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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

La máscara de Ra (15 page)

BOOK: La máscara de Ra
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—También parece saber muchas cosas sobre asesinatos —apuntó el gran visir rencorosamente.

—Señores —replicó el juez supremo—, la muerte como consecuencia de la mordedura de una víbora es algo que está en boca de todos los que viven en Tebas, y yo tan sólo he recordado alguna de las historias que circulan. Lo que acabo de sugerir puede que no sea cierto pero tiene su lógica.

—¿Cuáles son vuestras conclusiones? —preguntó Hatasu—. Si es que, mi señor Amerotke, estáis en lo cierto en cuanto a que se cambiaron las bolsas.

—Entonces, mi señora, el asesino está presente en esta sala. Todos lo sabéis; no fue obra de un soldado o un sirviente. La bolsa fue traída aquí y vigilada por alguien antes de colgarla en el respaldo de la silla de Ipuwer.

—¡Continuad! —ordenó el gran visir.

—Sabemos que el asesino tiene que ser un miembro del círculo real. —Amerotke jugó con el anillo de Maat, mientras rezaba para sus adentros implorando su ayuda, y que su corazón y sus labios fueran rozados por la divina pluma de la verdad y la sabiduría—. La siguiente pregunta tiene que ser: ¿por qué?

Estaba a punto de continuar con su análisis cuando se escucharon unos golpes furiosos en la puerta, e inmediatamente después entró en la sala el capitán de la guardia, un nubio mestizo vestido con un faldellín de cuero. En el cinto de la espada que le cruzaba el pecho desnudo llevaba el emblema del regimiento de Osiris. No hizo caso de la reina ni del gran visir, y saludó al general Omendap.

—He cumplido vuestras órdenes, señor.

—¿Cuál es el informe?

—Envié varios pelotones para que recorrieran las orillas del río en las cercanías del viejo templo, y encontraron el resto del cadáver de Amenhotep flotando entre las cañas; el cuerpo estaba desnudo excepto por el taparrabos y un brazalete que permitió identificarlo.

—¿Alguna cosa más? —preguntó el comandante en jefe.

—Sí, señor. Uno de los soldados que lo encontró había estudiado medicina en la Casa de la Vida. El cadáver estaba hinchado y descolorido…

—¡Es asombroso que no se lo comieran los cocodrilos! —le interrumpió Bayletos con un tono de burla.

—Amenhotep presentaba casi media docena de mordeduras de víbora en una de las piernas —acabó el capitán de la guardia.

—Que lleven la cabeza y el cuerpo al otro lado del río —ordenó el visir—. Amenhotep se estaba construyendo una tumba en la necrópolis. Decidle a nuestro supervisor en la ciudad de los muertos que el cuerpo de Amenhotep debe ser enterrado con todos los honores, y que los gastos correrán por cuenta de la Casa de la Plata.

El capitán abandonó la sala.

—La estación de la langosta —murmuró uno de los sacerdotes—. Muerte y devastación. Sekhmet el destructor camina ahora por el reino de las Dos Tierras. El caos por dentro, y la amenaza del exterior.

Como un eco a sus palabras, la luz del sol se apagó, cuando las nubes cubrieron al astro en su ocaso. Amerotke se preguntó si el sacerdote les decía verdad. Recordó las historias que le contaba su abuela en la infancia: Cada día, Amón-Ra cabalgaba a través del cielo en su carro dorado. Por la noche, el Dios Sol entraba en el
duat
, el mundo subterráneo, donde su gran enemigo, el formidable dios serpiente Apep, esperaba para destruirlo. ¿Era eso lo que estaba a punto de suceder ahora?, se dijo Amerotke. ¿Acaso los asesinatos cometidos valiéndose de una víbora convertirían a las Dos Tierras en un escenario de destrucción y sangre, como en aquellos años de pesadilla cuando los reyes tebanos habían ido a la guerra para expulsar a los hicsos?

