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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (96 page)

BOOK: La mano de Fátima
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—Os cuido el caballo, señor —contestó con voz tranquila y una serenidad impropia para su edad.

—Podría pisarte mientras duermes. —Hernando le tendió una mano para que se levantase.

El chaval no hizo ademán de agarrarse a ella.

—No lo hará, señor. Volador…, os oí llamarlo así a vuestra llegada —aclaró—, es un buen animal y nos hemos hecho amigos. No me pisará. Yo os lo cuidaré.

Como si hubiese entendido las palabras del muchacho, Volador bajó la cabeza hasta dar con los belfos sobre el pelo enmarañado y sucio del niño. La ternura de la escena contrastó con los gritos, las amenazas, las trampas, las apuestas y la codicia que se vivían en la casa de tablaje y que Hernando todavía llevaba pegadas a las ropas. El morisco dudó.

—Venga, venga. Podría lastimarte —decidió—. Los caballos también duermen y, aun sin querer, podría pis…

Calló de repente. Tras una mueca de tristeza, el muchacho se esforzaba por levantarse agarrándose a una de las manos del caballo, como si pretendiera trepar por ella. Sus dos piernas no eran más que un amasijo deforme: estaban espantosamente quebradas. Hernando se agachó a ayudarle.

—¡Dios! ¿Qué te ha sucedido?

El niño logró tenerse en pie, con las manos apoyadas sobre los hombros de Hernando.

—Lo difícil es mantenerse erguido. —Sonrió mostrando unos dientes rotos y huecos en las encías—. Si me alcanzáis esos cayados, ya podré…

—¿Qué te ha pasado en las piernas? —preguntó Hernando, consternado.

—Mi padre las vendió al diablo —contestó el muchacho con seriedad.

Sus rostros casi se tocaban.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Hernando en un susurro.

—Mi hermano mayor tenía los brazos y las manos destrozados. Yo las piernas. José, mi hermano mayor, me contó que hacía poco de mi alumbramiento y que lloré mucho mientras mi padre me quebraba los huesos con una barra de hierro; luego, todos estuvieron pendientes de si sobrevivía. Todos los hermanos teníamos alguna tara. Recuerdo cómo mis padres cegaron a mi hermana pequeña pasándole un hierro candente por los ojos a los dos meses de parirla. También lloró mucho —añadió el chaval con tristeza—. Se consiguen mejores limosnas con un niño tullido al lado. —Hernando notó que se le erizaba el vello—. El problema es que el rey prohíbe a los mendigos pedir caridad acompañados de niños de más de cinco años. Los diputados y los párrocos podrían quitarles la licencia para mendigar si los pillan haciéndolo con niños de más de esa edad. A mí me dejaron seguir un poco más porque era muy menudo, pero a los siete ya me abandonaron. Ya veis, señor: unas piernas por siete años de limosnas.

Hernando fue incapaz de articular una palabra. Sentía la garganta agarrotada. Sabía de los crueles procedimientos para arrancar una mísera blanca de la compasión de las gentes, pero nunca había llegado a vivir de cerca la realidad de uno de aquellos desgraciados. «¡Ya veis señor: unas piernas por siete años de limosnas!» Sus palabras eran tan tristes… Sintió un repentino impulso de abrazarle. ¿Hacía cuánto que no abrazaba a un niño? Carraspeó.

—¿Estás seguro de que Volador no te pisará? —terminó preguntando.

Los dientes rotos reaparecieron en una sonrisa.

—Seguro. Preguntádselo a él.

Arrodillado junto a las manos del caballo, Hernando palmeó la cabeza de Volador y ayudó al niño a tumbarse por delante de sus cascos.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó mientras el crío volvía a hacerse un ovillo sobre la paja y ya cerraba los ojos.

—Miguel.

—Vigílalo bien, Miguel.

