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Authors: Gaston Leroux

Tags: #Misterio, Intriga

La muñeca sangrienta (20 page)

BOOK: La muñeca sangrienta
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Los primeros requerimientos del sumario y los penosos interrogatorios que dejaban a Cristina abatida bajo el peso del más horrible recuerdo, hubieran contribuido a arrojar a la oscuridad de su pensamiento, si por casualidad hubiera aparecido, la aventura fantasmal en el fondo de la cual se debatía aquella pobre lady, tan pálida, tan pálida, que el marqués había traído de la India.

Una desgracia presente es egoísta. Exige todos los cuidados, atrae sobre sus heridas y no permite mirar alrededor más que cuando éstas se han cerrado… Además, no hay que olvidar que, en último término, había que demostrar la realidad del infortunio de la marquesa… El trocar era digno de tenerse en cuenta; faltaba saber si se le había atribuido una importancia exagerada o si se le había asignado un papel que no era el suyo…

De todos modos, con las emociones sangrientas de Corbilléres, el trocar que Cristina se había llevado en el bolso para enseñarlo a Benito había desaparecido… ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo?…

Sin duda cuando Cristina corría por los senderos resbaladizos, combatida por el miedo y por el viento. Se habría abierto el bolso y se habría escurrido el instrumento quirúrgico…

Cristina y Jaime no pensaron en ello hasta que les llegó el billete tan breve y tan lúgubre de la marquesa.

La visión de la pequeña Anie ardiendo en el hornillo de Benito Masson había borrado tan completamente cuanto no se refería directamente o parecía no
referirse a
los crímenes de Corbilléres, que Cristina no habló a nadie del extraño trocar.

…Además, no se lo encontró nadie, a pesar de todas las investigaciones de la policía judicial, que registraba todo Corbilléres y el campo, en busca de los restos de las seis víctimas que faltaban. Si los agentes de la Seguridad General hubieran descubierto un objeto tan curioso, seguramente hubiesen dado cuenta de él.

—¡Vamos! —dijo Cristina a Jaime Cotentin—. Hemos esperado mucho… Quizá yo, por mi escepticismo, por mi orgullo, por mi «suficiencia», haya sido la causa del fallecimiento de esa desgraciada… Si hay alguna ocasión de salvarla, ¡aprovechémosla!… ¡Qué remordimientos tengo!… Cuando me creía muy inteligente, no era más que una necia… Mi calma para juzgar de las personas y de las cosas, el tan ponderado equilibrio de mi espíritu, no eran más que la armazón de una idiotez que me espanta… ¿Estás tú tranquilo?… A los imbéciles les parecerá que sí… Pero yo siempre he visto la inquietud de tu alma… ¡Nada te ha parecido jamás imposible… Me asombré de no verte sonreír cuando te hablé por vez primera del vampirismo que reinaba en el palacio de Coulteray…! Cuando yo, en un tono que hubieran envidiado todos los Prudhomme del mundo, hablaba de «ciencia», tú me respondías hablando de «misterio»… He tomado a mi padre por un monómano y tiene genio:
he amado a Gabriel sin creer… Quizá le amo todavía y tal vez no creo aún.

—¡Oh Cristina! —protestó Jaime con infinita tristeza.

—Perdón, Jaime, pero no quiero ocultarte nada… He visto al marqués y a Benito Masson a mis rodillas; lo que no he visto, yo que creía conocerlo y adivinarlo todo, era que se trata de dos monstruos… ¡Corramos a Coulteray, Jaime!…

—Aún estás muy débil, Cristina.

—Razón de más para irnos al campo. Los médicos seguramente me ordenarán que esté una temporada en la Turena, clima suave y templado, que me repondrá de mis últimas emociones… Nadie se extrañará de mi ausencia, y los magistrados no podrán oponerse a ello. Además, el sumario está a punto de darse por concluido. Si no se encuentra a las otras seis víctimas se supondrá que se debe al hecho de que las haya quemado. ¡Qué bandido! ¡Y pensar que me dedicaba versos! ¡Y pensar que derramaba lágrimas sobre mi mano!… ¿Vamos, Jaime?

