La mejor venganza (55 page)

Read La mejor venganza Online

Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La mejor venganza
8.77Mb size Format: txt, pdf, ePub

El mundo estaba vuelto del revés, como las brillantes entrañas del oficial al que había destripado poco antes. Solía cansarse mientras luchaba. Pero en aquellos momentos se sentía más fuerte. La rabia hervía en su interior, salía de él, le quemaba la piel. Y todo aquello empeoraba a cada golpe que daba, y los músculos le dolían hasta que no tenía más remedio que gritar, reír, llorar, cantar, zurrar a alguien, bailar o chillar.

Apartó una espada con su escudo, la quitó de una mano, la del soldado que estaba detrás de él; le rodeó con los brazos, besó su cara y se la lamió. Rugió mientras corría a trompicones, acorralándole hasta una de las esculturas y volcándola, para luego volcar otra y otra y formar una confusión de pétreos miembros mutilados, cubiertos por una nube de polvo.

El guardia gimió, tirado entre aquellas ruinas, e intentó darse la vuelta. El hacha de Escalofríos abolló el extremo de su yelmo, que sonó hueco por el golpe, se lo bajó hasta que su borde le quedó encima de los ojos y le aplastó la nariz, haciendo que la sangre brotase por ella.

—¡Muere, cabrón! —Escalofríos le atizó en la parte inferior del yelmo y desplazó su cabeza hacia un lado—. ¡Muere! —luego le trabajó el otro lado del cuello, golpeando en él como si se tratase de un calcetín lleno de gravilla—. ¡Muere! ¡Muere! —
Clonc, clonc
. Sonaba como las cazuelas y cacharros que se lavan en el río después de la comida. Una escultura le miró con aire de reprobación—. ¿Me estás mirando? —Escalofríos le aplastó la cabeza con el hacha. Luego se encontró encima de algo, sin saber cómo había llegado hasta allí, golpeando una cara con el borde del escudo hasta convertirla en un estropicio informe de color rojo. Podía oír que alguien le susurraba, le susurraba al oído. Era una voz enloquecida, sibilante, cascada.

—Estoy hecho de muerte. Soy la Gran Niveladora. Soy la tormenta en los Altos Lugares —la voz del Sanguinario, pero saliendo por su garganta. La sala estaba sembrada de hombres caídos y de esculturas caídas; también de partes de unos y de otras—. Tú —Escalofríos apuntó con su hacha ensangrentada al último que quedaba en pie, agachado al otro extremo de la galería cubierta de polvo—. Te estoy viendo, cabrón. No te muevas. —Fue consciente de que hablaba en norteño. Aquel hombre no podía comprender ni una palabra de lo que decía. Poco importaba.

Ahí estaba el meollo de la cuestión.

Monza hizo un esfuerzo para pasar por debajo de la arcada, aprovechando la última energía que quedaba en sus doloridas piernas, gruñendo mientras tiraba tajos y estocadas de manera desmañada, pero sin parar. Ganmark retrocedía, penetrando en las zonas iluminadas y en las que estaban a oscuras, para luego volver a recibir la luz del sol, pero todo ello sin perder la concentración. Sus ojos iban de uno a otro lado, parando la hoja de Monza y la de Cosca, que le atacaba desde las columnas situadas a su derecha, entre los jadeos, las rápidas pisadas y los chirridos del metal que resonaban bajo el techo abovedado.

Monza le tiró un tajo y luego otro en sentido contrario, ignorando el ardiente dolor que sintió en la muñeca al arrancarle de la mano la espada corta y enviarla a las sombras con un ruido de herrería. Ganmark se tambaleó mientras desviaba con su espada larga una de las estocadas de Cosca y dejaba un hueco en su guardia para que le atacase Monza. Ésta apretaba los dientes y echaba el brazo hacia atrás para lanzarle una estocada, cuando la ventana que quedaba a su izquierda reventó, lanzando fragmentos de vidrio a su cara. Le pareció escuchar la voz de Escalofríos, que hablaba en norteño desde el otro lado. Ganmark se deslizó entre dos columnas mientras Cosca le lanzaba una cuchillada desde el césped, alejándose hasta el centro del jardín.

