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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (45 page)

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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Los médicos han hecho todo lo posible, pero sucede de todos modos. Más tarde descubro que Henry llegó justo antes del final, pero no le dejaron entrar. He estado durmiendo, y cuando me despierto, es tarde, de noche, y Henry se encuentra a mi lado. Está pálido y ojeroso, en silencio.

—Oh —farfullo—, ¿dónde estabas?

Henry se inclina sobre mí y me abraza con cuidado. Noto su barba incipiente contra mi mejilla, que me raspa, y no hablo de la piel, sino de mi interior. Se abre una herida, noto el rostro de Henry humedecido, pero ¿acaso son suyas las lágrimas?

Jueves 13 de junio y viernes 14 de junio de 1996

Henry tiene 32 años

H
ENRY
: Llego a la unidad del sueño agotado, como me ha pedido el doctor Kendrick. Es la quinta noche que paso en este lugar, y a estas alturas ya conozco los preliminares. Me siento sobre la cama de un dormitorio extraño y falso, que imita al de una casa, con el pantalón del pijama puesto, mientras la técnica de laboratorio del doctor Larson, Karen, me aplica crema en la cabeza y el pecho y engancha los cables en el lugar que les corresponde. Karen es joven y rubia, vietnamita. Lleva unas uñas postizas muy largas y exclama: «Uyyy, lo siento» cuando me rasca la mejilla con alguna. Las luces son tenues, la habitación es fría. No hay ventanas, salvo por un cristal de un solo sentido, que funciona a modo de espejo y tras el cual se ha acomodado el doctor Larson, o quienquiera que se encargue de controlar las máquinas esta noche. Karen termina con los cables, me desea buenas noches y sale del dormitorio. Por mi parte, me instalo en la cama con cuidado, cierro los ojos, e imagino unos trazos de pata de araña sobre largos rollos de papel cuadriculado grabando graciosamente mis movimientos oculares, la respiración y las ondas cerebrales desde el otro lado del cristal. Me duermo en cuestión de minutos.

Sueño que estoy corriendo. Corro entre bosques de matorrales densos y de árboles, pero al mismo tiempo los atravieso como si fuera un fantasma. Salgo a un claro, hay una fogata...

Sueño que practico el sexo con Ingrid. Sé que es ella, a pesar de que no puedo verle la cara, pero es su cuerpo, las largas y suaves piernas de Ingrid. Estamos follando en casa de sus padres, en la sala de estar, sobre el sofá, con la tele encendida y sintonizando un documental sobre naturaleza, en el que una manada de antílopes se precipita a la carrera, y luego se ve un desfile. Clare está sentada en una carroza pequeñita que también desfila, con la mirada triste y rodeada de gente muy alegre. De repente, Ing se levanta de un salto, saca un arco y unas flechas de detrás del sofá y dispara contra Clare. La flecha penetra en el televisor y Clare se lleva las manos al pecho, como Wendy en una versión muda de
Peter Pan.
Yo me pongo en pie y ahogo a Ingrid asiendo su garganta con mis manos, chillándole...

Me despierto. Tengo frío, estoy sudado y mi corazón late desbocado. Me encuentro en la Unidad del Sueño. Durante unos instantes me pregunto si me ocultan algo, si, de algún modo, pueden ver mis sueños, entender mis pensamientos. Me vuelvo de lado y cierro los ojos.

Sueño que Clare y yo caminamos por un museo, que es un palacio antiguo, en el que todas las pinturas están enmarcadas con marcos dorados y rococó y los visitantes llevan pelucas empolvadas y de considerables dimensiones y visten ropajes colosales, hábitos y pantalones hasta las rodillas. No se inmutan cuando pasamos junto a ellos. Clare y yo contemplamos los cuadros, pero en realidad no son pinturas, sino poemas, unos poemas a los que, en cierto sentido, se les ha otorgado presencia física.

—Fíjate —le digo a Clare—, ese es de Emily Dickinson.

«El corazón pide placer primero; y luego que lo excusen del dolor...» Ella se queda en pie frente al resplandeciente poema amarillo y parece calentarse junto a él.

