La mejor venganza (28 page)

Read La mejor venganza Online

Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La mejor venganza
3.05Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Entonces, vuestros nombres, por favor, y vuestras especialidades, tanto artísticas como combativas.

—Me llamo Solter. Toco el tambor y manejo la maza —y apartó su casaca grasienta para mostrar el brillo apagado del hierro—. A decir verdad, soy mejor con la maza.

—Yo soy More —dijo el siguiente—. Gaita y chafarote.

—Olopin. Trompa y martillo.

—Olopin, también —movió un pulgar a uno y otro lado—. Somos hermanos. Violín y hojas —y se sacó de las mangas un par de cuchillos largos a los que hizo dar vueltas con los dedos.

El último tenía la nariz más rota que Escalofríos jamás hubiese visto, y eso que había visto muchas.

—Gurpi, laúd y laúd.

—¿Luchas con el laúd? —preguntó Cosca.

—Sólo les atizo con él —la mueca de aquel hombre dio paso a dos filas de dientes que tenían el color de los excrementos—. Dentro escondo un hacha muy grande.

—Oh. Vamos, amigos, una canción, por favor, ¡y que sea movidita!

Aunque Escalofríos no tuviera buen oído para la música, pudo comprobar que no tocaban bien. El tambor estaba desacompasado. La gaita sonaba sin tono. El laúd sonaba plano, quizá por toda la ferralla que llevaba dentro. Pero a pesar de todo ello, Cosca asentía con los ojos cerrados, como si jamás hubiese escuchado una música más dulce.

—¡En verdad que sois unos individuos con muchos y variados talentos! —exclamó después de un par de compases, llevando aquella algarabía a un alto en el que se comprobó que cada uno iba a su aire—. ¡Estáis contratados todos, a razón de cuarenta escamas por barba y noche!

—¿Cuarenta… escamas… por barba? —dijo, medio ahogándose, el tamborilero.

—Pagaderas al terminar. Pero será un trabajo duro. Es casi seguro que tendréis que luchar y, muy posiblemente, tocar. Tendrá que ser una actuación fatal para nuestros enemigos. ¿Estáis preparados para lo que se os pide?

—¿A cuarenta escamas por barba? —todos enseñaban ya los dientes—. ¡Sí, señor! ¡Lo estamos! ¡Por ese dinero nada nos asustará!

—Sois buenos. Sabemos dónde encontraros.

Vitari se inclinó hacia un lado mientras la banda se iba. Luego comentó:

—Qué grupo tan desagradable de bastardos.

—Una de las muchas ventajas de una juerga de
disfraces
—susurró Cosca— es que, si los pones juntos, todos parecerán igual de tontos.

—¿Sabrán lo que tienen que tocar? —a Escalofríos no le gustaba mucho la idea de confiar su vida a aquella gente.

—La gente no suele ir al Cardotti por la música —Cosca lanzó un bufido.

—¿No tendríamos que haber visto cómo luchan?

—Si luchan como tocan, no tendremos de qué preocuparnos.

—Pero si tocan de puta pena.

—Tocan como lunáticos. Con suerte, lucharán igual.

—No son maneras de…

—Se me hace muy difícil creer que seas un tipo remilgado —Cosca echó un vistazo a la larga nariz de Escalofríos—. Necesitas aprender a vivir un poco, amigo mío. ¡Todas las victorias que se lo merecen están llenas de ardor y brío!

—¿De qué?

—De falta de preocupación —dijo Vitari.

—De arrojo —dijo Cosca—. Y de aprovechar el momento.

—¿Y qué harás con todo eso? —Escalofríos preguntaba a Vitari—. ¿Con el brío y todo lo demás?

—Si el plan se desarrolla como debe, apartaremos a Ario y a Foscar de los demás, y… —Vitari chasqueó fuertemente los dedos—. No importa quién se encargue de rasguear el laúd. El tiempo se acaba. Cuatro días hasta que lo mejorcito de Styria baje a Sipani para participar en la conferencia. Si este mundo fuese ideal, me preocuparía de encontrar mejores hombres. Pero no lo es.

