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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (11 page)

BOOK: La Matriz del Infierno
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Por entonces la clarinada de mi apellido salía hasta por las orejas. Era una vanidad que sostenía sus últimas fortificaciones, porque ya sonaban anuncios del anochecer. A la gloria de los Lamas Lynch se le acortaban las patas, aunque lo negasen escrupulosamente. El miedo a la declinación reforzaba su fanatismo.

Yo había nacido en el año 1910, durante los festejos del primer Centenario de la Revolución de Mayo. Mi padre gastaba bromas sobre la coincidencia. Decía que pocas veces un nacimiento había sido celebrado con tantos desfiles, bailes, ferias, banquetes, juegos florales, competencias deportivas y agasajos a personalidades que venían de todo el mundo. Debía considerarme un producto de los dioses por recibir tantos halagos y porque la Argentina, entonces, era de veras la sede de los dioses. Personalidades europeas reconocieron haber sido encandiladas por una República que era a la vez inagotable fuente de exportaciones agropecuarias e incesante desarrollo cultural. Era la tierra de la leche y de la miel —como recitaban poemas y diarios, impúdicamente—. Era la geografía bendita cuyas pampas producían más ganado y cereal del que se necesitaba para alimentar a toda Europa. Por entonces daba lo mismo a un emigrante del Viejo Mundo dirigirse al puerto de Nueva York o al de Buenos Aires.

Me llevó muchos años tomar conciencia de que, junto con las riquezas, en mi país también abundaban las injusticias. Muchos de los que desembarcaron radiantes tuvieron que someterse a contratos leoninos, luchar contra plagas, desesperarse por la ausencia de recursos, aguantar el abuso de comisarios y la parcialidad de jueces. Yo tenía apenas nueve años cuando estalló en Buenos Aires el primer pogrom del que se tenía noticias en este subcontinente. Alguien acertó en llamarlo Semana Trágica, no sólo por sus crímenes, sino porque refutaba el generoso proyecto de la organización nacional y ponía en evidencia las pústulas que ocultaba la vieja clase dirigente a la que yo pertenecía. Quienes blasonaban de ser guardianes de la Constitución pusieron en marcha piquetes asesinos y vivaron el retroceso a la barbarie. Mi tío Ricardo Lamas Lynch participó en la paliza que los “niños bien” del Barrio Norte aplicaron a los sucios inmigrantes. Los agresores de esa Semana Trágica no fueron delincuentes comunes, sino personas educadas, ricas y muy cristianas. Una especie de versión austral del Ku Klux Klan. Hombres que en el salón fumaban tabaco importado, mechaban sus conversaciones con latinajos y se enorgullecían de poseer una visión universal. En casa nunca se condenó el hecho. Crecí ignorándolo, así como ignoré tantos episodios ominosos de nuestra compleja historia. En mi espíritu habían inculcado la convicción de que vivía en el mejor país del mundo, que pertenecía al mejor sector de mi país y que mi familia era lo más refinado de dicho sector.

Yo era el mayor de cuatro hijos. Me siguieron tres hermanas: María Eugenia, Mónica y María Elena. Mónica se me parecía en los rasgos faciales y en el carácter. Papá no lograba disimular cierta preferencia por el espíritu travieso de Mónica. Mamá, en cambio, se horrorizaba por sus actitudes reñidas con la buena y controlada educación de una señorita. Éramos católicos practicantes, aunque papá era agnóstico, pero lo disimulaba bastante bien. Mi madre no toleraba los aires laicos de algunos familiares que adherían al clima liberal que había imperado desde fines del siglo anterior. Por eso vigilaba fieramente a mis hermanas, en especial sus lecturas y sus relaciones. Yo, en cambio, gozaba de amplias prerrogativas por ser varón: no tenía que rendir cuentas de mis actividades, no se objetaba que saliese a divertirme con amigos rumbosos y hasta se celebraba con silencioso orgullo que sedujese chicas de los alrededores.