—¿No puedes ir más deprisa y matar a ese bastardo? —preguntó Cosca, casi sin resuello.

—Hago lo que puedo. Déjalo.

—Dejado está.

Se alejaron el uno de la otra para llevar a Ganmark hacia la escultura. Parecía agotado por cómo resoplaba y por sus mejillas, antes pálidas y para entonces muy coloradas y perladas de sudor. Cuando ella le atacó sonriente, porque presentía la victoria, él saltó de repente a su encuentro, viendo cómo desaparecía su sonrisa. Monza evitó su primera estocada y le lanzó un tajo al cuello, pero él lo paró y la empujó hacia un lado. No estaba tan cansado como parecía, pero ella sí que lo estaba. Acababa de plantar mal un pie al girar hacia un lado. Ganmark se echó encima de ella como un rayo y le hizo un corte en un muslo. Intentó volverse, chilló cuando se le doblaba la pierna, cayó y rodó, mientras la Calvez se escapaba de sus dedos sin fuerza y rebotaba en el suelo.

Cosca se echó hacia delante con un grito ronco y comenzó a agitar su espada de una manera salvaje. Ganmark se agachó, tiró una estocada desde abajo y le atravesó el estómago. La espada de Cosca alcanzó la espinilla de
El Guerrero
y salió volando de su mano después de arrancar varias esquirlas de mármol. El general liberó su espada y Cosca cayó de rodillas, deslizándose después hacia un lado con un gemido.

—Se acabó —Ganmark se volvió hacia Monza, con la excelsa obra de Bonatine dominándole desde arriba. Unas cuantas esquirlas de mármol caían del tobillo de la escultura, que presentaba una hendidura donde antes cayera la espada de Monza—. Me has obligado a hacer un poco de ejercicio, eso te lo reconozco. Eres una mujer (o lo fuiste) con una determinación muy notable —Cosca se arrastraba por el suelo adoquinado, dejando unas manchas de sangre tras de sí—. Pero, por estar mirando siempre hacia delante, no viste lo que te rodeaba. La naturaleza de la gran guerra en la que luchabas. La naturaleza de las personas que estaban cerca de ti —Ganmark volvió a sacar el pañuelo, se enjugó el sudor de la frente y luego limpió con mucho cuidado la sangre de su acero—. Si el duque Orso y su estado de Talins no eran más que la espada que empuñaban Valint y Balk, tú sólo eras la despiadada punta de dicha espada —dio un capirotazo con el dedo índice a la reluciente punta de su arma—. Siempre tirando estocadas, siempre matando, pero sin preguntarte nunca por qué —se escuchó un leve crujido y la enorme espada de
El Guerrero
se movió ligeramente por encima de los hombros de Ganmark—. Pero basta. Ahora ya no tiene importancia. La lucha ha terminado para ti —Ganmark aún exhibía su sonrisa triste cuando se detuvo a un paso de ella—. ¿Algunas palabras finales a modo de conclusión?

—Detrás de ti —dijo Monza entre dientes, mientras
El Guerrero
se desplazaba ligeramente hacia delante.

—Me tomas por… —se escuchó un sonido muy grave. La pierna de la escultura se partió en dos, y el enorme peso de la piedra de que estaba hecha obligó a la escultura a caer inexorablemente hacia delante.

Cuando Ganmark apenas había comenzado a volverse, la punta de la gigantesca espada tallada por Stolicus pasó por entre sus omóplatos, le hizo ponerse de rodillas, le reventó el estómago y le aplastó contra los adoquines, salpicando de sangre y de esquirlas de mármol el arañado rostro de Monza. Las piernas de la escultura se partieron al tocar el suelo, quedando los nobles pies encima del pedestal mientras lo demás se convertía en fragmentos de músculos tallados y en una nube de polvo blanco. De caderas hacia arriba, la gallarda imagen del mayor soldado de la historia había quedado intacta en una única pieza que miraba muy seria al general de Orso, para entonces empalado en la monstruosa espada que estaba bajo ella.

