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Authors: Gaston Leroux

Tags: #Misterio, Intriga

La muñeca sangrienta (8 page)

BOOK: La muñeca sangrienta
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—Conque ¿no ha muerto Gabriel?… Me alegro por Cristina…

Por lo visto es que al joven solamente se le dejó fuera de combate… Y los cuidados de Cristina y de Jaime Cotentin lo habían salvado.

La misma noche del suceso, el carnicero facultativo debió de tranquilizar a Cristina y al viejo Norbert acerca de las consecuencias del acceso de rabia que había abalanzado al relojero, como un loco, sobre su misterioso huésped…

Por lo tanto, no era un cadáver lo que la noche del siguiente día habían bajado, envuelto en una manta, ante mi vista, sino un magullado, un enfermo a quien habrían hecho las primeras curas en la habitación de Cristina y a quien, en cuanto se pudo, se trasladó a los dominios del estudiante, donde aún se hallaba…

El caso es que yo me había figurado cosas formidables… ¡Hasta había respirado un hedor!…

El espíritu va lejos por mal camino… Luego me di cuenta alguna que otra vez… Enriqueta Havard… y las demás…, todas las demás que no han vuelto… Eso me ha predispuesto a ver dramas por todas partes… ¡Pero, en general, todo son comedias!…

Lo que acabo de saber no aclaraba las tinieblas que rodean a Gabriel, el singular personaje, ni me informaba acerca de su presencia en el cofre, de su manera de entrar en casa de Norbert, ni de la actitud de toda la familia para con él… Pero, cuando menos, Cristina, a quien había visto tan tranquila al día siguiente del drama, no se me representaba ya como un monstruo inexplicable, como una muñeca sin corazón y sin piedad, como una fría carátula de la belleza a la que adoraba o pesar de todo, pero en la que no podía pensar sin un horror lacerante cuando no estaba bajo el yugo de su mirada…

Todo esto está bien, ¡muy bien!… Pero Gabriel vive y ella le quiere…

¡Oh, cómo ardían mis labios cuando la he visto esta tarde!… Estaba a punto de decirle: «¿Se encuentra mejor Gabriel?» Pero he callado al borde del abismo… He comprendido claramente que yo no tenía derecho a pronunciar la palabra «Gabriel»… Es un secreto, ¡el secreto de su corazón!, como dicen las novelas… Es una novela, sí… Y yo no soy personaje de su novela, ni intereso a su corazón… Únicamente estoy cerca de ella… Y si quiero continuar cerca de ella ¡he de procurar olvidar a Gabriel!…

Ella es todo alegría… Así se explica la irradiación de estos últimos días… Gabriel va bien, Gabriel pasea de su brazo por el jardín… ¡Procuremos olvidar a Gabriel!… ¡Ay, solamente pienso en él!… Por fortuna, el drama de aquí se apodera de mí con cierta brutalidad…

Cristina y yo nos encontrábamos en el cuartito que han puesto a nuestra disposición en el fondo de la biblioteca, cuando hemos visto llegar a la marquesa tan agitada que daba lástima… Sing-Sing corría detrás de ella… Como falta de aliento, murmuró:

—¡Arrojen a ese animalejo asqueroso!…

Despedí a Sing-Sing, que no protestó…

—¿Qué le ha hecho, señora? —pregunté—. Quéjese al marqués…

Sonrió pálidamente.

—Sing-Sing no hace más que seguirme a todas partes. Al marqués no me puedo quejar de nada…

Era presa de un temblor singular, de un temblor penoso para quienes lo advertían. Dirigiéndose a Cristina le dijo:

—¡Le suplico que me proteja!… Usted, que tiene influencia sobre el marqués, dígale que hay que dejarme en paz…, que mi pobre cabeza se turba… y que ese doctor acabará por volverme completamente loca…

—¿Qué doctor? —pregunté.

