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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

La máscara de Ra (24 page)

BOOK: La máscara de Ra
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—Si hubierais sabido cuál era vuestro lugar —manifestó Bayletos con un tono burlón—, y permitido que el gobierno de Tebas fuera uno, no nos hubieran pillado desprevenidos. Se hubieran enviado los regimientos que hicieran falta.

—¡Pamplinas! —replicó Senenmut—. Su alteza real lleva la sangre del faraón. Si no hubierais malgastado su tiempo en estúpidas rencillas por quién hace esto o lo otro…!

El general Omendap se encargó de recordarles cuál era el peligro real, y expuso con frases claras y concretas la amenaza que representaban los mitanni al mando del rey Tushratta.

—Sólo disponemos de unas pocas tropas en el norte —declaró—. Los mitanni han cruzado el Sinaí. Es probable que hayan quemado ciudades y pueblos y sometido a nuestras guarniciones. No atacarán en el delta ni marcharán hacia el sur, sino que esperarán a ver lo que ocurre.

—¿Por qué? —preguntó Hatasu.

—Están enterados de nuestras divisiones —respondió el comandante en jefe con un tono amargo—. Quizás incluso de las muertes, de los terribles asesinatos. Confían en que sólo enviaremos al norte a un ejército mal pertrechado al que aniquilarán antes de avanzar hacia el sur. —Omendap esbozó una sonrisa—. Sólo disponemos de una gran ventaja. Debido a la… ¿cómo lo diría? delicada situación que vivimos en Tebas desde la muerte del divino faraón, hay cuatro regimientos acampados junto a la ciudad dispuestos para la marcha. El quinto, el Anubis, puede seguirnos en un par de días. Debemos atacar y debemos hacerlo sin demora. El ejército tiene que ponerse en marcha en cuanto amanezca.

Las afirmaciones del general provocaron una nueva y virulenta discusión, pero Omendap volvió a repetir sus razonamientos sin perder la calma.

—Vos estaréis al mando —afirmó Rahimere, con la mirada puesta en Hatasu—, pero su alteza tendría que acompañar al ejército. Como bien dice el señor Senenmut, ella lleva la sangre del faraón y las tropas reclamarán su presencia.

Hatasu se disponía a protestar pero Senenmut le susurró al oído. Sethos también le ofreció su consejo en voz baja. El gran visir había sido muy astuto. La campaña tal vez no diera frutos; los mitanni podían hacerse con un inmenso botín, capturar a un gran número de prisioneros y después retirarse a sus fronteras, o bien Hatasu podía sufrir una derrota en toda regla. En cualquiera de los dos casos, regresaría a Tebas con el rabo entre las piernas para encontrarse con que Rahimere había reafirmado su control sobre los palacios y los templos, y que, por supuesto, se había hecho con la custodia personal del hijo del faraón. La reina aceptó el reto pero señaló la corona de guerra, el casco azul que su marido siempre había llevado en todas sus batallas.

—Me lo llevaré —afirmó—. ¡Así las tropas sabrán que el espíritu del faraón marcha con ellas!

El gran visir inclinó la cabeza.

—Llevaos también a vuestros consejeros —recomendó—. Mi señor Amerotke, tenéis el rango de comandante de un escuadrón de
carros
de guerra, ¿no es así? General Omendap, necesitaréis de todos los comandantes con experiencia.

—Iré con el ejército —manifestó Amerotke, con el rostro encendido por la cólera—. Durante mi ausencia, la Sala de las Dos Verdades permanecerá cerrada.

Rahimere se limitó a desviar la mirada sin hacer más comentarios. Amerotke era consciente de que acababa de tomar partido. A pesar de su voluntad de no verse involucrado en las intrigas palaciegas, acababa de unirse al bando de Hatasu que ya se estaba levantando. La reunión del círculo real había concluido.

Amerotke se apresuró a regresar a su casa y le explicó a su esposa los últimos acontecimientos. El color desapareció del rostro de Norfret, que comenzó a morderse el labio inferior. La mujer intentó disimular la angustia pero el juez no pasó por alto su mirada de preocupación y la estrechó contra su pecho.