Esa noche, Hernando no durmió. Después de haber escrito a don Pedro a Granada le quedaba una sola hoja de papel en blanco, un cálamo y algo de tinta. Se sentó a la desvencijada y tosca mesa de su habitación, limpió la capa de polvo que se acumulaba sobre su tablero y a la luz de una titilante candela se dispuso a escribir con todos sus sentidos exacerbados. Su madre, Miguel, el juego, aquella lúgubre y sucia habitación, los ruidos y rumores de los demás huéspedes rompiendo el silencio de la noche… El cálamo se deslizó sobre el papel y trazó la más hermosa de las letras que había escrito nunca. Sin pensarlo, como si fuera Dios el que guiara su mano, escribió la inconclusa profesión de fe que acababa de llevar a su madre a las mazmorras de la Inquisición: «No hay otro Dios que Dios, y Muhammad es el enviado de Dios». Luego se dispuso a continuar con la oración que añadían los moriscos. Mojó el cálamo en tinta con la imagen de Hamid en su memoria. Se la había hecho rezar en la iglesia de Juviles para demostrar que no era cristiano. ¿Y si hubiese muerto entonces? «Sabe que toda persona está obligada a saber que Dios…» Se habría ahorrado una vida muy dura, pensó al volver a mojar el cálamo.

Por la mañana Volador no estaba en las cuadras; tampoco Miguel. Hernando buscó a gritos al mesonero.

—Han salido —le contestó éste—. El chico dijo que le habíais dado permiso. Uno de los muleros que dormía en el establo confirmó que le encargasteis el cuidado del caballo.

Hernando corrió ofuscado a la plaza del Potro. ¿Le habría engañado el muchacho? ¿Y si le robaban a Volador? Se detuvo nada más cruzar el umbral: Miguel, apoyado en uno de sus cayados, con las piernas retorcidas, contemplaba cómo el caballo bebía en el pilón de la fuente de la plaza; un monumento con la escultura de un potro encabritado que hacía pocos años que se había construido. El pelo de Volador brillaba al sol todavía mortecino; lo había cepillado.

—Tenía sed —explicó el muchacho sonriendo al ver a Hernando ya junto a él.

El caballo ladeó la cabeza y babeó sobre Miguel el agua que acababa de sorber. El muchacho lo apartó con el extremo de una de las muletas. Hernando los observó: parecían entenderse. Miguel imaginó lo que pasaba por su mente.

—Los animales me quieren tanto como las personas evitan mi compañía —afirmó entonces.

Hernando suspiró.

—Tengo que hacer —le dijo después, entregándole una moneda de dos reales que el chaval agarró con los ojos muy abiertos—. Cuida de él.

Se alejó en dirección a la calle del Potro y la dobló para encaminarse al alcázar, donde su madre estaba presa. En ese momento volvió la cabeza y vio cómo el muchacho se entretenía junto a la fuente, apoyado en sus cayados, jugueteando con Volador, salpicándole agua con el extremo de los dedos, ajenos los dos a todo cuanto pudiera suceder a su alrededor. Se dispuso a continuar su camino en el momento en que Miguel decidió regresar a las cuadras. No agarró el ronzal de Volador, se limitó a colgárselo de uno de sus hombros y el caballo le siguió, libre, como si fuera un perro. El morisco negó con la cabeza. Se trataba de un caballo de pura raza española, brioso y altivo. En cualquier otra ocasión se hubiera asustado de los simples saltitos con los que se desplazaba Miguel por delante de él, sobre sus muletas, procurando que sus pies tocasen lo menos posible el suelo, como si el hacerlo pudiera quebrar todavía más sus escuálidas y deformes piernas.

Llegó al alcázar de los reyes cristianos con una sensación extraña derivada de los saltitos de Miguel y la docilidad de Volador. Todavía prendado de esa escena, le sorprendió que el carcelero que hasta entonces se negaba a permitirle ver a su madre, aceptase el escudo de oro que Hernando extrajo mecánicamente de su bolsa, sin convicción alguna; lo había ganado con una veintiuna de banca, un as y un rey, que provocó mil imprecaciones por parte de los puntos que apostaban contra él.

