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Authors: Jose Luis Olaizola

Tags: #Drama

La niña del arrozal (9 page)

BOOK: La niña del arrozal
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—Ese solo es amigo de lo ajeno. ¿Qué os ha sacado a vosotras? —les preguntó el hombre.

—Cinco bahts —contestó Siri sin levantar la vista del suelo.

—Pues no habéis salido mal libradas.

Con el tiempo se enterarían de que era cierto que Sura Thong había trabajado en aquel arrozal, y no mal del todo, aunque un buen día desapareció llevándose un dinero que la señora Pimok escondía en la cocina. Cuando se enteraron de esto tanto Siri como Wichi le dieron muchas vueltas a por qué había insistido en presentarse como su valedor en un lugar en el que había robado, y llegaron a la conclusión de que lo había hecho para lucrarse con cinco miserables bahts.

A los dos hijos varones les hizo gracia que aquellas mujeres también hubieran sido engañadas, y se permitieron darle unos codazos de complicidad al padre, quien se quedó sorprendido:

—¿Y desde Chiang Dao habéis venido hasta tan lejos en busca de trabajo? ¿Andando? Porque los autobuses no llegan hasta aquí.

Siri no dijo ni que sí ni que no, ya que no le pareció oportuno contarles lo del
tuk-tuk
, no fueran a pensar que eran unas derrochonas. Su idea era inspirar lástima y que las contrataran, aunque fuera por un jornal mínimo, con tal de salir del apuro en el que se encontraban: sin dinero, sin comida y sin saber adónde ir. Por eso, en lugar de contestar a lo de si habían venido andando, pasó a exponerle la mucha experiencia que tenía en el quehacer de los arrozales, en los que había comenzado a trabajar cuando tenía diez años, y así hasta pasados los treinta, de suerte que conocía todas las fases del proceso, desde la siembra hasta el secado, almacenado y molido. Cuando dijo que los arrozales en los que había trabajado estaban bastante al norte de Chiang Mai, el hombre dijo:

—Malos arrozales.

—Muy malos, señor, con esfuerzo les sacábamos una cosecha al año. Seguro que en este arrozal se pueden sacar dos.

—No siempre —dijo el señor Pimok, quien, favorablemente impresionado por la disertación de Siri, miró a Wichi y comentó—: ¿Y esta joven también sabe trabajar el arrozal?

—Trabajará conmigo, señor, y como es muy lista lo que no sepa pronto lo aprenderá.

—Está bien, probaremos, y creo que no es el momento de hablar de las condiciones, hasta que no vea los resultados de vuestro trabajo —concluyó el señor Pimok.

Siri no dudó de que saldría con bien de la prueba y por eso dio gracias aquella noche a su Dios y procuró consolar a Wichi con la esperanza de un buen desayuno, como así fue, ya que en la plantación era la comida más fuerte del día y se componía de arroz en abundancia, como acompañamiento de una ensalada de papaya verde rallada, gambas secas, cacahuetes molidos, salsa de pescado muy picante y carne de pollo.

El señor Pimok tenía cuatro hijos, dos chicos y dos chicas, el mayor de los cuales, varón, contaba trece años y los otros tres iban muy seguidos, hasta la pequeña, de solo nueve años. Esta se quedaba en la casa para ayudar a la madre a preparar la comida. La madre no solía ir a trabajar al arrozal salvo cuando había que separar el arroz de la espiga, que era cuando más agobiados andaban. Se trataba de una explotación familiar en la que recurrían a jornaleros en determinadas épocas, y Wichi y Siri coincidieron con dos de ellas, que procedían de Birmania y con las que apenas se comunicaban ya que hablaban otro idioma. Con estas dos dormían en un barracón de reciente construcción, de madera, separado de la casa por un centenar de metros, que estaba muy bien aireado y resultaba muy espacioso. Siri le hacía ver a la en ocasiones quejumbrosa Wichi cómo iban mejorando de día en día. ¿Acaso no estaban mejor que en el maloliente albergue de Chiang Dao? ¿No estaban más seguras que en las cuevas, compartiéndolas con quien había resultado ser un forajido? Y a saber si no hubieran acabado perdiéndose en aquel laberinto.

Capítulo 8

El primer día de trabajo fue de gran lucimiento para Siri, y no tanto para Wichi. Conforme les había anticipado el tramposo Sura Thong, se encontraban en la época de la trilla, para lo cual era preciso voltear las espigas a fin de que soltaran el grano que guardaban en su interior, y Siri desde el primer momento lo hizo con gran soltura y con una cadencia que superaba en mucho a la de los dos hijos varones que cumplían la misma función. Wichi, en su inexperiencia, tampoco lo hizo mal del todo, pero a la mañana siguiente se despertó con tales agujetas que le parecía imposible levantarse del lecho. Siri la animó a hacerlo diciéndole que se estaba portando muy bien, que lo de las agujetas era una dolencia pasajera y que ella conocía un bebedizo que se las aliviaría.

