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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (94 page)

BOOK: La mano de Fátima
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—Ahora, encomendándote a Dios, puedes volver a salvar la vida de don Alfonso. —Don Sancho se dirigió a Hernando por primera vez en mucho tiempo—. ¿O te da igual que muera?

¿Quería que muriese el duque? No. Hernando recordó los días en la tienda de Barrax y su huida. Era cristiano, pero era su amigo; quizá el único con quien podía contar en toda Córdoba. Además, ¿acaso no era él, Hernando, quien defendía la existencia de un único Dios, el Dios de Abraham? Siguió al hidalgo decidido a sufrir penitencia por don Alfonso. ¿Qué más daba ya todo? Sus hermanos en la fe ya estaban convencidos de su traición, nada de lo que hiciera podía empeorar el desprecio que sentían hacia él.

—¿Cómo conseguimos ahora una cruz de madera? —oyó que preguntaba uno de los hidalgos—. No tenemos tiempo de…

—Sirven espadas, barras de hierro o simples maderos para atárnoslos por la espalda a los brazos extendidos. La cruz la formarán nuestros brazos —le interrumpió el que iba a su lado.

—O una penitencia —intervino otro—: un látigo o un cilicio.

No faltaban espadas en el palacio del duque. Sin embargo, Hernando recordó la gran y antigua cruz de madera que colgaba arrinconada en las cuadras. Según le había explicado el mozo, el duque decidió mudar el magnífico Cristo de bronce que presidía el altar de la capilla de palacio por una cruz trabajada en costosa madera de caoba traída de la isla de Cuba y la vieja, ya sin figura, fue a parar a los establos.

Era un día soleado pero frío. Al tañido de todas las campanas de la ciudad y de los lugares cercanos, la gran procesión rogativa salió de la catedral de Córdoba por la puerta de Santa Catalina: la rodeó en dirección al río, y cruzó bajo el puente entre el obispado y la catedral hasta el palacio del obispo, donde éste la bendijo desde el balcón. La procesión iba encabezada por el corregidor de la ciudad y el maestre de la catedral, a quienes seguían los veinticuatros y jurados del municipio provistos de sus pendones. Tras ellos, con los miembros del cabildo catedralicio, sacerdotes y beneficiados, iba el Santo Cristo del Punto en unas andas; los frailes de los numerosos conventos de la ciudad portaban pasos con imágenes de sus iglesias, algunas bajo palio. Más de dos mil personas con cirios o hachones encendidos en las manos, con doña Lucía y sus hijos al frente, consolados por los nobles que se habían hecho un sitio al lado de la familia del duque.

Y, por detrás de todos ellos, la procesión había congregado a cerca de un millar de penitentes. Cargado con su cruz, Hernando los observó mientras esperaban a ponerse en marcha. Igual que él, casi todos caminaban descalzos y con los torsos descubiertos. A su alrededor vio más hombres con cruces al hombro. Otros iban aspados: con los brazos en cruz, atados a espadas o hierros. Había penitentes con cilicios en piernas y cintura, hombres con los torsos envueltos en zarzas y ortigas, o con sogas en la garganta dispuestas para que otro penitente tirara de la cuerda durante el camino. Los murmullos de las oraciones de todos ellos resonaron en sus oídos y Hernando sintió un inquietante vacío interior. ¿Qué pensarían los moriscos que le viesen? Quizá entre tanta gente no llegaran a reconocerle y, en todo caso, se repitió, ¿qué importaba ya?

La procesión, con los cordobeses cayendo de rodillas a su paso, trazó el recorrido previsto por las calles de la ciudad en busca de iglesias y conventos. Cuando pasaba por algún templo de dimensiones suficientes, la rogativa cruzaba su interior, acompañada por los cánticos del coro. La fila era tan larga que la cabeza de la procesión quedaba a varias horas del paso de los penitentes. En los templos de menores dimensiones era recibida por la comunidad religiosa, que había salido a la calle con las imágenes, y entonaba misereres desde las puertas; las monjas lo hacían escondidas, desde los miradores de los conventos.