—Ciertamente que no lo es —la garganta de Cosca se estremecía al hablar—. Pero no nos deprimamos… ¡unos pocos momentos dentro y seremos cinco hombres nuevos! Y ahora, si simplemente pudiese echarme un trago de vino, haríamos mejor el camino…

—Nada de vino —dijo Vitari con un gruñido.

—Cuando un hombre ni siquiera puede mojarse el gaznate, es que ha caído muy bajo —el viejo mercenario se inclinó lo suficiente para que Escalofríos pudiera ver los derrames que las venas rotas formaban en sus mejillas—. La vida es un mar de penas, amigo mío. ¡Adelante!

El siguiente hombre apenas cabía por la puerta del almacén de lo grande que era. Pocos dedos más alto que Escalofríos, pero muchísimo más pesado. Tenía una pelusa densa encima de su gruesa mandíbula y una buena greña de rizos grises, aunque no pareciera mayor. Juntaba sus enormes manos mientras se dirigía hacia la mesa tímidamente, como si se avergonzase de lo grande que era, mientras las baldosas emitían un crujido de queja cada vez que una de sus pesadas botas les caía encima.

—Vaya, éste sí que es grande —comentó Cosca después de lanzar un silbido.

—Lo encontramos en una taberna más abajo del Primer Canal —dijo Vitari—. Aunque estuviese más borracho que una cuba, nadie se atrevía a moverlo. Apenas habla styrio.

Cosca se inclinó hacia Escalofríos y dijo:

—Quizá deberías ocuparte personalmente de éste. La hermandad de la gente del Norte y todo eso.

Escalofríos no recordaba si aquella hermandad había funcionado allí lejos, en el frío, pero valía la pena ver si serviría en aquel sitio. Las palabras le sonaron raras, porque llevaba mucho tiempo sin hablar en su lengua materna.

—¿Cómo te llamas, amigo?

El grandullón se sorprendió al oír hablar en norteño.

—Rizos Grises —dijo, señalando a sus cabellos—. Siempre han sido de este color.

—¿Cómo es que has terminado en el Sur?

—Vine en busca de trabajo.

—¿Qué tipo de trabajo?

—Supongo que el que pudiera encontrar.

—¿Aunque hubiese que derramar sangre?

—Eso no hubiera estado mal. ¿Eres norteño?

—Sí.

—Pareces del Sur.

Escalofríos frunció el ceño y ocultó los puños de fantasía de su casaca bajo la mesa.

—Pues no lo soy. Me llamo Caul Escalofríos.

—¿Escalofríos? —Rizos Grises parpadeó.

—Sí —sintió una oleada de calor, que también fue de placer al comprobar que conocía su nombre. A fin de cuentas, aún tenía orgullo—. ¿Has oído hablar de mí?

—¿Estuviste en Uffrith con el Sabueso?

—Así es.

—¿Y también con Dow el Negro? Por lo que me contaron, fue un magnífico trabajo.

—Así fue. Tomamos la ciudad con sólo dos bajas.

—Sólo dos bajas —el grandullón asintió despacio, sin que sus ojos abandonaran el rostro de Escalofríos—. La cosa debió de ir sobre ruedas.

—Así fue. El Sabueso era muy buen jefe a la hora de ahorrar pérdidas a los suyos. Creo que fue el mejor de todos con los que serví.

—Bien. Puesto que el Sabueso no se encuentra presente, será un honor estar hombro con hombro con un tipo como tú.

—Gracias. Lo mismo digo. Un placer haberte conocido —y luego añadió, hablando en styrio—. Está contratado.

—¿Estás seguro? —preguntó Casca—. Había cierta acidez en su mirada que me preocupa.

—Tienes que aprender a vivir un poco —dijo Escalofríos con un gruñido—. Conseguir en la vida un poco de ese puñetero brío.

Vitari lanzó una risotada y Cosca se agarró el pecho.

