Read La máscara de Ra Online

Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

La máscara de Ra (12 page)

BOOK: La máscara de Ra
8.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Esperaréis hasta entonces?

En el rostro de Senenmut apareció una expresión divertida.

—Mi señora, eso es cuestión vuestra. Sin embargo, prestad atención a mi consejo. Si podéis, acabad con el asunto presentado ante el señor Amerotke. Enterradlo de una vez, olvidadlo. —La miró con una expresión interrogativa—. Sólo los dioses saben por qué lo pusisteis en marcha.

Senenmut estaba a punto de agregar algo más, cuando los ayudantes anunciaron que los consejeros debían regresar a la sala. Entraron y volvieron a cerrar las puertas. Hatasu se sobresaltó. Una lámpara de aceite se había caído del nicho, provocando un momento de confusión y unas cuantas risas nerviosas. Las llamas habían encendido una de las alfombras pero uno de los sirvientes se ocupó rápidamente de apagar el fuego y trajeron una lámpara nueva. Se entonó un salmo en memoria del divino faraón. No hacía ni un segundo que el sacerdote había acabado cuando se oyó un alarido escalofriante. Hatasu se volvió: el comandante Ipuwer se había levantado de un salto y se miraba el brazo con una expresión de horror dibujada en su rostro. Sobre la mesa estaba su bolsa con los documentos a medio sacar. Hatasu, atónita, vio la víbora que se movía entre las hojas de papiro.

Daga en mano, el general Omendap se lanzó sobre el ofidio pero falló el golpe. La víbora volvió a atacar, mordiendo a Ipuwer en el muslo. Omendap continuó lanzando cuchilladas mientras se apoderaba el caos de la sala del consejo. Se abrieron las puertas, y entraron los soldados. Ipuwer había caído al suelo y lo rodeaban los hombres de su regimiento. Cuando Omendap consiguió matar a la víbora, la levantó con la daga y la arrojó fuera de la habitación. Todos contemplaron impotentes la agonía de Ipuwer, los estertores de su cuerpo mientras el veneno corría por sus venas. Al cabo de un par de minutos, soltó un grito ahogado, tuvo una última convulsión, y la cabeza cayó a un lado, con los ojos vidriosos y la boca llena de espuma.

—¡Sacadlo de aquí! —ordenó Omendap—. ¡Yo me ocuparé de transmitir la noticia de su muerte!

Hatasu permaneció sentada, rígida como una estatua. La súbita muerte de Ipuwer le había hecho recordar las terribles convulsiones de su marido delante de la estatua de Amón-Ra, cómo los sacerdotes se habían llevado el cadáver a una pequeña capilla lateral y los horribles acontecimientos que se habían producido después.

Rahimere mandó salir a los ayudantes, soldados y sirvientes. Los miembros del círculo real volvieron a sentarse. Nadie dijo una palabra pero todos se movieron con cautela; las capas, los bolsos y el resto de las pertenencias fueron revisadas con mucho cuidado valiéndose de las puntas de las dagas, los bastones y los matamoscas.

—Un terrible y muy lamentable accidente —opinó Bayletos.

—¡Accidente! —se mofó Senenmut—. Mis señores, mi señora Hatasu. ¿creéis que ha sido un accidente? ¿Acaso el comandante Ipuwer puso la víbora en su bolsa? Si lo hizo, ¿por qué no estaba allí al comienzo de esta reunión?

—Ipuwer ha sido asesinado —manifestó Sethos—. Alguien metió la víbora en la bolsa. ¡Un asesino dispuesto a seguir matando! El divino faraón no estará solo en su viaje al horizonte lejano.

—Estoy de acuerdo. —Rahimere miró a Hatasu con una expresión severa—. Se ha cometido un asesinato y prometo por el dios Tot, el portavoz de la verdad, que desenmascararé al asesino, o a la asesina, y lo llevaré ante la justicia para que reciba el castigo merecido.