—No me pasará nada —afirmó—. Regresaré a Tebas cubierto de gloria.

Fueron los únicos momentos que dispusieron para ellos solos. Los niños aparecieron casi de inmediato y asaetearon a su padre con mil y una preguntas. Amerotke los tranquilizó. Mandó a llamar a Prenhoe y Asural, y les dio órdenes terminantes sobre la custodia del templo y de la ayuda que debían prestar a Shufoy para proteger a la señora Norfret y a sus dos hijos.

—¿No puedo ir con vos? —preguntó el enano—. Necesitaréis de alguien que os cubra la espalda.

Amerotke se agachó para coger las manos del enano entre las suyas.

—No, Shufoy, créeme. ¡Tienes que quedarte aquí! La custodia y el cuidado de Norfret y mis dos hijos es responsabilidad tuya. Si ocurre lo peor, y tú lo sabrás antes de que ocurra, protege a mi familia. Si me das tu palabra, me marcharé mucho más tranquilo.

Shufoy le dio su palabra. Amerotke se marchó al cabo de una hora para unirse a su regimiento, que ya estaba formado y listo para iniciar la marcha.

El griterío sacó a Amerotke de su ensimismamiento. Miró a lo largo de la columna. Hatasu, montada en su carro, apareció en medio de un nube de polvo. Las tropas comenzaron a batir los escudos con las espadas, y el carro disminuyó la marcha mientras Hatasu aceptaba las aclamaciones de sus soldados. Las grandes ruedas del carro situadas bastante atrás hacían que fuera fácil y rápido de maniobrar. En la delantera enarbolaba el gran estandarte con la figura de la diosa buitre, el emblema personal de la reina. A los lados llevaba las aljabas azules y doradas, un arco de grandes dimensiones y las jabalinas.

El tiro lo formaban dos corceles negros, los mejores de los establos del faraón. Enjaezados con telas de lino blanco, tiraban de los arneses, y las grandes plumas de avestruz blancas de sus penachos oscilaban con cada movimiento. Amerotke reconoció los animales, la
Gloria de Hathor
y el
Poder de Anubis
, los dos caballos de tiro más veloces y fuertes de los cuatro regimientos. El conductor era Senenmut, ataviado con un faldellín blanco entrecruzado con tiras de cuero. Sobre el pecho desnudo llevaba un cinturón de guerra con tachones de bronce. Hatasu, de pie a su lado, llevaba el pelo recogido en un moño. Iba vestida con una armadura entera hecha de pequeñas placas de bronce remachadas en una túnica de lino que le cubría hasta debajo de las rodillas. En el cinto llevaba una daga. Alrededor del carro de la reina se encontraban los de su guardia personal. Entre los carros ocupaban sus posiciones los nakhtuua armados hasta los dientes, aguerridos veteranos de los cuatro regimientos con sus tocados rojos y blancos almidonados. Iban equipados con rodelas de bronce, espadas, puñales, y se cubrían el cuerpo con armaduras acolchadas sujetas con una cincha en la entrepierna.

El carro se detuvo. Hatasu se inclinó por encima de uno de los costados. Amerotke se dijo que resultaba mucho más hermosa ataviada como una guerrera que cuando vestía las prendas cortesanas. Transmitía una sensación vibrante, en su rostro y sus ojos ardía la pasión como si se refocilara en la gloria, la fuerza y el poder del ejército de Egipto.

—¿Te han salido callos en los pies, Amerotke?

—Están un poco más encallecidos de lo que lo estaban en Tebas, majestad.

Hatasu se rió sonoramente con una mano apoyada en el brazo sudoroso de Senenmut. Se lo apretó antes de apearse del carro. Los soldados la miraron con aprecio, sin detenerse, mientras ella caminaba con un leve balanceo hacia su comandante. Se la veía tan ágil, tan compuesta; a pesar del calor, no se percibía ni una gota de sudor en su frente. Hatasu le ofreció a Amerotke un pellejo de vino.

—Sólo un trago —le advirtió—. Endulza la lengua y alegra el corazón.

