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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (5 page)

BOOK: La Matriz del Infierno
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Finalmente se dirigió al sitio que más la inquietaba: el depósito donde había dormido Rolf. La asustaba su atrevimiento, pero echó un vistazo al interior. Su cama estaba tendida y asomaba un bolso debajo de la colcha. “Aún sigue en Bariloche”, concluyó, “posiblemente fue a visitar a su padre”.

Arrancó el moño que le sujetaba el pelo y con una enérgica sacudida lo liberó por completo. Recogió la caja de pinturas, alzó el caballete y salió en busca de un paisaje inspirador.

Bajó a la calle que orillaba el lago rumbo al Centro Cívico, una obra monumental y que pretendía reproducir la arquitectura alpina en el sur argentino. Sobre una explanada habían dispuesto instalar la estatua ecuestre del general Julio Roca, quien había dirigido la famosa Campaña del Desierto que incorporó esta región a la soberanía argentina. Alrededor ya lucían sus toques finales varios edificios de piedra. El conjunto era imponente y revelaba la importancia que el país confería a la pequeña Bariloche.

Una mariposa revoloteó delante de sus zapatos. Sus acrobacias la orientaron por un sendero que zigzagueaba entre piedras, bolsas con cemento, largas barras de hierro y tirantes de madera. La mariposa no se alejaba demasiado y tuvo ganas de plantar el caballete para llenar la superficie de un cuadro con sus círculos en oro y carbón. El ondular de sus alas grandes le producía un plácido mareo. Al instante se escondió en la fronda de un árbol.

Al bajar la mirada vio la nuca de Rolf. Estaba sentado sobre unas piedras en forma de cubo, listas para ser incorporadas a la construcción. Delante, una media docena de obreros martillaban las irregularidades de un muro.

Se le aceleraron los latidos. ¿Sorprenderlo? ¿Dejarlo adivinar que lo estaba buscando? Se acercó en puntillas y depositó suavemente los útiles. Rolf giró la cabeza.

—¡Edith!

—Creía que estabas en la Sala de Primeros Auxilios —dijo con una sonrisa cruzada por un ligero espasmo.

Él frunció las cejas, como si hubiese escuchado un reproche.

—Ahí estuve.

Ahora era Edith quien no podía mirarlo a los ojos. Su fantasía de acariciarle las manos resultaba imposible. Ni siquiera podía hablar en forma distendida. Miró dónde poner sus útiles, como si no estuviera segura de quedarse. Y le salió un comentario.

—Pinté el Centro Cívico desde aquel edificio. Pero la vista no es muy diferente de la que tengo desde aquí.

Rolf se paró de un salto e inclinó su cuerpo para verificar esas palabras. Su actitud pareció extraordinaria y Edith esperó su opinión trascendental. Finalmente Rolf concedió que sí, que no parecía ser un ángulo muy diferente.

Guardaron silencio otra vez, ambos de pie. Reapareció la mariposa, que ella intentó atrapar con la mano. Entonces Rolf preguntó:

—¿Vas a pintar de nuevo el Centro Cívico?

—No. Pero ¿crees que valdría la pena pintarlo otra vez?

Él encogió los hombros.

—¿No te gustó el cuadro que mostré anoche? —la voz de Edith dudaba.

El pelo de Rolf tocaba las nubes. Estaban a un metro de distancia, pero Edith le sintió el calor del cuerpo. El muchacho levantó una mano pacífica. Era una mano tan grande que producía sombra.

—Al contrario, me gustó mucho. Es el mejor de los tres cuadros.

—¿Sí? —la excitó el inesperado elogio—. ¿Por qué lo consideras mejor?

—Los otros, no sé, tenían algo.

Edith estaba encantada de que los recordase. Rolf, un tanto engrillado, buscaba palabras para expresarse. Con dificultad se refirió al dinamismo de la tercera pintura. Dijo que contenía “albañiles reales”, “paredes de verdad”, “buenas proporciones”. Después calló por unos segundos, que parecieron eternos, y agregó que las figuras de ese cuadro estaban bien logradas porque eran de gente cierta, no de monstruos escondidos.