C
APÍTULO
VI

L
os asesinos, los
amemets
o devoradores, estaban sentados en círculo en un pequeño bosque de palmeras cerca del templo de Hathor, un lugar desierto y apartado. El líder se sentía tan seguro que había permitido que encendieran una pequeña fogata para protegerse del frío nocturno. El silencio se extendía por toda la ciudad, y sólo de vez en cuando la brisa les traía el grito lejano de algún centinela. Desde el río llegaba el alarido ocasional de algún hipopótamo o el súbito batir de una bandada de pájaros remontando el vuelo entre los cañaverales. El aire desprendía el dulce olor de la podredumbre del Nilo: las aguas comenzaban a descender de nivel, dejando grandes extensiones de barro que se secaban al sol y despedían un extraño perfume. Los
amemets
esperaban confiados, pues su jefe les había dicho exactamente lo que debían hacer. Nada peligroso, sólo la eliminación de un puñado de guardias, seguida por el secuestro y la ejecución del capitán Meneloto.

Los asesinos se entretuvieron contando historias hasta que uno de ellos cogió un gatazo semisalvaje con las orejas como cuernos al que tenían como amuleto, su mascota de la buena suerte; otro había cogido un escorpión que tenía bien guardado en un cilindro de papiro. Formaron con los tizones un pequeño círculo de fuego, colocaron al escorpión en el centro, y después soltaron al gato. Se cruzaron las apuestas y uno de los asesinos comenzó a contar. Apostaban a ver cuánto tiempo tardaría el gato en matar al escorpión. El felino se movió con rapidez; le había entrenado para matar, recompensándolo con trozos de carne. El gato eludió con destreza los tizones, atacó al escorpión por el flanco, lo puso boca arriba y, con un poderoso zarpazo, le arrancó la cola envenenada antes de destrozarle el cuerpo con las temibles mandíbulas. Se oyó el murmullo de los apostadores. El gato se había movido con extraordinaria rapidez y sólo unos pocos habían ganado. El resto entregó sus deben de cobre, obtenido con tanto esfuerzo, hasta la próxima vez.

—Un auténtico asesino —declaró el líder
amemet
.

Cogió al gato y lo apretó contra su pecho mientras contemplaba el cielo estrellado. Había recibido sus órdenes, que llegaron de una manera tan secreta y misteriosa como la última vez. El oro ya estaba pagado: la persona que le contrataba debía tratarse de un gran señor.

—Es la hora, sí, es la hora —añadió en voz baja.

Le entregó el gato a su lugarteniente. Apagaron la hoguera en un segundo y dispersaron las cenizas. Los
amemets
se cubrieron con las capas negras, ocultando sus rostros como si fuesen vagabundos del desierto. Desenfundaron las dagas y se movieron con el mismo sigilo que la mascota que adoraban a través del campo abierto, para después seguir por una callejuela.

La casa de Meneloto era un edificio pequeño de dos plantas rodeado por un jardín y un muro. El centinela de la puerta principal dormía a pierna suelta, ahíto de cerveza barata. Lo despacharon en un santiamén, rajándole la garganta de oreja a oreja. El soldado que custodiaba el portillo de la parte de atrás estaba alerta. Sin embargo, antes de que pudiera dar la voz de alarma, los asesinos se le echaron encima, tapándole la boca al tiempo que lo tumbaban al suelo. Le asestaron un sinfín de puñaladas hasta que su cuerpo dejó de moverse. Con las manos empapadas en la sangre caliente de la víctima, los
amemets
escalaron el muro y avanzaron como una ola negra por el jardín iluminado por la luna. Mataron a los otros dos centinelas que vigilaban una puerta lateral, rompieron el sello y forzaron la cerradura. Un oficial somnoliento apareció por una esquina pero murió en el acto al recibir los impactos de varias flechas. El jefe de los asesinos avanzó rápidamente mientras sus secuaces se dispersaban, dispuestos a robar cualquier cosa de valor que encontraran a su paso. Al cabo de unos pocos minutos llegaron a la habitación de Meneloto, quien dormía profundamente. Lo despertaron y, después de obligarlo a vestirse, le hicieron bajar las escaleras a empellones. En cuanto salió al jardín, el aire fresco de la noche lo despejó del todo y vio que estaba rodeado de un montón de sombras. Meneloto cogió la capa que le dio uno de los asesinos mientras miraba a través del jardín: en una de las esquinas, el muro estaba derruido parcialmente y había un pila de tierra a modo de rampa. Si conseguía llegar hasta allí, tendría una oportunidad de saltar el muro y desaparecer en el laberinto de callejuelas.

