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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La monja que perdió la cabeza (22 page)

BOOK: La monja que perdió la cabeza
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Y, dominado por estas reflexiones y probablemente impresionado por la muerte prematura de un sacerdote faldero, y necesitado de olvidar mis problemas familiares, enlacé por la cintura a mi preciosa visitante y la besé en la boca, y ella notó mi erección y dijo, sin separar sus labios de los míos, «¡Ostras!», y la llevé a la cama, y busqué mi realización como persona olvidándome por un momento de las necesidades, los deseos y los traumas de Fatmire.

Más tarde, abrazado a Ana, dije en un murmullo, como si temiera que Fatmire fuera a oírnos:

—Mañana te voy a necesitar.

—Ya lo sé —contestó—. Yo también te voy a necesitar.

Escena 3

Martes, 3 de julio

El timbre de la puerta sonando con insistencia, y Fatmire que contesta.

—¿Sí?

Pero ¿no se había ido? Y ¿qué hacía contestando a la puerta?

Imaginé que velaba el sueño de Ana y el mío, que protegía nuestras horas de intimidad y de placer y que quería decirles a los que le llamaban que no eran oportunos ni bienvenidos, que lo intentaran un poco más tarde. Pero yo ya me había despertado y, de repente, la cama de matrimonio volvía a estar ocupada por una digna sucesora de Marta (ya veríamos qué opinaba Marta al respecto) y yo me levantaba y me ponía la bata roja con ideogramas chinos y me calzaba las pantuflas mientras recordaba que mi hijo Oriol y mi nuera me tenían que traer un armario de persiana.

Se reía Marta al fondo del pasillo. «¡En qué líos te metes, Angelito!»

—Tú calla.

Fatmire me esperaba en el recibidor con cara de sufrimiento. Les había dicho que no subieran, pero insistían, no sabía qué hacer… Aunque era innegable que el calor apretaba, me habría gustado verla vestida con otra ropa. El
top
y aquellos
shorts
vaqueros que le dejaban la mitad de las nalgas al aire podían estar muy bien para ir a la playa o para alternar en la barra del Campanudo, pero a primera hora de la mañana no es la ropa más indicada, y los guantes blancos cantarían más que nunca. Cuando le hacía señales desesperadas para que se metiera en su dormitorio (o sea, en el de Mónica), Oriol salió del ascensor y me sorprendió gesticulando como si estuviera loco.

—¿Qué haces?

—¿Yo? Nada, hombre, nada.

—¿Puedes ayudarme? Ya lo tenemos aquí.

Lo habían subido en el ascensor. No era un armario demasiado grande, pero en la cabina sólo habían cabido el mueble y él, y Silvia estaba subiendo a pie, y ahora, él solo, no podía sacarlo. De manera que tuve que salir al rellano a echarle una mano. Tú empuja, que yo tiro, que a ver por dónde lo cojo, esas situaciones tan complejas de los traslados de muebles, y de repente nos encontramos a Fatmire a nuestro lado, ayudando, los guantes blancos, el
top
, las nalgas redondas, las piernas larguísimas, aquellos pechos que eran como una descarada provocación, «vamos, a la de tres», y entonces se nos unieron Silvia y los gemelos, tan alborotados como de costumbre, «¡Ostras, mamá, mira la novia del tati, cómo va vestida!» y Ana, que aparecía envuelta en el batín de baño y con cara de sueño, «pero ¿qué está pasando aquí?».

Las pupilas de todos los ojos (excepto los míos) iban de Fatmire a mí, de Fatmire a Ana, de Ana a mí, de mí a los niños y de Silvia a Oriol y de Oriol a Silvia.

—Vamos, vamos, no perdamos tiempo, que los vecinos necesitarán el ascensor.

—Pero ¿qué es esto? —dijo Ana.

—Un armario —le contestó Oriol.

Ana no le hizo ningún caso. Ella no se refería al armario y tampoco estaba interesada en ninguna respuesta que no saliera de mi boca.