El aire machista y victoriano que imperaba en la vieja franja opulenta del país encubría el comienzo de su declinación. El poder político se le escapaba de las manos. Lo más fácil era echar la culpa de todo al presidente Hipólito Yrigoyen y su apertura a los sectores medios y bajos. Una creciente intolerancia imponía la ilusión de que se lograrían superar los problemas mediante una ruptura del sistema democrático: había que sacar del medio al Viejo y todo volvería a su carril. Esto implicaba poner en marcha el primer crimen institucional desde que regía la Constitución. Para lograrlo había que quebrar la renuencia de las Fuerzas Armadas, que preferían mantenerse subordinadas al poder civil y a la ley; no querían ensuciarse con un golpe de Estado. Esta tradición las diferenciaba de las Fuerzas Armadas de otros países latinoamericanos donde el orden constitucional era objeto de violaciones decididas por oficiales trasnochados y corruptos.

El golpe empezó a incubarse apenas Yrigoyen fue elegido para un nuevo período. Durante la primera mitad de 1930 crecieron los conciliábulos; y durante la segunda se expandió la fiebre.

En casa la ebullición quemaba. A medida que se aproximaba la fecha del golpe crecía el número de visitas. La ebullición también crecía en los bares, restaurantes, clubes, parroquias, universidades, comités e instituciones públicas.

El 5 de septiembre pisábamos la exacta víspera del acontecimiento. Papá recibió en su estudio al coronel Eduardo Suárez. Estuvieron encerrados media hora y después lo acompañó hasta la calle. Se saludaron efusivamente, pero el entrecejo le quedó ceñido. Cruzó los brazos a la espalda y caminó hacia mí. Movió la cabeza entristecido, puso su mano sobre mi hombro y susurró:

—Comienzan a perder el rumbo, Alberto.

Quedé pasmado.

—¿Qué ocurrió?

—Suárez dijo varias cosas, algunas muy preocupantes —me condujo a su estudio, donde un ancho cenicero de cristal emitía el olor de cigarrillos mal apagados, y cerró la puerta.

Extrajo de la vitrina disimulada entre los anaqueles una copita y se sirvió anís.

—Los oficiales están divididos —bebió unas gotas—. Era lo previsible. El jefe del Ejército no quiere sumar su apoyo y hasta se teme que adopte medidas en contra de los revolucionarios. Pero Uriburu no cede en su determinación. Y yo me pregunto si un general retirado como Uriburu conseguirá imponerse a los oficiales en actividad.

Caminó los seis metros del salón como una pantera en un pozo. Con la mano derecha sostenía el anís y con la izquierda acariciaba su barbita en punta, ya encanecida, que se había dejado crecer desde que Yrigoyen había asumido la segunda presidencia.

—Hay algo más grave todavía.

Se detuvo y escudriñó mis pupilas, mi frente, mi cabello. Suspiró.

—Dicen que esta revolución salvará al país. Dicen... —estaba nervioso, y no deseaba ocultarlo— que es una oportunidad extraordinaria. Barrerá con la modorra, la mediocridad y la incultura. ¡Qué bien! Pero —bebió más gotas— es tan fácil perder la brújula... Ya la están perdiendo.

—¿Qué me querés decir, papá?

—Que algunos militares encabezados por Uriburu terminarán por destituir a este mal gobierno, efectivamente, pero luego no sabrán qué hacer.

—¿Tan seguro estás?

—Son militares, no son políticos. Les creo cuando afirman que no desean quedarse con el poder.

—Eso es bueno.

—Para los militares. Pero, ¿quién gobernará? Uriburu simpatiza con el fascismo —se elevó en puntas de pies para alcanzar los estantes altos de la biblioteca; quería dar con cierto título—. Y esto no me gusta.

—¿Por qué? ¿Acaso elegirá a un fascista para que sea el Presidente? ¿Eso es lo que te preocupa?

