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Authors: Gaston Leroux

Tags: #Misterio, Intriga

La muñeca sangrienta (11 page)

BOOK: La muñeca sangrienta
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¿Y yo?… ¿Y yo?…

Yo estoy sobre la pista del hombre de los brazos rojos y del cuello de toro, que acaba de salir.

Quizá, gracias a él, sabré por fin quién es Gabriel.

Se ha llevado el cajón forrado con piel de un color indefinible que ya le vi debajo del brazo cuando apareció.

Como se dirigiera hacia la ciudad, esperé que atravesara el puente para franquearle a mi vez. Ahora pasa delante de la Morgue, siempre con la cabeza baja y la traza tímida, avergonzado de sus andares pesados y fuertes.

La noche es hermosa. Por la plaza de Notre Dame pasean familias.

Atraviesa el Sena. Toma el negro conducto de la calle de los Bernardinos, desemboca en el bulevar Saint-Germain, marcha a lo largo de las paredes de Saint-Nicolas-du-Chardonet y vuelve a la izquierda por la calle Saint-Victor.

Una vez allí, entra en una bodega, y cuando aparece en el umbral oigo varias voces que le saludan con estas palabras:


¡Hola, papá Macabeo!

La bodega es también casa de comidas… Hay gente cenando. Seguramente serán parroquianos… Mi entrada allí causará sensación… No visto con gran elegancia… ¡Bah! Me tomarán por un estudiante de medicina recientemente instalado en el barrio.

Lo principal es no perder de vista a
papá Macabeo…

Por cierto que, sin contestar al siniestro remoquete, ha ido a instalarse junto a una mesa arrinconada.

Por la puerta, abierta de par en par a la tibieza de la noche, veo cuanto pasa.

Por fin entro. Y los que cenan guardan silencio. Pero súbitamente dice una voz:

—¡Vaya guapo mozo!

Y noto risas ahogadas…

Como estoy acostumbrado, no paro mientes en la cosa… Mi vida sería un pugilato… Como es natural, lo que ha llamado la atención no es mi elegancia, muy relativa, sino mi fealdad… Y para que no me quepa duda, otro chusco dice:

—Oye, Carlos…, tu mujer, ¿no buscaba un amante?

Ahora ya son francas carcajadas.

Pero Carlos, que es el dueño, conserva la seriedad, único entre todos, y se me acerca para preguntarme qué deseo.

Ni he comido, ni sé cómo vivo, ni sé si tengo hambre, ni sé si podré comer… Como
papá Macabeo
, pido un trozo de Gruyere, pan y vino.

Los que cenan intentan varias veces trabar conversación con mi hombre.

—¿Ha sido hoy la
distribución
,
papá Macabeo
?

Papá Macabeo
acaba por enfadarse y, plegando el diario nocturno que leía mientras comía, mira a su interlocutor de arriba abajo, parece apreciar su esquelética estructura en su justo valor y le dice con voz dulce, que contrasta con su aspecto rudo y salvaje:

En la
distribución
, no daría yo de tu carroña ni diez francos, a pesar del cambio.

No cabe duda de que
papá Macabeo
es empleado de anfiteatro o cosa parecida.

No te enfades, Bautista —dice el otro levantándose—. ¿No se puede gastar una broma?

Espero a que Bautista se marche. Y por la conversación de los que cenan, que son algo colegas, o sea empleados en los hospitales de la orilla izquierda, me entero de que Bautista es un hombre huraño, nada amigo de bromas. Parece ser que se trata de un hortelano arruinado por el granizo y los usureros, y recogido por Jaime Cotentin (hablan de Cotentin con el mayor respeto), el cual lo empleó en los «trabajos prácticos» y luego se ha servido de él para sus trabajos particulares. Bautista es quien le recoge las piezas anatómicas que el estudiante necesita para sus experimentos personales. En la escuela, a ciertas horas que no son un inconveniente para nadie, han puesto a disposición del estudiante un pabellón en el que se encierran éste y
papá Macabeo
. Todo ello se hace a espaldas del reglamento. Pero nadie reclama. A Jaime Cotentin se le permite todo… ¿Acaso es un genio?…

13. UNA HERIDA MISTERIOSA

25 de junio
.—Ya conozco el domicilio de Bautista
(papá Macabeo)
; pero no le preguntaré quién es Gabriel.