—¿Quién es esta chica?

—La novia del tati, ¿no lo ves? —la informó Aina—. ¿Y tú quién eres? ¿Otra novia? ¿También vas desnuda?

Ana se puso colorada y se cerró la bata hasta el cuello.

—Que no, que no. Novia, no, yo. Yo, kosovar, de Kosova —decía Fatmire al mismo tiempo.

Tirando del mueble hacia el piso «cuando diga tres». Y, por fin, en el vestíbulo: «Y ahora, ¿dónde lo metemos?»

—Pues no lo sé, no lo he pensado.

—¿Cómo que no lo has pensado, papá? —Silvia estaba nerviosa por la presencia de Fatmire y Ana delante de los niños y le rezumaba la mala leche—. ¿Venga a insistir con que te demos el armario y, cuando te lo traemos, no sabes dónde meterlo? Pues, para que lo sepas, nos ha costado mucho trasladarlo. Y todavía tengo que llevar a los niños al cole, y tengo que ir a trabajar, que supongo que ya llego tarde… —Me parece que tenía ganas de continuar diciendo: «¡Y, entretanto, tú tirándotelas de dos en dos!»

Ana negaba con la cabeza, contestándose a preguntas íntimas y personales cuya formulación exacta sólo ella conocía. Fatmire la miraba desafiante. A mí me daba miedo que empezaran a tirarse de los pelos, y me parece que Silvia y Oriol compartían mis temores.

Mis nietos, no.

—¿Y el DVD de los Miniclones? —preguntaban—. ¿Y el DVD de los Miniclones?

—Eh, ah, sí, todavía no he podido comprarlo…

—Ooooh, y ¿por qué?

—Y ¿por qué? ¿Por qué?

—Y ¿cuándo lo comprarás?

—¡Niños! —Silvia iba a morder a alguien de un momento a otro—. ¡Venga, vámonos de una vez, que es tarde!

—Bueno, nosotros ya nos íbamos… —dijo enseguida mi hijo, por si quedaba alguna duda.

Les costó arrastrar a los gemelos, que consideraban que la casa del abuelo era mucho más divertida que la escuela. Lo cierto es que yo no me esforzaba mucho por echarles, porque me angustiaba la perspectiva de quedarme solo y tener que encararme con Fatmire y con Ana.

—¡Bueno, a ver! —grité. Y, señalando a Fatmire con autoridad—: ¡Babet! ¡Haga el favor de ir a la cocina a preparar el desayuno!

Ella alzó la barbilla. Su mirada altiva y la tristeza en las comisuras de los labios me revelaron que no le había gustado nada que la llamara Babet. Era como devolverla a la barra del Campanudo, era el adiós más definitivo. No obstante, se alejó hacia la cocina, moviendo el culo bajo la mirada estupefacta de Ana.

—Pero… —Por fin se dignó a decir algo.

—¿No te había hablado de Babet? Es la, eee, mi ayudante, asistenta doméstica, secretaria, bueno, un poco de todo.

—¿Ah, sí?

Media hora después, Ana y yo desayunábamos atendidos por una Fatmire que, con la incoherencia de aquellos guantes blancos, interpretaba el papel de criada, mientras yo comentaba que hoy en día había muchas criadas kosovares, pobre gente, y que teníamos que ayudarles, porque, imagínate, después de todo lo que han pasado en sus países, y ahora se ven aquí sin papeles y, además, eran muy trabajadoras y tenían muchos estudios.

Ana me miraba intensamente.

Escena 4

Deluxe Finques BCN estaba en un edificio de la Vía Augusta, en una esquina, enfrente de un concesionario de coches de lujo. Fachada de cristal que permitía ver el interior de diseño ocupado por una chica guapísima, posiblemente elegida en un cásting de
top models
, y un joven figurín esbelto y muy peinado que se dirigía a ella como si tuviera muchas cosas que enseñarle.

Ana y yo les observábamos desde el otro lado de la calle. Yo no había conseguido quitarle a Ana de la cabeza que Fatmire (bueno, Babet) era una esclava sexual.