Extrañado, siguió al carcelero hasta un gran patio con una fuente, naranjos y otros árboles, que habría sido hermoso de no ser por los lamentos que surgían desde las celdas que lo rodeaban. Hernando aguzó el oído, ¿alguno de ellos provendría de su madre? El carcelero le franqueó el paso a una celda en el extremo del patio y Hernando cruzó una puerta encastrada en sólidos y anchos muros. No. De aquella pútrida e infecta celda no provenía sonido alguno.

—¡Madre!

Se arrodilló al lado de un bulto inmóvil en el suelo de tierra. Con manos temblorosas tanteó entre las ropas que cubrían a Aisha en busca de su rostro. Le costó reconocer en él a quien le diera la vida. Consumida, la piel le colgaba lacia de cuello y mejillas; las cuencas de los ojos aparecían hundidas y amoratadas y los labios resecos y cortados. Su cabello no era sino un amasijo sucio y enredado.

—¿Qué le habéis hecho? —masculló hacia el carcelero. El hombre no respondió y permaneció parado bajo el ancho quicio de la puerta—. Es sólo una anciana… —El carcelero se movió de un pie a otro y frunció el entrecejo hacia Hernando—. Madre —repitió él, agarrando con las palmas de las manos el rostro de Aisha y acercándolo hasta sus labios para besarlo. Aisha no respondió a los besos. Tenía la mirada perdida. Por un momento creyó que estaba muerta. La zarandeó levemente y ella se movió.

—Está loca —afirmó entonces el carcelero—. No quiere comer y apenas bebe agua. No habla ni se queja. Permanece así todo el día.

—¿Qué le habéis hecho? —volvió a preguntar con la voz tomada, estúpidamente empeñado entonces en limpiar con su uña una pequeña mancha de tierra que Aisha mostraba en la frente.

—No le hemos hecho nada. —Hernando volvió la mirada hacia el carcelero—. Es cierto —aseguró el hombre, abriendo las manos—. El tribunal considera suficiente la declaración del alguacil para condenarla. Ya te he dicho que no habla. No han querido torturarla. Habría muerto. —Hernando volvió a buscar infructuosamente alguna reacción por parte de Aisha—. A nadie le extrañaría que muriera… esta misma noche…

Hernando se quedó quieto, de espaldas al hombre, con su madre en los brazos, inerte. ¿Qué quería decir?

—Podría morir —repitió el hombre desde la puerta—. El médico ya lo ha anunciado al tribunal. Nadie se preocuparía. Nadie vendría a comprobarlo. Yo mismo daría parte y luego la enterraría…

¡Era eso! Por eso le había permitido visitar a Aisha.

—¿Cuánto? —le interrumpió Hernando.

—Cincuenta ducados.

¿Cincuenta? ¡Cinco!, estuvo a punto de ofrecer, pero se mordió la lengua. ¿Acaso iba a regatear con la vida de su madre?

—No los tengo —dijo.

—En ese caso… —El carcelero dio media vuelta.

—Pero tengo un caballo —susurró Hernando, mirando a los ojos inexpresivos de Aisha.

—No te oigo. ¿Qué has dicho?

—Que tengo un buen caballo —se esforzó Hernando elevando el tono de voz—. Marcado con el hierro de las caballerizas reales. Su valor es muy superior a esos cincuenta ducados.

Quedaron para esa misma noche. Hernando trocaría a Volador por Aisha. ¿Qué le importaba el dinero? Se trataba, simplemente, de un animal quizá… quizá por la sola oportunidad de poder enterrar a su madre y de que ésta muriera en sus brazos. Igual Dios le permitía abrir los ojos en ese último instante y él debía estar ahí. ¡Tenía que estar a su lado! Aisha no podía morir sin que él disfrutara de la oportunidad de reconciliarse con ella.

Miguel permanecía sentado en el suelo al lado de Volador, mirando cómo el caballo ramoneaba un manojo de verde que le había colocado en el pesebre.