No le preguntaré ni eso ni otra cosa.

Primero, porque es probable que no sepa nada, y luego, porque estoy casi seguro de que nada respondería.

Ese hombre ha de ser muy afecto a Jaime Cotentin para que éste, que no quiere
ayudante
, le haga asistir a sus trabajos, donde le presta una ayuda meramente material.

La cara tan vulgar (ni siquiera es feo) de Jaime Cotentin ha tomado súbitamente en mi espíritu proporciones inmensas. Y he querido leer algunos de los artículos que de vez en cuando publica en la nueva
Revista de Anatomía y Fisiología Humanas
. Son algo notable.

Hay en ellos una altura y una audacia de miras que trastornan todas las antiguas teorías. En otros tiempos no dudo que toda la vieja escuela se hubiera estremecido. Pero actualmente hay pasión por lo incógnito. La guerra ha pasado abriendo un abismo —o, si se quiere, colmándolo— entre el pasado y el porvenir.

A la vista tengo un artículo sobre «La degradación de la energía en el ser viviente», donde, a propósito de las tan interesantes teorías de Bernard Brunhes, se dicen estas frases, la última de las cuales me estremeció:

«En semejante termodinámica pudieran encontrarse cuerpos que se transformaran en cierto sentido, siendo así que la termodinámica clásica anuncia su equilibrio o su transformación en sentido inverso… Un sistema pudiera, en una transformación isotérmica,
proporcionar un efecto útil superior a su pérdida de energía utilizable
: EL MOVIMIENTO CONTINUO YA NO SERIA IMPOSIBLE».

Nada más fuerte ha escrito Duhem al fin de su obra sobre la viscosidad, el roce y los falsos equilibrios químicos… Y nos encontramos frente a la hipótesis de Helmholtz realizada, frente a la hipótesis de una
restauración posible de la energía utilizable en los seres vivos…

Es decir: ¡la derrota de la muerte!…

¡Siempre el movimiento continuo!…

Por lo tanto, el viejo relojero y el joven estudiante están animados por el mismo pensamiento; el primero, desde el punto de vista mecánico; el segundo, desde el punto de vista fisiológico…

¡Oh, qué intensa debe de ser la vida de los cerebros tras esta pared a lo largo de la cual me paseo esperando a Cristina… y que separa los dos extraños dramas cuya clave aún no poseo!…

Lo que tengo es la llave de la puertecilla que da al jardín de los Coulteray, en el cual me encuentro en este momento. Parece ser, porque yo no estaba presente cuando ella la ha pedido, que el marqués no ha puesto ninguna dificultad para entregarla… Me la ha dado con la mayor naturalidad del mundo:

—Puede venir cuando quiera… ¡Está en su casa!… Esto pasaba ayer… Hoy he de entregar la llave a Cristina… Pero son las cinco de la tarde y aún no ha vuelto… Hace varios días que es más cara de ver. Me figuro que Gabriel reclamará su cuidados…

La salud del hombre misterioso debe de ser mejor, a juzgar por los hermosos colores de Cristina…

La intervención quirúrgica le habrá salvado definitivamente. Y no desespero de volverle a ver paseando por el breve cercado de los Norbert, llevado del brazo por su bella enfermera…

Aunque resulte extraño, ¡me parece que voy a odiar a Cristina!… ¿Por qué?… ¡Oh misterios del corazón humano!, que dijo el otro… ¡Porque engaña con ése a Jaime Cotentin!…

