulas, incapaz siquiera de montarse en alguna de ellas. Los de Juviles no eran los únicos: multitud de moriscos acudía a la llamada del rey de Granada y de Córdoba. En el castillejo ya no cabía nadie más y la gente se desparramaba por el pequeño pueblo de Pampaneira, donde las casas ya no podían acoger a más personas, y afortunado podía considerarse aquel que encontrara refugio contra el frío bajo los «tinaos» que, de casa a casa, cubrían las sinuosas callejuelas del pueblo.

Llegaron de noche, poco antes de que una partida de moriscos regresara derrotada a Pampaneira, dejando tras de sí doscientos muertos. Esa misma noche empezó el trabajo para Hernando: varios caballos volvían heridos y Brahim ofreció a su hijastro para que los curase.

Hasta la rebelión sólo algunos monfíes tenían caballos, puesto que los moriscos lo tenían prohibido. Incluso para echar el asno a las yeguas o el caballo a las burras y poder criar mulas, los moriscos tenían que pedir permisos especiales. Por eso tampoco disponían de veterinarios capaces de tratar a los caballos. Ya de día, Hernando permaneció un largo rato quieto en un campo cercano al de las mulas, observando a la luz del sol el estado de los animales. No estaba preparado para aquello; no se trataba de los problemas usuales de las mulas. ¿Cómo habían conseguido regresar, sin morir en el camino, algunos de aquellos animales? El frío era intenso y dos caballos agonizaban sobre la tierra escarchada; otros se mantenían quietos, doloridos, mostrando profundas heridas de pelotas de arcabuces, de espadas, de lanzas o alabardas de los soldados cristianos. De los ollares de todos ellos surgían convulsas vaharadas. Ubaid se mantenía a varios pasos de él; su mirada iba de caballo en caballo. Esa noche Hernando se acostó lejos del manco, con la Vieja trabada a su lado y suavemente atada a una de sus piernas: la Vieja siempre desconfiaba de cualquier desconocido que pretendiera acercársele.

—¡Ponte a trabajar! —La orden se escuchó a sus espaldas. Hernando se volvió para encontrarse con Brahim y varios monfíes—. ¿Qué haces ahí parado? ¡Cúralos!

¿Curarlos? Estuvo a punto de contestar a su padrastro, pero se reprimió a tiempo. Uno de los monfíes que acompañaban a Brahim, gigantesco, cargado con un arcabuz finamente labrado con arabescos dorados y un cañón casi el doble de largo que lo normal, le señaló a un alazán de poca alzada. Lo hizo con el arcabuz, manejando el arma con un solo brazo, como si no pesara más que un pañuelo de seda.

—Aquél es el mío, muchacho. Lo necesitaré pronto —dijo el monfi, al que apodaban el Gironcillo.

Hernando miró al alazán. ¿Cómo podía aquella pobre bestia cargar con tal mole? Sólo el arcabuz pesaría una barbaridad.

—¡Muévete! —le gritó Brahim.

¿Por qué no?, se preguntó el muchacho. Cualquiera podía ser el primero.

—Examina a aquellos dos —le dijo a Ubaid, señalando a los que agonizaban sobre la escarcha, al tiempo que él se dirigía hacia el alazán sin dejar de comprobar, por el rabillo del ojo, si el manco cumplía sus órdenes.

Pese a los trabones que inmovilizaban sus manos, el caballo renqueó unos pasos en dirección contraria cuando Hernando trató de acercarse. Una herida sangrante que partía de lo alto de la grupa le cruzaba el anca derecha. «No podrá moverse mucho más rápido», pensó entonces. En dos saltos podría agarrarlo del ronzal y ya lo tendría; sin embargo… Arrancó hierba seca y extendió la mano, susurrándole. El alazán parecía no mirarle.

—¡Cógelo ya! —le instó Brahim a sus espaldas.

Hernando continuó susurrando al caballo, recitando rítmicamente la primera sura.

—Acércate y cógelo —insistió Brahim.

—¡Cállate! —masculló Hernando sin volverse. La impertinencia pareció resonar hasta en las armas de los monfíes.

Brahim saltó hacia él, pero antes de que pudiera golpearle, el Gironcillo le agarró por el hombro y le obligó a esperar. Hernando escuchó la reyerta y aguantó con los músculos de la espalda en tensión; luego tornó a canturrear. Largo rato después, el alazán giró el cuello hacia él. Hernando extendió un poco más el brazo, pero el caballo no estiró el cuello hacia la hierba que se le ofrecía. Así volvieron a transcurrir otros interminables instantes, mientras el muchacho agotaba las suras que conocía. Al fin, cuando el vaho de los ollares del animal surgía con regularidad, se acercó lentamente y lo agarró del ronzal con suavidad.

—¿Cómo están los otros dos? —preguntó entonces a Ubaid.

—Morirán —gritó secamente éste—. Uno tiene el intestino fuera, el otro el pecho destrozado.

—Vamos —dijo el monfí, dirigiéndose a Brahim—. Parece que tu hijo sabe lo que hace.

—Matadlos —les pidió Hernando señalando a los caballos acostados, al ver que el grupo hacía ademán de retirarse—. No es menester que sufran.

—Hazlo tú —le respondió Brahim con el ceño todavía fruncido—. A tu edad deberías estar matando cristianos. —Tras estas palabras, soltó un par de carcajadas, le lanzó un cuchillo y se alejó junto a los monfíes.

9

Puente de Tablate, entrada a las Alpujarras
.

Lunes, 10 de enero de 1569

Hernando recorrió el trayecto que separaba Pampaneira del puente de Tablate; iba a pie, sin mulas, como uno más de los tres mil quinientos moriscos que se dirigían al encuentro con el ejército cristiano del marqués de Mondéjar. Aben Humeya había tenido conocimiento de los movimientos del marqués a través de las fogatas que sus espías encendían en las cimas más elevadas y ordenó que se le impidiera cruzar el puente que daba acceso a las Alpujarras.

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