—Ya sabes que hago cuanto quieres… Además, tienes razón… Nuestra presencia puede ser útil allá…

—¡Que el cielo te oiga! ¡Pero ya sabes que nos ha escrito que todo ha terminado!…

—Desde el momento en que ha podido escribir, no había terminado…

—Pues avisa a mi padre que nos marchamos… ¿No será perjudicial para Gabriel tu partida?…

—No… Ahora ya puedo ausentarme, aunque sea por largo tiempo…, siempre que tu padre se quede y tenga cuidado…

—¡Oh! ¡En cuanto a eso, ya sabes que apenas le deja y que casi no se ha separado de él para venir a verme!… ¡Nadie habrá estado tan bien atendido como Gabriel!… ¡Pobre papá!…
Gabriel es algo de su vida… Y también de la tuya, Jaime…

—Mi vida eres tú, Cristina.

—Pues vámonos de este barrio, de esta isla donde me parece que el miserable aún ronda a mi alrededor con su sonrisa tan horriblemente melancólica y con aquellos versos que recitaba en un tono de liturgia… «Por el amor de Dios; no muevas las cejas cuando pases cerca de mí; que tu mirada permanezca helada en su lago inmóvil…», etcétera, etcétera, y otras cosas del mismo jaez que me llenaban de gozo a pesar de mi apariencia de estatua… Porque yo soy en el fondo una sentimental… Sí, algo parecido a Jenny la obrera, con la diferencia de que lo que necesito no son flores, sino poemas…

—¡No gastes bromas!… Porque a pesar de las bromas, eres una sentimental… No se es grande más que por los sentimientos y por la bondad… ¡Y tú has sido buena!…

—Buena para ti, buena para él, buena para todo el mundo… ¡Y a todos os hago sufrir!… Pero
¿acaso sé yo lo que quiero
? —acabó lanzando un grito que terminó en un sollozo.

Se la llevó aquella misma noche. Sí, era preciso que saliera de París… Y decidió que una vez en la Turena la cuidaría como a una niña, entre plantas y flores, en la resplandeciente dulzura del verano que declinaba.

Y al llegar a Tours se enteró con alegría, por la lectura de los periódicos nocturnos, de que aquella misma mañana había muerto Bessie Anne Elisabeth, marquesa de Coulteray, nacida Cavendish…

23. EL CASTILLO DE COULTERAY

Aquella alegría fue de corta duración. Cristina, a quien no pudo ocultar la noticia, quería partir inmediatamente para Coulteray. En ella había desaparecido toda languidez.

—Si ha muerto por culpa mía —dijo—, si ha muerto porque no supe oírla, ¡la vengaré!… Le debo eso… ¡Su sombra no me perdonará jamás que con esa condición!…

Se hallaba en una agitación que no cesó más que a primera hora del día, cuando se vio con Jaime en un auto que había de dejarles en Coulteray a las diez de la mañana.

«Es preciso que me tranquilice —pensaba— para sorprenderle, ya que no debe recelar nada».

Todo cuanto decía Jaime no servía para nada. No le hacía caso. Todos sus pensamientos iban dirigidos contra el marqués. Ni tan siquiera pronunció diez palabras antes de llegar a Coulteray.

En otras circunstancias, aquel viaje hubiera sido delicioso para unos novios. Eso es lo que pensaba Jaime, a quien Cristina siempre se le escurría por una razón o por otra en el momento en que la creía más cerca de él.