—Tienes que venir con nosotros —dijo una voz ronca.

—¿Adonde?

—¡A un lugar seguro!

Meneloto comprendió que le iban a asesinar; movió la capa como si fuera a echársela sobre los hombros pero en cambio la arrojó sobre los secuestradores. Al mismo tiempo echó a correr, apartando las manos que intentaban sujetarlo. Alcanzó el muro y lo saltó antes de que las primeras flechas volaran por encima de su cabeza.

Amerotke, sentado en su silla en la Sala de las Dos Verdades, miraba a Sethos con expresión incrédula.

—¿El capitán Meneloto se ha escapado?

—Eso parece. —El fiscal del reino levantó las manos, separándolas—. Sin duda, con la ayuda de otros, pues encontraron muertos a los soldados que le vigilaban.

El juez supremo miró al suelo, sin hacer caso de los murmullos de consternación de los escribas y los testigos. La vida en Tebas, se dijo, era como el Nilo: estaba en perpetuo cambio. Incluso esa mañana, cuando venía hacia la ciudad en compañía de Shufoy, que no dejaba de lamentarse a viva voz, había observado el cambio. Se percibía la tensión en el ambiente: habían doblado la guardia en las puertas, la actividad y el bullicio en el mercado no era la misma de siempre, la gente se amontonaba en los tenderetes que vendían cerveza y vino. Shufoy le había informado de los rumores: en la reunión del círculo real celebrada en la Casa del Millón de Años, el popular y ambicioso Ipuwer, comandante del regimiento de Horus, había sido mordido por una víbora. La explicación oficial era que se trataba de un accidente; en privado, todos comentaban que había sido un asesinato y señalaban los paralelismos entre la muerte del comandante y la del faraón divino.

Por un lado, Amerotke se alegraba de la fuga de Meneloto, pero por el otro, le enfurecía haber desperdiciado su tiempo y que se mofaran de la justicia. Había llegado a un veredicto, a la única conclusión lógica. Podía ser que el faraón divino muriera como consecuencia de la mordedura de una víbora, pero dicha víbora no era la que habían presentado como prueba en la Sala de las Dos Verdades. Le había mordido otra en un lugar y un momento indeterminados. Si éste era el caso, se preguntó Amerotke mordiéndose el labio inferior, ¿había sido un accidente o se trataba de un asesinato?

—El juicio tiene que ser suspendido —manifestó Khemut, el jefe de los escribas—. Mi señor Amerotke, el prisionero se ha fugado, y por lo tanto no se puede dictar sentencia.

Amerotke tocó el pectoral de Maat. Sintió que le dominaba la furia; la justicia pertenecía al faraón, era una herramienta de los dioses, y no un juguete en mano de una facción del círculo real.

—La sentencia se puede aplazar —declaró Amerotke, con un tono airado—, pero yo, como juez supremo de la Sala de las Dos Verdades, tengo derecho a comentar el caso que se me ha presentado. Hay algunos asuntos que me preocupan profundamente.

Todos los presentes guardaron silencio. Amerotke apoyó una mano sobre las rodillas y mantuvo la cabeza erguida mientras contemplaba un símbolo pintado en la pared al otro lado de la sala: el ojo de Horus que todo lo ve.

