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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (61 page)

BOOK: La mano de Fátima
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Y si Hernando se volcaba en la prohibida transcripción del libro revelado, Fátima, por su parte, asumió la transmisión de la cultura de su pueblo de forma verbal a las mujeres moriscas, para que éstas hicieran lo propio con sus hijos y esposos.

Con la paciente ayuda de Hernando y de Hamid, que la examinaban y corregían con cariño, había aprendido de memoria algunas de las suras del Corán, preceptos de la Suna y las profecías moriscas más conocidas por la comunidad.

A diario, con su preciada toca blanca bordada tapándole el cabello, acudía a la compra y luego se distraía en lo que aparentemente no eran más que inocentes reuniones de pequeños grupos de mujeres ociosas que chismorreaban en alguna de sus casas alrededor de una limonada.

A veces salía de la casa patio al tiempo que lo hacía Hernando, y los dos se entretenían en una larga despedida antes de separar sus caminos. Luego, como si se tratase de un juego, alguno de los dos volvía la cabeza y contemplaba con orgullo cómo el otro acudía a cumplir con una obligación que Dios les imponía y su pueblo agradecía. Algunas veces coincidían en esa última mirada: sonreían y se apremiaban con casi imperceptibles gestos de las manos.

—Nosotras somos las llamadas a transmitir las leyes de nuestro pueblo a los niños —exhortaba Fátima a las moriscas—. No podemos permitir que las olviden como pretenden los sacerdotes. Los hombres trabajan y regresan exhaustos a sus casas cuando sus hijos ya duermen. Además, un hijo nunca denunciará a su madre ante los cristianos.

Y ante reducidos grupos de mujeres atentas a sus palabras les recitaba una y otra vez alguno de los preceptos del Corán, que ellas repetían en murmullos, añadiendo después la interpretación que Hamid le proporcionaba.

Uno y otro día, Fátima repetía sus enseñanzas a diferentes auditorios. Y siempre, después de haber tratado algún precepto coránico, las mujeres le rogaban que les recitase un
gufur
o jofor, alguna de las profecías en las que confiaban, dictadas para su pueblo, para los musulmanes de al-Andalus que auguraban el regreso de sus costumbres, su cultura y sus leyes. ¡Su victoria!

—Los turcos caminarán con sus ejércitos a Roma, y de los cristianos no escaparán sino los que tornaren a la ley del Profeta; los demás serán cautivos y muertos —recitaba entonces ella—. ¿Entendéis? Ese día ya ha llegado: los cristianos nos han vencido. ¿Por qué?

—Porque olvidamos a nuestro Dios —contestó abatida en una de las ocasiones una matrona ya mayor, conocedora de la profecía.

—Sí —aseveró Fátima—. Porque Córdoba se convirtió en lugar de vicio y pecado. Porque toda al-Andalus cayó en la soberbia de la herejía.

Muchas bajaban entonces la mirada. ¿Y acaso no era cierto? ¿Acaso no se habían relajado en el cumplimiento de sus obligaciones? Todos los moriscos se sentían culpables y aceptaban el castigo: la ocupación de sus tierras por parte de los cristianos, la esclavitud y la ignominia.

—Pero no os preocupéis —trataba de animarlas Fátima—. La profecía continúa; lo dice el libro divino: ¿por ventura no habéis visto a los cristianos vencer en el cabo de la tierra, y después de haber vencido, ser ellos vencidos en pocos días? De Dios es este juicio; antes y después fueron los creyentes gozosos en la victoria; Él es el que ayuda a quien es servido, y no faltará de la promesa de Dios un punto.

Y poco a poco volvían a mirar a Fátima con el anhelo de la esperanza en sus rostros.

—¡Debemos luchar! —les exigía—. ¡No podemos resignarnos a la desgracia! Dios está pendiente de nosotros. ¡Las profecías se cumplirán!

Un atardecer de primavera Hernando regresaba cansado a su casa. Durante la jornada habían tenido que preparar el viaje de más de cuarenta caballos al puerto de Cartagena, donde les esperaba una nave para trasladarlos a Génova y, de allí, a Austria. El rey Felipe había decidido regalar aquellos soberbios ejemplares a su sobrino el emperador y a los archiduques, el duque de Saboya y el duque de Mantua. Conforme establecía el rey en su orden, primero eligieron aquellos que debían ser enviados a Madrid para su uso personal y el del príncipe, y después lo hicieron con los que debían ser objeto de regalo. Don Diego López de Haro estuvo todo el día en las caballerizas. Eligió y desechó animales; vaciló y cambió de opinión, dejándose aconsejar por los jinetes, entre ellos Hernando, acerca de cuáles eran los mejores para el monarca.

—¿Sabrán conservar la raza? —dudó el morisco a la vista de un magnífico semental de cinco años, altivo, de capa torda, que se movía elevando manos y pies con elegancia, y que el caballerizo escogió como uno de los que partirían hacia Austria.

—Seguro que sí —contestó don Diego por delante de él, sin volverse, con la atención puesta en el semental—. En aquella corte hay grandes jinetes y expertos en caballos. No me cabe duda de que a partir de estos sementales obtendrán ejemplares que se convertirán en el orgullo de Viena.