Jamás la Naturaleza se había mostrado más bella ni más suave. Acababa septiembre. Un sol dorado difundía su vaporosa ternura sobre los dominios del Loire. Corot no hubiera conseguido un efecto más delicado. Jaime posó su mano sobre la de Cristina, que estaba helada. Él, en el paisaje amable y jubiloso, no pensaba más que en la vida. Ella no pensaba más que en la muerte, hacia la cual corrían a ochenta por hora.

Cuando llegaron a Coulteray, las campanas de la pequeña iglesia pueblerina y de la capilla del castillo se pusieron a lanzar los fúnebres tañidos.

—Sin duda la enterrarán hoy —apuntó Cristina, cuyos ojos se bañaron en lágrimas—. Me gustaría verla por última vez Le diría ciertas cosas al oído… Quiera Dios que lleguemos antes de la ceremonia.

A Jaime le resultaba cada vez más difícil ponerse de acuerdo con aquellos tristes pensamientos. Estaba molesto con la difunta porque le hurtaba el encanto de la hora. La presencia del pueblecillo en las faldas de la colina, entre verdura, con sus paredes blancas, con sus techos puntiagudos, con sus campos y sus viñedos; la cinta diamantina del riachuelo que unos cuantos kilómetros más abajo desembocaba, o mejor dicho, se perdía en el Loire; el hermoso cielo, la fluidez de la atmósfera, la alegría acogedora de los rostros encontrados hasta entonces al borde del camino, en los umbrales de las casitas que se abrían sin misterio como mostrando la felicidad doméstica, no le habían preparado a oír la lúgubre letanía del bronce que rezaban las dos campanas, las cuales parecían fundidas para solamente anunciar bodas y bautizos.

El pueblo estaba desierto. El automóvil lo atravesó y pasó delante del mesón de La Gruta de las Hadas sin encontrar a nadie. Parecía un pueblo abandonado.

El coche atravesó el puente de mampostería puesto para llevar al castillo, que se levantaba en la colina de enfrente.

En aquel país abundan las obras de la Edad Media y del Renacimiento, que realzan las naturales bellezas. El sentimiento de admiración ha detenido a todos los viajeros ante las ruinas imponentes y los magníficos fragmentos de los antiguos castillos de Chatelier, de la Guerche, de Roche-Carbon, de la Isla Bouchard, de Montbazon, de Chichón, de Amboise, de Loches, de Azay-le-Rideau… El castillo de Coulteray no descompone la colección.

No es menos notable por su arquitectura guerrera, sus almenas, sus matacanes y sus torres que por los frisos y bajos relieves tan delicadamente esculpidos en la fachada… La leyenda afirma que Diana de Poitiers tuvo bastante que ver en los embellecimientos de aquella temible mansión, y que Catalina de Médicis procuró convertirla en una cómoda residencia… Y en aquel país encantador, hasta la Edad Media parece alegre…

«Muy enferma estaría esa pobre marquesa —pensaba Jaime— para morirse aquí».

En la puerta del primer recinto del castillo, o mejor dicho, de lo que quedaba del primer recinto (piedras, plantas trepadoras y flores), bajaron del automóvil. En el patio había gente. Como que toda la comarca se había reunido allí. Asistían al entierro por curiosidad y por superstición, porque en el país de Coulteray son muy supersticiosos, quizá más que en todo el resto de la Turena, y desde luego más que en Bretaña, aunque de otro modo… Y habían acudido, no por ver a la muerta, sino por ver al vampiro, sin creer en el vampirismo, pero también sin rechazar de plano la leyenda con que les habían atemorizado de niños, cuando no se portaban bien.

La fúnebre aventura de Luis Juan María Crisóstomo, escapándose de su tumba para ir de noche a devorar a los vivos, sustituía ventajosamente, para los niños de Coulteray, la apelación al coco, tan usada en otras partes.

Cuando, ausentes los castellanos, el conserje acompañaba visitantes a la cripta, no dejaba de contar a los forasteros lo que desde siglos atrás se decía de la tumba sin ocupante.

