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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (14 page)

BOOK: La Matriz del Infierno
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—Tengo que hablarte de Heine, Cósima, es una vida deslumbrante. También debió someterse a la conversión, y lo hizo para obtener un título de abogado que jamás le sirvió. Para Heine fue un trámite del que se burló hasta el final de su vida por su naturaleza interesada, carente de decoro. Después de recibir el agua bendita dijo: “Antes me despreciaban los cristianos; ahora, además de los cristianos, me despreciarán los judíos”.

Cósima explotó en llanto.

Alexander le enjugó las lágrimas con su pañuelo y sugirió ir otra vez juntos a lo del cura.

El párroco los recibió de inmediato en su perfumada sacristía y se esmeró por brindarles comodidad.

Los enamorados hablaron sin rodeos. Describieron su amor, su angustia y sus planes para viajar al otro lado del mundo. El párroco escuchó sin pestañear, pero sus gafas subieron y bajaron cuando Alexander explicó su agnosticismo. Casi se le cayeron al piso cuando evocó una humorística frase de su amado Heine: “A un judío le resulta imposible aceptar que otro judío sea Dios”. La referencia a Heine facilitó que derivaran hacia temas de filosofía, teología y literatura. Alexander estaba encantado con el tolerante párroco, pero éste finalmente dijo algo que lo sorprendió:

—Si usted fuese más judío, estaría más cerca de obtener la gracia.

Se levantó. Había llegado el momento de fijar el camino a seguir. Ante la pareja expectante sentenció:

—Autorizaría el matrimonio sin su conversión.

Los enamorados creyeron que temblaba la tierra.

—Lo autorizaría —dijo—, pero bajo una solemne promesa.

Cósima y Alexander se miraron.

—La promesa de que vuestros hijos serán bautizados y educados como manda la Iglesia.

Cósima interrogó a su novio con ojos despavoridos.

Alexander no podía doblegarse ante algo que avasallaba sus derechos. Pero encogió los hombros y dijo “está bien”. Entonces el párroco repitió el ritual de sacarse las gafas, restregarse las órbitas y calzarlas nuevamente, esta vez como expresión de alivio.

Los tres se apretaron largamente las manos y el sacerdote, conmovido, los bañó con una mirada muy bondadosa y paternal. Entonces la temperamental Cósima y el tierno Alexander formularon la promesa.

Meses después sonrieron a las nubes rojas que coronaban el Rhin: Alexander anunció que ya tenía los pasajes. Se cumpliría el deseo de realizar su viaje de bodas sobre las ondas del océano.

Cuando pisaron la cubierta del transatlántico informó a su esposa que había invertido casi todos sus ahorros en los tickets de primera clase: allí la nave se balanceaba menos y cada noche sería una fiesta.

En el ajetreado puerto de Buenos Aires los recibieron Salomón y Raquel, quienes agitaban el sombrero y un pañolón carmesí desde hacía una hora, cuando la gigantesca proa había ingresado al muelle. Se besaron, lloraron y finalmente escucharon una noticia desconcertante: Salomón y Raquel partían de la nerviosa Buenos Aires rumbo a “los paraísos del sur”, donde tenían la oportunidad de adquirir un establecimiento muy rentable.

—¡Pero si vinimos aquí porque estaba tu hermano! —protestó Cósima apenas quedaron solos.

La profesión de óptico no le brindaría mejor futuro en “los paraísos del sur” que en la conservadora ciudad de Colonia, calculó Alexander. Pese al irremediable alejamiento de su hermano y su cuñada, decidió permanecer en la capital y probar suerte. Su título de óptico alemán fue bien recibido en Lutz Ferrando, una empresa con sucursales en todo el país. También empezó el aprendizaje del español. ¡Qué diferente sonaba a su lengua materna! Pero le servía el latín que había martirizado su adolescencia y pronto advirtió que la gente utilizaba innumerables palabras italianas. Esto fue una ventaja estupenda, porque la pareja amaba la ópera y memorizaba trozos de Verdi, Donizetti, Leoncavallo y Rossini.

En el año siguiente, 1913, nació Edith. La bautizaron en la iglesia de Santo Domingo. Fue también el año en que Alexander concretó su anhelo de abrir un modesto negocio propio. Aunque su racionalidad detestaba cualquier atisbo de superstición, solía repetir que su tierna hijita le había traído suerte.

El negocio creció rápido. En poco tiempo aumentó los empleados, los técnicos, la variedad de ofertas, la publicidad y las ganancias. Pronto no se sabría a quién le iba mejor, si a Salomón en “los paraísos del sur” o a Alexander en la bullanguera Buenos Aires.

La Guerra Mundial canceló las comunicaciones con sus familiares del Viejo Continente. A su término llegaron tardías cartas que informaron sobre el horror, las bajas militares y civiles, la devastación de campos y poblaciones. De haberse quedado junto al Rhin, quizás ninguno de ellos estaría vivo o entero.