¿Realmente lo conseguirían?, se preguntaba Hernando cuando, sorprendido, se encontró con que la puerta de su casa estaba cerrada. En el mes de mayo y a aquellas horas solía hallarse abierta hasta la reja calada que daba al patio. ¿Habría sucedido algo? Golpeó la puerta con fuerza, una y otra vez. La sonrisa de su esposa al recibirle le tranquilizó.

—¿Por qué…? —empezó a preguntar cuando ella volvió a atrancar la puerta.

Fátima se llevó un dedo a los labios y le rogó silencio. Luego lo acompañó hasta el patio. Hamid había quebrantado la estricta orden acerca del lugar en el que debían ser educados los niños. Hernando había exigido que esas lecciones tuvieran lugar en las habitaciones, para que nadie pudiera oírlos hablar en árabe. Pero, en su lugar, Hamid los había llevado al patio, donde sentados en el suelo de la galería sobre simples esteras, los niños atendían al alfaquí mientras éste trataba de enseñarles matemáticas.

Fue a quejarse a su esposa, pero la encontró, otra vez, con el dedo cruzado en mitad de sus labios y se resignó al silencio.

—Hamid ha dicho —le explicó ella entonces— que el agua es el origen de la vida. Que los niños no aprenden en el interior de una habitación mientras escuchan correr el agua fuera. Que necesitan el aroma de las flores, el contacto con la naturaleza para que gocen sus sentidos y así aprender con facilidad.

Hernando suspiró y al volverse de nuevo se encontró con las tres criaturas que le observaban, sonrientes; Hamid lo hacía de reojo, como un niño grande.

—Y tiene razón —cedió—. No podemos privarlos del paraíso —afirmó. Tomó a Fátima de la mano y se acercó adonde se encontraban profesor y alumnos. Día a día Hamid recuperaba su carácter, y aquella muestra de rebeldía… en el fondo le satisfacía.

Saludó a sus hijos y a Shamir en árabe, y al oírlo, los propios niños le instaron a que bajase la voz. Se sentó en el espacio sobrante de la estera de Francisco y se volvió hacia Hamid.

—La paz —saludó asintiendo.

—La paz sea contigo, Ibn Hamid —le respondió el alfaquí.

Hasta que Aisha y Fátima tuvieron preparada la cena, Hernando se mantuvo en silencio. Escuchó las explicaciones de Hamid y observó los progresos de los niños. Shamir le recordaba a Brahim: arisco, inteligente, pero al contrario que su padre, con un gran corazón que demostraba en el cuidado de los menores. Francisco, el mayor de sus hijos, a quien tuvo que advertir en varias ocasiones de que no se mordiera la lengua mientras garabateaba números con su palillo en una tablilla de hojas embetunadas que se usaba una y otra vez, era un niño listo y simpático, pero siempre previsible: los ojos azules, heredados de su padre, y su espontaneidad anunciaban incluso qué era lo que se proponía hacer, acusándole sin remedio cuando cometía alguna trastada. Francisco era incapaz de mentir, ni siquiera sabía ocultar la verdad.

Tras tocarle con un dedo la punta de la lengua que apareció de nuevo ante la dificultad de una suma y comprobar cómo se escondía con rapidez, como una serpiente, Hernando fijó su atención en Inés, consciente de que Hamid hacía lo mismo que él, como si supiera qué era lo que pensaba. En verdad era igual que su madre… ¡preciosa! La niña estaba enfrascada en escribir números y sus inmensos ojos negros parecían dispuestos a atravesar la tablilla. Inés preguntaba y se interesaba por las cosas, pensaba las contestaciones que recibía y, a veces al instante, a veces al cabo de un par de días, volvía a plantear alguna duda sobre la misma cuestión. Sus razonamientos no eran tan ágiles o inmediatos como los de los varones, pero, a diferencia de éstos, siempre eran fundados. Inés refulgía con sus solos movimientos.

Hernando asintió con la cabeza, en señal de satisfacción, y después cruzó la mirada con Hamid. Sí, se encontraban en un paraíso, con la puerta de la calle cerrada a intromisiones extrañas, escuchando el rumor del agua al correr en la fuente y percibiendo el intenso aroma de las flores, esplendoroso a aquellas horas del atardecer en las que el sol se apagaba y el frescor hacía revivir las plantas y excitaba los sentidos, pero era lo mismo, se dijeron el uno al otro en silencio, lo mismo que durante años había hecho el alfaquí con el niño morisco en el interior de una mísera choza, perdida en las estribaciones de Sierra Nevada.

Como si no quisiera perturbar la concentración de los niños, Hamid le observó sin decir nada, reconociendo la valía de su primer alumno, aquel a quien había entregado sus conocimientos en el mismo secreto con que lo hacía ahora a sus hijos. Había sido un largo camino: la orfandad, una guerra, la esclavitud a manos de un corsario y la deportación a unas tierras extrañas en las que no encontraron más que odio y desventura. La pobreza y el duro trabajo en la curtiduría; los errores y la vuelta a la comunidad; la fortuna en las cuadras hasta llegar a convertirse en el miembro más importante de entre los suyos y ahora… Ambos posaron a la vez la mirada sobre los tres niños y un escalofrío de satisfacción recorrió la espina dorsal de Hernando: ¡sus hijos!