—¡Sabes sobre pintura! —sonrió Edith.

No, no sabía sobre pintura. Movió la cabeza para reforzar su negación. Volvió a sentarse sobre las rectangulares piedras. Ella lo imitó y se apretó las rodillas con ambos brazos. Los ojos de Rolf las recorrieron con la velocidad de un rebenque y volvieron a quedar fijos en el ambiguo horizonte. Se aceleraron nuevamente los latidos de Edith al captar el erotismo de esa mirada.

Procuraron seguir charlando, pero lo hicieron con largas interrupciones. Al cabo de media hora Rolf se mostró más blando y dijo que no tenía sensibilidad artística, no, pero le gustaba mirar cuadros, fotos, caras, “siempre y cuando reflejasen la verdad”.

—¿Dónde estudias? —preguntó ella.

Sonrió con las comisuras hacia abajo, como si el rencor le prohibiese manifestar alegría.

—Estudiaba. En tu colegio.

—¿En el Burmeister? ¡No te puedo creer! Nunca nos vimos.

—Soy dos años mayor, creo. Y ya no voy más. No nos alcanza el dinero —la última frase fue casi inaudible.

A partir de ese terreno común la conversación quebró compuertas. Edith mencionó a un docente y él a otro, ambos ridículos y odiables. ¡Qué bueno resultaba aliarse en la crítica! El sarcasmo llenó de sangre la cabeza de Rolf: unos profesores eran estúpidos, otros perversos, el de geografía un burro y el de historia un enano maloliente.

—¡Sí, sí, tal cual!

Tras haber despanzurrado a una docena de seres malignos Rolf se incorporó y, entusiasmado con la masacre consumada, le tendió la mano para ayudarla a pararse. Fue un instante mágico. Ella sintió la fuerza de sus dedos grandes y sus ojos se miraron por algo más de un segundo. Pero se desprendieron enseguida, asustados. Ella sugirió alejarse de ese lugar excesivamente ruidoso. Deseaba mostrarle paisajes más bellos, pero en el fondo deseaba encontrar un sitio donde pudiese brotar algo semejante a un romance de novela.

Sin siquiera rozarse el dorso de las manos recorrieron el borde del lago tranquilo y después se internaron en las calles de la aldeana Bariloche. Edith no se cansaba de admirar los deslumbrantes panoramas que emergían por doquier; y los describía con entusiasmo. Rolf la escuchaba en silencio, porque los halagos no le salían con tanta facilidad como las críticas.

Al mediodía retornaron. Ascendieron la loma cuya perspectiva le había inspirado el castillo que, para la mirada de Rolf, encubría los rasgos de un monstruo.

Apenas entraron, Salomón descerrajó una pregunta que pretendía ser urbana y cayó como una impertinencia.

—¿Sigue bien tu padre?

—Bien —respondió seco.

—¿Hablaste con el doctor Mazza?

—No vino.

—Qué raro —Salomón rastrilló su cabellera con los dedos—. Mazza concurre a diario.

Raquel sirvió la comida. También tocó el enojoso tema.

—Ayer nos aseguró que estaría en condiciones de viajar en cuarenta y ocho horas. Nada hacía suponer que eso pudiera cambiar.

Edith bajó los ojos: temía que Rolf comprendiera cuánto anhelaban verlo marcharse para siempre.

—Ocúpate de las bebidas, Salomón —prosiguió Raquel—; y alcánzame tu plato. ¿Reservaste los pasajes, Rolf?

Almorzaron frugalmente. Y más frugal fue la charla. Edith sintió vergüenza ajena.