—Es igual, déjalo —decía ella, displicente.

—No, no lo olvidemos —protestaba yo—. ¿Cómo puedes suponer que tengo una esclava sexual en casa?

—Por favor, Esquius. —De pronto le parecía más oportuno dirigirse a mí por el apellido.

—Pero Ana, ¿no me conoces?

—Pues, por lo visto, no te conozco lo suficiente.

—Ana…

Se volvió hacia mí, sonrió y me acarició la mejilla.

—Vamos a dejarlo, ¿vale? —dijo. Pero no sabía acariciar. Era demasiado fuerte, demasiado dura, demasiado enérgica para dejarlo. Estaba cabreada y no podía disimularlo. Mientras decía «vamos a dejarlo» y me pasaba los dedos por la mejilla, estaba pensando «me cago en la madre que te parió» y se le notaba, no podía evitarlo. Fue una caricia con tundente como una bofetada—. Ya se me pasará. Deja que me calme, vamos a trabajar y después hablamos, ¿de acuerdo?

Me sentí como debe de sentirse una mujer cuando tiene la sensación de que el hombre, después de conseguir acostarse con ella, no sabe cómo quitársela de encima.

—De acuerdo —dije. ¿Qué otra cosa podía decir?

A trabajar significaba conseguir que aquellos dos agentes de la propiedad inmobiliaria (APIs) nos dijeran qué piso o qué casa había alquilado Humberto Querétaro, pero ya contábamos con que no sería nada fácil. Seguro que, trabajando donde trabajaban y vistiendo como vestían, serían profesionales de pies a cabeza, discretos como tumbas. A aquella gente no les sacaríamos un dato ni agarrándolos por el cuello y zarandeándolos.

Bueno, pero Ana y yo también éramos profesionales distinguidos de nuestro ramo.

Ella cruzó la calle, muy decidida, y vi cómo empujaba la puerta acristalada y avanzaba hacia el API varón. Se estrecharon las manos, intercambiaron una sonrisa, se sentó cada uno a un lado de una mesa y ella empezó a hablar. Él le ofreció una publicación, y la hojearon con las cabezas muy juntitas.

Yo iba a marcar un número en el móvil cuando el aparato sonó, con vida propia. Contesté.

—¿Esquius? —tronó la voz histérica de Biosca—. ¡Zafarrancho de combate! ¡Cumbre a la una y media, en el Epulón! ¡Mariscada y gabinete de crisis, ¿de acuerdo?! ¡Deje todo lo que tenga entre manos y póngase a mis órdenes, porque la causa le necesita!

—¿Puedo preguntar qué pasa?

—¡Claro que puede preguntarlo!

Y colgó.

Marqué en el móvil el número que había escrito en los cristales del edificio de enfrente, bajo las palabras DeLuxe Fincas BCN.

Vi que la API mujer guardaba unos papeles que estaba mirando antes de descolgar el auricular del teléfono de sobremesa.

—¿Diga?

—¿Fincas DeLuxe? —pregunté.

—¿Sí?

—Perdone la pregunta pero ¿le suena el nombre de Humberto Querétaro?

Una ese arrastrada con interrogante de duda:

—¿Sssssí?

—Es cliente suyo, ¿no?

—¿Sssssí?

—Bueno, yo me llamo Ramón Parramón, y necesito que me proporcione una información. Soy amigo del señor Humberto Querétaro, que sé que les alquiló una finca. Acabo de llegar de Estados Unidos y me urge localizarle…

—Perdone, pero no veo cómo podría ayudarle…

—Sí —«¡Sí, mujer, no sea tonta!»—. Si me dice la dirección del apartamento que le alquiló al señor Querétaro…

—Es que no puedo decírselo.

—Por favor. Hable con su jefe. Estoy seguro de que no tendrá inconveniente…

—Un momento.

