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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

La muerte de lord Edgware (3 page)

BOOK: La muerte de lord Edgware
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—Iré a verle —prometió Poirot.

—Pensará usted algo, ¿verdad? Dicen que es usted el hombre más inteligente de Inglaterra.

—Señora, antes me dijo usted que era el hombre de peor corazón de Europa; en cambio, tratándose de inteligencia, afirma sólo que soy el más inteligente de Inglaterra.

—Por eso no se enfade; juraré que es el más inteligente del mundo. Poirot le tendió la mano.

—Señora, no puedo prometerle nada; si voy a visitar a lord Edgware, será sólo para estudiarle psicológicamente.

—Psicoanalícele tanto como quiera. Tal vez así logre sacar algo de él Y se despidió de nosotros con una de sus encantadoras sonrisas.

Capítulo III
-
El hombre del diente de oro

Unos días más tarde, mientras almorzábamos, Poirot me tendió una carta que acababa de recibir.


Mon ami
—dijo-. ¿Qué te parece esto?

La carta era de lord Edgware, quien, en tono ceremonioso, le citaba para la mañana siguiente a las once.

Debo confesar que quedé muy sorprendido. Había tomado las palabras de Poirot como cosa ligera, pronunciadas en un momento de jovialidad, y no tenía la más ligera idea de que hubiera dado ningún paso para cumplir su promesa.

Poirot, con su viva inteligencia, comprendió lo que pasaba por mi mente, y sus ojos brillaron un momento.

—Pues sí,
mon ami
, no fue sólo cosa del champaña.

—Yo no he dicho eso.

—Sí, hombre, sí. Tú pensabas: el pobre promete cosas que no ha de cumplir, que no tiene la menor intención de cumplir. Pero, amigo mío, las promesas de Hércules Poirot son sagradas.

Al decir las últimas palabras se irguió majestuosamente.

—Ya lo sé, hombre, ya lo sé —dije apresuradamente—; pero pensé que tal decisión la tomaste sin meditar, a la ligera, como si dijéramos... influido por el momento.

—No acostumbro a que nada ni nadie influya, como tú dices, en mis decisiones. El mejor y más seco de los champañas, la más seductora de las mujeres, no tienen la menor influencia en las decisiones de Hércules Poirot. Nada,
mon ami
, que me interesa el asunto. Eso es todo.

—¿Los amores de Jane Wilkinson?

—No precisamente sus amores. Eso es una cosa muy vulgar. Es uno de tantos pasos de la carrera de una mujer hermosa y egoísta. Si el duque de Merton, además de parecerse a un monje de leyenda, no poseyese un título, puedes estar seguro de que no le interesaría mucho tiempo. No, Hastings; lo que me atrae sobre todo es el estudio de los caracteres. Me entusiasma poder estudiar a lord Edgware en la mayor intimidad.

—¿Y esperas salir triunfante de la misión que te han encomendado?


Pourquoi pas?
Todo hombre tiene sus flaquezas, pero no creas que porque estudie el caso desde un punto psicológico no he de hacer cuanto pueda para salir airoso de la comisión que se me ha encargado. Claro está que me distrae mucho ejercitar el ingenio.

—Así, ¿iremos mañana, a las once, a Regent Gate? —pregunté.

—¿Iremos...?

Poirot levantó burlonamente las cejas.

—¡Poirot! —grité—. No querrás prescindir de mí, ¿verdad? Siempre he ido contigo a todas partes.

—Si se tratase de un crimen misterioso, de un envenenamiento, de un asesinato, ¡ah!, son cosas con las que tu alma se deleitaría. Pero un simple asunto de sociedad...

—No hablemos más —dije con firmeza—. Iré contigo, y basta.

Poirot me miró suavemente, y en aquel momento nos avisaron de que un caballero deseaba vernos.

Con profundo asombro nos encontramos con que el visitante era Bryan Martin.