—¿Cree usted eso? —preguntaba sonriendo el visitante.

—Lo creo y no lo creo; lo creo aunque no quiera creerlo —respondía el interpelado moviendo la cabeza.

No hay nada mas móvil que el carácter de los habitantes de la Turena, con su petulante buen sentido, su inconsecuencia, su finura de espíritu, su burlona filosofía, su escepticismo y su loca imaginación. ¿Qué cosa más interesante que aquel genio de una tan maravillosa agilidad que pasa sin esfuerzo de las bufonadas a los asuntos más graves, de la frivolidad a las consideraciones más serias y a veces más inesperadas por lo audaces?

Todo esto no es una digresión inútil en el umbral del castillo de Coulteray, en el momento en que la tumba va a cerrarse sobre la cara cérea de Bessie Anne Elisabeth Cavendish, esposa del último de los Coulteray, de Jorge María Vicente, que no era otro que Luis Juan María Crisóstomo, el vampiro de la leyenda.
Faltaban unas horas para el acaecimiento de hechos extraordinarios que iban a trastornar toda una comarca…

No olvidemos que nos hallamos en un país donde hay un mesón que se llama La Gruta de las Hadas, cuya muestra representa un dolmen visitado por los más amables duendecillos. No lejos de dicho dolmen se encuentra otro de proporciones gigantescas, llamado El Palacio de Gargantúa. A pocos kilómetros de allí se encuentra la altura de San Nicolás, atalaya de piedras sin escuadrar que también pertenece a los tiempos célticos y donde el mago Orfón acumuló inmensas riquezas que en Nochebuena gusta de mover ruidosamente…

Todas estas supersticiones son graciosas, apacibles, poéticas, propias de una tierra donde se siente la felicidad de vivir y nada semejante a los espantos bretones. Y son supersticiones que constituyen el fondo de las costumbres, que están ligadas a ciertos usos, que son ocasión de ciertas fiestas, a las que hasta los más incrédulos tienen buen cuidado de asistir. Si tenemos presente todo ello, nos asombraremos menos de lo que va a ocurrir.

Por de pronto, no podríamos darnos mejor una cuenta aproximada de la situación moral —desde este punto de vista— de la población de Coulteray que refiriendo muy sucintamente el modo en que en diferentes ocasiones fue acogido el marqués. Ya hemos dicho que había nacido en el extranjero. No estuvo en Coulteray hasta hallarse en la flor de la edad. Y su aparición fue un acontecimiento más jubiloso que otra cosa.

Jorge María Vicente parecía encarnar en un todo el tipo del noble campesino de la Turena: era epicúreo, tenía la tez curtida y trataba campechanamente con la gente alegre y decidida. No era orgulloso. Daba fiestas rurales, sacaba a bailar a las muchachas y en las grandes fiestas anuales pagaba comilonas en La Gruta de las Hadas.

El vampiro, como se continuaba llamándole en secreto y en son de broma, tenía un gran éxito. A todos les era simpático. Decían: «Nuestro
vampiro
se porta bien. ¡Ojalá el diablo nos lo conserve dos o trescientos años más!»

Luego se marchó, volvió al extranjero. Durante varios años no se volvió a hablar de él. Al volver, no había cambiado. Continuaba buen mozo, con el mismo humor. En cambio, los campesinos habían envejecido.

De la India había traído una mujer muy joven, «bella como un sol», digna de La Gruta de las Hadas. Era muy galante con ella. Parecían adorarse.

Celebráronse fiestas en honor de ella y con motivo de la visita de algunos señorones de allende la Mancha, que tampoco eran motivo de melancolía. Y toda aquella gente partió para París en medio del general sentimiento.

Cuando, unos meses más tarde, Jorge María Vicente volvió a Coulteray con la marquesa, continuaba siendo el mismo en su manera de ser, de proceder, de ver jocundamente la vida;
pero su esposa ya estaba desconocida
.

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