En aquel momento se abrió la puerta de nuestro despacho y apareció la cariátide de bronce. El hércules indio, inclinando la cabeza y la espalda como si sostuviera toda la casa, dijo:

—El señor marqués ruega a la señora marquesa que vaya a sus habitaciones, donde le espera el doctor.

Yo miraba a la pobre señora, cuyos dientes castañeteaban… Rodin, para su puerta del infierno, no ha inventado una cara en la que el espanto de lo que va a llegar abra surcos más profundos… Desolada de espanto, nos miró alternativamente… Yo, en verdad, no sabía qué actitud adoptar, pues en fin de cuentas ignoraba el caso…

Cristina le dijo con tristeza:

—¡Señora!… Es por su salud… Ya lo sabe usted…

La señora entreabrió los labios exangües, pero no salieron las palabras… Cada vez temblaba más… Y me miró con sus ojos inmensos y fríos…

—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Dios mío!…

No se me ocurría otra cosa.

Sangor repitió nuevamente su frase, con la espalda más encorvada, como si fuera a desplomársele toda la casa. Y cuanto más se doblaba, más colosal parecía en su abundancia muscular. Y como la escena parecía inacabable, el hércules se movió, se dobló más y alargó hacia la marquesa un brazo temible. La marquesa se puso en pie inmediatamente, estatuilla del horror frente a la estatua de la fuerza. Y desaparecieron ambos, mientras se oía reír a Sing-Sing tras las puertas cerradas.

Lo que acababa de ver me había anodadado. Desde luego, de no haber visto a Cristina tan tranquila hubiera intervenido. Como la mirase y no me dijera nada, exclamé:

—¿Sabe usted lo que van a hacerle?… ¿Por qué ese espanto?… ¿Quién es ese doctor cuya sola evocación parece agotarle la vida?…

—De no ser por ese doctor, ya hubiera muerto —respondió Cristina—. Ya verá usted cómo dentro de ocho días está desconocida… Hoy no es más que una sombra… No tiene fuerzas ni colores… Ha de quedar usted estupefacto cuando la vea con todos los gestos de la vida y con todas las gracias de la juventud.

—¿Y quién es ese hombre que realiza semejante milagro?

—Es un médico indio muy reputado en Inglaterra y que viene frecuentemente a París, donde tiene una clínica en la avenida de Jena… Es muy conocido… ¿No ha oído usted hablar del doctor Saib Khan?…

—Creo que sí… ¿No se publicó recientemente su retrato en el Roy al Magazine?…

—¡Eso es!

—¿Y qué le ordena?

—¡Oh! La cosa más natural del mundo: sueros y jugo de carne…

—¿Y para que la marquesa tome un poco de carne hay que hacer venir al doctor Saib Khan, a quien ella profesa tan gran horror?… No me negará, Cristina, que todo eso es muy incomprensible…

—¿Por qué?… Si usted la ha visto en el estado en que se encuentra es porque se niega a tomar todo alimento con una obstinación que sólo se ve en los que hacen la huelga del hambre… Y Saib Khan es el único que la hace comer…

—¿Cómo?

—La hipnotiza… Usted debe conocer su sistema, porque se ha hablado mucho de él… Obra sobre el espíritu para curar la materia… En fin de cuentas, no es una novedad, porque la India posee hace siglos una terapéutica del espíritu, junto a la cual la ciencia de nuestros Charcots modernos es un balbuceo de recién nacido… Claro está que cuando Saib Khan tiene que actuar con una cliente difícil, con una cliente esquiva, ha de obrar con una brutalidad psíquica de que no tengo idea, pero que aniquila a la pobre señora… ¿Comprende ahora la razón de que su resistencia me diera solamente tristeza, de que procurara infundirle ánimos, de que le dijera que «era por su felicidad»?…

—Y todo eso le ocurre porque se figura que está casada con…

Cristina me miró fijamente para decir:

—Acabe la frase…

—Pues bien: casada con un fenómeno que es más fuerte que la muerte… ¿No es eso?