—Sí, Alberto. Decididamente. Aunque ahora el fascismo esté de moda, le haga bien a Italia y seduzca a Francia, España y Alemania, tengo mis serias prevenciones. ¿Y sabés por qué? Porque promete ser demasiado perfecto.

—Exige cambios estructurales —comenté sobre la base de mi poca información—. Tío Ricardo insiste en que para implantarlo en Argentina se debería reformar la Constitución y abolir los partidos políticos. ¿No sería lo más conveniente?

—¿Conveniente? Nos arrojaría al abismo; retrocederíamos a los tiempos de la tiranía de Rosas. Dejaríamos que el destino de la nación quedara en manos de un iluminado. ¿Y si el iluminado se enfermara de los ojos y de la cabeza?

—Para el fascismo los partidos políticos no sirven, papá: llevan a la degeneración, inevitablemente. Se lo escuché repetir tantas veces al tío. Para el fascismo lo importante es el gobierno de los mejores. “El fascismo apuesta a la calidad y la democracia a la cantidad”.

—¿Y quién nos asegura que sean puestos en el gobierno los mejores? Tengo una razón demoledora para sentirme aterrorizado.

—Hay algo que sabés y todavía no me dijiste.

Caminó ida y vuelta por el salón.

—Efectivamente —mojó sus labios con otro sorbo—. El coronel Suárez vino a pedirme algo tremendo. Se interrumpió.

—Te escucho.

—Vino a pedirme que hable con Ricardo para tantear su disposición a...

Volvió a callar. Sorbió más anís.

—¿A...?

—Aceptar la presidencia de la nación.

—¿Qué? ¿Los militares ofrecen a tío Ricardo la presidencia?

—Tal como lo acabás de oír. Suárez vino en representación del pequeño grupo de oficiales que respalda el golpe. Uriburu explora varios caminos y escucha propuestas porque es un hombre desinteresado: hará la revolución, pero no tomará el gobierno. Mi hermano, precisamente mi hermano, aparece como el preferido de un sector militar. ¡Qué te parece!

—Me dejás atónito.

—Yo lo estoy desde que me lo dijo —empezó a mover las butacas como si fuera importante darles una instalación geométricamente distinta—. Alberto: quisiera hacerte una confidencia que no debería salir de aquí.

Puso ambas manos sobre mis hombros.

—No se lo diría ni a tu madre —sus ojos tenían una confusa humedad—. Pero acá, en este sitio blindado, voy a compartirlo con vos —hizo otra pausa y dijo—: Ricardo como presidente nos llevaría directamente a la catástrofe. Es mi hermano, pero es un mal bicho.

—Hay cosas que yo no sé, papá.

—Mejor ni las sepas.

Apretó mis hombros con sus largos dedos como si quisiera transmitirme por contacto lo que no podía decir.

—¿Me acompañás?, necesito aire fresco.

Vació la copita, estiró las solapas de su chaqueta de tweed y salimos a la calle. Como siempre, vestía camisa de seda blanca y traje de sastrería fina; la gruesa cadena de oro de su reloj de bolsillo cruzaba la moderada comba de su chaleco. Su pelo negro contrastaba con el blanco de su barbita en punta. Le gustaba usar bastones de mangos diversos; tras la puerta cancel se alineaba su rica colección. Era abogado, pero nunca había ejercido: se ocupaba de administrar nuestros campos y casas de alquiler respaldándose en el conocido refrán de que “el ojo del amo engorda el ganado”. Eso sí: su título daba lustre. Tanto, que junto con mi bautismo decidió que siguiese su misma carrera, cualesquiera fuesen mis habilidades; al terminar los estudios secundarios, antes de que pisara la universidad, nuestra servidumbre fue instruida para llamarme “doctor Alberto”.

