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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La monja que perdió la cabeza (20 page)

BOOK: La monja que perdió la cabeza
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—Vamos —la animé—. Háblame de Querétaro. Ahórrate la parte sentimental. Sólo quiero el aspecto profesional.

—Ya sabes que tengo tendencia a mezclar una cosa con la otra.

Comíamos, y parecía que ella sólo pensaba en comer.

—Te ayudaré —dije—. Querétaro te contrató a primeros de mayo, sobre el nueve o el diez. Estaba buscando a la familia Gracián, del Poble Sec, y no progresaba. Para un norteamericano, el Poble Sec debe ser como una provincia del planeta Venus, y seguramente él es más un hombre de acción que de investigación y reflexión. Por eso te contrató a ti, para que le hicieras el trabajo de campo.

Asintió con la cabeza, sin mostrar ningún tipo de admiración por mis deducciones.

—Nos habíamos conocido en San Diego, California. Una convención de detectives privados. Ya sabes, una excusa para vendernos los últimos avances en electrónica del espionaje y para repartir tarjetas y decir: «Si necesitan ayuda en España, yo soy la mejor.» Allí, Humberto y yo pasamos un par de noches olvidables… Pero él conservó mi tarjeta y… sí, a principios del pasado mes de mayo se presentó en Barcelona y pidió mi colaboración.

—¿Qué quería, exactamente?

—Localizar a esta chica, Eulalia Gracián. En el barrio le habían contado que era monja y que se había metido a misionera y que se había ido a África, y él se vio perdido. No sabía por dónde empezar. Es mormón y no sabe nada de la Iglesia Católica.

—Y tú te pusiste manos a la obra y, en un santiamén…

—Bueno, no fue muy difícil.

—Su madre, Laieta, había muerto. El padre se había trasladado de casa…

—A un burdel de Picaterol de Bages. Eso me lo dijeron los del bar. Y en la parroquia me hablaron de la hija, Eulalia. El párroco sabía que Eulalia había dejado las Misioneras de la Divina Palabra para entrar en un convento de clausura, aunque no sabía cuál. Envié una carta dirigida a «Sor Eulalia Gracián» a todos y cada uno de los conventos de clausura de Barcelona. Dentro de la carta, una estampa de la Virgen. Me las devolvieron todas, excepto la que iba dirigida a las Hermanas de la Fe, y ya no me costó nada confirmar que Eulalia estaba en el convento de San Lucas, en la calle Provenza.

—¿Era eso lo que quería saber Querétaro?

—Con eso se dio por satisfecho.

—Y ¿para qué lo quería?

Ana apartó la vista y jugueteó con el tenedor y unos trocitos de atún. Durante la pausa, los dos meditamos sobre la importancia de la respuesta. En el ambiente flotaba la angustia de un secuestro y un asesinato.

—No me lo dijo. A mí sólo me contrató para que localizara a una persona.

—Y la localizaste, y ahora esa persona está muerta.

—Sí —dijo. Y añadió—: Una putada.

—Si quieres, puedes guardarte la información —le dije—, pero, cuanto más calles, más probable será que este asunto se vuelva en tu contra.

—¿Tú crees que debería ir a la policía para contar lo que ocurrió?

—Si no lo haces, tarde o temprano averiguarán tu intervención y entonces serán ellos los que vengan a buscarte. Y quien lleva el caso es el inspector Soriano, que no destaca precisamente por su don de gentes.

Miró a un lado y otro. Acercó su cabeza a la mía y alargó la mano y la puso sobre la mía.

—Mira —con un punto de desasosiego—, la impresión que tengo es que todo esto tiene que ver con los servicios secretos. John Le Carré, algo así. Humberto no me dio ninguna explicación porque se trataba de una cuestión de política y economía internacional.

—¿Estaño? —sugerí. Ella no reaccionó. «Pues a lo mejor»—. ¿Ruanda? —Asintió—. ¿Tuviste que investigar algo relacionado con Ruanda?