—Todos lloramos la muerte de Amenhotep —intervino Hatasu—. Pero, mi señor Amerotke, aún no habéis acabado.

—No, no he acabado. —Amerotke apartó la mesa—. Tenemos tres muertes: dos de ellas son sin ninguna duda sendos asesinatos. Todas causadas aparentemente por mordeduras de víboras. No sabemos quiénes son los responsables o por qué actúan. Por lo tanto, debemos volver a las víctimas y preguntarnos qué tenían en común.

—Creo que eso es obvio —manifestó Bayletos, arrastrando las sílabas.

Agitó el matamoscas como si las palabras de Amerotke fueran un insecto molesto, algo que se debía espantar. Si Bayletos esperaba conseguir el apoyo del gran visir con el sarcasmo, se llevó un desilusión: Rahimere miraba con fijeza al juez.

—Es obvio que todas las víctimas, incluido el divino faraón, eran miembros del círculo real —comentó Rahimere—. Pero, ¿qué más?

—Las muertes, y la profanación de la tumba del faraón, coinciden en un punto. El regreso del divino faraón después de sus victorias sobre la gente del mar en el delta del Nilo. Su viaje al Gran Mar —añadió Amerotke—, fue victorioso y espléndido. Decidme, ¿estaba Ipuwer con él?

El asentimiento fue unánime y ruidoso.

—¿También estaba Amenhotep?

—¿Qué estáis insinuando, Amerotke?

El magistrado hizo una mueca.

—¿Ocurrió algo en el viaje del faraón desde el delta a Tebas?

—¿A qué os referís?

—¿Ocurrió alguna calamidad o una crisis? ¿El divino faraón aventuró algún comentario sobre lo que pensaba hacer cuando regresara a Tebas? ¿O, si no —Amerotke miró a Hatasu— durante su ausencia ocurrió algo aquí en Tebas? Sólo estoy haciendo una conjetura; no tengo ninguna prueba, ni el más mínimo indicio de que ocurriera nada.

Todos comenzaron a murmurar. Senenmut se inclinó para susurrarle algo a Sethos, que no dejaba de menear la cabeza. Amerotke advirtió que Hatasu parecía preocupada, incluso temerosa. Recordó algunos de los cotilleos que había escuchado sobre la esposa del faraón y también sus memorias de los años pasados en la corte.

«Demasiado bueno para ser cierto», la había descrito un paje real en una ocasión.

En Tebas siempre se había comentado que Hatasu se impuso muy pronto a su hermanastro y marido Tutmosis II. Por cierto, según el protocolo, Hatasu tendría que haber acompañado a Tutmosis al delta, pero, en cambio, como muestra de confianza, la había dejado a cargo de Tebas, delegándole el control del gobierno y de la ciudad. ¿Sería Hatasu la responsable de todo esto? ¿Ella y el taimado Senenmut? ¿Estaban involucrados en algún juego sutil para conquistar el poder? ¿El control de Tebas, del reino y del imperio más allá de las fronteras?

—No recuerdo que ocurriera nada extraño. —Rahimere levantó las manos para pedir silencio—. El divino faraón navegó por el Nilo en la
Gloria de Ra
. Se detuvo en Sakkara, donde visitó las pirámides y los templos mortuorios de sus antepasados; realizó ofrendas a los dioses, mató a unos cuantos príncipes cautivos y reanudó el viaje.

—¿No observasteis ningún cambio de humor o de conducta? —preguntó el magistrado supremo.

—El divino faraón era un hombre reservado —afirmó Rahimere con un tono pomposo—, no era dado a la charla ni a los cotilleos. Estaba pálido, a veces de un color enfermizo. Dijo que se sentía mareado, pero era epiléptico. Estaba tocado por los dioses, y en los trances tenía visiones.

—Mi señora. —Amerotke miró a Hatasu—. Su alteza —añadió, enfatizando el título—. ¿Vuestro marido os comentó alguna cosa en sus cartas?