Ahora que he penetrado un poco en el cerebro del estudiante, Cristina me resulta una muñeca odiosa, despreciable… Si no le quiere, ¡que no le prometa nada!… Si no le ama, ¡que se lo diga!… Pero ¡engañar a un hombre semejante!… ¡Hola, ya está aquí!… ¡Qué juventud!… ¿Cómo no habrá de curar Gabriel ante esa sonrisa?… ¡Unas manos tan lindas sacarían de la tumba a un muerto!…

A propósito de tumbas y de muertos… No he vuelto a ver a la marquesa… Por lo tanto, no tengo que buscar excusas para devolverle sus viejos escritos de brucólacos, que por cierto he continuado hojeando, y que han acabado por darme asco a causa de su estupidez.

En cambio, Cristina ha visto a la marquesa. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo? No lo sé.

Me ha dicho que la marquesa estaba otra vez malucha y que Saib Khan la veía casi a diario.

—¿Se ha retrasado? —pregunté a Cristina mirándola a los ojos.

—¿Por qué me mira siempre así? —preguntó ella acentuando su sonrisa—. Se diría que tiene algo que echarme en cara.

—Lo único que pudiera reprocharle es su ausencia.

—¡Qué galante! —dijo mirándome algo burlonamente por encima del hombro, y dirigiéndose a la bilblioteca.

Yo me había ruborizado hasta la raíz de los cabellos. ¡Pensar que he llegado a semejantes tonterías!… ¡Como si fuera un Adonis!…

Cuando, ya en la biblioteca, le di la llave del jardín, me dijo:

—Ahora es como si estuviéramos en nuestra casa… Llegamos por el jardín y nos vamos cuando queramos… No tenemos que tratar con el viejo portero ni tenemos que atravesar todo el palacio bajo las miradas inquisitivas de Sangor y entre las cabriolas simiescas de Sing-Sing.

—Eso usted… Yo no tengo llave…

—Mañana habrá hecha una igual para usted. Ya lo sabe el marqués. Quiere que estemos como en nuestra casa y que no nos moleste nadie.

—¿De veras?

—Tanto es así —dijo dirigiéndose a la puerta que comunicaba la biblioteca con el pequeño vestíbulo—, que esta puerta está cerrada, condenada… Solamente él puede entrar aquí…

—¿Sí? —pregunté asombrado—. ¡Cuántas precauciones!

—No quiere que la marquesa venga a estorbarnos.

—¡Comprendido, comprendido!

Yo hubiera debido alegrarme del aislamiento en que se nos dejaba a Cristina y a mi. Sin embargo, las muy oscuras circunstancias en que se producía el acontecimiento, así como el pensar en la otra mujer aislada que agonizaba arriba, agotada por una imaginación loca, me causaron cierto malestar que no sabría definir, pero que se experimenta en vísperas de alguna desgracia vagamente presentida… Y, efectivamente, varios minutos después, un incidente muy raro y hasta trágico vino a trastornarnos a Cristina y a mí en un grado que no sabría explicar…

Habíamos empezado a trabajar con una ventana abierta al jardín, cuando de repente fuimos sorprendidos por un gran grito de dolor que llenó todo el palacio…

Cristina y yo nos pusimos de pie, igualmente pálidos… ¡Habíamos reconocido la voz de la marquesa!…

Luego hubo gemidos, llamadas, gritos guturales de Sangor, maullidos de Sing-Sing y, sobre todo, órdenes breves repetidas y coléricas del marqués:

—¡Corred! ¡Más aprisa!…

En el vestíbulo, en la escalera, en todo el palacio, se oían grandes carreras y muebles derribados…

Me precipité a la puerta, que resistió. Cristina me dijo:

—¡Por el jardín, por el jardín!…

Y nos lanzamos al jardín, que por una pequeña avenida lateral comunicaba con el patio de honor, al que llegamos anhelantes…

En el umbral de la sombría bóveda, cuya puerta se hallaba cerrada, encontrábase el viejo portero, que parecía muy emocionado y estaba en pie, como incapaz de hacer ningún movimiento.

