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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

La muerte de lord Edgware (10 page)

BOOK: La muerte de lord Edgware
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—No; únicamente me dijo que dentro de poco tiempo me lo explicaría todo. Iba a hacer venir a su hermana de América para reunirse con ella en París; estaba loca por ella. Creo que es una muchacha muy delicada y amante de la música —y miss Driver acabó—: Les he referido todo cuanto sé respecto a Charlotte. ¿Es lo que ustedes querían saber?

Poirot movió afirmativamente la cabeza, al mismo tiempo que decía:

—Sí; confirma mi hipótesis, aunque, la verdad, esperaba algo más. Ya me figuraba yo que habrían recomendado a miss Adams que guardase el secreto, pero confiaba en que, siendo mujer, no hubiera podido contenerse y lo hubiese revelado a su mejor amiga.

—Por mi parte hice cuanto pude por hacerla hablar —dijo Jenny—; pero me dijo, riendo, que ya me lo contaría algún día.

Poirot guardó silencio por un momento; luego dijo:

—¿Conoce usted a lord Edgware?

—¿La víctima de ese asesinato? Lo he leído en un periódico hace media hora.

—Sí. ¿Sabe usted si miss Adams le conocía personalmente?

—No lo creo. Estoy segura de que no. ¡Oh!, espere usted un minuto.

—Lo que usted quiera, señorita —dijo Poirot amablemente.

—¿Cómo fue...? ¿Cómo fue...? —frunció el entrecejo y se apretó las sienes, como tratando de recordar—. ¡Ah, ya lo tengo! Habló una vez de él muy agriamente.

—¿Agriamente?

—Sí; dijo... A ver si lo recuerdo... ¡Ah, sí! «Los hombres como ese no hacen más que arruinar la vida de los que les rodean con su crueldad y falta de comprensión.» Dijo además... ¿Qué dijo, señor? —recordaba de nuevo—. ¡Ahora! Dijo: «Es de esa clase de hombres cuya muerte será un bien para todos.»

—¿Recuerda cuándo dijo eso, señorita?

—Debe de hacer un mes.

—¿Cómo fue hablar de él?

Jenny Driver se quedó pensativa durante unos momentos, y después movió la cabeza.

—No puedo acordarme. Sin duda fue al leer su nombre en algún periódico. Pensando en ello más tarde, me extrañó que Charlotte se hubiese mostrado tan vehemente al hablar de un hombre a quien ni siquiera conocía.

—Realmente es extraño —dijo Poirot pensativamente. Luego preguntó—: ¿Sabe usted si miss Adams tenía la costumbre de tomar veronal?

—Que yo sepa, no. Nunca le vi tomarlo; ni habló siquiera de ello.

—¿Vio usted alguna vez en su monedero una cajita de oro con las iniciales C. A. en rubíes?

—¿Una cajita de oro? No, no la he visto nunca.

—¿Recuerda usted dónde estuvo miss Adams en noviembre último?

—A ver..., un momento —recordó—. A últimos de ese mes se fue a Estados Unidos, pero antes estuvo en París.

—¿Sola?

—Desde luego, aunque usted no lo crea; no sé por qué, siempre que se nombra a París ha de imaginarse uno lo peor, cuando en realidad es una ciudad muy respetable.

—Bien, señorita. Ahora voy a hacerle a usted una pregunta muy importante. ¿Había algún hombre por el cual miss Adams estuviese interesada especialmente?

—La contestación es un no rotundo —dijo Jenny lentamente-. Charlotte, en todo el tiempo que la conocí, no hizo más que ocuparse de su trabajo y de su delicada hermanita. Era el cabeza de familia y todo dependía de ella, actitud muy digna de encomio. De todas maneras, eso lo digo yo sin ahondar demasiado en su vida, juzgando sólo por las apariencias.

—¿Y si ahondáramos? ¿Cree usted...?

—No me extrañaría que Charlotte se hubiese interesado por algún hombre.

—¡Ah!

