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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Mano Del Caos (17 page)

BOOK: La Mano Del Caos
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—No tenía ni un rasguño. No sufrió el menor daño ni siquiera cuando le cayó encima un granizo de tu tamaño, Seoría. Ni siquiera cuando el viento levantó por los aires piezas de la Tumpa-chumpa. La nave se quedó allí, tan campante.

—Quizás esté muerta —murmuró Jarre, tratando de no parecer demasiado esperanzada.

—No. Vi una luz y a alguien moviéndose en el interior. No está muerta.

—No, claro que no —dijo Limbeck—. Es Haplo. Tiene que ser él. Una nave con dibujos, como la que encontré en Terrel Fen. ¡Haplo ha vuelto!

Jarre se aproximó a Lof, lo agarró por la barba, lo olfateó y arrugó la nariz.

—Lo que pensaba: ha metido la cabeza en el barril de la cerveza. No le hagas caso, Limbeck.

Tras dar al asombrado Lof un empujón que lo mandó rodando hacia atrás hasta sus compañeros, Jarre agarró a Limbeck por el brazo e intentó forzarlo a dar la vuelta para arrastrarlo al interior del refugio.

Pero Limbeck, como todos los enanos, era difícil de mover una vez que se plantaba con firmeza en el suelo (Jarre había pillado desprevenido a Lof). El enano se desasió de Jarre, apartándole el brazo como si fuera una mota de polvo.

—¿Sabes si avistó la nave algún elfo, Lof? —Inquirió a continuación—. ¿Sabes si alguno de ellos hizo algún intento de ponerse en contacto con ella o de ver quién viajaba dentro?

Limbeck tuvo que repetir las preguntas varias veces. El perplejo Lof, a quien sus compañeros habían ayudado a incorporarse, miraba a Jarre con dolido desconcierto.

—¿Pero qué he hecho yo? —exclamó.

—Limbeck, por favor... —suplicó Jarre, dando un nuevo tirón de la manga al enano.

—Déjame solo, querida —respondió él, mirándola a través de las brillantes gafas. Su tono era severo, áspero incluso. Jarre bajó la mano poco a poco.

—Ha sido Haplo quien te ha hecho esto —murmuró en voz baja—. Ha sido él quien nos ha hecho esto a todos.

—Sí, le debemos mucho, en efecto. —Limbeck apartó la vista de ella—. Vamos, Lof. ¿Viste rondar por allí a algún elfo? De ser así, Haplo podría estar en peligro.

—Nada de welfos, Seoría. —Lof meneó la cabeza—. No he visto a ningún welfo desde que la máquina dejó de funcionar. Yo... ¡ay!

Jarre le acababa de dar un puntapié en la espinilla.

—¿Por qué narices has tenido que hacer esto? —rugió Lof.

Jarre no respondió y desfiló delante de él y del resto de los enanos sin dedicarles una sola mirada. Regresó a la SALA DE CALDERAS, se volvió en redondo y señaló a Limbeck con dedo tembloroso.

—¡Haplo será la ruina de todos nosotros! ¡Ya lo verás! Y cerró de un portazo. Los enanos se quedaron absolutamente inmóviles, sin osar moverse. Jarre se había llevado la antorcha. Limbeck frunció el entrecejo, se encogió de hombros y continuó la conversación donde había sido interrumpido con tal violencia. —Haplo podría estar en peligro. No querríamos que lo capturaran.

—¿Alguien tiene una luz? —se aventuró a preguntar uno de los compañeros de Lof. Limbeck no le prestó atención, considerando que la pregunta carecía de importancia, y añadió: —Tenemos que ir a rescatarlo.

—¿Salir al Exterior? —Los demás enanos lo miraron, estupefactos. —Yo he estado allí —les recordó Limbeck sucintamente. —Bien. Entonces, ve otra vez y tráelo. Nosotros montaremos guardia — propuso Lof.

—No. Sin luz, no lo haremos —murmuró otro.

Limbeck miró con enfado a sus camaradas, pero la irritación era bastante ineficaz cuando nadie podía verla. Lof, que al parecer había estado pensando en el asunto, alzó la voz:

—¿No es ese Haplo el dios que...? —No existen dioses —lo cortó Limbeck. —Está bien, Seoría... Entonces —no había modo de detener a Lof—, ¿es ese Haplo que se enfrentó al mago de quien siempre andas hablando? —Sinistrad. Sí, es ese Haplo. Ahora veréis...

—¡Entonces, no necesitará que nadie lo rescate! —sentenció Lof, triunfal—. ¡Seguro que puede rescatarse solo!

—Cualquiera que pueda enfrentarse a un mago puede hacerlo a los elfos — dijo otro, con la firme convicción de quien no ha visto nunca a un elfo de cerca—. No son tan duros.