Amerotke siguió el consejo de su reina.

—Haz como si no pasara nada —añadió Hatasu, cogiendo el pellejo—, pero los mitanni están más cerca de lo que creíamos. Esta noche acamparemos en el oasis de Selina; allí encontraremos forraje para los animales, agua y sombra. Mañana sabremos lo peor.

Regresó al carro. Senenmut saludó a Amerotke, empuñó las riendas y el carro y su escolta continuaron su avance a lo largo de la columna.

Amerotke contempló la marcha de la comitiva real. Omendap, y no Hatasu, era en teoría el comandante en jefe, y era quien llevaba el bastón de mariscal de campo. Al principio, las tropas habían considerado a Hatasu sencillamente como un símbolo. Incluso la llamaban la«mascota de los soldados» y se burlaban de ella con mucha discreción pero, desde que habían abandonado Tebas, el poder y la influencia de Hatasu había ido creciendo. No había mostrado ni la más mínima señal de debilidad, no había pedido ningún favor. Demostró con toda claridad que era la hija de un soldado acostumbrada a los rigores de la vida en campaña. Estaba siempre en movimiento, iba un lado a otro para hablar con los hombres, averiguaba sus nombres y no los olvidaba. En una ocasión, uno de los nakhtuaa, un hombre grande y gordo, había bromeado abiertamente sobre sus pechos y lo bien que se sostenían debajo de la armadura acolchada. Hatasu había escuchado el comentario pero, en lugar de golpear al hombre o enviarlo a un campo de castigo, había señalado el pecho musculoso y desnudo del soldado.

«Una de las razones por las que me gusta hablar con vosotros, muchachos», replicó, «es que estoy celosa. ¡Si tuviera unas tetas tan grandes como las tuyas no necesitaría llevar armadura!».

La respuesta había provocado una agradable sorpresa y las risas de todos los presentes. Hatasu era vista como una más, un soldado que no insistía en el ceremonial, que compartía las dificultades y las privaciones. Hatasu y Senenmut recorrían todas las noches los batallones. El discurso de la reina era siempre el mismo: iban en busca de los enemigos de Egipto, les partirían los cuellos, les machacarían las cabezas, les enseñarían una lección que no olvidarían nunca más. Los mitanni que consiguieran regresar a sus casas, cojearían todo el camino y no podrían contar otra cosa que horribles historias sobre la temible furia y venganza del faraón.

Hatasu también ejercía cada vez más influencia en los consejos de guerra; Omendap, que valoraba mucho la agudeza de sus juicios, siempre acababa dándole la razón. La reina insistía en mantener unido el ejército. No tenían que alejarse del Nilo y plantar batalla a los mitanni en el lugar escogido por los egipcios. Amerotke rogaba para que los razonamientos de Hatasu fuesen correctos.

—¿Te ha afectado el sol?

Amerotke, sobresaltado, levantó la cabeza y protegiéndose los ojos del resplandor del sol, vio a Sethos, montado a caballo. Quien era ojos y oídos del rey mostraba un aspecto impecable, como si no le afectasen en absoluto el calor y el polvo. Sonrió.

—¿No hay carros para ti, mi señor Sethos?

El fiscal del reino pasaba por ser un gran jinete, uno de los pocos nobles de Egipto que prefería montar a pelo en lugar de viajar cómodamente en un carro. Sethos observó la columna de infantería.

—Hatasu está paseando la bandera una vez más —comentó.

Amerotke sujetó las riendas del animal al tiempo que miraba en la misma dirección que su amigo.

—Mencionó una sorpresa —dijo.

—Creo que todos vamos a recibir una sorpresa —replicó Sethos, inclinándose para palmear el hombro de Amerotke—. Los mitanni están muy cerca. Quizá, dentro de unos días, todo este asunto quedará resuelto de una vez para siempre. ¿Qué hay del otro asunto pendiente? —añadió—. Me refiero a la muerte del divino faraón y el asesinato de Amenhotep.

—Tendrá que esperar. Como dices tú, mi señor Sethos, dentro de una semana tal vez estaremos más allá de cualquier preocupación.

