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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (13 page)

BOOK: La mano de Fátima
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Antes de partir, el Gironcillo comprobó las suturas de seda con las que el muchacho había cerrado la herida del alazán, asintió satisfecho y montó pesadamente sobre el pequeño animal.

—Andarás junto a mí —le exigió—, por si el caballo necesitase de tus cuidados.

Y ahí iba Hernando, con la mirada fija en el anca del alazán, escuchando la conversación del Gironcillo con otros jefes monfíes.

—Dicen que no llegan a dos mil infantes —comentó uno.

—¡Y cien caballeros! —añadió otro.

—Nosotros somos muchos más…

—Pero no tenemos sus armas.

—¡Tenemos a Dios! —saltó el Gironcillo.

Hernando se encogió ante el golpe sobre la montura con que el monfí acompañó su exclamación. El alazán aguantó, las suturas también. Buscó entre la escasa caballería morisca los otros tres ejemplares que había logrado curar, pero no logró dar con ellos; luego miró sus ropas, cubiertas de sangre seca e incrustada.

Tan pronto como hubieron desaparecido Brahim y los monfíes, Hernando se había decidido a poner fin al sufrimiento de los animales moribundos. Cuchillo en mano, se había dirigido con resolución hacia el primero de ellos: el que presentaba la herida de lanza en el estómago.

¡Ya era un hombre!, se repetía sin cesar. Muchos moriscos de su edad estaban casados y tenían hijos. ¡Debía ser capaz de sacrificarlo! Llegó al lado del animal, que yacía inmóvil. Con las manos dobladas bajo el pecho descansaba el abdomen sobre la escarcha, para que el hielo aliviara el dolor procedente de aquella profunda herida que le reventaba la piel. En el pueblo había presenciado muchas veces cómo los matarifes degollaban las reses. El cristiano lo hacía en público y sacrificaba a los animales de manera que su nuez quedara unida a las cañas de los pulmones; los musulmanes debían realizar sus ritos prohibidos fuera del pueblo, en secreto, escondidos en los campos: con el animal de cara a la quibla, le tajaban el cuello de manera que la nuez se mantuviera unida a la cabeza.

Hernando se colocó por detrás del caballo y con la mano izquierda agarró la crin de la testa del animal al tiempo que con la derecha le rodeaba el cuello. Dudó. ¿Por encima o por debajo de la nuez? Los moriscos tenían prohibido comer carne de caballo; ¿qué importaba entonces cómo lo matara? Cruzó una mirada con Ubaid, que lo observaba a distancia con los ojos entrecerrados. Debía hacerlo. Debía demostrar al arriero… Cerró los ojos y deslizó el cuchillo con fuerza. Nada más notar el corte de la hoja, el animal echó el cuello atrás, le golpeó en el rostro y se levantó chillando. No estaba trabado. Galopó aterrorizado por el campo, con la sangre manando a chorretones de su yugular y las tripas saliendo de su estómago. Tardó en morir. Alejado, agonizó con los intestinos colgando hasta desangrarse. Pálido, observando cómo sufría, la bilis se instaló en la boca del muchacho y sin embargo… Se volvió hacia Ubaid. ¡Lo que podía conseguir la naturaleza, aun herida de muerte, si se trataba de pelear por el último soplo de vida! No podía confiarse, concluyó entonces: al arriero de Narila sólo le faltaba una mano.

Buscó una soga antes de dirigirse al segundo caballo, al que ató de pies y manos mientras el animal se dejaba hacer, agonizante. Luego repitió la operación y le sajó el cuello con toda la fuerza que pudo. Esquivó el golpe de la testa y siguió hundiendo el cuchillo hasta que la sangre caliente le empapó la mayor parte del cuerpo. El caballo murió rápidamente, tumbado en el mismo lugar…

Con el olor dulzón de la sangre de aquel segundo caballo llenándole los sentidos, Hernando volvió a prestar atención a la conversación que mantenían los monfíes.