—Cómo le había sonreído Ra —respondió Hatasu—. Cómo sus victorias le habían precedido, cómo aplastaba a los enemigos bajo sus pies, y lo mucho que echaba de menos a su esposa y a su familia.

Amerotke agachó la cabeza. Hatasu no le había dicho nada pero le había recordado al círculo real lo unidos que habían estado ella y el divino faraón.

—Se mostró muy silencioso —intervino el general Omendap—. Durante el viaje no sufrió ningún ataque, pero se mostró silencioso y retraído. —Omendap levantó la pequeña hacha de plata—. Pero, ahora que lo pienso, sí que ocurrió algo: recordad que dejamos al faraón poco después de que la
Gloria de Ra
emprendiera el viaje a Tebas. —Señaló a los escribas y sacerdotes—. La mayoría de vosotros, como yo y su excelencia el visir y mi señor Sethos, fuisteis enviados anticipadamente para preparar su llegada a Tebas. No tengo presente que el faraón hiciera sacrificio alguno a los dioses; recuerdo que el día que desembarcó, algunos de los miembros de la guardia real también lo comentaron.

—¡Eso es una tontería! —Un sacerdote de Amón, sentado junto a Bayletos, levantó la mano.

Rahimere le autorizó a hablar con un ademán.

—Yo acompañé al divino faraón desde Sakkara. Es muy cierto que no ofreció sacrificios, pero tampoco, hasta que llegó a Tebas, abandonó en ningún momento la embarcación real.

—Por lo tanto, ¿no visitó más templos ni santuarios? —preguntó Omendap.

—No —respondió el sacerdote—. Permaneció a bordo, encerrado en el camarote real, aunque algunas veces salía para rezar. Podéis preguntárselo a los guardias. A menudo se dirigía a popa, ordenaba que pusieran esteras y cojines y se sentaba con las piernas cruzadas para contemplar las estrellas, con las manos extendidas. —El hombre esbozó una sonrisa burlona—. Por cierto, que el divino faraón, durante el viaje de regreso a Tebas, dedicó casi todo su tiempo a la oración. Soy uno de los capellanes reales y no vi nada improcedente durante la ausencia del divino faraón de la ciudad y la corte.

Rahimere se disponía a intervenir pero Hatasu se levantó bruscamente. Senenmut y Sethos la imitaron; y Amerotke, contra sus deseos, tuvo que hacer lo mismo. Hatasu no dijo ni una sola palabra mientras permanecía con las manos cruzadas sobre el pecho, el mismo gesto que había empleado el faraón antes de hablar. Se trataba de un desafío al resto del círculo. Hatasu les recordaba que era la viuda del faraón, un miembro del linaje real; el protocolo y las costumbres exigían que todos se pusieran en pie. Rahimere continuó sentado en su silla como si quisiera rehusar el desafío. Omendap, en cambio, sonrió al tiempo que guiñaba un ojo a los comandantes, que se levantaron sin prisas. Los escribas y los sumos sacerdotes les siguieron. Rahimere se quedó solo. Se puso de pie, tomándose su tiempo y sin soltar su bastón de mando. Mantuvo una expresión impasible pero el odio hacía que le brillaran los ojos.

—Todas estas menciones al divino faraón —manifestó Hatasu mientras bajaba las manos—, han hecho que me duela el corazón y mi alma sufra. Se levanta la sesión, pero es nuestro deseo que las muertes del comandante Ipuwer y el sumo sacerdote Amenhotep sean investigadas por el señor Amerotke, juez supremo de la Sala de las Dos Verdades. —Sus ojos pintados parpadearon con coquetería—. Me informará directamente de los resultados. Mis consejeros y yo nos reuniremos en este momento con él en mis aposentos privados.

—¿Qué haremos con los demás asuntos pendientes? —preguntó el visir.

—¿Qué otros asuntos? No hay nada, gran visir, que no pueda esperar hasta la mañana. General Omendap, ¿están los regimientos acampados en las afueras de Tebas?