Le costó decírmelo. Miró su mano sobre la mía como si eso le diera confianza. Clavó sus ojos tan azules en los míos, como si estuviera a punto de hacerme una proposición indecente.

—Investigué al cónsul honorario de Ruanda en Barcelona. Un abogado que se llama Eleuterio Bernaola. Averigüé que no hay embajada de Ruanda en España, que las funciones de embajada se hacen desde París y que aquí funcionan por consulados honorarios.

—¿Y…?

Ya íbamos por el segundo plato.

—¿Quieres albóndigas? Hmmm, están buenísimas.

—¿Como antes?

—Como antes. Pruébalas.

Me ponía un trozo de albóndiga en la boca, con su tenedor.

—¿Quieres probar el cordero?

Yo le daba un poco de cordero. Como antes.

—¿Te acuerdas?

—Venga, venga, no divagues. Investigaste a ese abogado. —Me había anotado el nombre—. Eleuterio Bernaola. ¿Y?

—Nada. Rutina. Horarios. Entradas y salidas de casa. Mujer, dos hijos. Aficiones dominicales. Golf. Marca de coche. La madre, aristocrática, con una mansión en La Garriga. Para mí, todo aquello no tenía ningún significado, pero parece que para Humberto, sí.

—¿Tienes copias de todos estos informes?

—Sí.

—¿Me los dejarías?

—Hmmm.

—Y volviste a liarte con Humberto.

Hizo una mueca.

—Déjale en paz. Es peligroso.

—¿Fue peligroso para ti? ¿Te hizo daño?

—Digamos que tenía mal genio. Pero no, no me hizo daño. Me refiero a daño físico. Me hizo daño cuando llegué un día al hotel Colón y no estaba, y ni siquiera me había dejado una nota.

—Había conseguido lo que quería.

—Pero yo sólo le conseguí una parte. El también trabajaba por su cuenta.

—¿Viste si hacía algo raro?

—Hace rato que lo pienso. Pero sólo recuerdo dos cosas:

»Un día, llegué al hotel y él estaba en el bar, hablando con dos negros. Un hombre y una mujer. Muy bien vestidos. Como ejecutivos de multinacional. Cuando me vio, pegó un brinco, vino hacia mí, como si no quisiera que me acercara a los negros, y me sacó a la calle. Los negros salieron, como furtivamente, y se fueron sin despedirse. Humberto dijo: "Ruandeses", como si yo tuviera que entender lo que quería decir. Le pregunté: "¿Ruandeses?", pero no me contestó.

»Otra. En la habitación del hotel. Cada día nos metían el periódico por debajo de la puerta. Cuando yo salía de la ducha, él ya lo estaba leyendo, mientras desayunaba. Me acerqué por detrás y vi cómo arrancaba una página. Le pregunté: "¿Qué arrancas? ¿Qué haces?". Le provoqué un sobresalto, no había oído que me acercase. Y contestó: "No, nada, me guardo el crucigrama para practicar el español", y se metió la página en el bolsillo y cambió de tema. No sospeché nada. Pero al día siguiente, domingo, por la noche, me encuentro la página arrugada en la papelera. Y no era la de los crucigramas. Quedé un poco desconcertada.

De postre, helado de la casa, de turrón, de fabricación casera. Como antes.

Pedí café, aun siendo consciente de que me dificultaría conciliar el sueño por la noche. Y un Glenmorangie o un Macallan, lo que tuvieran, porque un día es un día y un reencuentro como aquél exigía un brindis. Ana también pidió un whisky. Como antes. Siempre brindábamos con whisky.

—Y ¿qué había en la página del periódico?

—Una noticia sobre la cárcel de Abu Graib, allí donde los norteamericanos torturaban a los prisioneros iraquíes.

Me quedé mirándola con las cejas fruncidas. ¿A qué venía ahora Irak? ¿Abu Graib?

—¿Conservas esa hoja de periódico?

Me mira y me mira.

—La tengo en casa.

—Y ¿aún vives cerca de aquí?

Asiente. «Sí.»

Un día, hacía años, Ana me había dicho:

—¿Por qué no me acompañas a casa? Vivo muy cerca, en la calle Sepúlveda.