—El marqués no ha podido esperar a que lleguen más refuerzos —decía uno de ellos—. Sé que en Órgiva los cristianos llevan más de quince días encerrados en la torre de la iglesia, resistiendo el asedio de la población morisca. Tiene que entrar en las Alpujarras como sea para acudir en su ayuda.

—Agradezcámoselo, pues, a los cristianos de Órgiva —rió un monfí que debía de haberse unido al grupo y al que Hernando descubrió montado en otro de los caballos que había logrado curar.

Hicieron noche ya en la cima del cerro que se alzaba sobre el puente de Tablate. Por debajo del puente se abría una profunda y abismal garganta, y al otro lado, las tierras del valle de Lecrín. El Gironcillo le premió con una negra sonrisa y una tremenda palmada en la espalda al echar pie a tierra y comprobar que las suturas de seda habían resistido el arduo camino. Durante la noche, Hernando se ocupó y curó de nuevo a los caballos.

Al amanecer los espías anunciaron la próxima llegada del ejército cristiano, y Aben Humeya ordenó destruir el puente. Hernando observó cómo descendía una partida de moriscos que desarboló la estructura de madera hasta dejarla reducida a las cimbras y a algunos tablones sueltos, que usaron para volver junto a su ejército. Tres de ellos se despeñaron durante el regreso, y sus gritos se apagaron a medida que los cuerpos desaparecían en la profunda garganta del barranco.

—Vamos —le dijo el Gironcillo, obligándole a apartar la mirada de la sima en la que acababa de perderse el último morisco despeñado—. Ocupemos posiciones para recibir a esos mal nacidos como se merecen.

—Pero… —Hernando señaló hacia los caballos.

—Ya los cuidarán los niños. Tu padrastro tiene razón: estás en edad de pelear y quiero que permanezcas a mi lado. Creo que me traes suerte.

Descendió hacia el puente tras el Gironcillo, rodeado por una multitud de moriscos. En poco rato, la ladera del cerro se pobló con más de tres mil hombres que, eufóricos y confiados, aguardaban la llegada del ejército del marqués. A sus pies se abría el barranco de Tablate, y al frente tenían la ladera del cerro por el que debían aparecer los cristianos.

Alguien entonó las primeras notas de una canción y al instante retumbó un atabal. Otro morisco se alzó en la pendiente e hizo ondear una gran bandera blanca; más allá apareció una colorada, y otra… ¡Y cien más! Hernando sintió que se le erizaba el vello cuando los tres mil moriscos cantaron al unísono: al son de los atabales, cientos de banderas ondeantes cubrieron la ladera de blanco y rojo.

Así recibieron al ejército comandado por el marqués de Mondéjar, capitán general del reino de Granada. Hernando se dejó arrastrar por el entusiasmo general y, con el inmenso Gironcillo a su lado, cantó a voz en grito en abierto desafío a las tropas cristianas.

El marqués, con reluciente armadura, se puso al frente de las tropas; estableció que la caballería permaneciera en la retaguardia, dispuso a la infantería en la ladera opuesta y ordenó la carga de los arcabuceros. Mientras tanto, los moriscos tomaron sus respectivas posiciones.

Por encima del angosto barranco, los moriscos respondieron al ataque enemigo disparando sus escasos arcabuces y ballestas, pero, sobre todo, provocando con sus hondas una intensa lluvia de piedras sobre los cristianos. Hernando respiró el olor a pólvora que emanaba del arcabuz del Gironcillo. Él no disponía de honda con la que lanzar piedras, y lo hizo a mano, gritando exaltado. Tenía buena puntería: había lanzado piedras contra los animales, y en sus ratos perdidos se había entrenado en los campos. Acertó a darle a un infante y ello le llevó a arriesgarse más y más con cada pedrada: obcecado, se exponía al fuego enemigo.