—Están el Isis, el Osiris, el Horus y el Amón-Ra —respondió el comandante en jefe—; pero el Seth y el Anubis acampan en un oasis hacia el sur. —Omendap acarició su insignia de plata—. Sin embargo, el gran visir Rahimere tiene el mando de las tropas mercenarias que vigilan la ciudad. Creo —añadió el militar con un tono astuto—, que están acampados en los prados y campos de la Casa de la Plata y también en los jardines del templo de Amón-Ra.

—Se encuentran aquí para proteger a la ciudad en estos tiempos turbulentos.

Hatasu frunció los labios mientras asentía.

—¿Para la protección de todos nosotros, gran visir?

—Sí, mi señora, para la protección de todos nosotros.

El resto de los presentes hicieron ver que estaban muy ocupados arreglándose las túnicas o recogiendo sus cosas de las mesas. No obstante, todos sabían que el poder armado de Egipto se congregaba ahora alrededor de la ciudad. Las espadas estaban en alto, sólo era cuestión de tiempo y oportunidad que se utilizaran, dividiendo al círculo real, a la ciudad, y al reino. Todo hacía prever que no tardaría en desencadenarse una sangrienta guerra civil por todo el imperio.

—Quizá lo más prudente —intervino Bayletos, con una sonrisa en su rostro seboso—, sería que el divino faraón apareciera ante las tropas, en un solemne desfile por toda la ciudad. Los sacerdotes de Amón y los mercenarios se encargarían de protegerlo.

Hatasu le devolvió la sonrisa, pero con una mueca parecida a la de un perro feroz que enseña los dientes. Miró a Rahimere y Bayletos, mientras intentaba dominar la turbulencia en su corazón. «Sé cuáles son vuestras intenciones —pensó—. En cuanto tengáis al niño fuera del palacio, los mercenarios y los sacerdotes de Amón se lo llevarán a alguna otra parte.»

—El divino faraón… —Hatasu hizo una pausa—. El divino faraón reflexionará sobre vuestra petición, pero es joven y se habla de que hay una epidemia en la ciudad. Creo que lo mejor será que permanezca en la Casa de la Adoración. Sin embargo, no desatenderá vuestros consejos, jefe de los escribas. Los dioses saben que vivimos tiempos turbulentos. General Omendap, quiero que trasladéis toda una brigada a los terrenos del palacio real; su comandante estará directamente bajo mis órdenes.

Omendap la miró con una expresión obstinada, y parecía a punto de negarse a obedecer. Hatasu chasqueó los dedos y Senenmut apartó su mesa para acercarse al general y entregarle un rollo de papiro. Omendap lo abrió; llevaba el cartucho real y lo besó.

—No es decisión mía —añadió Hatasu con dulzura—, sino del divino faraón. Su voluntad se ha anticipado.

Omendap se inclinó ante la soberana.

—Aquello que el divino faraón desea se acatará —respondió rápidamente—. Como es natural, visitaré el palacio todos los días para asegurarme de que mis tropas se encuentran bien.

—Siempre sois bienvenido. —Hatasu sonrió—. Señores.

La reina abandonó la sala del consejo, escoltada por Senenmut y Sethos.

Los miembros del círculo real se dividieron. Amerotke se fijó en que eran muchos los que se agrupaban alrededor de Rahimere, formulando comentarios en voz baja. Omendap se mantuvo aparte, pero dos de sus subordinados fueron a conversar con Bayletos.

«Se avecina la guerra civil —se dijo Amerotke—. Hatasu y Rahimere se odian. Uno de los dos tendrá que morir.»Si las tropas entablaban combate, sabía muy bien lo que vendría a continuación. La plebe, la chusma que poblaba los barrios misérrimos cerca de los muelles, se lanzaría al pillaje. Decidió que trasladaría a Norfret y a los niños: los enviaría al norte para alojarlos en los templos de Menfis. Si comienza la guerra, no habrá lugar para la justicia en Tebas.

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