Leyeron indignados las humillaciones que las potencias aplicaron al fenecido Reich. Desde que el mundo era mundo los derrotados jamás habían tenido razón.

Se alegraron cuando por fin se instaló la República de Weimar sobre bases democráticas y progresistas. Weimar había sido la pequeña y amada ciudad de Bach, Goethe y Schiller, símbolo de lo mejor que había producido el país. Por otra parte, era la primera vez que en su larga historia Alemania se abría al sistema republicano. Depositaron grandes esperanzas en el flamante sistema, especialmente cuando una figura brillante como Walter Rathenau fue designado canciller.

Edith creció familiarizada con dos diarios que un canillita deslizaba bajo la puerta de su casa:
La Nación
en castellano y el
Argentinisches Tageblatt
en alemán. Al decir de sus padres, ambos eran inteligentes y serios. Ambos a menudo incorporaban colaboraciones de grandes escritores franceses, españoles, norteamericanos y alemanes. Alexander aseguraba que era una prensa digna de Hamburgo, Francfort o Berlín. Sentaba a su hijita sobre las rodillas y le leía los periódicos en ambos idiomas. Edith disfrutaba las noticias porque Alexander seleccionaba las más divertidas, que mechaba con comentarios. Pero a veces se abstraía en un denso artículo y Edith se adormecía en sus brazos mientras respiraba el perfume de su camisa o miraba el caracol de su oreja.

La casa funcionaba como cualquier hogar católico y alemán. Guardaban las fiestas, comían pescado los viernes, celebraban Navidad, Pascua y Corpus Christi, e iban a misa los domingos. Lo confesional era cumplido sólo por Cósima y Edith: Alexander no concurría a la iglesia, ni rezaba, ni hacía demostración alguna de fe, pero en el hogar acompañaba a sus mujeres con buen talante. Tampoco iba a la sinagoga ni a institución judía alguna, aunque se vinculó con varios judíos de origen alemán. Prefería asociarse a bibliotecas y organizaciones puramente culturales como museos y teatros.

En la noche del 6 de septiembre de 1930 recibieron una llamada telefónica de Bruno Weil. También estaba preocupado por el golpe de Uriburu y los invitaba a una reunión de amigos para analizar los acontecimientos.

—Me parece que han ganado los fascistas. Y no me gusta nada, nada —dijo Bruno.

Alexander se dirigió entonces a Cósima:

—¿Te das cuenta? No soy el único que huele la tempestad.

-1932-

ALBERTO

Tras la expulsión de Yrigoyen la aristocracia volvió a sentirse dueña del país y su cultura. Los teatros y los salones recuperaron la fama de ser sitios donde acudía lo mejor de la sociedad. El ámbito más fastuoso era, desde luego, el Teatro Colón, que no envidiaba a la Ópera de París.

Teníamos un palco y a menudo mis padres llevaban a Mónica, que era buena pianista. Yo empecé a concurrir cuando ingresé en la Facultad de Derecho, más por obligación que por placer: un futuro abogado debía ser visto por los familiares de sus potenciales novias.

Durante el intervalo íbamos a la confitería. En su ruidosa atmósfera el público consumaba los contactos. Un camarero sensible a la propina se ocupaba de mantener reservada una mesita para mi padre.

Esa noche, mientras nos abríamos paso entre largos vestidos de satén golpeó mis ojos una cara que me había impresionado dos años atrás. Ella también se sorprendió.

—¿Edith? —murmuré temerario, desconfiando de mi memoria.

Su mirada emitió luz. Además, su cabellera rubia estaba maravillosamente peinada.

—¿Sí?

—Nos hemos visto... —vacilé.

—No lo tengo presente.

Le costaba identificarme. Sí, era ella, me dije. Sus párpados temblaron cuando empezó a recordar.

Me invadió tanta alegría que le tendí la mano y me dispuse a no perderla. Mis padres ya habían ocupado la discreta mesita y mamá contraía el ceño para adivinar con quién me estaba entreteniendo. Pregunté si le gustaba
Rigoletto,
si no había pifiado la orquesta en la Obertura, si venía seguido al Colón. Pregunté más de lo razonable, más de lo que nunca pregunté a una chica en un primer encuentro. Ella no tuvo espacio sino para responder con monosílabos.

Un hombre de ojos verdes y mediana estatura la llamó por su nombre.

—Voy, papá.

—Espero verla pronto —alcancé a decirle.

Sonrió.

Fui a sentarme con la música de sus escasas palabras. A mi madre le llamó la atención mi repentina felicidad pero, acostumbrada a contenerse, aguardó que nos sirvieran el té. Cuando llevó a su boca la taza con dibujos dorados, preguntó displicente:

—¿Quién es?

—¿Quién es quién? —mi arrobamiento quería impedir la obvia conexión.

—Esa señorita.

—¡ Ah! —abrí las manos—. ¿Esa señorita? No sé, la verdad que no sé. La conocí hace poco.

Aguardó un minuto y mordió el borde de una masa.

—¿Dónde?

—¿Dónde qué? —descarté las cremosas y también escogí una masa seca.