—¡Ah! ¡Ensartado en mi propio estoque! Bueno, supongo que podrás quedarte con tu pequeño y nuevo amigo. A ver qué hacemos ahora con un par de norteños —levantó un dedo—. ¡Podríamos montar una representación teatral! ¡Una nueva versión de aquel famoso duelo entre norteños…; ya conoces al primero, Fenris el Temible, o algo así, y…, como sabes, el contrincante se llama, se llama…

Escalofríos sintió la espalda helada cuando dijo:

—Nueve el Sanguinario.

—¿Conoces la historia?

—Yo estuve presente. Justo en lo más reñido de la batalla. Llevaba un escudo en el borde del círculo.

—¡Excelente! Entonces tendrías que dar un toque escalofriante de exactitud histórica al procedimiento.

—¿Toque escalofriante?

—Una pizca de miedo —explicó Vitari con un gruñido.

—¿Y por qué diablos no lo dice así?

Pero Cosca estaba ensimismado, pensando en lo que se le acababa de ocurrir.

—¡Una vaharada de violencia! ¡Los caballeretes de Ario se la beberán a grandes sorbos! Y, ¿qué mejor excusa para que las armas queden a la vista?

Pero Escalofríos no estaba tan contento. Vestido como el hombre que había matado a su hermano, el hombre al que él mismo había estado a punto de matar, y haciendo como si luchase. Lo único que tenía a su favor es que no tendría que estar tocando las cuerdas de un laúd.

—¿Qué está diciendo? —dijo en norteño Rizos Grises.

—Que tú y yo tenemos que fingir que luchamos en duelo.

—¿Fingir?

—Sí, lo sé, pero es que aquí se finge para todo tipo de estupideces. Vamos a hacer una representación. Tienes que actuar. Hacer teatro.

—El círculo no es materia de risa, y al hombre grande no le gusta reírse de nadie.

—Aquí es distinto. Primero fingimos y luego otros luchan de verdad. Cuarenta escamas si lo consigues.

—Entonces, de acuerdo. Primero lo fingimos. Y luego luchamos de verdad. Lo he cogido —Rizos Grises lanzó a Escalofríos una mirada larga y penetrante y luego se escabulló.

—¡El siguiente! —exclamó Cosca. Un hombre delgado entró por la puerta con una cabriola, vestido con unas mallas de color naranja y una casaca de rojo brillante, con un gran bolso en una mano—. ¿Tu nombre?

—No soy otro que… —e hizo una reverencia barroca—. ¡El Increíble Ronco!

Las cejas del viejo mercenario subieron tanto en su rostro como el corazón de Escalofríos bajaba en el pecho de su dueño.

—¿Y tus especialidades, tanto de artista como de luchador?

—Ambas son la misma, caballeros —dijo, saludando con la cabeza a Cosca y a Escalofríos y acto seguido a Vitari—. Mi señora… —y se volvió lentamente, buscando algo en la bolsa; luego se enderezó, se llevó una mano a la boca, sopló…

Y una llama de brillante fuego salió siseando por los labios de Ronco, pasando tan cerca de Escalofríos que éste sintió su calor en una mejilla. Si hubiera tenido tiempo, se habría apartado de la silla, pero no lo hizo… porque allí seguía, cegado, mirando fijamente, tragando saliva mientras sus ojos volvían a acostumbrarse a la oscuridad del almacén. La mesa aún ardía en dos puntos, uno de ellos junto a las temblorosas manos de Cosca. Las llamas lanzaron un silencioso bufido y murieron, dejando tras de sí un olor que a Escalofríos le dio ganas de vomitar.

El Increíble Ronco se aclaró la garganta mientras decía:

—Ah. Una demostración un poquito más… vigorosa de lo que esperaba.

—¡Pero condenadamente impresionante! —Cosca apartó el humo de su cara—. Es un entretenimiento innegable, e innegablemente mortal. Amigo, estás contratado al precio de cuarenta escamas por noche.

El hombre sonrió con alegría.

—¡Un placer servirles! —la reverencia fue aún mayor que la de antes—. Señores, mi señora. Con su… permiso.

—¿Estás seguro de ése? —preguntó Escalofríos, justo cuando Ronco correteaba hacia la puerta—. ¿No será un poco arriesgado meter dentro de un edificio de madera a alguien que arroja fuego?