Ganmark hizo un ruido de succión muy parecido al del agua que se escapa por una bañera rota y se manchó la pechera de la guerrera con la sangre que escupía al toser. Su cabeza cayó hacia delante, y el acero que se soltó de su mano sin fuerza resonó en el suelo.

Entonces se hizo la calma.

—Vaya —dijo Cosca con voz cascada—, eso es lo que yo llamaría un afortunado accidente.

Cuatro muertos, quedaban tres. Cuando Monza observó que algo se deslizaba por una de las columnatas del claustro hizo una mueca, cogió su espada y la levantó por tercera vez en aquel día, muy segura de que su mano destrozada aún podría con ella. Era Day, que mantenía en alto la ballesta aún cargada. Amistoso avanzaba trabajosamente a su lado, con el puñal y la cuchilla en ambas manos.

—¿Le venciste? —preguntó la joven.

—Stolicus lo hizo por mí —respondió Monza, mirando el cadáver de Ganmark que estaba de rodillas en el suelo, completamente atravesado por el enorme bronce.

Cosca acababa de llegar al lado de uno de los cerezos, para sentarse en el suelo y apoyar la espalda en su tronco. Era como si disfrutase de un día veraniego. Sin tener en cuenta, ciertamente, la mano ensangrentada con la que se agarraba el estómago. Monza llegó cojeando hasta él, clavó la punta de la Calvez en el césped y se arrodilló a su lado.

—Déjame ver —y comenzó a desabrochar los botones de la guerrera de Cosca. Pero antes de llegar al segundo, él, con mucha delicadeza, cogió sus manos, la que tenía llena de sangre y la que estaba destrozada, con una de las suyas.

—Aunque me haya pasado muchos años deseando que me quitases la ropa, creo que ahora debo decirte con la mayor educación posible que no servirá de nada. Estoy acabado.

—¿Tú? Jamás.

—Monza, me la ha metido por las tripas —apretó las manos con más fuerza—. Se ha terminado —cuando sus ojos fueron hacia la puerta, ella escuchó el ruido de metal que los soldados atrapados al otro lado hacían al querer abrirla—. Y vas a tener que enfrentarte a nuevos problemas. Piensa, chica, cuatro de siete —hizo una mueca—. Jamás creí que pudieras lograr cuatro de siete.

—Cuatro de siete —repitió Amistoso, que estaba junto a Monza.

—Me habría gustado que Orso fuese uno de ellos.

—Bueno —Cosca enarcó las cejas—. Es un noble empeño, pero ya no creo que consigas matar a ninguno más.

Escalofríos acababa de salir de la galería y caminaba despacio. Apenas le prestó atención al cuerpo empalado de Ganmark cuando pasó a su lado.

—¿No queda nadie? —preguntó.

—Aquí no —Amistoso miró hacia la puerta—. Creo que allí aún quedan unos cuantos.

—Eso me parecía —el norteño había estado bastante atareado. Su hacha, que llevaba colgando, su escudo mellado y las vendas que le cubrían media cara estaban manchados de sangre seca.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Monza.

—No sé muy bien cómo me encuentro.

—Me refiero a si estás herido.

—No más que cuando comenzamos… —se llevó una mano a las vendas—. Creo que, como dicen los montañeses, hoy me ha querido la luna —con el ojo que le quedaba, enfocó el hombro y la mano de ella, que estaban cubiertos de sangre. —Estás sangrando.

—Mi lección de esgrima se complicó.

—¿Necesitas una venda?

Ella asintió mientras miraba hacia la puerta, porque los gritos de los soldados talineses que se encontraban al otro lado eran cada vez más numerosos.

—Tendremos suerte si morimos desangrados.

—¿Y qué hacemos ahora?