En ese momento, Aisha los llamó a cenar.

Hernando ayudó al alfaquí a levantarse. Hamid aceptó la ayuda y se apoyó en él. Luego, al cruzar el patio, solos, puesto que los niños lo corrieron en cuatro presurosas zancadas, continuó apoyándose en él.

—¿Recuerdas el agua de las sierras? —preguntó el alfaquí al pasar al lado de la pequeña fuente, junto a la que se detuvieron unos instantes.

—Sueño con ella.

—Me gustaría volver a Granada —musitó Hamid—. Terminar mis días en aquellas cumbres…

—Allí se esconde una espada sagrada que alguien, algún día, tendrá que empuñar de nuevo en nombre del único Dios. Ese día el espíritu de nuestro pueblo renacerá en las sierras, principalmente el tuyo, Hamid.

Si Hamid les inculcaba la Verdad, Hernando se esforzaba en enseñar a los niños la imprescindible doctrina cristiana para que pudieran atestiguar su correspondiente evangelización los domingos en la catedral o en las preceptivas visitas semanales del párroco de Santa María. El jurado de la parroquia y el superintendente habían abandonado sus controles, quizá por la dependencia jerárquica de Hernando del caballerizo real y su jurisdicción especial, pero don Álvaro, el prebendado catedralicio que se hallaba al frente de la parroquia, impecablemente ataviado siempre con sus hábitos negros y su bonete, continuaba con sus visitas semanales como si de cualquier otro cristiano nuevo se tratase, aunque todos sospechaban que su interés era mayor por el buen vino y los sabrosos dulces de Aisha con que era agasajado en sus largas visitas que por verificar la catolicidad de la familia. En cualquier caso, entre tragos y bocados, don Álvaro se acomodaba en una silla en la galería y examinaba a los niños, escuchando una semana tras otra, con obstinación, como si tuviese miedo de que las hubieran olvidado, cómo recitaban las oraciones y las doctrinas que les habían enseñado, farsa que siempre se desarrollaba ante una familia atemorizada por si a cualquiera de los pequeños se les escapaba alguna frase o expresión en árabe. En cuanto tenía la oportunidad, Hernando tomaba la iniciativa y se sentaba con el sacerdote para distraerlo y charlar con él sobre temas diversos, principalmente acerca de la situación del otro movimiento herético que amenazaba al imperio español y en el que se hallaba realmente interesado: el luteranismo.

Hamid, por su parte, simulaba cualquier indisposición y se encerraba en su pequeña habitación —Hernando estaba convencido de que a orar en una especie de desafío a la presencia del sacerdote—, en cuanto don Álvaro cruzaba la cancela del patio.

—Es una obra de caridad —se justificó en contestación al interés de don Álvaro por aquel invisible Hamid que según los libros de la parroquia constaba censado en la casa—. Se trata de un anciano enfermo que vivía en nuestro pueblo de las Alpujarras y, como buen cristiano, no podía permitir que muriese en la calle. Padece de fiebres recurrentes, ¿deseáis verlo?

El sacerdote bebió un trago de vino, paseó su mirada por el placentero jardín y, para su tranquilidad, negó con la cabeza. ¿Para qué quería él acercarse a un anciano que padecía de fiebres?

Así pues, después de que don Álvaro comprobara una vez más la memoria de los niños, las conversaciones se desarrollaban en la galería entre éste y Hernando a solas, mientras Aisha o Fátima, desde el otro lado del patio, estaban pendientes de que no se acabasen el vino o los dulces. Hacía poco que había caído en manos de Hernando y de don Julián un ejemplar de las
Instituciones
de Calvino, editado en Inglaterra en lengua castellana. Eran muchos los libros protestantes publicados en castellano, en Inglaterra, Holanda o Zelanda, que corrían clandestinamente por los reinos de Felipe II. El rey y la Inquisición luchaban con todas sus fuerzas por mantener pura e incólume la fe católica, libre de cualquier influencia herética, hasta el punto de que hacía veinte años que el monarca había prohibido que los estudiantes españoles acudiesen a universidades extranjeras, excepción hecha, por supuesto, de las pontificias de Roma y Bolonia.

Muchos moriscos veían con buenos ojos las doctrinas protestantes, sobre todo los aragoneses por su contacto geográfico con Francia y el Bearne, adonde huían para convertirse al cristianismo, pero renegando del catolicismo. Los ataques de los protestantes hacia el Papa y hacia los abusos del clero, el mercadeo de bulas e indulgencias, la condena del uso de imágenes como objetos de culto o devoción, potestad de cualquier creyente de interpretar los textos sagrados al margen de la jerarquía eclesiástica y la visión rígida de la predestinación, constituían puntos de unión entre dos religiones minoritarias que luchaban por resistir a los ataques de la Iglesia católica.

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