Vemos poesía de Dante, Donne, Blake, Neruda, Bishop; nos entretenemos en una sala llena de Rilke, pasamos rápido entre los Beats y nos detenemos en Verlaine y Baudelaire. En ese preciso instante me doy cuenta de que he perdido a Clare, y camino, corro, regreso a las galerías. De repente, la encuentro: en pie ante un poema, un diminuto poema blanco metido en una esquina. Está llorando. Cuando me acerco a ella por detrás, veo el poema: «Ahora me acuesto para dormir, ruego al Señor que mi alma guarde por mí, y si tengo que morir antes de despertar, ruego al Señor que de mi alma se pueda encargar».

Me revuelco en la hierba, hace frío, y el viento sopla con fiereza sobre mí, estoy desnudo y aterido en la oscuridad, hay nieve en la tierra, me hinco de rodillas, sobre la nieve, la sangre gotea en la nieve, alargo el brazo...

—Santo cielo, está sangrando...

—¿Cómo diantres ha ocurrido?

—Mierda, se ha arrancado todos los electrodos, ayúdame a acostarlo sobre la cama...

Abro los ojos. Kendrick y el doctor Larson están agachados sobre mí. El doctor Larson parece triste y preocupado, pero Kendrick esgrime una radiante sonrisa en el rostro.

—¿Ya lo tiene? —pregunto.

—Ha sido perfecto —responde él.

—Fantástico —digo yo, y entonces me desmayo.

Dos

Domingo 12 de octubre de 1997

Henry tiene 34 años, y Clare 26

H
ENRY
: Me despierto y huelo a hierro. Es sangre. Hay sangre por todas partes, y Clare está acurrucada en medio, como un gatito. La sacudo, y ella me dice:

—No.

—Venga Clare, despierta, estás sangrando.

—Estaba soñando...

—Clare, por lo que más quieras...

Clare se incorpora. Tiene las manos, el rostro y el pelo cubiertos de sangre. Clare me enseña la mano y veo que sobre ella reposa un pequeño monstruo.

—Ha muerto —me dice simplemente, y se pone a llorar.

Nos sentamos juntos en el borde de la cama empapada de sangre, abrazados, y lloramos.

Lunes 16 de febrero de 1998

Clare tiene 26 años, y Henry 34

C
LARE
: Henry y yo estamos a punto de salir. Esa tarde nieva, y mientras me estoy calzando las botas suena el teléfono. Henry atraviesa el pasillo y se dirige a la sala para contestar.

—¿Diga? —oigo que dice—. ¿De verdad...? Pues... ¡Es cojonudo! Espere, voy a coger papel...

Noto un prolongado silencio, salpicado de vez en cuando por algún «espere, explíqueme eso». Me quito las botas y el abrigo y camino en sigilo hacia la sala de estar, con los calcetines puestos. Henry está sentado en el sofá con el teléfono en el regazo, como si fuera un animalillo doméstico, y va tomando notas con afán. Me siento junto a él y me sonríe. Miro el cuaderno; en la primera línea leo: «4 genes: por 4, intemporal, Reloj, nuevo gen = ¿viajero del tiempo? Crom= 17x2, 4, 25, 200+ repite TAG, ¿vinculado al sexo? no, +demasiadas recetas de dopamina, ¿y las proteínas...?». Es entonces cuando caigo en la cuenta: ¡Kendrick lo ha conseguido! ¡Ha encontrado la solución! No puedo creerlo. Lo ha hecho. Y ahora, ¿qué?

Henry cuelga el teléfono y se vuelve hacia mí. Su mirada refleja el estupor que siento yo.

—¿Qué pasará ahora? —le pregunto.

—Va a clonar los genes y a introducirlos en ratones.

—¿Qué?

—Va a crear ratones viajeros del tiempo, y después los curará.

