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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (92 page)

BOOK: La mano de Fátima
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Fátima calló durante unos instantes. Cuando volvió a hablar, su tono descendió hasta convertirse en un susurro. El anciano la contemplaba, impasible: ¿qué más secretos se escondían detrás de aquellos hermosos ojos negros?

—Mi esposo no murió de la primera herida. Soy sólo una mujer débil e inexperta. Sin embargo, la cuchillada sí que bastó para originarle tanto dolor que no pudo defenderse. Le acuchillé en la boca para que no gritara y luego sajé su muñón y hurgué en él con la daga hasta casi llegar al codo. Tardó en desangrarse. Tardó mucho… Suplicaba. Recordé toda una vida de sufrimiento mientras veía cómo se le escapaba la suya. No aparté la mirada hasta que expiró. Murió desangrado, como los cerdos.

—¡Madre! ¿Qué has hecho? —gritó Abdul.

El joven contemplaba con los ojos muy abiertos cómo Brahim, recostado en los cojines, se llevaba la mano izquierda a la herida del pecho; la sangre manaba a borbotones de su cuerpo.

Fátima no contestó. Se limitó a hacer un gesto con la mano para que guardasen silencio mientras Brahim agonizaba sobre las lujosas alfombras de seda que cubrían el suelo de la estancia.

—Shamir —dijo con voz firme cuando su odiado esposo expiró—, a partir de hoy tú eres el jefe de la familia. Todo es tuyo.

El joven, desde la espalda de Nasi, con la daga atenazando el cuello del lugarteniente, era incapaz de apartar la mirada de su padre. Abdul, por su parte, contenía la respiración y paseaba la mirada, angustiado, de Brahim a Shamir.

—No era una buena persona —adujo Fátima ante el silencio de Shamir—. Destrozó la vida de tu madre, la mía. Las vuestras…

La mención de Aisha hizo reaccionar al muchacho.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó, al tiempo que presionaba el cuello de Nasi con el filo de la daga, como si el lugarteniente tuviera que correr la misma suerte que su patrón.

—Vosotros dos —Fátima se dirigió a Shamir y Abdul— recoged el tesoro de Brahim y escondeos en el puerto, con todos los hombres y los barcos dispuestos para zarpar. Allí esperaréis mis instrucciones—. Tú —añadió acercándose al lugarteniente— acudirás de inmediato a casa del gobernador, Muhammad al-Naqsis, y le transmitirás que Shamir, hijo del corsario Brahim de Juviles, ahora jefe de su familia, le jura lealtad y se pone a su disposición con todos sus barcos y sus hombres.

—¿Y si me negara? —le escupió el hombre.

—¡Mátalo! —contestó Fátima dándole la espalda.

El inmediato sonido de la daga al sajar el cuello del lugarteniente la sorprendió. Esperaba oír las súplicas del corsario, pero Shamir no le concedió la menor oportunidad. Fátima se volvió en el instante en que Nasi se desplomaba degollado.

—No era una buena persona —dijo simplemente Shamir.

—De acuerdo —resolvió Fátima—. Esto no cambia las cosas. Haced lo que os he dicho.

Al amanecer, Shamir y Abdul partieron hacia el puerto con todo el oro, joyas y documentos de Brahim. Fátima había ordenado a dos esclavos que preparasen los cadáveres y limpiasen el comedor. Esa misma noche se había dirigido al ala del palacio donde vivía relegada la segunda esposa de Brahim, a quien informó de la muerte de su marido sin darle más detalles, pero recalcando que Shamir era ahora el nuevo jefe de la familia; la otra bajó la vista y no dijo nada. Sabía que dependía ahora de la generosidad de ese joven que amaba a Fátima como si fuera una madre.

Por la mañana, una vez vestida, Fátima se dirigió a la casa de Muhammad al-Naqsis. Durante el siglo XVI, la ciudad había pertenecido al reino de Fez, que luego fue tomado por el de Marruecos, y, tras un período de independencia, volvió a ser conquistada. El poder central era débil y hasta el palacio de Brahim habían llegado insistentes rumores acerca de que la familia al-Naqsis pretendía declararse independiente. Incluso el propio Brahim lo había comentado, enojado por la posibilidad de que sus enemigos comerciales se hicieran con el control de la ciudad. Pese a su condición de mujer, Fátima fue recibida por el gobernador. Los al-Naqsis mantenían rencillas con Brahim por el reparto del corso y la visita de la esposa de su adversario se consideró un gesto extraño, que suscitó la curiosidad del jefe de familia.

—¿Y Brahim? —inquirió Muhammad al-Naqsis después de que Fátima le jurase fidelidad en nombre de Shamir.

—Muerto.

El gobernador examinó a Fátima de arriba abajo sin esconder su admiración. Tenía delante a la mujer más bella, y ahora más rica, de todo Tetuán.

—¿Y su lugarteniente? —inquirió, fingiendo aceptar la escueta respuesta.

—También ha fallecido —respondió Fátima, en tono firme aunque sin levantar la vista del suelo, como correspondía a una sumisa mujer musulmana.