Limbeck contuvo el impulso de lanzarse al cuello de sus Compañeros de Armas en la Lucha por Acabar con la Tiranía. Se quitó las gafas y las limpió con un gran paño blanco. Estaba muy orgulloso de sus gafas nuevas, que le permitían ver con una sorprendente nitidez. Por desgracia, los cristales eran tan gruesos que se le deslizaban por la nariz a menos que los sostuviera con unas varillas de alambre resistentes sujetas en torno a las orejas. Las varillas le presionaban dolorosamente, las gruesas lentes le provocaban dolores en el globo ocular y la montura de la nariz se le incrustaba en la carne, pero veía estupendamente.

Sin embargo, en ocasiones como aquélla, Limbeck se preguntaba por qué se molestaba. Por alguna razón, la revolución, como una centella rodante fuera de control, se había salido del camino marcado y había descarrilado. Limbeck había tratado de encauzarla otra vez, de devolverla a la línea trazada, pero había sido en vano. Ahora, por fin, veía un destello de esperanza. Después de todo, no había descarrilado. Sencillamente, había entrado en una vía muerta. Y lo que al principio había considerado un desastre terrible, la detención de la Tumpa-chumpa, podía servir finalmente para poner de nuevo en marcha la revuelta. Se colocó de nuevo las gafas y empezó a decir:

—La razón de que no tengamos luz es que...

—¿Que Jarre se ha llevado la antorcha? —apuntó Lof, solícito.

—¡No! —Limbeck tomó aire profundamente y cerró los puños para evitar que sus manos saltaran al cuello de su interlocutor—. ¡Que los elfos han detenido la Tumpa-chumpa!

Hubo un silencio. Después, la voz de Lof inquirió, dubitativa:

—¿Estás seguro?

—¿Qué otra explicación puede haber? Los elfos la han detenido. Proyectan matarnos de hambre y de frío; tal vez utilizar su magia para invadirnos al amparo de la oscuridad y matarnos a todos. ¿Qué vamos a hacer, quedarnos aquí sentados, esperando, o plantarles cara y luchar?

—¡Luchar! —gritaron los enanos, y su cólera tronó a través de la oscuridad como las tormentas que barrían la superficie de Drevlin. —Para eso necesitamos a Haplo. ¿Estáis conmigo?

—¡Sí, Seoría! —exclamaron los compañeros de armas.

Pero su entusiasmo se mitigó bastante cuando dos de ellos emprendieron la marcha y se dieron de bruces contra una pared.

—¿Cómo vamos a luchar, si no podemos ver? —refunfuñó Lof.


Podemos
ver —replicó Limbeck, impertérrito—. Haplo me contó que, mucho tiempo atrás, unos enanos como nosotros pasaban toda su vida bajo tierra, en lugares oscuros. Y así aprendieron a ver en la oscuridad. Hasta ahora hemos dependido de la luz pero, ya que nos hemos quedado sin ella, tendremos que hacer como nuestros antepasados y aprender a ver, a luchar y a vivir en la oscuridad. Los gegs no podrían arreglárselas. Los gegs no podrían hacerlo. Pero los enanos sí podemos. Ahora, todo el mundo adelante —añadió tras un profundo suspiro—. ¡Seguidme!

Dio un paso, y luego otro, y otro. No tropezó con nada. ¡Y se dio cuenta de que, en efecto!,
¡veía
! No muy claro, es cierto; no podría haber leído uno de sus discursos, por ejemplo. Pero parecía como si las paredes hubieran absorbido una parte de la luz que había estado brillando sobre los enanos desde hacía tanto tiempo como podían recordar y ahora, como acto de gratitud, les devolvieran un poco de esa luz. Limbeck alcanzaba a distinguir un leve resplandor en las paredes, el suelo y el techo. Distinguió el hueco por el que ascendía la escalera y los peldaños de ésta, en un juego de sombras y de leves luces fantasmales.

Detrás de él, escuchó las exclamaciones de asombro reverente de los demás enanos y supo que no estaba solo. Ellos también veían. A Limbeck se le llenó el pecho de orgullo por su pueblo.

—Ahora, las cosas cambiarán —murmuró para sí mientras emprendía la ascensión de los peldaños, seguido de cerca por el paso firme de los demás. La revolución volvía a estar en marcha y, aunque no fuera a paso acelerado, precisamente, al menos avanzaba de nuevo.

Casi debía agradecérselo a los elfos.

Jarre se enjugó unas lágrimas y permaneció tras la puerta, apoyada de espaldas contra ella, esperando a que Limbeck llamara con los nudillos y pidiera mansamente la antorcha. Entonces se la daría, decidió, y la acompañaría de unas palabritas. Prestó atención a las voces y escuchó una que recordaba la de Limbeck, enfrascado en un discurso. Exhaló un impetuoso suspiro y golpeó el suelo con un taconeo nervioso.

La antorcha casi se había consumido. Jarre agarró otro pliego de discursos y le aplicó la llama. «¡Luchar!», oyó exclamar en un sonoro rugido; después, notó un golpe contra la pared. Jarre soltó una carcajada, pero había en ella un tono amargo. Posó la mano en el picaporte.

Y entonces captó el insólito sonido de unos pasos firmes y acompasados, las poderosas vibraciones de muchos pares de rancias botas enanas avanzando por el pasadizo.