El actor parecía mucho más viejo a la luz del día. Era guapo, pero de una belleza marchita. Se advertía en él una especie de hiperestesia nerviosa que hacía suponer que era esclavo de las drogas.

-Buenos días, monsieur Poirot —dijo con gran cortesía—. Veo que están ustedes almorzando. Lamento haberles interrumpido, pues acaso estarán muy ocupados.

-No —dijo Poirot, sonriendo amablemente—. De momento no tenemos ningún asunto de importancia entre manos.

-¡Qué cosa más rara! —dijo sonriendo Bryan—. ¿Ningún aviso de Scotland Yard? ¿Ninguna investigación delicada por cuenta de la casa real? Es increíble.

—Usted, amigo mío, confunde la ficción teatral con la realidad —dijo Poirot, mientras asomaba a sus labios una sonrisa—. Por el momento, como le he dicho, no tengo ningún trabajo.
Dieu merci
.

—Bueno, eso es una suerte para mí —dijo Bryan, sonriendo a su vez—. Acaso quiera usted encargarse de algún asunto mío.

Poirot miró atentamente al joven.

—¿Tiene usted algún trabajo para mí? —preguntó al cabo de unos momentos.

—Bueno..., le diré. Lo tengo y no lo tengo.

Esta vez la sonrisa que asomó a sus labios era más bien nerviosa. Mientras le miraba pensativamente, Poirot le ofrecía una silla. El joven se sentó frente a nosotros, pues yo lo había hecho junto a Poirot.

—Ahora —dijo mi amigo— explíquenos de qué se trata.

—El caso es que no puedo decirles tanto como yo quisiera —dudó un momento—. Es algo difícil. Verán, el suceso tuvo lugar en América

—¿En América?

—Un simple incidente atrajo mi atención. Es el caso que, viajando en tren en una ocasión, observé a cierto sujeto. Era un joven de aspecto desagradable, completamente afeitado, que llevaba lentes y un diente de oro.

—¡Ah! ¿Un diente de oro?

—Exactamente. Esa es la clave del suceso. Poirot movió la cabeza.

—Comprendo; siga usted.

—Como le decía, me fijé por primera vez en aquel joven en un viaje a Nueva York. Seis meses después, estando en Los Ángeles, volví a ver otra vez al individuo en cuestión. No sé cómo fue, pero el hecho es que me fijé en él. Un mes más tarde tuve necesidad de ir a Seattle, y a poco de llegar allí, lo primero que veo es a mi amigo, sólo que aquella vez lucía una hermosa barba.

—Muy curioso.

—¿Verdad que sí? Claro está que entonces no se me ocurrió que semejante sujeto tuviese nada que ver conmigo; pero cuando vi a mi hombre otra vez en Los Ángeles, sin barba; en Chicago, con bigote y las cejas distintas, y en un pueblo de las montañas disfrazado de vagabundo, entonces empecé a sospechar.

—No era para menos

—No cabía la menor duda de que me seguía.

—Desde luego.

—Dondequiera que fuese, allí estaba junto a mí, como mi sombra, mi perseguidor con distintos disfraces; pero afortunadamente, gracias al diente de oro, siempre le reconocía.

—Una verdadera fortuna ese diente de oro.

—¡Ya lo creo!

—Perdone, míster Martin, ¿habló usted alguna vez con aquel hombre? ¿Le preguntó la causa de su persistente persecución?

—No, no lo hice —el actor dudó un momento—. Estuve tentado de hacerlo dos o tres veces, pero no me decidí. Creí que lo único que lograría con ello sería ponerlo en guardia, sin conseguir nada en absoluto. Seguramente, en cuanto ellos se hubiesen dado cuenta de que le había descubierto, hubiesen hecho que me siguiera otro, otro a quien no me fuese posible reconocer.

—En effet, otro sin ese utilísimo diente de oro.

—Exactamente. Quizá me equivoqué, pero yo lo consideré mejor así.