Yo había tardado en contestar. Llevábamos mucho coqueteo acumulado. Bromas, manitas, roces, insinuaciones. Ahora, Marta estaba a mi lado y me leía el pensamiento, pero años atrás, cuando se dio aquella situación, Marta aún vivía y, por lo tanto, estaba en casa, o en el trabajo, lejos, no estaba a mi lado para mirarme y leerme sin tapujos el pensamiento. Ni siquiera sabía que yo había ido a comer con Ana al Esterri.

Aquel día, Ana puso su mano sobre la mía y dijo:

—Sólo será una aventura. No pienses en tu mujer. Nunca lo sabrá.

—No —dije. Y me sentí ridículo—. No puede ser.

Ella frunció los labios. Poco tiempo después dejó la agencia Biosca alegando que quería establecerse por su cuenta. Nunca pude quitarme de la cabeza que, en realidad, si se iba era por no tener que convivir más conmigo.

—Venga —decía ahora, unos cuantos años después—. Ahora ya no le debes fidelidad a nadie, ¿verdad?

Recordé a Fatmire, en casa, vestida únicamente con el tanga, sujetador y guantes blancos. Y, despiadado, pensé que mi pareja natural era Ana Homs. Con Ana Homs teníamos demasiadas cuentas pendientes.

—¿Vienes?

Yo dije:

—Sí. Vamos.

Nos levantamos de la mesa con la sensación de haber recuperado, con las albóndigas y la pierna de cordero y el vino y la gaseosa y el helado de turrón, sentimientos que creíamos muertos y enterrados.

Para llegar a su casa, teníamos que recorrer una travesía, subiendo por Villarroel. Durante el trayecto, ella me tomó de la mano.

—Eres mi asignatura pendiente —dijo de pronto—. …Eres el único hombre fiel que he conocido. Fiel de verdad y ahora, a mi edad, me doy cuenta de la importancia que tiene eso.

Yo pensaba en Fatmire y se me rompía el corazón. Fatmire y yo no teníamos ningún futuro. Ella tan joven, y tan kosovar, y tan puta, y tan desgraciada. Y yo. Era una extravagancia en mi vida. Pese a que me necesitara desesperadamente, pese a que conmigo hubiera encontrado una paz y una tranquilidad imprescindibles después de tantos años de sufrimiento, pese a que tuviera una pistola y que, de vez en cuando, angustiada y sola, la mirara con malas intenciones, Fatmire y yo no teníamos futuro. Con Ana, en cambio…

Y ¿con Ana sí? ¿Teníamos futuro, Ana y yo? En todo caso, ¿de cuántos años estábamos hablando?

Con Ana habíamos vivido el suficiente pasado como para podernos prometer un futuro razonablemente tranquilo.

Entramos en una portería de construcción reciente y los ojos líquidos de Ana me miraban con la confianza y satisfacción de quien pronto verá realizados sus sueños.

Llegamos al rellano del tercer piso. Salimos del ascensor. Ella buscó en su bolso y abrió la puerta marcada con el número dos.

Sonó mi móvil.

Ana miró el aparato con odio.

—¿Sí? —Hice el gesto de «sólo será un momento».

La voz de Soriano. Crispada, violenta.

—¿Esquius? Soriano. Venga inmediatamente a Jefatura.

—¿Por?

—Otro muerto. Un sacerdote llamado Valero. ¿Le suena?

—Sí.

—Le espero.

Ana entendía lo que estaba pasando. No sabía qué era exactamente, pero sabía de llamadas imperativas, que todo lo interrumpen, que exigen carreras y cancelaciones de citas y cambios de rumbo. La fatiga le nubló el rostro. De pronto, la vi cansada, muy cansada, demasiado cansada de enfrentarse a la adversidad.

—Tengo que irme —dije—. Ha aparecido el segundo hombre muerto. Ya sabes que siempre hay un segundo muerto que cambia la trayectoria de las historias.

No le hizo gracia. Tenía la expresión de quien está dando un salto en el vacío.