La API apretó una tecla que interrumpía momentáneamente la conversación y se dirigió al API varón que conversaba con Ana. Intercambiaron unas palabras. El API varón se disculpó con una sonrisa espléndida, cogió el auricular del teléfono de la mesa de su compañera, activó la comunicación y dijo:

—Sí, ¿buenos días?

Yo le repetí mis pretensiones.

—Disculpe —me dijo—, pero tenemos como norma no facilitar a nadie ningún dato de nuestros clientes. Aparte del secreto profesional, garantizamos una discreción absoluta.

Ana se daba aire con la revista. Aquello significaba: «Déjalo, Ángel. Ya lo tenemos.» De manera que me rendí.

—Bueno, bien, en fin…

—Lo lamento.

—Me hago cargo. Ya me espabilaré.

—Siento no poder ayudarle.

—No se preocupe. Gracias de todas formas.

Me fui hacia el coche. Allí esperé que Ana se despidiera amablemente, saliera de la tienda de casas de superlujo, cruzara la calle (yo la miraba por el retrovisor) y subiera a mi querido Volkswagen Golf.

—Villa Inés.

La API mujer le había dicho al API varón:

—Llama un señor que insiste en saber qué chalé le alquilamos al señor Humberto Querétaro.

—¿Humberto Querétaro?

—Sí, el americano aquel que alquiló Villa Inés.

Ana y yo, dentro del coche, ojeamos el prospecto que le habían dado en la agencia. Estaba lleno de fotos y datos de las casas que DeLuxe Fincas BCN tenía por ofrecer. Enseguida encontramos Villa Inés. Una mansión de tres plantas, en la avenida de Vallvidrera, construida sobre una parcela de mil metros cuadrados, con jardín, piscina, garaje, sótano, invernadero, cinco habitaciones, tres cuartos de baño, cocina muy espaciosa, cinco mil quinientos euros al mes.

Yo celebré el éxito y procuré que no volviera a salir el tema de la esclava sexual. No obstante, Ana se comportó como si tuviera prisa por salir galopando hacia nuevos horizontes sexuales.

—Tengo que ir a la policía —dijo de repente, como si fuera una sublime decisión.

Yo mismo se lo había aconsejado, pero no pude evitar que aquella frase me sonara a deserción.

—Eh, pero… Ahora tendríamos que ir a visitar Villa Inés…

—Si quieres contar conmigo, tendremos que hacerlo mañana. Yo… Creo que tengo que ir a la policía a contarles lo que sé y a darles la copia del informe de Eleuterio Bernaola. No puedo desentenderme. No sé cómo va acabar todo esto, pero si descubren mi intervención en este asunto y que les oculto información, me juego la licencia. Como mínimo.

Me parece que levanté una ceja más que otra.

—¿Qué hay en este informe?

—Nada.

—Me parece que ayer me dijiste otra cosa.

—Bueno, yo no sé encontrar interés alguno a esa información. Ya te dije que ese tal Eleuterio Bernaola llevaba una vida muy aburrida. Asesor fiscal…

—Los asesores fiscales tienen la oportunidad de cometer fraudes de muchos millones de euros… —sugerí.

—En todo caso, yo no descubrí nada de eso. Ya te lo dije. Le pinché el teléfono…

—Ilegalmente.

—Sí, pero hay muchas conversaciones que no entendí. Supongo que hablaba en ruandés, o en swahili…

—¿Un abogado de Barcelona que habla en ruandés o swahili?

Me fulminó con la mirada. Ahora le salía la energía, el cabreo, la venganza por tener una esclava sexual en casa.

—No insistas, Ángel. Esta información se la daré a la policía. Y les contaré también mi relación con Humberto Querétaro. Lo siento. Si no te gusta, lo siento, pero yo no me la juego. —Por la manera como lo dijo, esta última frase podía traducirse como: «Yo no me la juego por ti porque ahora ya sé cómo eres.»

Abrió la puerta del Golf. Ya se iba. Bueno, ella era así y no había nada que hacer.

—Esta noche te llamo —le dije—. ¿De acuerdo?

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