—Claro que ésta es una simple conjetura mía. Llegó a ocurrírseme esta idea, sencillamente, por su comportamiento de estos últimos meses. Sufrió un cambio radical, era otra distinta..., aunque no se hizo precisamente soñadora, pero estaba algo abstraída. ¡Oh, no sé cómo explicarlo! Es una cosa que cualquier mujer lo entendería fácilmente. Además, es posible que esté yo equivocada al pensar todo esto.

—Gracias, señorita —dijo, y añadió inmediatamente—: Otra cosa antes de despedirnos: ¿tenía algún amigo miss Adams cuya inicial corresponda a la letra D?

—¿D? —repitió Jenny Driver pensativamente—. No, no recuerdo ninguno.

Capítulo XI
-
Egoismo y vanidad

No creo que Poirot esperase otra contestación. De todas maneras, movió la cabeza contrariado y quedóse un rato pensativo. Jenny Driver se inclinó hacia adelante, apoyando los codos sobre la mesa.

—Bueno —dijo—. ¿Van, por fin, a contarme algo ustedes?

—Señorita —dijo Poirot—, ante todo, permítame que la felicite. Sus respuestas a todas mis preguntas han sido muy interesantes. Dice usted que si voy a contarle algo, y debo contestarle que muy poco, únicamente le referiré unos hechos.

Se detuvo un momento, y luego siguió hablando muy despacio:

—Anoche, lord Edgware fue asesinado en su biblioteca. A las diez, una señora, supongo que su amiga, miss Adams, llegó a casa de lord Edgware preguntando por él. Dicha señora se presentó como si fuese lady Edgware. Llevaba una peluca rubia y vestía exactamente igual que la verdadera lady Edgware, quien, como usted debe saber ya, es la conocida actriz Jane Wilkinson. Miss Adams, suponiendo que fuese ella, permaneció en la casa sólo un momento. Salió de allí a las diez y cinco, y hasta pasada la media noche no volvió a su domicilio, donde se acostó, después de tomar una dosis excesiva de veronal. Ahora, señorita, ya sabe usted a qué obedece mi interrogatorio.

Jenny dejó escapar un profundo suspiro.

—Sí —dijo—, ya lo comprendo. Creo que tiene usted razón al suponer que fue Charlotte quien se presentó en casa de lord Edgware. Y lo creo porque ayer estuvo en mi tienda para comprarse un nuevo sombrero.

—¿Un nuevo sombrero?

—Sí; me dijo que quería un sombrero que le tapase el lado izquierdo de la cara.

Debo dar ahora algunas explicaciones referentes a los sombreros, ya que no sé cuándo se leerá este relato.

Por aquella época estaban de moda varias formas de sombreros: el
cloche
, que ocultaba el rostro tan por completo, que le era a uno difícil reconocer a una amiga; otro de los modelos en boga era uno que se colocaba en equilibrio, inverosímilmente ladeado; se usaba también la boina, entre varias más. «June», el sombrero que hacía furor, era algo así como un plato sopero invertido. Aquel sombrero, llamémosle así, puede decirse que iba colgado de una oreja, dejando uno de los lados del rostro completamente descubierto.

—Esos sombreros se llevan corrientemente al lado derecho, ¿verdad? —preguntó Poirot. La sombrerera asintió.

—Sin embargo —añadió—, hacemos algunos para llevarlos al izquierdo, pues hay quien prefiere más el perfil izquierdo que el derecho, o que se peina siempre de la misma manera. Ahora bien: para que Charlotte desease que ese lado de la cara le quedase cubierto, tendría sus razones.

Aquellas palabras me hicieron recordar que la puerta de la casa de Regent Gate se abría a la izquierda, de modo que todo el que entrara quedaba plenamente visible al criado. Recordé que durante la cena del Savoy advertí que Jane Wilkinson tenía en el ángulo del ojo izquierdo un lunar. Me apresuré a poner en conocimiento de Poirot ese detalle, por si él no se había fijado.