—Lo siento —le dijo Hernando, acuclillándose para revolverle el cabello—. Esta noche venderé el caballo. —¿Por qué se disculpaba?, pensó al instante. Sólo era un chiquillo que…

—No —le contestó Miguel, interrumpiendo sus pensamientos, sin hacer el menor ademán de volverse hacia él.

—¿Cómo que no? —Hernando no sabía si sonreír o enfadarse.

En ese momento Miguel levantó la vista hacia Hernando, que se había levantado y estaba junto al caballo.

—Señor, he estado con perros, gatos, pajarillos y hasta con un mono. Siempre sé cuándo van a volver… y siempre presiento cuándo es la última vez que voy a verlos. Volador volverá conmigo —afirmó con seriedad—, lo sé.

Hernando bajó la mirada hacia las piernas quebradas del muchacho, tendidas sobre la paja.

—No te lo discutiré. Quizá sea así. Pero me temo que en ese caso no vendrá conmigo.

Con el toque de completas, Hernando sacó a Volador de las cuadras y se encaminó por la calle del Potro hacia la mezquita. Habían quedado en la plaza del Campo Real, junto al alcázar. No quiso montarse en él. Andaba sin mirar hacia atrás, tirando del ronzal. Algo apartado, Miguel les perseguía a saltitos. Hernando llegó a la plaza y se dirigió a una de sus esquinas, donde igual que en casi todo el lugar se acumulaba la basura; allí, en el muladar, sin altar alguno que iluminase la noche, se procedería al trueque. Miguel se detuvo a algunos pasos de donde Hernando se puso a escrutar en la oscuridad, esperando distinguir la figura del carcelero con su madre a cuestas. El morisco no dio ninguna importancia a la extraña posición del muchacho, ambas piernas extrañamente apoyadas en el suelo y agarrado a una sola de sus muletas; tenía la otra en su mano derecha, alzada sobre su cabeza. Volador estaba nervioso: rebufaba, manoteaba y hasta hacía ademán de cocear.

—Tranquilo —trató de calmarle Hernando—, tranquilo, bonito.

El caballo debía presentir, pensó palmeándolo en el cuello, que iba a separarse de él. En ese mismo momento una rata enorme chilló y correteó entre las piernas de Hernando y de Volador. Otra y otra más la siguieron. Hernando saltó. Volador se encabritó, se liberó del ronzal y salió galopando despavorido. Miguel, en precario equilibrio, espantaba a las ratas a golpes de muleta.

Los relinchos de Volador, espantado, llamaron la atención de todos los caballos que permanecían estabulados en las caballerizas reales, junto al alcázar, y que, a su vez, se sumaron al escándalo. El portero de las caballerizas y dos mozos de cuadra salieron a la calle que daba a la plaza del Campo Real y vislumbraron en la oscuridad un magnífico caballo tordo que galopaba suelto, arrastrando el ronzal.

—¡Se ha escapado un caballo! —gritó uno de los mozos.

El portero iba a discutir con el mozo, seguro de que ningún animal había escapado de las caballerizas, pero calló cuando a la luz de uno de los hachones de la Inquisición, Volador mostró el hierro del rey en su anca; sin duda se trataba de un caballo de las cuadras reales.

—¡Corred! —chilló entonces.

Hernando también corría tras Volador. ¿Cómo iba a liberar a su madre con todo aquel jaleo? El carcelero no comparecería. Miguel logró alejarse de las ratas y permanecía quieto, extasiado en la fuerza y belleza de los movimientos del caballo, odiando las piernas inútiles sobre las que se mantenía. «Volverá», musitó hacia Hernando. De las caballerizas continuaban saliendo personas, pero también del propio alcázar; lo hacían por la puerta en la que durante el día los porteros vendían paños. Hernando se detuvo irritado al contemplar cómo cerca de media docena de hombres lograban acorralar a Volador contra uno de los muros del alcázar.

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