Por la tarde volvieron a salir. Ella no llevó útiles de pintura, sino frutas y pan en un bolso amarillo. Tras un rodeo por el área céntrica descendieron a la orilla del lago y se ubicaron cerca de unos pescadores provistos de cañas rústicas. Miraron el paciente rodar de las olas. Edith volvió a elogiar tanta belleza, pero más le interesaba conseguir que Rolf hablase. No se le ocurrió mejor camino que estimular sus agresiones contra los docentes del colegio Burmeister. Rolf mordió el anzuelo y, poco a poco, empezó a sonreír con malicia; lo hacía por primera vez. Mencionó a otro par de profesores aberrantes y los decapitó. Luego maldijo las bajas calificaciones que injustamente le ponían en casi todas las materias. Y recordó, al pasar, la desesperación de su madre cuando le mostraba el condenado boletín. Entonces calló de golpe.

—¿Qué pasa, Rolf?

La involuntaria mención de su madre le atravesó la garganta. Se frotó las sienes con ambas manos. Edith estaba fascinada por lo grandes y fuertes que eran. Al cabo de un minuto decidió irrumpir en las cavidades de su corazón.

—¿Cómo es tu mamá?

Rolf no esperaba semejante pregunta, porque su madre era un recinto sagrado. Pestañeó y movió la cabeza. Arrancó un largo tallo de hierba y empezó a masticarlo. Sentimientos inconfesables recorrieron sus venas. Edith no sabía que jamás le habían formulado semejante pregunta.

—Háblame de tu mamá —insistió.

Introdujo el resto del tallo y lo convirtió en una bolita verde que masticó rabiosamente. Al rato la escupió.

—Mi mamá.

—Sí.

—¿Te interesa, acaso? —arrancó otro tallo y repitió el procedimiento. Necesitaba escupir, arrojar sus pensamientos lejos de sí. Volvió a frotarse las sienes y miró a Edith con curiosidad; ¿por qué le preguntaba algo tan íntimo y doloroso?

—Hablar de la madre no es tan íntimo ni doloroso —dijo Edith, leyendo en su frente.

Sin embargo, lo era. Su madre padecía envejecimiento precoz, había sufrido pruebas horribles. Bastaba verla un segundo para adivinar los incendios que habían devorado su vida.

Ella tendió los dedos hacia el hombro de Rolf, pero se detuvo antes de tocarlo. Por tercera vez él frotó sus sienes; lo hizo con rudeza. No cabía mostrar debilidades ante una desconocida.

—Jamás hablé de esto con nadie.

—Ni has empezado a hablar. Por otra parte, ¿qué tendría de malo?

—Malo...

—A menudo se vincula la palabra madre con sufrimiento.

—No me gusta compartir ciertas cosas. Ya dije bastante.

—Creo que no has dicho nada —sonrió Edith.

—¡Qué diablos! —murmuró.

—Es natural que no puedas, Rolf —midió sus palabras—. Recién nos conocemos. Yo me siento como... como una amiga tuya. Si te hace mal seguir con el tema...

Estaba descompuesto. Su tristeza y su rabia tenían sentido, no su turbación. La miró de nuevo y el contacto de los ojos no fue como ella había imaginado en sus románticas fantasías: no correspondían a un idilio, sino a un simple y desconfiado acercamiento de alguien perplejo.

Rolf le habló entonces a la hierba, de la que siguió arrancando tallos. Surgió un rompecabezas confuso. Edith se enteró de que Franz tenía cinco y él tres años cuando su padre debió partir en el
Cap Trafalgar
al comienzo de la guerra.

—¿El
Cap Trafalgar?

—¡Esa abominable historia!

—Claro, claro. Así que tu familia —trataba de entender lo que estaba escuchando—, tu familia permaneció separada. Tu padre aquí y el resto allá.

—Durante toda la guerra. Y un poco más: hasta después del Armisticio —escupió otra bolita verde—. Porque en vez de retornar mi padre a casa, es decir a las ruinas que quedaban de la casa, decidió que nosotros viajásemos a Buenos Aires. Y sí. En Alemania perdimos todo, nos quitaron todo. Mamá enfrentó mil ofensas, y cuando intentaba defenderse perdía, perdía siempre. Franz y yo éramos dos chicos inservibles, te imaginas. Ella era una débil y pobre mujer. La guerra hacía que cualquier trámite fuese asqueroso. Pasamos hambre. Y mamá lloraba... Lloraba siempre; ríos de lágrimas. Se escondía para seguir llorando. Fue horrible y horrible es una palabra que apenas dice una pizca de lo que vivimos.