—Cuando pasamos por Sakkara —manifestó Sethos mientras acariciaba el cogote del caballo—, ¿te fijaste en las pirámides?

El magistrado asintió.

—Verlas me hizo recordarlo todo —añadió Sethos—. La visita del divino faraón y lo que ocurrió hasta que murió delante de la estatua de Amón-Ra. —Cogió las riendas de la mano del juez—. Amerotke, esta noche compartiremos una copa de vino, ¿de acuerdo?

Sin esperar la respuesta de su amigo, Sethos taloneó al animal y salió a todo galope en persecución del cortejo real.

Llegaron al oasis a última hora de la tarde. Los sargentos y furrieles no tardaron en poner a las tropas a cavar una trinchera defensiva, para después colocar una empalizada hecha de troncos reforzados con los escudos de la infantería. En los primeros momentos todo parecía un inmenso caos. Debían reunir a los caballos, llenar los odres de agua, cavar las letrinas. Cada regimiento se instaló en una esquina del enorme campamento. El centro le correspondió al enclave real, defendido por otra empalizada y un batallón de soldados escogidos de los cuatro regimientos. En el enclave se alzaban la tienda de Hatasu, la de Omendap y las de los otros generales, todas alrededor del santuario de Amón-Ra, montado por los sacerdotes; los incensarios ya estaban encendidos y la dulce fragancia comenzaba a extenderse por todo el campamento.

Amerotke nunca dejaba de sorprenderse al comprobar lo rápido que desaparecía el caos y se restablecía el orden. Varios destacamentos de carros de guerra salieron del campamento para asegurarse de que el enemigo no lanzara un ataque por sorpresa. Los furrieles se encargaron de llenar las cubas con el agua del oasis mientras los soldados abrían unos cuantos canales para traer agua desde el Nilo. Se encendieron las fogatas, se distribuyeron las raciones y unos cuantos grupos de soldados salieron para ir hasta las aldeas más próximas con objeto de requisar todo aquello que podía necesitar el ejército.

Un par de soldados se ocuparon de levantar la pequeña tienda de Amerotke dentro del enclave real. La tienda consistía en cuatro postes clavados en el suelo y cubiertos con telas para resguardarlo del frío de la noche. Fue a buscar su ración y la comió como todos los demás, sentado en el suelo con las piernas cruzadas. Después de comer, se lavó, se puso ropa limpia y se arrodilló delante del pequeño camarín de Maat que había traído. Fuera de la tienda comenzaban a disminuir los ruidos a medida que se hacía noche cerrada, aunque seguían escuchándose el trajín de los armeros, los relinchos de los caballos, los gritos de los oficiales impartiendo órdenes y el incesante murmullo de los soldados reunidos alrededor de las fogatas. Amerotke apagó la lámpara y abandonó el enclave real.

Primero fue a ver a su escuadrón de carros. El oficial de guardia le aseguró que los caballos estaban bien atendidos y dispuestos para la batalla al primer aviso. Después fue a sentarse junto a una palmera. Unos pocos pasos más allá, un médico limpiaba los cortes y las heridas de los soldados, y distribuía pequeños potes entre aquellos soldados que se quejaban de las llagas que tenían en los pies como consecuencia de la larga y apresurada marcha. En algún lugar, alguien comenzó a tocar una flauta. Por todas partes rondaba la variopinta multitud que seguía al ejército: prostitutas, alcahuetes, vendedores. Algunos llevaban con ellos desde Tebas; otros se habían sumado a lo largo del camino. Los toques de trompeta marcaban las horas. En los batallones comenzaban los preparativos para los sacrificios del alma. Las sombras entraban y salían del campamento: amantes, masculinos y femeninos, en busca de algún rincón tranquilo donde yacer en un abrazo ardiente, olvidarse de las penurias del día y de las amenazas que traería el mañana. Los heraldos recorrían el campamento para comunicar las órdenes de marcha y las nuevas instrucciones mientras los herreros se ocupaban de reparar las ruedas de los carros. El trajín de los exploradores era constante.

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