Había transcurrido un larguísimo trecho de una marcha que según el bando debía prolongarse hasta el anochecer, Hernando empezó a notar que el peso de la cruz sobre su hombro aumentaba de forma insoportable. ¿Por qué no se habría limitado a asparse como los demás hidalgos? Es más, ¿qué demonios hacía allí, destrozándose los pies, pisando los charcos de barro y sangre, rezando y cantando misereres? El viejo sargento de los tercios, por delante de él, empleando sólo su brazo útil, se encalló cuando el extremo de la cruz que arrastraba se introdujo en un hoyo de la calle. Aunque don Esteban tiró de la cruz, fue incapaz de extraerla del hoyo; los penitentes lo adelantaron, pero los que portaban cruces no pudieron hacerlo y se vieron obligados a detenerse. Un joven que presenciaba la procesión saltó de entre el público y levantó el extremo de la cruz. El sargento se volvió hacia él y se lo agradeció con una sonrisa. La rogativa continuó, con los dos portando la cruz. Tendrían que ayudarle también a él, temió Hernando al volver a iniciar la marcha haciendo un esfuerzo para tirar de los pesados maderos cruzados. ¡Le quedaba toda la tarde!

—Dios te salve María, llena de gracia, el Señor es contigo… —se sumó Hernando a los murmullos.

Avemarías, padrenuestros, credos, salves… el murmullo de oraciones era incesante. ¿Qué hacía allí? Misereres cantados. Millares de velas, cirios y hachones. Incienso. Bendiciones. Santos e imágenes por doquier. Hombres y mujeres arrodillados a su paso, algunos gritando y suplicando con los brazos extendidos hacia el cielo en arrebatos místicos. Flagelantes con la espalda ensangrentada a su alrededor. De pronto se sintió fuera de lugar… ¡Él era musulmán!

Si la piadosa feligresía de Córdoba había sido convocada mediante anuncios y pregones, no lo fue así la comunidad morisca. Días antes de la festividad de San Lucas, párrocos, sacristanes y vicarios, jurados y alguaciles echaron mano de los detallados censos de los cristianos nuevos y, casa por casa, los conminaron a que se presentaran en la rogativa. Como si se tratase de un domingo, el día de San Lucas, a primera hora de la mañana, con los censos en las manos, se apostaron en las puertas de las iglesias para comprobar que no faltaba ninguno a confesar y comulgar. Nadie podía permanecer en su casa; todos debían acudir a ver la procesión y a rezar por el retorno de los barcos de la gran armada que aún no habían arribado a puerto. ¡Toda España rogaba al unísono por su regreso!

—¿A qué esperas, vieja? —El panadero morisco zarandeó a Aisha, que estaba acostada en el zaguán.

Fueron varios los hombres que, mientras salían de la casa para acudir a confesar y comulgar, la instaron a levantarse del zaguán, pero ella no les hizo caso. ¡Qué le importaban los asquerosos barcos del rey cristiano! El último en salir, el viejo panadero, no iba a permitir que la mujer se quedase allí.

—Es una procesión de nazarenos —le gritó al ver cómo Aisha se encogía en su manta, sobre el suelo—. ¡La tuya y la de tu hijo! Los justicias vigilarán que todos acudamos a la rogativa. ¿Acaso pretendes que la desgracia caiga sobre esta casa y todos nosotros? ¡Levanta!

Dos moriscos más de los que compartían la casa y que ya estaban en la calle volvieron sobre sus pasos.

—¿Qué pasa? —preguntó uno de ellos.

—No quiere levantarse.

—Si no acude a confesar, los justicias vendrán a comprobar y sospecharán de esta casa. Los tendremos encima todos los días del año.

—Eso le he dicho —alegó el panadero.

—Mira, nazarena —dijo el tercero, acuclillándose junto a Aisha—, o vienes por las buenas o te llevaremos por las malas.