Abrió la boca, pero no dijo nada. No tenía sentido combatir, aunque aún le quedasen fuerzas para hacerlo. El palacio no tardaría en llenarse con los hombres de Orso. No tenía sentido rendirse, aunque ella tampoco fuese de las que lo hacían. Tendrían suerte si llegaban vivos a Fontezarmo para ser ajusticiados. Benna siempre le había advertido de que no pensaba las cosas con la antelación suficiente, y estaba en lo cierto…

—Se me ocurre una idea…

Day rompió a reír sin que viniera a cuento. Monza siguió su dedo hasta donde señalaba con él, hasta el tejado situado encima del jardín, bizqueando por la luz del sol. Una figura de negro se sentaba en el tejado, recortándose contra la claridad del cielo.

—¡Muy
buenas
tardes! —Monza jamás habría pensado que pudiese alegrarse de escuchar la voz burlona y ronca de Castor Morveer—. ¡Quería contemplar la famosa colección del duque de Visserine, pero, al parecer, se ha perdido por completo! ¿Alguna de ustedes, personas de lo más amables, podría decirme dónde se encuentra? ¡Había oído decir que tenía la obra más célebre de Bonatine!

Monza señaló con un pulgar ensangrentado la escultura en ruinas y dijo:

—¡Casi toda la colección está hecha pedazos!

Vitari, que acababa de aparecer al lado del envenenador, tiraba despacio de una cuerda.

—Acaban de rescatarnos —dijo Amistoso con un gruñido, pero casi con el mismo tono de voz con el que podía haber dicho: «Acaban de matarnos».

Monza apenas tenía fuerzas para alegrarse. Aunque no estaba muy segura de si debía hacerlo.

—Day, Escalofríos, por aquí.

—Al momento —Day tiró la ballesta y echó a correr. El norteño miró durante un instante a Monza como si estuviese preocupado y la siguió.

—¿Y él? —dijo Amistoso, que aún seguía mirando a Cosca. El viejo mercenario parecía haberse quedado dormido, porque movía los ojos por debajo de los párpados—. Tenemos que levantarlo. Echadme una mano —y le pasó un brazo por debajo de la espalda para levantarlo.

Pero Cosca despertó con un sobresalto y dijo con una mueca:

—¡Ah! No, no, no, no, no —Amistoso volvió a dejarlo con mucho cuidado en el suelo y Cosca meneó su cabeza llena de costras, respirando con mucha dificultad—. No voy a subir por una cuerda para caerme muerto en un tejado. Este lugar es tan bueno como cualquiera, y además hace muy buen tiempo. Llevaba muchos años intentando morirme. Permitidme que ahora lo consiga.

Monza se agachó a su lado y dijo:

—Más bien creo que estás mintiendo una vez más y que quieres cubrirme la retaguardia.

—Bueno, quizá quiera que me dejes aquí… porque me gusta mirarte el trasero —enseñó los dientes, hizo una mueca y rezongó. El ruido del metal contra la puerta era cada vez más fuerte.

—No tardarán en llegar —Amistoso le acercó su espada—. ¿La necesitas?

—¿Para qué? Andar con esas cosas es lo que me ha hecho meterme en este lío —intentó moverse, pero su mueca se hizo mayor y terminó por volver a apoyarse en el tronco. Su piel comenzaba a adoptar el color de cera que tienen los cadáveres.

Vitari y Morveer acababan de subir a Escalofríos hasta el tejado. Monza hizo una seña con la cabeza a Amistoso y dijo:

—Tu turno.

Siguió acuclillado durante un instante, sin moverse, y miró a Cosca.

—¿Quieres que me quede?

El viejo mercenario cogió la enorme mano de Amistoso y sonrió mientras la estrechaba.

—Tu ofrecimiento me conmueve más de lo que pueda expresar con palabras. Pero no, amigo mío. Tira los dados por mí.

Other books

Good Bones by Margaret Atwood
A Lone Star Christmas by William W. Johnstone
How I Saved Hanukkah by Amy Goldman Koss
What a Rich Woman Wants by Barbara Meyers
The Merchant of Death by D.J. MacHale
The Life of Charlotte Bronte by Elizabeth Gaskell
The Immigrants by Fast, Howard.
The Runaway Bride by Carolyn Keene