Movió la cabeza de una manera que no me satisfizo más que a medias. Yo insistí:

—La cosa me parece inconsistente. Aunque se imagine semejantes cosas, no hay para dejarse morir de hambre.

—¿Qué quiere usted que le diga?

Al cabo de un instante agregué:

—Si no he comprendido mal, ese Saib Khan no podrá atenderla más que durante unas cuantas semanas.

Cristina, sin mirarme, me contestó:

—¡Oh! Es extraño ver con qué regularidad de péndulo la marquesa pasa de la vida a la muerte para subir a la vida y luego bajar. Al cabo de cierto tiempo reaparece en ella la manía que acabará por matarla si no la curan… El marqués tiene puestas sus esperanzas en Saib Khan.

—Descontando la manía, ¿es lúcida para todo lo demás?

—Muy lúcida y hasta sobremanera inteligente.

—Entonces parece mentira que no pueda hacérsele comprender lo absurdo de su manía… Y digo esto porque es de suponer que todos esos Coulteray, desde Luis Juan María Crisóstomo hasta Jorge María Vicente, tendrán auténticas partidas de nacimiento y de defunción…

—¡Todos no! Y eso es precisamente lo que causa la desgracia del marqués. Hay dos Coulteray que murieron misteriosamente en el extranjero… Ya sabe usted que eran muy amantes de las aventuras… Además, algunos han nacido en el extranjero… Por otra parte, ciertos documentos no son de una autenticidad absoluta, cosa corriente en Francia en los dos siglos anteriores. Nacimientos, matrimonios y defunciones, sobre todo en las grandes familias, se probaban más por el testimonio de los contemporáneos que por documentos, que se descuidaba extender o que las revoluciones habrían podido hacer desaparecer… La marquesa está al corriente de esta particularidad… No se ha podido demostrarle la muerte de los Coulteray ni su nacimiento de una manera categórica, a su juicio, porque yo he recibido todas sus confidencias, y, por otra parte, el marqués ha puesto a mi disposición todos los documentos de que disponía… Ésa es la cuestión, aunque parezca increíble…

—Pero si está en su sano juicio, ¿cómo se le ocurrió por primera vez semejante manía?

—Me hace usted, querido señor Masson, una pregunta que no sé contestar… ¡Lo ignoro en absoluto!…

En su respuesta había vacilación. Por lo visto, yo, sin saberlo, había aludido a lo otro, a aquello de que Cristina aún no me había dicho nada y que figuraba entre las grandes miserias que el marqués no comunicaba a todo el mundo y de las que, por lo demás, parecía consolarse perfectamente…

Durante esta fase de la conversación Cristina había tenido la cabeza inclinada sobre un trabajo de cincel y parecía muy absorbida por los rasgos delicados que su estilete abría con angular facilidad en la placa preparada al efecto. Yo, para verlo, me incliné sobre ella.

—Trabajo para usted —dijo con su voz armoniosa y serena—. Esta placa la ha de incrustar en la encuademación de los Diálogos socráticos…

Entonces reconocí cierto perfil apolíneo, con el ojo cortado en forma de almendra, con el dibujo de la boca, con el óvalo perfecto del tipo que tal vez tuviera Alcibíades o cualquier otro discípulo paseante por las umbrías del dios Academos, pero que se parecía, «como una gota de agua a otra», a Gabriel…

9. DORGA

8 de junto.
—Cristina tenía razón una vez más. He vuelto a ver a la marquesa, y estaba desconocida.

Para semejante transformación han bastado tres días. Ahora es un ser vivo. Y parece tomarle gusto a la vida…

Sale (o la sacan…) en coche descubierto y tirado por caballos… Le gustan mucho… Vuelve del Bosque con las mejillas floridas… Sin embargo, su mirada siempre es triste e inquieta, aunque la sangre circula nuevamente por sus venas… El espíritu continúa enfermo, si bien el cuerpo anda mejor…

Sale con su señora de compañía inglesa… Guía Sandor, a cuyo lado lleva a Sing-Sing… No recibe jamás ninguna visita… Cristina me dice que la causa de ello es que no quiere recibir a nadie… Se niega a frecuentar la sociedad… Y la sociedad no insiste… Ha comenzado a circular el rumor de que la pobre señora no tiene un cerebro muy bien sentado… Sus silencios, sus cosas raras, su aire cada vez más lejano han separado de ella, poco a poco, a todas las amistades del marqués.