—¡Eso es, eso! —exclamó mi amigo—.
Vous avez parfaitement raison
. Hastings; ya está explicada la adquisición del sombrero.

—Monsieur Poirot —exclamó Jenny, levantándose—. Usted no creerá ni por un momento que Charlotte lo..., que Charlotte lo... mató. No puede usted creer tal cosa. El que hablara con tanta acritud de él, no...

—No, no lo creo —la tranquilizó—; pero es raro, muy raro. ¿Qué le haría lord Edgware o qué sabía de él para que hablarse así?

—No lo sé, pero estoy segura de que no fue ella quien lo mató. ¡Oh!..., era... demasiado refinada. Poirot movió la cabeza, aprobando.

—En eso tiene razón. Es un detalle psicológico que hay que tener en cuenta, pues el asesinato fue un asesinato científico, pero no refinado.

—¿Científico?

—El asesino conocía exactamente el lugar donde debía dar el golpe para encontrar el centro vital de la base del cráneo, donde éste se une con la espina dorsal.

—Como si fuese un médico —dijo Jenny pensativa.

—¿Sabe usted si conocía mis Adams a algún médico? Mejor dicho, si era amiga de algún médico. La joven hizo un gesto negativo.

—Que yo recuerde, nunca habló de ninguno.

—Otra pregunta: ¿usaba gafas miss Adams?

—¿Gafas? No, no.

—¡Ah! —Poirot frunció el ceño.

Una extraña visión pasó entonces por mi cerebro. Vi un médico muy corto de vista y unas gafas muy fuertes, oliendo a ácido fénico, algo absurdo.

—Otra cosa aún. ¿Conocía miss Adams a Bryan Martin, el actor de cine?

—¡Ya lo creo! Le conocía desde pequeña, según me dijo. De pronto miró el reloj y lanzó una exclamación:

—¡Caramba! Me voy volando. ¿Le he servido de algo, monsieur Poirot?

—¡Ya lo creo! Quizá algún día solicite de nuevo su ayuda.

—Estoy a su disposición.

Nos estrechó las manos, al mismo tiempo que iluminaba su rostro una hermosa sonrisa, y se marchó.

—Una muchacha interesante —dijo Poirot mientras pagaba las consumiciones—. Tiene verdadera personalidad.

—A mí también me ha gustado.

—Siempre es grato encontrar una persona con cerebro.

—Un poco dura de corazón. La muerte de su amiga no parece haberle impresionado mucho.

—Sí; parece que no es muy impresionable.

—¿Has sacado de esta entrevista lo que esperabas?

Negó con la cabeza. Después dijo:

—No, esperaba mucho más; esperaba descubrir a D., la persona que le regaló a Charlotte la cajita de oro, y me ha fallado. Por desgracia, Charlotte Adams era una muchacha reservada, no de las que cuentan a las amigas sus asuntos amorosos. Por otra parte, el organizador de la farsa pudo no ser amigo suyo, sino simplemente un conocido que le propusiera la suplantación por mero pasatiempo. Siempre, claro está, a base de dinero, y pudo muy bien ser la cajita de oro la que llevaba su contenido.

—Pero ¿cómo diablos se lo hizo tomar? ¿Y cuándo?

—Quizá mientras estuvo abierta la puerta del piso..., al ir la criada a Correos a echar la carta. Pero no, esto no me convence, deja demasiado margen a la casualidad —y añadió—: Bueno, ahora a trabajar; tenemos dos posibles pistas.

—¿Cuáles?

—En primer lugar, esa llamada telefónica al número de Victoria. Es probable que Charlotte Adams, al volver
a
su casa, quisiera telefonear para notificar su éxito; pero, por otro lado, ¿dónde estuvo entre las diez y cinco y las doce de la noche? Quizá estuviera citada con el autor de la farsa. En tal caso, la llamada telefónica no tiene importancia, pues sería simplemente
a
un amigo cualquiera.

—¿Y la segunda pista?