—¡Dejemos que se den un par de coscorrones en esas cabezotas! — murmuró—. Ya volverán.

Pero sólo volvió el silencio.

Jarre entreabrió la puerta y se asomó.

El pasadizo estaba vacío.

—¿Limbeck? —Gritó, abriendo de par en par—. ¿Lof? ¿Hay alguien ahí?

No tuvo respuesta. A lo lejos, le llegó el sonido de unas botas que ascendían los peldaños con paso firme. Fragmentos de discurso de Limbeck, convertidos en ceniza, se desprendieron de la antorcha y cayeron a los pies de la enana.

CAPÍTULO 10

WOMBE,

DREVLIN REINO INFERIOR

Haplo había utilizado a menudo al perro para escuchar las conversaciones de otros, escuchando sus voces a través de los oídos del animal. En cambio, no se le había ocurrido nunca escuchar las conversaciones que alguien pudiera mantener con el perro. Éste había recibido la orden de vigilar al muchacho y alertar a Haplo de cualquier fechoría que intentara cometer, como intentar abrir la escotilla. Aparte de eso, a Haplo no le importaba lo que Bane dijera o pensara.

Aunque tuvo que reconocer que lo había inquietado la pregunta del muchacho, presuntamente inocente, respecto a su obediencia al Señor del Nexo. En otro tiempo, Haplo lo sabía muy bien, habría respondido a aquella pregunta al instante, sin reservas y con toda rotundidad.

Ahora, no. Ya no.

De nada le valía decirse que, en realidad, no había llegado en ningún momento a la desobediencia. La verdadera lealtad está en el corazón, además de en la mente. Y, en su corazón, Haplo se había rebelado. Las evasivas y las medias verdades no eran tan malas como las negativas rotundas y las mentiras, pero tampoco eran tan buenas como la sincera franqueza. Ya hacía mucho tiempo, desde su estancia en Abarrach, que Haplo no era sincero y franco con su señor. Y ser consciente de ello lo había hecho sentirse culpable, incómodo, durante gran parte de ese tiempo.

—Pero ahora —se dijo Haplo por lo bajo, contemplando por la claraboya la tormenta que arreciaba por momentos—, ahora empiezo a dudar de si mi señor ha sido sincero conmigo.

La tormenta descargó sobre la nave, que se agitó entre las amarras bajo el viento enfurecido pero resistió sin problemas, segura. El centelleo constante de los relámpagos en el fragor de la tormenta iluminaba el paisaje con más intensidad que el sol durante los períodos de calma. Haplo apartó de la cabeza las dudas sobre su señor. Aquello no era problema suyo; al menos, no en aquellos momentos. Lo importante ahora era la Tumpa-chumpa. Instalado tras la claraboya, estudió lo que alcanzaba a ver de la gran máquina.

Bane y el perro se presentaron en el puente. El perro olía a salchichas. Bane estaba visiblemente aburrido y malhumorado. Haplo no les prestó atención. Ahora estaba seguro de que la memoria no le jugaba una mala pasada. Decididamente, había algo que no andaba bien...

—¿Qué miras? —Preguntó Bane con un bostezo, dejándose caer en un banco—. Ahí fuera no hay nada más que...

Un rayo alcanzó el suelo cerca de la nave y levantó fragmentos de roca por los aires. Un trueno sobrecogedor reventó a su alrededor. El perro se aplastó contra el suelo, y Haplo se apartó instintivamente del mirador, aunque volvió a él al cabo de un instante y clavó la vista en el exterior. Bane bajó la cabeza y se cubrió con los brazos.

—¡Odio este lugar! —chilló—. Yo... ¿Qué era eso? ¿Lo has visto? El pequeño se incorporó de un salto y señaló algo.

—¡Las rocas! ¡Se han movido!

—Sí, lo he visto —dijo Haplo, contento de que alguien confirmara lo que había presenciado. Por un instante, se había preguntado si el rayo no le habría afectado la vista.

Cerca de la nave descargó otro. El perro se puso a aullar. Haplo y Bane apretaron la cara contra el cristal y contemplaron la tormenta.

Fuera, varios peñascos de coralita estaban comportándose de la manera más extraordinaria. Parecían haberse separado del suelo y avanzaban por él a gran velocidad, dirigiéndose por el camino más derecho —de eso ya no cabía la menor duda— hacia la nave.

—¡Vienen hacia nosotros! —dijo Bane con asombro. —Enanos —apuntó Haplo. Pero, ¿por qué unos enanos se arriesgarían a salir al Exterior, y sobre todo bajo una tormenta?

Los peñascos empezaron a rodear la nave en busca de una vía de acceso. Haplo corrió a la escotilla con Bane y el perro pegados a los talones. Tuvo un instante de duda, reacio a romper el sello protector de la magia rúnica. Pero, si las rocas móviles eran realmente enanos, éstos corrían peligro de ser partidos por un rayo en cualquier instante mientras estuvieran expuestos a la tormenta.

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