Cosca volvió a hablarle con desprecio.

—Pensaba que vosotros, los norteños, erais todo furia y dientes. Si las cosas pintan mal, el fuego dentro de un edificio de madera será el ecualizador que necesitaremos.

—¿El qué?

—El nivelador —explicó Vitari.

La palabra era difícil de comprender. Arriba, en las montañas del Norte, a la muerte la llamaban la Gran Niveladora.

—De puertas adentro, el fuego puede acabar por ponernos a todos al mismo nivel, porque, por si no te has dado cuenta, ese bastardo no parece tener muy buena puntería. El fuego es peligroso.

—El fuego es bonito. Lo tenemos dentro.

—Pero no…

—Ah —Cosca levantó la mano para hacerle callar.

—Deberíamos…

—Ah.

—No me digas…

—Ah, ¡no me hagas repetirlo! ¿Es que no tenéis la palabra «ah» en tu tierra? Murcatto me ha puesto a cargo de los artistas y eso es lo que, con todo el respeto posible, intento decirte. Aquí no se vota. Tú céntrate en montar un espectáculo que suscite los aplausos de los caballeretes de Ario. Yo me encargaré de la planificación. ¿Qué tal suena?

—Como un atajo hacia el desastre —dijo Escalofríos.

—¡Ah, el desastre! —Cosca enseñó los dientes—. No puedo entretenerme más. ¿Quién nos toca ahora?

Vitari enarcó una ceja naranja al mirar la lista que tenía.

—Barti y Kummel…, volatineros, acróbatas, lanzadores de cuchillos y caminantes de la cuerda floja.

Cosca le dio a Escalofríos un codazo en las costillas.

—Caminantes de la cuerda floja, ya ves… ¿Cómo podría terminar mal
todo esto?

Los pacificadores

Era muy raro que en la Ciudad de las Nieblas se diera un día tan radiante como aquél. El aire era frío y desapacible, el cielo era inmaculadamente azul, y la conferencia de paz del rey de la Unión debía comenzar de acuerdo con sus nobles propósitos. Las variopintas azoteas, las mugrientas ventanas y las arquivoltas descascarilladas estaban atestadas de mirones ansiosos que esperaban el momento en que los grandes hombres de Styria hiciesen su aparición. Salían poco a poco por los dos lados de la amplia avenida situada abajo en una confusión multicolor, apretujándose contra las siniestras filas grises de los soldados desplegados para contenerlos. El parloteo de la muchedumbre pesaba en el aire. Miles de voces que murmuraban, apuñaladas aquí y allá por gritos de vendedores ambulantes, advertencias a voz en cuello y chillidos de excitación. Como el sonido de un ejército antes de la batalla.

La nerviosa espera antes de que comience el derramamiento de sangre.

Nadie habría reparado en las cinco manchas más que acababan de encaramarse a la azotea de un almacén a punto de caerse. Escalofríos miraba hacia abajo, con sus grandes manos colgando por encima del parapeto. Cosca apuntalaba descuidadamente con una de sus botas la mampostería cascada, mientras se rascaba su cuello sarnoso. Vitari se apoyaba de espaldas en la pared con sus largos brazos cruzados. A un lado, Amistoso estaba de pie, al parecer perdido en uno de los mundos de su invención. El hecho de que Morveer y su ayudante hubiesen salido para gestionar sus propios asuntos, no inducía a Monza a confiar precisamente en ellos. Desde que viera por primera vez al envenenador, sentía una enorme desconfianza. Desde lo sucedido en Westport confiaba mucho menos en él. Sus tropas se reducían a los presentes. Respiró honda y amargamente, se lamió los dientes y escupió al gentío de abajo.

Other books

Best Australian Short Stories by Douglas Stewart, Beatrice Davis
The Ten-pound Ticket by Amanda Prowse
Passion at the Opera by Diane Thorne
Azteca by Gary Jennings
Christmas At Timberwoods by Michaels, Fern
Royal Secrets by Abramson, Traci Hunter
False Picture by Veronica Heley
The Truth about Us by Janet Gurtler
A Shot in the Dark by Christine D'abo