—Un momento, míster Martin. Usted ha aludido a «ellos» hace un momento. ¿A qué «ellos» se refiere usted?

—Es una simple forma de expresión mía, aunque presiento, no sé por qué, de un modo vago, que «ellos» existen en el fondo de ese suceso.

—¿llene usted alguna razón que motive ese presentimiento?

—Ninguna

—¿Y dice usted que no tiene la menor idea del porqué le seguían?

—En absoluto. Por lo menos...


Continuez
—dijo Poirot, animándole.

—Se me ocurre una cosa —dijo Bryan Martin, lentamente—. Es una simple conjetura

—Una conjetura, señor mío. puede muy bien ser a veces una solución.

—Está relacionado con un incidente ocurrido en Londres hace unos dos años. Fue un incidente sin importancia; pero tan inexplicable, que me ha sido imposible olvidarlo. Me ha tenido mucho tiempo preocupado, todo porque no he podido encontrarle hasta ahora ninguna explicación. Bien pudiera ser que esa persecución estuviera ligada de alguna manera con él; pero, ¡por mi vida!, que yo no sé por qué ni cómo.

—Quizá pueda yo explicárselo.

—Tal vez, pero... —la turbación de Bryan Martin renacía—. Lo difícil del caso —continuó— es que no puedo contárselo a usted..., de momento. Hasta dentro de unos días no estaré en situación de hacerlo —aguijoneado por la interrogadora mirada de Poirot, continuó con desesperación—: Es que..., ¿sabe usted?, se trata de una mujer.

—¡Ah!
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¿Una mujer inglesa?

—Sí. ¿Cómo lo sabe usted?

—Muy sencillo. Usted no me lo puede contar hasta dentro de dos o tres días, lo que significa que ha de obtener para ello el permiso de la joven. Por tanto, ella está en Inglaterra También debía estar en Inglaterra durante el tiempo que fue usted perseguido, pues, de haber estado en América, hubiesen ustedes hablado entonces de lo que ocurría. Por consiguiente, si ha estado en Inglaterra durante los últimos dieciocho meses, lo más probable es que sea inglesa. Muy sencillo, ¿verdad?

—Sencillísimo. Ahora bien, monsieur Poirot, si ella me autoriza ¿ querrá usted encargarse de este asunto?

Siguió una pausa. Poirot parecía darle vueltas al caso en su cerebro. Al fin dijo:

—¿Y por qué no ha acudido usted a ella antes de acudir a mí?

—Porque... yo pensé... —volvía a dudar—. Yo quería convencerla de que se debían aclarar las cosas... Mejor dicho, quería que fuese usted quien las aclarase; pero antes quiero saber si, al encargarse usted de la investigación, hará público lo que resulte de ella...

—Según... —dijo Poirot tranquilamente.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que si se trata de algún crimen... sí.

—¡Oh! No se trata de ningún crimen.

—Usted no lo sabe; podría ser.

—Pero ¿hará usted cuanto pueda por ella..., por nosotros?

—Eso, desde luego —permaneció unos instantes en silencio y, al fin, dijo—: Dígame: ese perseguidor, esa sombra de usted, ¿qué edad tenía?

—¡Oh!, era muy joven; tendría unos treinta años.

—¡Ah! —dijo Poirot—. Eso es muy interesante.

Le miré asombrado, lo mismo que Bryan. Aquella observación de Poirot estoy seguro de que era tan inexplicable para el actor como para mí. Bryan me interrogó con la mirada Yo moví la cabeza.

—Sí —repitió Poirot—, ese detalle hace el asunto mucho más interesante.

—Acaso fuera más viejo —dijo Bryan, como dudando—, pero no lo creo.

—No. Estoy seguro de que su observación es cierta, míster Martin, y es muy interesante, mucho.

Desconcertado por las enigmáticas palabras de Poirot, Bryan Martin parecía no saber qué decir ni qué hacer. Al fin, se puso a hablar de asuntos triviales.