«¿Fallecido? —pensó el gobernador—. ¿Eso es todo? ¿Qué habrás tenido que ver tú con ambas muertes?»

El hombre miró a Fátima con cierto respeto. Ella siguió hablando: fue un discurso breve, sin rodeos. Él tardó sólo unos instantes en decidirse a no hacer más preguntas y aceptar la ayuda que aquella generosa viuda parecía dispuesta a poner a sus pies para permitirle alcanzar la independencia.

Al día siguiente, Fátima, rodeada de plañideras, todas vestidas con ropas bastas y los rostros tiznados con hollín, escuchó versos y canciones en honor de los muertos. Después de cada verso, de cada canción, las mujeres gritaban, se laceraban el pecho y las mejillas hasta sangrar y se arrancaban los cabellos. Durante siete días repitieron aquellos ritos funerarios.

El anciano judío levantó la vista. Sus ojos se cruzaron con los de Fátima. Ambos sabían que la confesión que acababa de pronunciarse jamás sería repetida en ningún otro lugar. Él había aprendido hacía tiempo a ver, oír y callar. Su pueblo había sobrevivido, y se había enriquecido, gracias a la virtud de la discreción; sobre todo cuando dicha discreción era muy bien recompensada.

—Señora… —murmuró él entonces, señalando la misiva aún en blanco.

Fátima suspiró. Sí… Había llegado la hora. Con voz firme, empezó a dictar:

—Amado esposo. La paz y la bendición del Indulgente y del que juzga con verdad sean contigo.

54

Dios sopló y fueron dispersados.

Insignia que mandó inscribir

Isabel I de Inglaterra

Después de una estancia de dos meses en el puerto de La Coruña, y pese a varias conversaciones de paz y reuniones en las que se desaconsejaba la empresa, la gran armada zarpó definitivamente a la conquista de Inglaterra al mando del duque de Medina Sidonia, que ocupó el puesto del marqués de Santa Cruz, tras el repentino fallecimiento de éste.

Don Alfonso de Córdoba y su primogénito, junto a veinte sirvientes, entre los que se hallaba el camarero José Caro, y decenas de baúles con sus pertenencias, trajes, libros y un par de vajillas completas, zarparon en una de las naves capitanas.

Las noticias de la flota que empezaban a llegar a España no eran las que cabía esperar de la misericordia del Dios por el que habían acudido a la guerra contra Inglaterra. El objetivo de la armada era reunirse con los tercios del duque de Parma en Dunkerque, embarcarlos e invadir Inglaterra. Sin embargo, tras anclar en Calais, a sólo veinticinco leguas de donde se hallaban las tropas del duque de Parma, los españoles se encontraron con que los holandeses habían bloqueado la bahía de Dunkerque: así pues, el duque carecía de los medios necesarios para embarcar a sus soldados, sortear el bloqueo holandés y unirse a la flota. Lord Howard, el almirante inglés, no desaprovechó la oportunidad que le brindaba la flota enemiga apiñada e inmovilizada en Calais y la atacó con brulotes.

La noche del 7 de agosto, los españoles observaron cómo desde la flota inglesa partían hacia ellos, sin tripulación, a favor del viento y marea, ocho barcos de aprovisionamiento en llamas. Dos de los tan temidos «mecheros del infierno» pudieron ser desviados de su ruta mediante largos palos manejados desde chalupas, pero los otros seis se internaron entre las naves españolas disparando sus cañones indiscriminadamente y estallando en llamas entre ellas, lo que obligó a sus capitanes a cortar las amarras, abandonar las anclas y huir a toda prisa, rompiendo la formación de media luna que habían adoptado durante toda la travesía. Los ingleses atacaron al comprobar que la armada enemiga perdía su acostumbrada y segura formación y se produjo una lucha sangrienta, tras la cual los españoles se vieron empujados por el viento hacia el norte del canal de la Mancha. Por más intentos que el duque de Medina Sidonia hizo por regresar y acercarse lo suficiente a las costas de Flandes, las condiciones atmosféricas se lo impidieron. Mientras, los ingleses, sin presentar batalla, se limitaron a vigilar el posible regreso de sus enemigos.

Unos días después, el almirante español ordenó arrojar por la borda a todos los animales que transportaba la flota y, en condiciones precarias, con el agua y los víveres podridos a consecuencia de la mala calidad de los barriles fabricados con los flejes y duelas con que se tuvieron que sustituir los quemados por Drake el año anterior, las embarcaciones destrozadas y la tripulación muriendo a diario por el tifus o el escorbuto, puso rumbo hacia España por el norte, rodeando las ignotas costas irlandesas.