—¡Resguárdate! —El monfí le agarró del brazo y lo sentó de un violento tirón. Luego se dedicó a baquetear el cañón de su arcabuz. Hernando hizo ademán de volver a lanzar una piedra, pero el Gironcillo no se lo permitió—. Entre los miles de moriscos que somos, yo soy su blanco. Mi arcabuz les llama a disparar contra mí. —Introdujo una pelota de plomo por el cañón y volvió a baquetear con fuerza—. No quiero que te maten por mi causa. ¡Lánzalas sin levantarte!

Poco duró sin embargo el intercambio de disparos y pedradas: los moriscos se vieron incapaces de soportar la superioridad de las armas de los cristianos, que cargaban y disparaban sin cesar provocando numerosas bajas. El Gironcillo ordenó la retirada hacia posiciones más elevadas, a las que no llegaran las pelotas de plomo cristianas.

—No podrán cruzar el puente —decían los rebeldes mientras se replegaban.

El marqués dio la orden de alto el fuego ante la inutilidad de los disparos. Los moriscos volvieron a cantar y gritar. Muchos todavía intentaban llegar con sus hondas allí donde no lo conseguían los arcabuces; algunos lo consiguieron, aunque con escasos resultados, lanzando las piedras al cielo para que la parábola les ayudase a salvar la distancia. Hernando contempló cómo el marqués, celada en mano, y sus capitanes uniformados se acercaban a examinar el puente destrozado. ¡Era imposible que por allí cruzase un ejército!

El silencio se hizo en las filas de ambos bandos hasta que todos vieron que el marqués negaba con la cabeza. Entonces los moriscos volvieron a estallar en vítores y a hacer ondear sus banderas. Hernando gritó también, elevando el puño al cielo. El capitán general cristiano se disponía a retirarse cabizbajo, cuando de las filas de la infantería surgió un fraile franciscano que, empuñando una cruz en la mano derecha y con el hábito recogido al cinto, se lanzó a caminar por el peligroso puente, sin tan siquiera mirar al marqués. Cesó el griterío. El marqués reaccionó y ordenó fuego a discreción para proteger al religioso. Durante unos instantes todos estuvieron pendientes de aquel fraile que andaba con paso vacilante y en la cruz que orgullosamente exhibía a los musulmanes.

Dos infantes más se atrevieron a cruzar el puente antes de que el fraile alcanzara la otra orilla. Uno de ellos pisó en falso y cayó al vacío, pero antes de que su cuerpo llegara a estrellarse contra las paredes del barranco, como si su muerte fuera una llamada al valor de sus compañeros, se escuchó un grito en la columna de la infantería cristiana:

—¡Santiago!

El grito de guerra rugió entre la tropa al tiempo que una larga fila de soldados se acercaba a la cabecera del destrozado puente, dispuesta a cruzarlo. El fraile estaba llegando ya al otro lado. Los cabos y sargentos acuciaban a los arcabuceros a que cargasen y disparasen con rapidez para impedir que los moriscos descendieran de nuevo de los cerros y atacaran a quienes cruzaban. Muchos lo intentaron, pero el fuego del ejército cristiano, concentrado en la cabecera del puente, fue efectivo. No mucho después, un cuerpo de infantes, entre los que se hallaba el fraile rezando a gritos con la cruz en alto, defendía ya el puente desde el lado de las Alpujarras.

Aben Humeya ordenó la retirada. Ciento cincuenta moriscos perdieron la vida en Tablate.

—Monta —dijo el Gironcillo a Hernando señalándole otro caballo, una vez en la cima del cerro—. El jinete ha muerto —añadió al ver dudar al muchacho—. No vamos a dejarles el caballo a los cristianos. Apóyate en el cuello y déjate llevar —le aconsejó iniciando el galope.

10

Aben Humeya huyó con sus hombres en dirección a Juviles. El marqués de Mondéjar le persiguió y tomó todos los pueblos ubicados en el camino entre Tablate y Juviles, saqueando las casas, esclavizando a las mujeres y niños que quedaban atrás y haciéndose con un cuantioso botín.