Ambos empezamos a reír al mismo tiempo, y luego nos ponemos a bailar, lanzándonos en los brazos del otro y dando vueltas por la sala; reímos y danzamos hasta que caemos otra vez en el sofá, jadeando. Miro a Henry, y me sorprende que desde un punto de vista celular sea tan distinto, tan otro, cuando, en el fondo, es un hombre vestido con una camisa blanca abrochada de arriba abajo y un tabardo, cuyas manos conservan esa sensación de carne y hueso que noto entre las mías, un hombre que sonríe como un ser humano. Yo siempre supe que él era diferente, pero ¿qué más da? ¿Tanto esfuerzo por unas cuantas letras de un código? Sin embargo, de algún modo debe importar, y por esa misma razón tenemos que cambiarlo. Por eso en la otra punta de la ciudad el doctor Kendrick está sentado en su despacho, intentando solucionar el problema de crear ratones que desafíen las reglas del tiempo. Me río, pero se trata de una cuestión de vida o muerte, y entonces dejo de reír y me llevo la mano a la boca.

Intermezzo

Miércoles 12 de agosto de 1998

Clare tiene 27 años

C
LARE
: Mi madre se ha dormido, finalmente. Duerme en su propia cama, en su dormitorio; al fin ha escapado del hospital, solo para descubrir que su habitación, su refugio, se ha transformado en otra habitación de hospital. Sin embargo, ahora ya ha perdido el conocimiento. Se ha pasado toda la noche hablando, llorando, riendo, chillando, gritando: «¡Philip!», «¡mamá!» y «No, no, no...». Toda la noche los grillos y las ranas de san Antonio de mi infancia han pulsado su cortina eléctrica de sonido, y la luz nocturna le ha tornado la piel como la cera de abejas, sus manos huesudas se agitaban a modo de súplica, agarraban el vaso de agua que yo le sostenía frente a sus labios encrostados. Ha llegado el alba. La ventana de mi madre da al este. Estoy sentada en la butaca blanca, junto a la ventana, de cara a la cama, pero sin mirar, sin mirar a mi madre, tan diminuta en su gran lecho, sin mirar los frascos de pastillas, las cucharas, los vasos, el palo del suero endovenoso con la bolsa que cuelga obesa de fluido, el dispositivo LED parpadeando en rojo, la cuña, el pequeño receptáculo en forma de riñon para vomitar, la caja de guantes de látex y el contenedor de basura con la etiqueta de advertencia biorriesgo, llena de jeringas ensangrentadas. Miro por la ventana, hacia el este. Unos pájaros cantan. Distingo el sonido de las palomas, que viven en las glicinas, al despertarse. El mundo es gris. Lentamente el color se va filtrando, no con dedos rosados, sino como una mancha de un naranja sangriento que se extiende despacio, alargándose un minuto en el horizonte y luego inundando el jardín, luz dorada, cielo azul, hasta que todos los colores vibran en sus lugares asignados, las enredaderas de campanitas, las rosas, la salvia blanca, las caléndulas, brillando todas ellas como el cristal bajo el rocío de la nueva mañana. Los abedules plateados de los márgenes del bosque se balancean como cuerdas blanquecinas suspendidas del cielo. Un cuervo vuela sobre el césped, su sombra vuela por debajo, y coinciden los dos cuando aterriza bajo la ventana y grajea, una sola vez. La luz encuentra la ventana y crea mis manos y mi cuerpo, robusto en la butaca blanca de mi madre. El sol se levanta.

Cierro los ojos. El aire acondicionado ronronea. Tengo frío, me levanto, voy a la otra ventana y lo apago. Ahora la habitación está en silencio. Me acerco a la cama. Mi madre está inmóvil. La esforzada respiración que me acechaba en sueños se ha detenido. Tiene la boca algo abierta y las cejas levantadas, como acusando sorpresa, aunque los ojos permanecen cerrados; podría estar cantando. Me arrodillo junto a la cama, retiro las mantas y apoyo la oreja sobre su corazón. Su piel conserva el calor. Nada. Ni un solo latido, ni la circulación de la sangre, ni el aliento siquiera infla las velas de sus pulmones. Silencio.