Cuando fueron a desayunar, que solía hacerse con la familia, a la sombra de la casa grande, Wichi se movía con tal dificultad que el señor Pimok lo advirtió, ya que nada de lo que pasaba en el arrozal le pasaba desapercibido; y por eso mismo se había dado cuenta de la eficacia de Siri volteando las espigas. El arrocero era hombre de pocas palabras, pero de mirada aguda para todo lo que atañía a su negocio, y se percató de que, al mismo tiempo que Wichi devoraba el arroz con gambas secas, las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. También lo advirtió la señora Pimok, quien en un aparte le dijo a su marido que bastantes problemas tenían ellos para tener que preocuparse de una joven que, evidentemente, no había nacido para hacer esos trabajos y, puesto que todavía no tenían compromiso con ellas, que les diera unos pocos bahts y despidiera a la pareja. La respuesta del marido fue terminante:

—La mujer mayor vale por dos, y cuando tengamos que hacer el molido nos será de gran utilidad.

Cuando terminaron de desayunar habló con Siri:

—¿Qué le pasa a tu sobrina? ¿No se encuentra bien?

—Está un poco cansada, señor, por las agujetas, pero si su esposa me da una aspirina y un poco de soja yo le haré un preparado que...

Pero el arrocero no la dejó continuar.

—Que hoy no vaya al volteo y se ocupe de los peces. Pero cuando lleguemos a un acuerdo, si es que llegamos, tu sobrina cobrará la mitad de tu jornal.

—Está bien, señor, pero mi sobrina es joven, muy sana y muy fuerte, y no dudo de que llegará un momento en el que se ganará el jornal completo.

Vinieron días tranquilos para Wichi porque el trabajo de soltar crías de peces en los campos anegados del arrozal como consecuencia de las lluvias monzónicas requería poco esfuerzo y le resultaba gratificante la sensación de libertad de los pececillos cuando salían del cesto y comenzaban a colear en las aguas fangosas del arrozal. Eran peces pequeños con escamas amarillas y cola roja, de la especie de las carpas, herbívoros, que devoraban las raíces de las hierbas fertilizando así los campos. La señora Pimok era la encargada de vigilar este quehacer de Wichi y de explicarle cómo debía hacerlo. El arrocero tenía muy bien organizado el campo, en diversos cuarteles, y en unos soltaba las crías y en otros ya estaban estas crecidas y había que atraparlas. Cuando pescaban pocos peces se servían de ellos para sus condimentos, y cuando abundaban los vendían. La señora Pimok le encarecía a Wichi que pusiera mucha atención en su trabajo ya que a veces ganaban más dinero con la venta de los peces que con el arroz. Esto lo soltaba en un tono lastimero y no se atrevía a decirlo en presencia de su marido, de procedencia china, que del cultivo del arroz había hecho una religión de la que sacaba buenos rendimientos.

Cuando cobraron los primeros jornales se comprometieron a no gastar un céntimo, hasta conseguir ahorrar lo suficiente para marchar al norte y quién sabe si allí no podrían arrendar un terreno para explotarlo ellas mismas. En su pueblo, le explicaba Siri a Wichi, eran muy torpes y anticuados en el cultivo del arroz y estaba aprendiendo mucho del señor Pimok, que era un arrocero aventajado que, por ejemplo, no usaba productos químicos sino que hacía un cultivo orgánico del arroz, mucho más sano y mejor pagado en los mercados, y en cuanto a la cría de peces le parecía una idea muy aprovechable.

El señor Pimok era muy exigente en el trabajo, y daba ejemplo ya que antes de desayunar recorría sus campos organizando el trabajo del día, de modo que, cuando sus hijos y jornaleros iniciaban su quehacer, él llevaba varias horas trabajando. No admitía una imperfección y reprendía severamente a quien la cometiera. Las dos birmanas temblaban en su presencia. Pero luego tenía detalles de humanidad porque era un buen budista que pertenecía a una secta muy estricta, que seguía el óctuple sendero hacia la liberación del dolor, o nirvana, cumpliendo escrupulosamente las ocho etapas del camino, entre las cuales ocupaba un lugar señalado la recta conciencia, sin descuidar los preceptos menores, tales como no chuparse los dedos mientras se comía o usar el agua solo para lavarse, no para jugar con ella. Las birmanas acostumbraban a tomar el arroz con la mano, haciendo pelotillas antes de introducirlo en la boca, y les costaba mucho resistirse a chuparse los dedos. Pero el señor Pimok las miraba severamente cuando lo hacían.

Uno de los días le dijo a Siri:

—No te favorece mirar para otro lado cuando estás hablando con una persona, sobre todo si esta es de mayor categoría que tú.

—Cualquier persona es de más categoría que yo —admitió humilde Siri—, pero para remediar este mal precisaría de unas gafas.

