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Authors: Jose Luis Olaizola

Tags: #Drama

La niña del arrozal (12 page)

BOOK: La niña del arrozal
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El señor Pimok le recibió con cierto nerviosismo, aclarándole que no estaba muy convencido de que fuera capaz de aprender a servirse de aquel invento porque se consideraba ya muy mayor. ¿Muy mayor? Señor Pimok, precisamente en Chiang Mai se había iniciado un cursillo de personas de la tercera edad para darles clases de informática. Clases colectivas, o sea, que él, que las iba a recibir particularmente, aprendería mucho antes. Precisamente su ordenador se lo había comprado a uno de los proveedores de esas clases. Y a continuación le explicó el excelente precio por el que lo había conseguido, ya que se trataba de un ordenador con un pequeño defecto, pero que él se lo había arreglado.

—En la facultad no nos enseñan a arreglar ordenadores, pero yo lo he aprendido por mi cuenta.

Desde las primeras clases el señor Pimok se sintió prendado del embrujo de la informática, hasta el punto de que la señora Pimok maldecía el día en que accedió a la propuesta de Saduak, ya que su marido se pasaba todos los ratos que le dejaba libres el arrozal sentado delante de la pantalla del ordenador, la mayoría de las veces maldiciendo porque el instrumento no obedecía sus instrucciones, pero insistiendo hasta conseguirlo, y entonces le entraba una dicha muy grande y hasta se volvía dicharachero. Otras veces, cuando la dificultad le parecía insuperable, requería la presencia de Saduak, preguntándole a Wichi que a ver cuándo pensaba volver, y la niña del arrozal se sentía muy importante dándole explicaciones al hasta hace poco inasequible dueño del arrozal.

La revolución tecnológica en el arrozal alcanzó, también, a la telefonía móvil, de la que ya se servía el señor Pimok, pero hacía muy poco uso de ella, hasta que decidió que Saduak se hiciera con un móvil, a su cargo, para poder consultarle las dudas que cada poco se le presentaban en el manejo del ordenador.

El día en que se pudo comunicar, fluidamente, con otros arroceros más aventajados que él, con proveedores y clientes, que coincidió con el plenilunio del tercer mes lunar, celebró el Maja Bucha, una de las grandes fiestas del calendario budista, con una cena espléndida en la que no faltó un ternero, con acompañamiento de toda clase de verduras. A la mesa se sentaron Saduak, como invitado principal, Wichi y Siri, y a los postres el señor Pimok hizo una declaración sorprendente viniendo de persona tan parca en palabras:

—Hay quienes dicen que no tienen nada de qué arrepentirse en su vida pasada, y los que así discurren van por el mal camino en la ley del karma. ¿Cómo no arrepentirse de tantas pasiones que consentimos que se adueñen de nuestras vidas, apartándonos del recto camino? De esas me arrepiento todos los días y por ellas pido perdón al Chao Thi y le hago ofrendas que confío sean de su gusto, para alejar los malos espíritus. Y uno de esos malos espíritus era el que me tenía apartado de ese instrumento, que ha venido a cambiar nuestras vidas, y por eso me arrepiento de no haber comenzado a manejar antes el ordenador.

Hablaba así, con tanto entusiasmo, del ordenador, porque ante sus ojos se abría un mundo nuevo de posibilidades: por supuesto entraba en sus planes seguir cultivando su arrozal, pero también comprar el arroz que cultivaban otros, para revenderlo con un razonable beneficio. El que pudiera hacer esas operaciones simplemente pulsando unas teclas le parecía una transformación en la que sin duda intervenía alguna de las divinidades hindúes por las que sentía gran respeto.

En aquella cena solemne tomó otras decisiones importantes: la primera, que Saduak dejase de instruirle como un favor, por el que le estaba muy agradecido, y a partir de ese día cobrara un salario por dar clases a sus dos hijos mayores, y concluyó disponiendo una buena acción:

—En cuanto a Wichi, ya es hora de que deje de ser conocida como la niña del arrozal, y, sin perjuicio de que siga trabajando en él, empiece a aprender con mis hijos el manejo del ordenador, sin que por ello le rebaje el jornal.

Se sucedieron unos meses de gran felicidad para Wichi. Estaban preparando la segunda cosecha del año, con buenas perspectivas ya que el riachuelo que irrigaba los campos venía crecido de aguas. Se encontraban en una de las fases más duras del proceso, cuando el tallo del arroz había crecido más de treinta centímetros y era llegado el momento de arrancarlo, para reunirlo en manojos, limpiarlos de barro, y trasplantarlos al cuartel previamente inundado, donde serían replantados.