Movió el maxilar, como si se le hubiese dislocado.

—A los pocos meses de comenzar la guerra perdimos un hermanito. Papá ya no estaba y mamá —calló un rato— ...mamá abortó. Fue de noche y no supimos a quién pedir ayuda, porque el cuarto se había transformado en una pileta de sangre. Franz y yo corríamos en torno a su cama, chapaleando sobre los coágulos. No sabíamos qué hacer —se secó la frente con el dorso de la mano.

Edith lo vio hermoso, con el rubio cabello desordenado. Quiso brindarle consuelo. Tuvo ganas de abrazarlo. Pero permaneció inmóvil mirando su perfil agudo, sus labios llenos de odio.

Horas después, de memoria, Edith esbozó su retrato a lápiz. No era un buen retrato: fallaba el contorno de la cara y la proporción de su frente, pero expresaba desolación. Edith estaba impresionada por el resultado de su borrador. Lo estudió de cerca y de lejos. Era y no era Rolf. A pesar de los evidentes defectos que tenía, decidió mostrárselo a su tía Raquel, quien levantó las cejas azoradas.

—¿No te gusta?

Ella movió la cabeza.

—Es Rolf, ¿verdad? No. Es decir... me asusta. Edith, no salgas más con él.

Edith encogió los hombros y guardó el retrato en una carpeta.

Lo que menos esperaba era que Raquel mencionase su borrador en el momento de la despedida. Lo hizo por la ansiedad que tironeaba su corazón; necesitaba ocultar sus ganas de que se marchase cuanto antes y lo hizo mal; no tuvo en cuenta que ciertos hechos, aparentemente fútiles, acribillan a un alma susceptible.

Rolf se puso rígido como una estaca.

—Me gustaría ver ese retrato —exclamó el despistado Salomón.

—No lo terminé todavía —replicó Edith, incómoda.

Rolf apoyó su mirada de acero sobre los ojos de Edith. Le reprochaba haber usado su rostro sin permiso. Demasiada gente ya había pasado por encima de él a ambos lados del mar.

Edith, por su lado, hubiera querido explicarle su buena voluntad y su aprecio, que ese retrato era un gesto de cariño, no de abuso. Pero las palabras no acudieron a la boca. Ahí estaban sus tíos, cordiales y recelosos, ahí estaba Rolf echando llamaradas. El retrato que había dibujado testimoniaba la impresión que le produjo su sufrimiento, no una mofa de su cara.

Salomón estrechó la mano del muchacho junto a la verja de calle. Rolf inclinó la cabeza ante Raquel, parada junto al macizo de petunias, y le miró por última vez las piernas. Dijo haber olvidado algo y regresó al living por un minuto. Reapareció con su bolso al hombro. Edith tuvo ganas de abrazarlo, pero él comenzó el descenso de la loma. Tuvo ganas de llorar, correrlo, apretar sus hombros y sacudirlo con fuerza, hasta que se le cayesen los prejuicios y la absurda desconfianza, y el odio, y su maldita susceptibilidad.

Pero Rolf marchó más rápido que la voluntad de Edith. En la Sala de Primeros Auxilios lo esperaba su padre con un frasco de medicamentos en el bolsillo, dispuesto a iniciar el regreso a Buenos Aires.

En el piso del living yacían desparramados los fragmentos del otrora hermoso jarrón de Sèvres.

ROLF

El capitán Botzen no le sacó los ojos de encima. Eran garfios marrón claro que lo sujetaban desde el cuero cabelludo. Rolf hacía esfuerzos por parecer tranquilo bajo tanta presión, le dolía el estómago pese a mantenerlo comprimido con ambas manos. No entendía las intenciones de este hombre. Se sentía pequeño e inerme, avergonzado por el olor fecal que había dejado su padre. Ferdinand había sido expulsado y él retenido. No había lógica en lo que estaba ocurriendo.

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