Levanto su cuerpo deshecho y maloliente entre mis brazos, y es perfecta, vuelve a ser mi propia madre, mi madre preciosa y perfecta, durante tan solo un momento, aun cuando sus huesos se clavan en mis pechos y la cabeza le pende, aun cuando su vientre infestado por el cáncer mimetiza la fecundidad, ella se yergue en mi recuerdo resplandeciente, riendo, aliviada: libre.

Se oyen pasos en el pasillo. La puerta se abre y oigo la voz de Etta.

—¿Clare? Oh...

Recuesto a mi madre sobre las almohadas, aliso su camisón, le atuso el pelo.

—Se ha ido.

Sábado 12 de septiembre de 1998

Henry tiene 35 años, y Clare 27

H
ENRY
: Lucille era la única que amaba el jardín. Cuando veníamos de visita, Clare solía atravesar la puerta principal de Casa Alondra del Prado y dirigirse directamente a la puerta trasera en busca de Lucille, que casi siempre estaba en el jardín, lloviera o hiciera sol. Cuando se encontraba bien, la veíamos arrodillada en los parterres, sacando las malas hierbas, trasplantando o abonando las rosas. Al ponerse enferma, Etta y Philip la bajaban envuelta en mantas y la instalaban en su silla de mimbre, a veces junto a la fuente, en ocasiones bajo el peral, donde pudiera ver cómo Peter trabajaba, cavaba, podaba e injertaba. Cuando Lucille se encontraba bien, solía comentarnos los logros de su jardín: los pinzones de cabeza roja que finalmente habían descubierto el nuevo dispensador de alimento, las dalias, que habían dado mejor resultado del esperado junto al reloj de sol, la nueva rosa que resultó poseer una horrible tonalidad lavanda, pero que era tan vigorosa que mi suegra era reacia a desprenderse de ella. Un verano Lucille y Alicia realizaron un experimento: Alicia pasaba varias horas al día tocando el violonchelo en el jardín, para comprobar si las plantas reaccionaban ante la música. Lucille juró que sus tomates jamás habían estado tan hermosos, y nos mostró un calabacín del tamaño de mi muslo. Así que consideraron que el experimento había sido un éxito, aunque no volvió a repetirse porque fue el último verano que Lucille se encontró con fuerzas suficientes para ocuparse del jardín.

Lucille crecía y menguaba con las estaciones, como una planta. En verano, cuando aparecíamos todos, Lucille se recuperaba y la casa tronaba con los felices gritos y golpes de los hijos de Mark y Sharon, quienes se revolcaban como marionetas dentro de la fuente y retozaban pegajosos y llenos de vida sobre el césped. Lucille a menudo iba sucia, pero siempre elegante. Se levantaba para saludarnos, con el pelo blanco y cobrizo recogido en un grueso moño, salvo por unos mechones grasientos que le caían de cualquier modo sobre la cara, los guantes de jardinero de cabritilla y unas herramientas de Smith & Hawken que lanzaba al suelo para recibir nuestros abrazos. Lucille y yo siempre nos besábamos con mucha formalidad, en ambas mejillas, como si fuéramos unas condesas francesas muy ancianas que llevaran tiempo sin verse. Fue exquisita en su trato conmigo, aunque era capaz de devastar a su hija con una sola mirada. La echo de menos. En cuanto a Clare... bueno, decir que Clare «la echa de menos» sería una expresión inadecuada. Clare se siente privada de su presencia. Entra en la sala y olvida qué había ido a buscar. Clare se sienta con un libro y lo mira fijamente sin volver la página durante una hora; pero no llora. Clare sonríe si le cuento un chiste. Clare come lo que le pongo delante. Cuando le hago el amor, intenta seguirme con todo su empeño... y yo no tardo en dejarla tranquila, temeroso del rostro dócil y carente de lágrimas que parece hallarse a kilómetros de distancia. Echo de menos a Lucille, pero es de la presencia de Clare de quien me siento privado; Clare, que se ha marchado lejos y me ha dejado con esa extraña que solo guarda un gran parecido con ella.

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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