Para este trabajo era preciso doblar el lomo y fue el primer año que el señor Pimok no se puso a la cabeza de la cuadrilla, por culpa de un lumbago que le impedía inclinarse. De este mal echaba la culpa al ordenador, que le obligaba a estar sentado en una postura que no favorecía a su espalda, y Saduak le daba la razón y le explicaba cómo debía sentarse, erguido, frente al aparato. Pero la señora Pimok le decía que no se preocupara, que bastantes años llevaba haciéndolo y ya tenía derecho a que otros lo hicieran por él. La cosecha se presentaba tan óptima, que contrataron a dos mujeres de Birmania, distintas de las anteriores, y a dos jornaleros más, varones, del mismo país.

Las nuevas birmanas se aposentaron en el barracón, pero mostrando gran respeto hacia Siri y Wichi, a las que consideraban como las dueñas de aquel lugar, y no se atrevían a traspasar la mampara de bambú que señalaba su territorio privado.

Tan agradecida se mostraba Wichi a las atenciones que tenía con ella el señor Pimok, que correspondía trabajando con más intensidad incluso que Siri en el penoso trabajo de arrancar los tallos de arroz. Con el premio de que cuando se terminaba la jornada se trasladaba a la casa grande para incorporarse al aprendizaje del ordenador, que se había convertido en un motivo de encuentro familiar, pero también de discordia, ya que los hijos, y en menor medida Wichi, se atrevían a llevar la contraria al señor Pimok cuando este trataba de transmitirles los conocimientos que, con anterioridad, había adquirido.

Saduak seguía asistiendo un día a la semana, generalmente los miércoles por la tarde, para darles la clase oficial, para lo cual se había hecho con un tercer ordenador, esta vez no portátil, sino fijo, con una pantalla grande. La impresión de Wichi era que lo había robado de su facultad, aunque, según las explicaciones de Saduak, «lo habían desechado y lo iban a tirar, pero él lo había arreglado». O sea, que era muy posible que cuando se graduase montara un negocio de arreglar ordenadores, en lugar de ser un informático más. Todo esto se lo contaba a Wichi para que tomase conciencia de la importancia que podía llegar a tener en un futuro no muy lejano.

Los miércoles Saduak era recibido en el arrozal como un dios que tenía soluciones para todos los problemas que, a lo largo de la semana, se les habían ido planteando a sus alumnos. Al principio el señor Pimok, durante la semana, les ilustraba sobre lo que él ya sabía, pero pronto los jóvenes le aventajaron y no solo no admitían sus consejos, sino que se los discutían, con gran disgusto del señor Pimok, que estaba acostumbrado a que su palabra fuera ley en el arrozal. Hasta que un día se inclinó ante la realidad.

—Yo me he educado en la palabra escrita de nuestra hermosa lengua, que procede del
mon-khemer
, y poco tiene que ver con el extraño lenguaje del ordenador que para vosotros es como lo fue para mí el alfabeto
thai
. Lo que para vosotros es natural, para mí es excepcional.

Y desde ese día admitía que tanto sus hijos como Wichi le aclarasen lo que él no entendía.

Siri gustosamente iba pasando a un segundo lugar en aquel colectivo ya que para lo único que servía era para trabajar el arrozal, más o menos igual que las mujeres y hombres birmanos contratados, mientras que Wichi había accedido a una élite misteriosa que le permitía asomarse a un mundo lleno de promesas en el futuro. Lo cual le hacía feliz, entre otras razones porque ya la señora Pimok jamás les hablaba de que antes o después las despedirían, y, bien pensado, mejor estaban allí que no metiéndose en la aventura de montar un arrozal por su cuenta.

Aquella felicidad solo resultaba enturbiada por las llamadas que de vez en cuando hacía Siri a sus padres, a los que seguía enviando un poco de dinero de sus ahorros. El pueblo en el que vivían sus familiares, hermoso, pero paupérrimo, enclavado entre montañas, no tenía cobertura para la telefonía móvil, por lo que para comunicarse con ellos Siri debía bajar andando hasta una estación de servicio, a cinco kilómetros del arrozal, que disponía de una cabina telefónica desde la que podía llamar a otra cabina que había en un establecimiento comercial de su pueblo, desde la que avisaban a sus padres, a los cuales no siempre localizaban, y no era extraño que la mujer tuviera que hacer varias llamadas para poder hablar con ellos. O volverse al arrozal sin haberlo conseguido.

Los primeros meses los padres le dieron noticias inquietantes que Siri ocultaba a Wichi. De una manera confusa le explicó su padre que unos funcionarios de la policía habían estado en el pueblo preguntando por ella y por una niña que la acompañaba. ¿Es que había hecho algo malo su hija? Ellos estaban pasando bastante vergüenza porque los funcionarios, no solo les preguntaban a ellos, sino también a otros vecinos del pueblo, que les miraban con recelo porque algo habría hecho su hija cuando la policía la buscaba. Al padre llegaron a amenazarle con pegarle si no decía la verdad, pero el jefe del servicio agrícola respondió de su honradez, y los dejaron en paz.

Pero tanto le insistió su padre que Siri, para que no pensara que había hecho algo malo, les contó la verdad. Conocían con bastante detalle la vida de Wichi, la muerte de sus padres y las intenciones de la abuela, porque su hija se las había ido contando a lo largo de aquellos años, y se hicieron cargo de la situación, aunque muy temerosos del lío en el que se había metido su hija.