—¡Ah!, de esa espero más; se trata de la carta, Hastings, la carta a su hermana; puede que en ella haya referido toda la broma, no juzgándolo como una falta al silencio prometido, ya que esa carta no sería leída hasta una semana más tarde y en país extranjero.

—Ojalá fuese así.

—De todos modos, no nos hagamos demasiadas ilusiones, amigo mío. Es tan sólo una probabilidad; por ahora debemos dirigir nuestras pesquisas hacia otro lado.

—¿A qué lado te refieres?

—Sí; debemos hacer un minucioso estudio de todos aquellos a quienes de algún modo favorece la muerte de lord Edgware. Me encogí de hombros y dije:

—Si no es a su mujer y a su sobrino...

—Te olvidas del individuo con quien ella quería casarse.

—¿El duque? Pero ¡si está en París!...

—Perfectamente. Pero no me negarás que es uno de los interesados. Además, hay otras personas en la casa: el mayordomo, las criadas. Quién sabe los resentimientos que podían tener contra el viejo. Aunque creo que nuestro primer punto de ataque debe de ser Jane Wilkinson. Es una mujer astuta; tal vez ella pueda sugerirnos algo.

Y una vez más nos dirigimos hacia el Savoy.

Encontramos a la viuda rodeada de cajas, papeles de seda y de sillas sobre cuyos respectivos respaldos descansaban algunos lindos trajes negros. Jane tenía una expresión absorta mientras se probaba otro sombrerito negro ante el espejo.

—¿Usted por aquí, monsieur Poirot? Siéntese, es decir, si es que encuentra algún sitio para hacerlo —y dirigiéndose a la camarera, dijo—: Ellis, ¿quieres hacer el favor de arreglar un poco todo esto?

—Está usted encantadora vestida así —dijo Poirot galantemente. Jane le miró muy seria.

—Yo no soy hipócrita, monsieur Poirot; pero se deben guardar las apariencias, ¿no le parece a usted? Debo andarme con cuidado. ¡Oh!, a propósito: el duque me ha enviado un telegrama dulcísimo.

—¿Desde París?

—Sí, dándome el pésame; pero yo he leído entre líneas todo su gran amor.

—La felicito, señora

—¡Oh, monsieur Poirot! —juntó las manos y su cálida voz descendió de tono; tenía una expresión angelical—. He reflexionado sobre todo lo ocurrido, que es milagroso. De pronto todas mis preocupaciones se han alejado. Ya no son necesarios lo enfadosos trámites del divorcio. No tendré la menor molestia. Mi camino se ha despejado y todo va viento en popa. Esto hace que hasta me sienta religiosa.

Me quedé sin aliento. Poirot la miró un poco cabizbajo. Ella estaba seria.

—Pero ¿eso es todo lo que a usted se le ocurre?

—¡Las cosas han sucedido de un modo tan estupendo para mí! —dijo Jane en un murmullo—. La de veces que yo había pensado: «¡Si Edgware se muriese!», y Edgware ha muerto. No sé..., parece una respuesta a mis oraciones...

Poirot tosió.

—No veo yo las cosas del mismo modo, señora. Tenga usted en cuenta que
alguien
mató a su marido.

Ella movió la cabeza.

—Desde luego.

—¿No ha pensado usted en quién puede ser ese alguien? La actriz le miró.

—¿Qué puede importarme eso? ¿Qué tiene que ver conmigo? El duque y yo queremos casarnos, de todas maneras, dentro de cuatro o cinco meses...

Poirot contuvo su indignación con dificultad.

—Sí, señora; ya lo sé. Pero descontando eso, ¿no se le ha ocurrido a usted pensar en quién puede haber matado a su marido?

—No, no —parecía muy sorprendido por aquella pregunta.

—¿Es que no le interesa a usted saberlo? —preguntó Poirot.

—Creo que no —admitió ella—. Supongo que ya lo descubrirá la Policía. La Policía es muy inteligente, ¿verdad?

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