—¿Quién es?

¿Lo suponía? ¿Se lo temía?

—Mosén Valero.

—Hostia.

Cerró los ojos con dolor.

—¿También le conocías?

—Le seguí. Me lo pidió Querétaro.

—Y averiguaste dónde vivía, y sus horarios, y sus costumbres…

—… Sus inclinaciones… —dijo con intención.

—¿Por ejemplo?

—Revistas porno, paseos compulsivos por el Raval, mirando y mirando…

—¿Iba de putas?

—No. Miraba y salivaba. Se le iban los ojos, se le iban las manos. Como un generador eléctrico sobrecargado, a punto de fundirse.

El hecho de que tuviera que irme creaba un abismo entre los dos. Una cosa momentánea, provisional, nada definitivo, pero, de momento, no me podía quedar. Y ella lo sabía. Dijo: «Espera» y fue hacia el interior del piso. Nunca habíamos llegado tan lejos. Yo nunca había estado en aquel piso.

Volvió con una página de periódico doblada en cuatro. Me la dio.

—Gracias.

—Cuando vuelvas, te dejaré ver los informes sobre el cónsul honorario de Ruanda en Barcelona. Te espero.

—Bien.

—Hace muchos años que te espero.

El ascensor estaba en la planta. Me metí dentro y ella cerró la puerta del piso, y bajé repitiéndome: «Hace muchos años que te espero.»

ACTO SEXTO
Escena 1

Camino del aparcamiento, fui leyendo la página del periódico.

15 de mayo de 2004.

Después del escándalo de las torturas que habían trascendido a los periódicos, el Pentágono prohibía emplear determinados métodos en el interrogatorio de prisioneros iraquíes. Cuatro soldados esperaban ser juzgados por aquellos hechos. Donald Rumsfeld, secretario de Defensa norteamericano, decía que los métodos eran de lo más normal. Y había una foto de una soldado llamada Linndie England, que un día sacó a pasear una persona como si fuera un perro y se hizo retratar, muy orgullosa de su hazaña.

Y ¿qué más?

Una columna de opinión donde se hablaba de la muerte de Jesús Gil y la relatividad de la reputación. El autor repasaba los disparates que había cometido el presidente del Atlético de Madrid y alcalde de Marbella sin olvidar su responsabilidad en aquella desgracia de Los Ángeles de San Rafael, en 1969, cuando se derrumbó un restaurante que el magnate había hecho ampliar sin la intervención de ningún arquitecto, provocando cincuenta y ocho muertos y ciento cuarenta y siete heridos. Pero el columnista relativizaba la culpabilidad del prohombre, porque, según decía, la muerte provoca lágrimas y las lágrimas hacen indulgente la mirada. Muchas eran las personas que habían sido felices gracias a Jesús Gil, muchas le agradecían su gestión en el Ayuntamiento de Marbella, muchas celebraban los éxitos del Atlético de Madrid, que le atribuían, y muchas se habían reído a gusto con sus exabruptos, y eran estos resultados positivos los que debían prevalecer después de su muerte y de los no pocos errores que pudiera haber cometido, como nos ocurre a todos, tarde o temprano.

No me gustaba el periódico, ni el artículo, ni el autor del artículo.

¿Qué más?

El anuncio de una inmobiliaria a pie de página. Deluxe Fincas, Bcn.

Y, en el reverso, otro anuncio, de la Dirección General de Tráfico. Una foto truculenta, coche destrozado y cadáveres esparcidos alrededor y un eslogan del estilo de «Mira lo que te puede pasar si vas a más de 200». Pretendían meterles miedo a los conductores ignorando que, para los jóvenes, un anuncio así es un desafío equivalente a «Hay que tenerlos bien puestos para ir a 200», y ya tenemos a una legión de conductores jóvenes que, después de hacer
puenting, rafting
, barranquismo, ala delta y paracaidismo, se lanzan a 200 por la autopista para demostrar que los tienen más bien puestos que nadie. Si no hubiera peligro, ¿qué gracia tendría?

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