En aquel pueblo había una pequeña comunidad de pakeñós, todos de la misma religión que Siri. Conforme a sus doctrinas se mostraban muy respetuosos con la familia y, aunque penaran mucho por sacarla adelante, no acostumbraban a vender a sus hijas. Pero el resto de los vecinos siempre se quejaban de lo mismo: ¿de qué servía cultivar el campo si luego no podían vender lo que cosechaban? ¿Qué hacía el gobierno para ayudarles? Nada; o en todo caso pretender cobrarles unos impuestos que no podían pagar. El único bien que poseían eran sus hijas, en particular las recién llegadas a la pubertad, que eran las mejor pagadas por los agentes del servicio del sexo, que unas veces se presentaban como tales y otras simulaban que se llevaban a las niñas para colocarlas en el gremio de la hostelería, lo cual en alguna medida era cierto: trabajaban en locales en los que se servían bebidas, pero no como camareras. O solo como camareras.

Los agentes del servicio del sexo llegaban al pueblo con las carteras abultadas de billetes de color violeta, los de quinientos bahts, se mostraban generosos y no regateaban demasiado si la niña era atractiva: pagaban por ella cinco mil bahts y aún más. Luego, cuando esas niñas eran vendidas a los prostíbulos de Bangkok o Pattaya, estaban perdidas ya que muchas de ellas ni tan siquiera conocían el idioma tailandés, puesto que se manejaban en el dialecto de las montañas. Como buenas hijas que eran no se atrevían a contar a los padres lo que les sucedía y estos, muy satisfechos, adecentaban la casa y algunos hasta se compraban un televisor.

En una ocasión una de esas niñas logró zafarse de sus explotadores y volvió al pueblo, donde fue muy mal recibida, ya que hasta se temía que viniera con la enfermedad del sida, y por su cuenta retornó a Bangkok y ya nunca más se supo de ella.

Otras mandaban algo de dinero a sus padres, a lo cual les animaban los agentes del servicio del sexo, porque así se creaba en la región un ambiente muy propicio a desprenderse de unas hijas que producían tales beneficios.

Una vez apareció una muy descarada, acompañando al agente del sexo, bien vestida y enjoyada con bisutería, animando a las niñas a seguir su camino en lugar de quedarse en el pueblo aferradas a un mísero terruño que no les daba ni para comer. No tenía mala figura y el rostro lo traía muy pintado para que no se notasen los efectos de las drogas que le facilitaban para que hablase así.

Después de unos años era difícil que los padres no supieran lo que pasaba con sus hijas, pero apenas se comentaba entre ellos. Los monjes de un monasterio budista de la región denunciaban ese comportamiento, atribuyéndolo a la dejación de los principios morales, pero los campesinos decían que era fácil hablar así cuando se tenía el condumio asegurado, como era el caso de los monjes, que les bastaba extender el cazo para que los fieles se los llenaran de comida, y encima les dieran las gracias por aceptarla. Por eso muchos padres no veían otra salida para sus hijos que procurar que ingresaran en un monasterio, si eran varones, o mandarlas al servicio del sexo, si eran hembras. Era una región muy deprimida en la que los agentes del sexo se movían a sus anchas.

Pero, además de los pakeñós, otros padres pensaban así y, por eso, los de Siri comentaron con ellos la aventura en la que se había metido su hija por salvar a una niña de la prostitución, y a todos les pareció muy bien y se concertaron para no dar ninguna pista a los funcionarios policiales que permitiera localizarlas.

La perdición vino a causa de la generosidad de Siri, que no concebía tener dinero y no ayudar a sus padres ancianos que lo necesitaban para subsistir. En un núcleo de población más apartado aún que la estación de servicio, había una oficina de correos pero que solo funcionaba de lunes a viernes, de 8.30 a 16.30, precisamente las horas de más trabajo en el arrozal, y Siri los primeros meses no se atrevía a pedir permiso para desplazarse hasta allí para enviar el dinero a sus padres. Con ellos hablaba por teléfono, puesto que la cabina funcionaba a todas horas y podía ir cuando terminaba su jornada. Les decía que tuvieran paciencia que en cuanto pudiera les enviaría dinero, y los padres le contestaban que no se preocupara, que ya sabían que era una buena hija, y si no se lo mandaba era porque no podía.

La solución vino de la mano de Saduak y de su motocicleta que en menos de una hora le permitía ir y venir a la oficina de correos.

—Yo te pagaré la gasolina que te cueste el desplazamiento —le propuso Siri.

—Como le cobres la gasolina, no vuelvas por aquí —le amenazó Wichi, que cada vez se sentía con mayor ascendiente sobre el joven.

—¿Quién ha hablado de cobrarla? —fue la respuesta ofendida de Saduak, que ya recibía un dinero por las clases al señor Pimok y familia, y se movía con gran holgura económica.

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