Aisha acudió a la parroquia de Santiago trastabillando entre dos jóvenes moriscos que la agarraban de las axilas sin contemplaciones. El sacristán tachó su nombre en la puerta de la iglesia, tras apartarse y mirarla con aprensión.

—Está enferma —se excusaron los jóvenes.

Lo que no pudieron obligarla fue a confesar y menos se atrevieron a acercarla al altar a comer «la torta», pero tal era la afluencia de feligreses a la iglesia, tal el alboroto y las colas en el confesionario, que nadie se percató de ello. Los justicias dieron por bueno que hubiera acudido a la iglesia. Desde allí, vigilados por un alcaide, los moriscos del barrio de Santiago se situaron en la calle del Sol, entre la parroquia de Santiago y el cercano convento de Santa Cruz, a la espera del paso de la procesión. Aisha estaba entre ellos, encogida, ajena a todo. Varias horas tuvieron que permanecer en la calle desde el tañido de campanas hasta que la rogativa, ya encaminada de regreso a la catedral, recorrió el barrio de Santiago, junto a la muralla oriental.

Aisha no habló con nadie. Hacía días que no lo hacía, ni siquiera en la tejeduría, donde aguantaba en silencio, con la mirada perdida, las increpaciones del maestro Juan Marco ante los hilos de seda mal encañados o con los colores o las medidas mezcladas. Trabajaba pensando en Fátima y en Shamir. ¡Fátima lo había conseguido! Había sufrido años de humillaciones, pero calló y aguantó, y su fuerza de voluntad y su constancia la llevaron a obtener una venganza que a ella jamás se le hubiera pasado siquiera por la imaginación. ¡Un paraíso!, recordó que decía la carta. Vivía en un paraíso. Y ella, ¿qué había hecho ella a lo largo de su vida? Vieja, enferma y sola. Observó a los vecinos que la rodeaban, como si pretendieran esconderla. Comían. Comían pan de panizo, y tortas, y dulces de almendra, y buñuelos que se habían procurado. Ninguno de ellos le ofreció un pedazo, aunque tampoco hubiera podido comerlo. Le faltaban algunos dientes y el cabello se le caía a mechones; tenía que desgajar en migas el pan duro que le dejaban cada noche. ¿Qué gran pecado habría cometido para que Dios la castigara de aquella manera? Hernando traicionaba a los musulmanes y Shamir vivía lejos, en Berbería; sus otros hijos… habían sido asesinados o vendidos como esclavos. ¿Por qué, Dios? ¿Por qué no se la llevaba ya de una vez? ¡Deseaba la muerte! La llamaba cada noche que se tenía que tumbar sobre el frío y duro suelo del zaguán, pero no llegaba. Dios no se decidía a liberarla de sus miserias.

Le dolían las piernas en el momento en que el Cristo del Punto pasaba por delante de ella. Los moriscos hincaron sus rodillas en tierra. Alguien tiró de su falda para que hiciera lo mismo, pero ella no cedió y permaneció en pie, callada, sin rezar, encogida como una anciana entre los hombres arrodillados. Al cabo de un buen rato llegaron los penitentes. Después de recorrer la ciudad, muchos eran los que caían bajo el peso de las cruces y la gente se veía obligada a acudir en su ayuda. Ése no era el caso de Hernando, pero el sargento, que caminaba junto a él, ya había dejado la cruz al superar la Corredera y caminaba entre el grupo de penitentes, cabizbajo y vencido, libre de una carga que habían hecho suya dos jóvenes. Quienes portaban disciplinas aparecían ya con el cuerpo ensangrentado; los fervorosos cristianos que presenciaban la procesión se conmovían y emocionaban ante esas muestras de pasión y se sumaban a los gritos y aullidos de dolor que surgían de boca de los penitentes. Las monjas de Santa Cruz empezaron a entonar el
Miserere
, alzando la voz para hacerse oír entre el escándalo, animando al millar de hombres desgarrados.


Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam
—retumbó el lúgubre cántico en la calle del Sol.