—Interesante reunión la de la otra noche —dijo—. Jane Wilkinson es la más despótica de las mujeres.

—De una mujer hermosa se puede aguantar todo —repuso Poirot, parpadeando. Si tuviese la nariz respingona, el cutis terroso, el cabello grasiento, no se la soportaría, puede estar seguro.

—Está usted en lo cierto —asintió Martin—. A mí me vuelve loco algunas veces. De todos modos, soy un buen amigo suyo. No creo que en ciertas cosas, ¿comprende usted?; no creo que obre muy cuerdamente.

—Pues a mí, por el contrario, me hizo el efecto de una mujer muy práctica.

—No lo he dicho en este sentido. Ella puede administrar perfectamente sus intereses, y sé que se ha entregado de lleno y con astucia a los negocios, aunque, claro está, no puede decirse que honradamente.

—¡Ah?

—Es, lo que se dice, un ser amoral. Para ella no existe lo justo y lo injusto.

—Recuerdo que usted dijo algo por el estilo la otra noche. Estábamos hablando de crímenes, cuando...

- ¡Ah!,¿sí?

- A mí no me sorprendería que Jane llegase a cometer algún crimen.

-Usted debe de conocerla muy bien —murmuró Poirot, pensativamente-—. Han trabajado ustedes mucho tiempo juntos, ¿verdad?

—Sí. La conozco perfectamente y la creo capaz de matar a cualquiera.

—¡Ah! ¿Tiene temperamento pasional?

—Al contrario; es fría como el hielo. Pero si alguien se interpusiese en su camino, lo suprimiría sin la menor vacilación. Según ella, quien se interponga en el camino de Jane Wilkinson debe ser eliminado sin otra solución.

Había una profunda amargura en estas últimas palabras. Yo me pregunté qué le recordarían.

—De modo que usted cree que sería capaz de cometer un asesinato.

Poirot le miraba atentamente. Bryan dejó escapar un suspiro.

—Lo creo, y tal vez uno de estos días tenga usted ocasión de recordar mis palabras. La conozco muy bien, ¿sabe usted? Mataría con la misma tranquilidad con que se bebe una taza de té. ¿Comprende lo que quiero decir, monsieur Poirot?

Se puso en pie.

—Sí —dijo Poirot tranquilamente—; lo comprendo.

—Yo la conozco muy bien —repitió Martin. Permaneció un momento en silencio, y, al fin, dijo, variando de tono—: Y respecto al asunto que hemos hablado, ya se lo explicaré dentro de unos días. Se ocupará usted de él, ¿verdad?

Poirot le miró un momento en silencio.

—Sí —dijo al fin—; me ocuparé de él. Lo encuentro ... interesante. Había algo extraño en la forma con que pronunció las últimas palabras.

—Acompaña a míster Martin —me dijo. Al salir, me dijo Bryan:

—¿Ha entendido usted lo que ha querido decir al referirse a la edad de aquel sujeto? No veo que sea tan interesante el que tenga cerca de treinta años.

—Ni yo tampoco —le aseguré.

—Parece una incongruencia. Seguramente habrá querido burlarse de mí.

—No lo crea —dije—. Poirot es un hombre serio. Confie en él. Ese detalle tiene la importancia que él le ha dado.

—Bueno, que me aspen si lo entiendo.

Se marchó y yo subí a reunirme con mi amigo.

—Poirot —le dije—, ¿qué tiene que ver la edad del perseguidor de Bryan Martin en ese asunto? ¿En qué lo relacionas?

¿No lo comprendes? ¡Pobre Hastings! —movió la cabeza sonriendo, y, al fin, preguntó—: ¿Qué piensas tú, en resumen, de esta entrevista?

- Es tan poco! No sé qué decirte. ¡Si supiéramos algo más!

- Pero, sin saber nada más, lo poco que conocemos, ¿no te sugiere alguna idea,
mon ami
?

BOOK: La muerte de lord Edgware
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