El marqués, en los primeros meses después de su regreso a Francia, dio algunas fiestas en su palacio. Pero después cesó bruscamente todo aquel movimiento que resucitaba el muelle de Béthune. A Jorge María Vicente se le tiene lástima.

Sin embargo, sus amigos se felicitan de que se haya sobrepuesto a sus desgracias domésticas.

Como es natural, todas estas informaciones me las ha dado Cristina, que está muy enterada.

—La sangre de los Coulteray es más fuerte que todo —me dice—. ¡Han pasado por tantos trances!… Un pequeño burgués se vería aplastado bajo ese infortunio. Él se busca queridas. Quería que yo formara parte de su colección; pero no lo ha conseguido. Ya se ha consolado de ello o, al menos, me lo parece. Yo no soy ni puedo ser más que su amiga y la amiga de la marquesa: necesitan de mí entre los dos… y ya conoce usted el secreto de mi situación aquí.

Mientras tanto, ha entrado el marqués con un frasco y unos vasitos de plata en la mano. Brillaban sus ojos.

—Quiero que prueben —dijo— lo que Saib Khan acaba de indicarle a la marquesa. Ella lo ha probado y lo ha encontrado excelente. ¡Como que parece un cocktail!… ¿Y saben ustedes qué es? ¡Una mezcla de sangre de caballo, de hemoglobina y de no sé qué más!… Pruébenlo… No es ninguna sosería, sino algo de un sabor capitoso y caliente para el estómago, como un rancio armagnac… ¡Hay para resucitar a un muerto!… ¡Y da un apetito!…

—Bebimos. Aquello, en efecto, no desmentía al marqués.

—Con esto, Cristina, la repondremos en quince días.

Y dirigiéndose a mí, añadió:

—¿Estaba usted aquí cuando han venido a buscarla para que la viera el doctor? ¿Le ha contado Cristina?… Usted es un amigo… ¡Pobre mujer! ¡Si pudiéramos salvarla!… Si el cuerpo se porta mejor, la cabeza irá bien…

Se dio una palmada en la frente, y se fue con su botella y con sus vasos, encantado, resplandeciente…

—¡Siempre ocurre lo mismo! —me dice Cristina—. ¡Siempre se figura que su mujer va a salvarse!… Mientras tanto, esta noche irá a ver a su Dorga…

—¿A su Dorga?

—Sí; a la danzarina india.

—Por lo visto, el marqués, aunque ha vuelto, no sabe prescindir de la India.

—A esa danzarina se la trajo de allá al mismo tiempo que a su mujer…

—¿No me dijo usted que adoraba a la marquesa?

—¡Oh, qué Cándido es usted!… Un Coulteray puede adorar a su mujer y tener diez queridas… Ésta le hace mucho honor, da que hablar a todo París…

9 de junto.
—He visto a Dorga… Sí; yo, que no salgo de noche diez veces al año, he tenido la curiosidad de presenciar las danzas de la bella india… He ido al music-hall. Como dicen las gacetillas, la sala presentaba un «brillante aspecto».

Yo esperaba ver una danzarina medio desnuda, con unas cuantas alhajas, con discos en los pechos, con cinturón de metal y con pesadas ajorcas en los tobillos. También esperaba esos rítmicos movimientos de caderas en una decoración de Pagoda, que es lo que constituye el tan aludido «género» desembarcado en Europa con la última Exposición. Pero vi aparecer una soberbia criatura, de tez apenas ambarina y con un vestido de gala a la última moda.

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