En el castillo de Juviles, los moriscos discutieron acerca de su situación y posibilidades. Algunos apostaban por la rendición; los monfíes, seguros de su castigo y de que con respecto a ellos no cabría esperar medida de gracia alguna, lo hacían por el enfrentamiento a muerte; otros proponían huir a las sierras.

Con urgencia, puesto que los espías anunciaban ya que el ejército cristiano se hallaba tan sólo a una jornada de Juviles, los moriscos adoptaron una solución intermedia: los hombres de guerra huirían con el botín, si bien antes liberarían a las más de cuatrocientas cautivas cristianas como muestra de buena voluntad a fin de continuar con unas negociaciones de paz que algunos principales ya habían iniciado. Entretanto, sus mujeres, aterradas, se veían obligadas a despedirse de sus maridos y esperar la temida llegada de los cristianos.

—¿Acaso pretendes que mueran mis hijos? —gritó Brahim desde lo alto del overo a Aisha, cuando ésta le propuso escapar con él de Juviles—. Los pequeños no resistirían el invierno en las sierras. Esto no es ninguna romería. ¡Es una guerra, mujer!

Aisha bajó la mirada. Raissa y Zahara sollozaban, abrumadas; los niños, aun notando la tensión general, contemplaban a su padre con admiración. Hernando, al frente de las mulas sobrecargadas con el botín que se llevaban del castillo, sintió cómo se le encogía el estómago.

—Podríamos… —trató de intervenir el muchacho.

—¡Cállate! —le interrumpió su padrastro—. Poco te importaría la muerte de tus hermanos. ¡Quédate con ellos y cuídalos! —ordenó a su esposa.

Brahim espoleó al caballo y las mulas le siguieron; incluso Ubaid pasó delante mientras Hernando esperaba a que su madre levantara la vista. Al fin lo hizo, con decisión.

—Llegará la paz —aseguró a su hijo—. No te preocupes. —Hernando trató de acercarse a ella, los ojos vidriosos, pero Aisha le rechazó—. Tus mulas se han ido —le indicó—. ¡Ve con ellos! —insistió su madre, irguiéndose y atusándose el cabello, como si quisiera restar importancia a la situación. Al percibir el dolor en el rostro de su hijo, levantó la voz—: ¡Vete!

Sin embargo el muchacho todavía no pudo seguir a sus mulas. En la que fuera la puerta del castillo encontró a Hamid despidiendo a los combatientes. Los animaba, les aseguraba que Dios estaba con ellos, que no les abandonaría…

—¡Apresúrate! —dijo Hernando al alfaquí—. ¿Qué haces parado…?

—Aquí termina mi aventura, hijo —le interrumpió éste.

¡Hijo! Era la primera vez que se lo decía.

—¡No puedes quedarte aquí! —exclamó de repente.

—Sí. Debo hacerlo. Debo permanecer con las mujeres, con los niños y con los ancianos. Éste es mi sitio. Además… ¿qué haría un cojo como yo corriendo por caminos y sierras? —Hamid forzó una sonrisa—. Sólo sería un estorbo.

Su madre, Hamid… Quizá debiera quedarse él también. ¿No aseguraba ella que llegaría la paz? El alfaquí intuyó sus pensamientos, mientras decenas de moriscos pasaban por su lado, huyendo.

—Lucha tú por mí, Ibn Hamid. Toma. —El alfaquí descolgó el alfanje que colgaba de su cinto y se lo ofreció—. Recuerda siempre que esta espada fue propiedad del Profeta.

Hernando la cogió solemnemente, alargando ambos brazos para que Hamid pusiera el alfanje en sus manos extendidas.

—No permitas que caiga en manos cristianas. No llores, muchacho. —El alfaquí sí que aceptó el abrazo de Hernando—. Nuestro pueblo y nuestra fe deben estar por encima de nosotros, ése es nuestro destino. Que el Profeta te guíe y te acompañe.

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