—En primer lugar —comenzó el magistrado—: me resulta difícil creer que la muerte del faraón no esté relacionada con la blasfema y sacrílega profanación de su tumba, que tuvo lugar mientras el divino faraón viajaba por el Nilo.

Un sonoro murmullo que reflejaba la excitación de los presentes resonó en la sala.

—En segundo lugar: me resulta todavía más difícil creer —prosiguió Amerotke, implacable— que la muerte del faraón la causara la mordedura de la víbora encontrada a bordo de la
Gloria de Ra
. En tercer lugar: acepto la opinión de los testigos, tanto de aquellos presentados por los ojos y los oídos del faraón, como por el ahora ausente Meneloto; todos dijeron la verdad, tal como la veían. Sin embargo, al final, la muerte del divino faraón oculta un oscuro misterio.

Sethos se inclinó hacia adelante como si quisiera interrumpir, pero Amerotke se lo impidió con un ademán imperioso.

—No se dictará la sentencia; se suspende el juicio de este caso.

Amerotke no se movió de la silla. Sethos suspiró, enfadado, y se levantó; saludó al juez, se inclinó ante el santuario y después abandonó la Sala de las Dos Verdades sin decir palabra. Amerotke chasqueó los dedos para indicar que la corte continuaba la sesión y que se escucharían otros casos. A Sethos le habría encantado llevárselo a un aparte y discutir lo que había dicho, pero Amerotke no estaba dispuesto a dejarse arrastrar a las sutiles intrigas del círculo real. Al juez también le hubiera gustado tener la oportunidad de comentar la muerte del comandante Ipuwer. Sin embargo, tuvo la prudencia de morderse la lengua. Otra cosa que le preocupaba era saber quién había liberado a Meneloto. ¿Había sido obra del círculo real?

¿Se había ordenado alguna cosa más para que este embarazoso juicio acabara súbitamente, que no se volviera hablar del tema y enterrarlo de una vez para siempre? ¿O era posible que Meneloto, asustado ante la posibilidad de que no se le hiciera justicia, hubiese conspirado con sus amigos para escapar de la ciudad?

Amerotke aceptó la pequeña copa de vino aguado que le ofreció Prenhoe, bebió un trago y se la devolvió. Después miró a los escribas, que no dejaban de cuchichear entre ellos.

—La corte sigue reunida —anunció Amerotke—. ¡Que se presente el siguiente caso!

Los escribas no olvidarían nunca aquella mañana; Amerotke resolvió cada caso rápida e implacablemente. Una mujer que había asesinado a su hijo fue sentenciada a cargar con el cadáver y sentarse en el mercado con el muerto en brazos durante siete días a la vista de todos. Dictó que los cinco borrachos que habían orinado en el estanque sagrado del templo de Hathor, la diosa del amor, fueran azotados, y la guardia del templo se los llevó a la Casa de las Tinieblas para que se cumpliera el castigo. A un carnicero que había vendido carne podrida, causando la muerte de dos de sus clientes, le impuso una fuerte multa y le prohibió ejercer el comercio en los mercados de la ciudad durante un año y un día. Hacia el mediodía, Amerotke consideró que había dejado bien clara la justicia del faraón divino y dio por concluida la sesión. Se levantó de la silla, tenso y enojado, y se retiró a la pequeña capilla lateral. Mientras se quitaba el pectoral de Maat, se sobresaltó al ver que una figura aparecía entre las sombras de la habitación. El hombre vestía como un sacerdote. Amerotke se fijó en la fortaleza de las muñecas y la arrogante postura de la cabeza.

BOOK: La máscara de Ra
8.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Shalimar the Clown by Salman Rushdie
Outstripped by Avery, T.C.
Widow Town by Joe Hart
Agent Undercover by Lynette Eason
Sweet Like Sugar by Wayne Hoffman
Dragons Live Forever by D'Elen McClain
The Cavanaugh Quest by Thomas Gifford