En cuanto nos vio, gritó:

—¡No intervengan!… ¡No intervengan!… Es otra crisis de la señora marquesa…

Seguimos adelante y, subiendo de cuatro en cuatro peldaños la escalinata, entramos en el palacio.

Todo el alboroto se oía ahora en el primer piso.

Guiados por un ruido de puerta rota y hundida, llegamos a un corredor que daba a las habitaciones de la marquesa… Había allí una puerta agujereada como por una catapulta. Luego, la alcoba de la marquesa…

La desventurada gemía y forcejeaba en manos del marqués… Llevaba un vestido de gala convertido en harapos… Las pieles de siempre estaban en el suelo, a sus pies, como una alfombra de nieve… Y ella estaba más blanca que sus pieles, más blanca que la nieve…

Sing-Sing, cuyos ojos de jade ardían con un brillo inaguantable, ayudaba al marqués en la sujeción de su esposa.

En cuanto la desgraciada nos vio, lanzó un gran grito en que ponía no sé qué esperanza:


¡Esta vez ha sido en el brazo!… Miren…

Levantó su brazo. Y vimos, no lejos del hombro, una heridilla por la que fluía abundantemente la sangre roja…

—¡Ah!
¿Estaban aquí?
—exclamó el marqués; y aquello me asombró, pues por lo visto, no nos creía en el palacio—. ¡Mejor!… Podrán ayudarme a calmarla… No pasa nada, absolutamente nada… Se ha hecho una heridilla…
¡Apuesto cualquier cosa a que es un pinchazo del rosal!
—… Pero se pone de una manera alarmante…

Mientras tanto, la marquesa no dejaba de repetir como en una especie de estertor:

—¡No me dejen!… ¡No me dejen, por favor!…

Acudió Sangor… También pareció tan sorprendido como su amo por encontrarnos allí… En la mano llevaba un frasco en cuya etiqueta leí:
Citrato de sosa
.

El marqués, en cuanto vio el frasco, gritó:

—¡No es eso, imbécil!… Te he pedido el
cloruro de calcio
.

Sangor se inclinó, se fue y volvió poco después con el cloruro de calcio pedido.

Bajo la acción del cloruro, pronto se detuvo la sangre que manaba de la pequeña herida… El marqués prodigaba cuidados a su mujer con gran dulzura y palabras de aliento, mientras ella se pasmaba…

Miré la herida. No era mayor de un buen pinchazo de alfiler.

Mientras tanto, se presentó el doctor indio.

El marqués le dijo:

—Se ha herido en el brazo y, naturalmente, ha habido una nueva crisis.

Saib Khan rogó que se le dejara solo con la enferma.

Ésta abrió los ojos y nos miró tan suplicante que me sentí hondamente conmovido. Sin embargo, ante las miradas de Saib Khan y del marqués, no se atrevió a decir nada. Sus temblorosos labios no dejaron pasar más que un débil gemido. Hubo que abandonarla.

El marqués nos lo indicaba ya. Salimos de la habitación. Nos seguían Sangor y Sing-Sing.

El marqués nos señaló la puerta hendida.

—He tenido que hundirla —nos explicó—. En sus crisis, no podemos dejar sola a la marquesa. Se mataría, se arrojaría por el balcón, se aplastaría la cabeza contra la pared…

—Pero ¿qué ha pasado? —preguntó Cristina.

Yo no pregunté nada. Estaba horriblemente turbado y apenas me atrevía a mirar al marqués, de tanto como temía que pudiera leer mis pensamientos, en mis inciertos y espantosamente inquietos pensamientos.

Nos llevó a un saloncillo reservado para la marquesa en la planta baja, y que aún tenía abierta una ventana al jardín. Junto a la ventana trepaba un rosal.

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