Aisha miraba sin interés el paso de aquellos desgraciados cuando entre ellos, tirando de una cruz inmensa, con la espalda llena de sangre debido a las heridas ocasionadas por el roce de la madera sobre su hombro desnudo y el rostro congestionado, vio a su hijo, que arrastraba los pies junto al resto de los penitentes: su imagen le recordó a uno de los centenares de Cristos que mostraban las iglesias y los altares callejeros cordobeses.

—¡No! —gritó. Los dedos de las manos se le crisparon. El panadero se volvió hacia ella y vio que las mansas venas azules del cuello de la anciana aparecían ahora abultadas bajo su mentón. Sus ojos irradiaban odio—. ¡No! —volvió a gritar. Otro morisco más se volvió hacia ella. Un tercero trató de acallarla, lo que llamó la atención del alguacil, pero Aisha le sorprendió y se zafó de él con la fuerza nacida de la ira—. ¡Alá es grande, hijo! —gritó entonces. El alguacil ya se dirigía hacia Aisha.


Et secundum multitudinem miserationum tuarum, dele iniquitatem meam
—se lamentaban las monjas de Santa Cruz.

Los moriscos se separaron de Aisha.

—¡Escucha, Hernando! ¡Fátima vive! ¡Tus hijos también! ¡Vuelve con tu gente! ¡No hay otro Dios que Dios y Muhammad es el env…!

No pudo terminar la profesión de fe. El alguacil se lanzó sobre ella y la hizo callar de un manotazo que le saltó un par de dientes.

Hernando, ido, loco de dolor, entre gritos y aullidos, repetía para sí aquellos cánticos quejumbrosos que llevaba escuchando todo el día:
Amplius lava me ab iniquitate mea
. Y tiraba de la cruz, sólo pendiente de arrastrar los pesados maderos. No se enteró del alboroto entre los moriscos. Ni siquiera volvió la cara hacia el tumulto que se había formado alrededor de su madre.

55

A finales de octubre, el rey Felipe se dirigía a todos los obispos del reino agradeciéndoles sus rogativas, pero también instándoles a que las suspendieran; consideraba imposible que transcurridos dos meses y medio desde que la armada se hubiera internado en aguas del Atlántico, retornara ya algún otro barco. Días después, el propio rey escribía una sentida carta personal a la esposa de su primo, el duque de Monterreal, grande de España, para comunicarle la muerte de don Alfonso de Córdoba y su primogénito a manos de los ingleses en las costas de Irlanda, donde naufragó su navío.

Dos marineros que escaparon de la matanza con la ayuda de los rebeldes irlandeses, y que lograron huir a Escocia primero y a Flandes después, habían relatado sin ningún género de dudas el asesinato del duque y de su hijo. Según contaron, una brigada del ejército inglés había detenido al duque y a sus hombres mientras éstos vagaban por tierras irlandesas, después de ganar la costa a nado tras el naufragio. Sin hacer el menor caso a la calidad de don Alfonso, que trató de hacer valer su condición de noble ante el sheriff, obligaron a desnudarse a todos los españoles y los ahorcaron en una colina como a vulgares delincuentes.

Hernando no se hallaba presente la mañana en que el secretario de palacio, don Silvestre, dio lectura a la carta ante todos los hidalgos, tras haberlo hecho antes en privado frente a doña Lucía. Llevaba dos días acudiendo al alcázar de los reyes cristianos, solicitando audiencia al relator, al notario o al propio inquisidor, esperando a que alguno de ellos le recibiera. Tardó casi diez días en tener conocimiento de la detención de su madre por parte de la Inquisición, hecho del que supo cuando Juan Marco, el maestro tejedor, le mandó recado devolviéndole el dinero que cada mes le hacía llegar el morisco puesto que su madre no se presentaba a trabajar en el taller. Fue el mismo aprendiz que le llevó el dinero, tan sólo un niño, quien, en presencia de varios criados de palacio, le escupió la noticia con rencor:

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