El nombre de mi padre era Emilio Lamas Lynch y el de mi madre Gimena Paredes Iraola. Quienes estaban familiarizados con los apellidos patricios olían que por ambas vertientes nací entre aristocráticas narices. El golpe de Estado que se venía, terminase bien o mal, comprometía el destino de muchas de esas narices.

La tarde naranja del 5 de septiembre de 1930 ofrecía una temperatura deliciosa. Vivíamos en Callao y Santa Fe. Mi padre solía efectuar a pie el recorrido de doce cuadras hasta la rumorosa Florida. Esa calle hacía honor a la elegancia de sus negocios; parecía un largo salón de fiestas. Correntadas de peatones circulaban en forma incesante. Sobre las manzanas adyacentes se concentraban oficinas de empresas, bancos, reparticiones públicas, redacciones de periódicos, la Bolsa, clubes de categoría y hermosos bares. Florida se extendía desde la umbrosa plaza San Martín y sus adyacentes palacios franceses hasta la avenida de Mayo, casi otro país, dominado por nostalgias madrileñas. Papá la recorría de norte a sur antes de recalar en un café.

Mientras caminábamos, nuestras pupilas interrogaban a los peatones, como si ellos tuviesen más datos sobre lo que estaba a punto de estallar. Era evidente que no faltaban semanas, sino días, y nos hubiera angustiado saber que sólo horas. Nos afanábamos por capturar los retazos de conversación que llegaban del entorno. En varias ocasiones escuché las palabras “militares”, “corrupción”, “se viene el cambio”, “chusma”, “Peludo inservible”, “esto no da para más”.

Mi padre dirigió finalmente sus pasos hacia la confitería Richmond, donde habitualmente encontraba gente provista del último chisme. Aún tenía contraído el ceño.

Abrió la puerta vidriada y me hizo entrar.

Enseguida fuimos incorporados a una ronda de notables. Papá enganchó su refulgente bastón y desabotonó la chaqueta.

—¿Te enteraste, Emilio? —disparó Arturo Grimau antes de que nuestras asentaderas se apoyasen en los mullidos butacones ingleses—. Hubo balacera en Plaza de Mayo: tiraron contra una manifestación de estudiantes.

—No, no lo sabía. Y me cuesta entender: ¿decís que balearon a los estudiantes?

—Desde la azotea de la Casa Rosada. Estos lacayos de Yrigoyen son unos asesinos.

—Es muy grave. ¿Hay víctimas?

—Parece que sí. Heridos, seguro; muertos, no se sabe. La chusma saldrá a degollar, ¿qué duda podríamos tener? Está en su naturaleza.

—Pero, ¿qué hará el Ejército? ¿Y la Policía?

—A la revolución no la para nadie, Emilio, nadie. El Ejército y la Policía se unirán al cambio.

—La oficialidad no se acopla todavía —corrigió Agustín Unzué—. Y eso es peligroso. ¿Te imaginas una refriega entre los mismos militares?

Papá no disimuló su aprensión.

—Ya lo quisiera ver triunfante a Uriburu —dijo—. Triunfante, instalado, y con los mejores hombres, como promete.

—Así será. Antes de lo que sospechamos. Pero hay que aceptar que ciertas cosas, en especial las grandes, no se consiguen sin sacrificio. La chusma de Yrigoyen no aceptará su desplazamiento y buscará venganza. No cualquier venganza, claro, sino la salvaje, como le cuadra a su ignorancia, a sus instintos. Por eso yo reclamo bloquear preventivamente su pillaje enrolándonos en las legiones revolucionarias.

—Ojalá Uriburu ataque esta misma noche —terció Amadeo González—. He oído que Yrigoyen intentará implantar una dictadura para adelantarse a la revolución.

—¡Qué estás diciendo! ¡Ese hombre no implantará ni una margarita! —replicó Grimau—. Es un viejo acabado y ahora está con licencia. Es un buen momento para barrerlo junto con sus malditos seguidores.

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