El 21 de septiembre, la nave del duque de Medina Sidonia, toda ella envuelta en tres grandes maromas para que no se despedazase, como si de un macabro regalo se tratase, con su almirante agonizante en una litera, atracaba en Santander junto a ocho galeones. Tan sólo treinta y cinco navíos de los ciento treinta que conformaban la gran armada consiguieron arribar a diferentes puertos. Algunos fueron hundidos durante la batalla en el canal de la Mancha; otros, los más, se perdieron en las costas irlandesas, donde los temporales se ensañaron en unos navíos destartalados, sembrando de naufragios toda la costa oeste irlandesa. Muchos otros, sin embargo, permanecían en paradero desconocido. Algunos días más tarde, un correo partía hacia Córdoba: el barco en el que navegaban don Alfonso y su hijo no había arribado a puerto.

Ante la noticia, doña Lucía dispuso que todos cuantos habitaban el palacio, hidalgos, sirvientes y esclavos, Hernando incluido, acudieran a las tres misas diarias que a tales efectos ordenó al sacerdote que oficiaba en la capilla de palacio. El resto del día el silencio sólo se veía interrumpido por el murmullo de los rosarios que debían rezar a todas horas los hidalgos y la duquesa, reunidos en la penumbra de uno de los salones. Se estableció un estricto ayuno; se prohibió la lectura, las danzas y la música y nadie osó abandonar palacio si no era para acudir a la iglesia o a las constantes rogativas y procesiones que, desde que se supo el desastre de la armada y la falta de noticias sobre tantas naves y sus tripulaciones, se organizaron en todos los rincones de España.


Maria, Mater Gratiae, Mater Misericordiae…

Todos de rodillas, tras la duquesa, rezaban el rosario una y otra vez. Hernando murmuraba mecánicamente la interminable cantinela, pero a sus lados, por delante o por detrás, escuchaba las voces de aquellos cortesanos orgullosos y altivos, que se elevaban con verdadera devoción. Observó en sus rostros la inquietud y la angustia: su futuro dependía de la vida y generosidad de don Alfonso y si éste moría…

—No os preocupéis, prima —dijo un día don Sancho a la hora de la comida: la mesa presentaba un aspecto sobrio, con pan negro y pescado, sin vino ni ninguna de las demás preciadas viandas que se acostumbraban a servir en palacio—, si vuestro esposo y su primogénito han sido apresados en las costas irlandesas, sus captores los respetarán. Suponen un extraordinario rescate para los ingleses. Nadie les hará daño. Confiad en Dios. Serán bien acomodados hasta que se pague su rescate; es la ley del honor, la ley de la guerra.

Sin embargo, el brillo de esperanza que destelló en los ojos de la duquesa ante las palabras del viejo hidalgo se fue trocando en llanto a medida que llegaban noticias a la península. Sir William Fitzwilliam, a la sazón capitán general de las fuerzas inglesas de ocupación en Irlanda, tan sólo disponía de setecientos cincuenta hombres para proteger la isla frente a los naturales que aún defendían sus libertades, por lo que no estaba dispuesto a consentir la llegada de tan elevado número de soldados enemigos. Su orden fue tajante: detener y ejecutar de inmediato a todo español hallado en territorio irlandés, fuera de la condición que fuese, noble, soldado, sirviente o simple galeote.

Los espías de Felipe II y aquellos soldados que con la ayuda de los señores irlandeses lograron escapar a través de Escocia se explayaron en el relato de estremecedoras matanzas de españoles; los ingleses, sin la menor compasión o caballerosidad, mataban incluso a quienes se rendían.

Entonces Hernando, preocupado por la suerte de quien le había tratado como un amigo, empezó también a temer por su propio porvenir. Las relaciones con la duquesa habían empeorado aún más en los últimos tiempos a raíz del conocimiento de sus amoríos con Isabel. Al igual que don Sancho, doña Lucía no le dirigía la palabra; la altiva noble ni siquiera lo miraba y Hernando parecía haberse convertido en una rémora impuesta por aquel de cuya vida nada se sabía. Quizá en otras circunstancias no le hubiera dado mayor importancia: odiaba la hipocresía de tan ocioso tipo de vida, pero el favor del duque, su biblioteca y las decenas de libros a los que tenía acceso, así como la posibilidad de dedicarse por entero a la causa de la comunidad morisca tras el espectacular éxito del descubrimiento del pergamino en la Torre Turpiana, eran algo a lo que no quería ni podía renunciar, por más incómoda que se le hiciera su estancia en el palacio del duque. El cabildo catedralicio encargó la traducción del pergamino precisamente a Luna y Castillo y él, Hernando, acababa de conseguir dar el sutil punto de curvatura hacia la derecha a la punta de los cálamos. Y como si su mano sirviese a Dios, llegó a dibujar sobre el papel las más maravillosas letras que pudiera haber imaginado.

En septiembre de aquel año, al tiempo que toda España, su rey incluido, lloraba la derrota de la gran armada, un joven judío tetuaní provisto de cédulas falsificadas que lo acreditaban como comerciante de aceites malagueño, llegaba a Córdoba acompañando a una caravana a la que se había unido en Sevilla.

Tras superar la aduana de la torre de la Calahorra, mientras cruzaba el puente romano a pie, al lado de unas mulas, el joven fijó su mirada en la gran obra que se abría justo frente a ellos, más allá del puente y de la puerta de acceso a la ciudad. Recordó las palabras de su padre.

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