—Dónde la conociste.

—Espera que recuerde —miré la guarda griega del cielo raso mientras masticaba y busqué alguna frase que cerrara el tema. No iba a contarle que me había refugiado en el hall de su hogar mientras huía de una depredación que me causaba vergüenza.

—Si exceptuamos el Aria,
Rigoletto
es la peor ópera de Verdi —sentenció mi padre para cambiar de tema.

Lo miré agradecido. Quizás él imaginaba otra cosa, que Edith había sido una aventura. No le gustaba que mamá me sometiera a interrogatorios sobre asuntos estrictamente masculinos.

Mamá no hizo comentarios a la estupidez que acababa de cometer su marido y se resignó a quedarse sin mi respuesta. Por supuesto que a partir de esa noche ya no falté a las funciones del Colón. Y busqué ansioso a Edith en los intervalos.

A mi madre le inquietaba no conocer su filiación. El hecho de concurrir a la ópera reflejaba buen nivel socioeconómico, pero la nefasta década y media radical había permitido la entrada de inmigrantes y nuevos ricos. Aunque sus labios trataban de evitar manifestaciones duras, le resultaba inaceptable que una “extraña” enredase a su único hijo varón.

Al cabo de dos meses empecé a tutearla y Edith no se molestó. Los fragmentos de apuradas conversaciones nos permitieron enterarnos de nuestros gustos y algo de nuestras familias. Le conté que estudiaba Derecho, pero me gustaba la diplomacia —como a mi pariente famoso—, que papá era abogado y no ejercía, que ansiaba viajar a Europa como la mayoría de los argentinos. Ella me escuchaba con interés, pero más la divertía mi impaciencia.

En el descanso de
Madame Butterfly
—se habían cumplido cuatro meses de incómodo flirteo— me lancé al abismo y, sin prólogo ni perífrasis, la invité a la fiesta de cumpleaños que le harían a Mónica en casa. El súbito convite le produjo asombro.

—Será muy alegre —traté de quitarle importancia.

Movió los labios sin encontrar respuesta. Un leve rubor cruzó sus mejillas. Las convenciones de la época no toleraban semejante asalto; ella ni siquiera conocía a mi hermana, aunque la había adivinado en la confitería. Preguntó entonces a qué iglesia solía concurrir los domingos.

—¿Quién, yo? —fui el asombrado, ahora.

Me pregunté si cambiaba de tema o me hacía un reproche o me estaba dando la oportunidad de vernos en otro sitio. Tartamudeé:

—La iglesia del Socorro.

—Me gustaría conocerla.

—¿Conocerla? Pero ¡fantástico! —grité casi.

Pensé que me ofrecía un eslabón intermedio; qué hábil. Nos reuniríamos en el atrio, a la salida.

—¿Está bien el próximo domingo?

—Muy bien.

Cuando me senté a compartir el té con masas, no hubo preguntas por parte de mamá porque estaba pálida: se masajeaba la nuca para aflojar el dolor que le producía la misteriosa señorita de los intervalos. Papá, curiosamente, encontraba bella e interesante la obra de Puccini.

—Cuando la música es buena, lo reconozco —sentenció.

El domingo busqué a Edith por entre las cabezas de la feligresía sentada en la espaciosa nave de la iglesia del Socorro. Por fin la descubrí unas cinco filas atrás, junto a una mujer que debía ser su madre porque se le parecía en forma extraordinaria.

El oficiante era el carniseco padre Gregorio Ivancic, quien había elegido una Epístola para ilustrar las obligaciones que debíamos asumir ante el inminente Congreso Eucarístico Internacional que se celebraría por primera vez en Sudamérica.

—Llegarán príncipes de la Iglesia y, con ellos, caudalosas bendiciones. Tenemos que acrecentar nuestras virtudes.

Enhebró los versículos del apóstol con las tareas de los fieles. Su cabeza parecía una lámpara. Como remate de sus palabras impartió una recomendación:

—No seáis como los pérfidos judíos que sólo se interesan por el dinero y, con hipocresía, financian la degeneración de nuestras costumbres. Sed como los santos que miran al Señor y, por sobre todas las cosas, obedecen Su palabra.

Al término del oficio me apresuré por llegar al atrio. En cuanto apareció Edith, me encandilaron sus cabellos fosforescentes. Estaba más hermosa que nunca; los ojos parecían más grandes y el cuello alzado como una torre. Caminó a mi encuentro con una desenvoltura que me hizo temblar: no era el desenfado de las mujeres ordinarias ni la impostación de las que se mueven artificialmente. Unía gracia, soltura y fineza. Me dio la mano y presentó a su madre, que era joven y apuesta.

—Alberto Lamas Lynch —dije mis patricias señas con el apuro de quien necesita presentar su escudo de armas cuando la seguridad le falla.

—Cósima Eisenbach —respondió.

Cambiamos opiniones sobre el tiempo y luego nos referimos al Congreso Eucarístico Internacional.

—No me gustó el cura —protestó Edith.

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