Esto sucedía una tarde y a la mañana siguiente la señora Pimok apareció con unas lentes y le dijo a Siri que se las probara, aunque le aclaró:

—Tienes la mirada muy torcida y será difícil arreglarlo con unos anteojos corrientes, pero por probar nada perdemos. Estas son unas gafas mías, de cuando era más joven y veía mejor. Ahora apenas las uso, o sea que, si te sirven, puedes quedarte con ellas.

Y Siri se quedó con ellas porque notó que veía mejor las letras cuando leía en un libro de oraciones, de su religión, que estaba impreso en un papel muy fino que se transparentaba y, por tanto, no se distinguía el texto con nitidez. Era el único libro que leía, con dificultad, porque apenas había ido a la escuela.

Aquellas gafas no sirvieron para remediar su estrabismo, pero con ellas puestas se disimulaba y, por eso, cuando terminaba de trabajar en el arrozal se las ponía y no se las quitaba. La señora Pimok también le dio consejos sobre cómo tenía que acostumbrarse a mirar de frente a la gente, aunque les viera de refilón, y de paso le recomendó una pasta que le serviría de producto de belleza para disimular las mellas que en su cara habían dejado unas viruelas infantiles. La señora Pimok pertenecía a la misma secta budista que su marido y practicaba los cuatro principios de la vida social, uno de los cuales era el ser caritativos. Pero la caridad no estaba reñida con la verdad, y la verdad era que cuando terminasen la fase del molido ya no precisarían de sus servicios, y así se lo hizo saber a Siri.

—El primer día que vinisteis, cuando vi llorar a Wichi, le pedí al señor Pimok —siempre nombraba así a su marido— que os despidiera, pero por fortuna el señor Pimok no me hizo caso. En lo que atañe al arrozal nunca me hace caso y yo lo comprendo porque su sabiduría es muy grande. Habéis resultado muy buenas trabajadoras y Wichi ya parece otra. Pero dime una cosa, buena mujer, ¿es cierto que sois tía y sobrina? ¿Cómo es posible que lo seáis si tú perteneces a la tribu de los pakeñós y Wichi nada tiene que ver con ellos?

Siri se colocó bien las gafas, procuró mirarla de frente y le contó toda la verdad, que le interesó muchísimo a la señora Pimok. Le pareció admirable lo que estaba haciendo Siri por esa niña, pero muy peligroso porque era evidente que no tenía derecho a llevarse a una joven, menor de edad, que tenía una abuela con autoridad sobre ella. En cuanto a lo de que esa abuela fuera una codiciosa que quisiera vender a su nieta, no la pillaba de nuevas y le contó casos, no solo de abuelas, sino también de madres que hacían otro tanto con sus hijas. Esto lo había visto en un pueblo muy pobre en el que nació y vivió hasta casarse con el señor Pimok.

—Nosotros, gracias al Chao Thi —espíritu protector de la casa—, no somos pobres, pero aunque fuéramos muy pobres no creo que nos atreviéramos a vender a nuestras hijas. Antes procuraríamos buscar un hombre para ellas, a poder ser un extranjero mayor, porque estos encuentran consuelo en las chicas jóvenes y no las tratan mal.

Luego siguió discurriendo sobre este punto y le entró una tristeza muy grande al considerar que, quizá si fueran muy pobres, acabarían vendiéndolas. También le contó con mucho detalle la historia de un inglés, ya jubilado, que había llegado a ese pueblo pobre, pero atractivo por las montañas que lo rodeaban, en el que se había construido una casa espléndida, con tres plantas y una piscina, y como es natural todas las madres del lugar estaban deseosas de que se fijara en alguna hija suya y al fin se decidió por una, que no era ni con mucho las más hermosa, pero que tendría otros encantos a juicio del señor inglés. Pasado un tiempo vinieron otros amigos del inglés y también se fijaron en otras jóvenes del lugar, pero no con la formalidad del primero que vivía con la elegida como si fueran marido y mujer. Pero por regla general las jóvenes en las que se fijaban los extranjeros solían salir bien paradas.

—Yo era una de aquellas jóvenes y mi madre me acicalaba y me hacía pasear por delante de la casa donde se reunían los extranjeros, pero gracias al Chao Thi apareció el señor Pimok, que, pese a lo joven que era, ya tenía estudios y estaba decidido a ser algo grande en esta vida. Ese señor inglés le prestó el dinero para comprar este arrozal, pero hace diez años que se lo devolvió todo y ya es solo nuestro. Ese señor inglés, ya fallecido, que se llamaba míster Collins, fue un regalo para nuestro pueblo.

La señora Pimok tenía estas distinciones con alguien tan humilde como Siri porque escuchaba muy bien, y siempre estaba dispuesta a ayudar en lo que fuera preciso. Un día le dijo que nunca ponía mala cara cuando se le pedía algo aunque no le correspondiera hacerlo, y Siri le contestó que bastante mala cara tenía ella, como para ponerla peor. A la señora Pimok le pareció una respuesta muy graciosa y la comentó en medio de grandes risas con su marido y sus hijos.

Otra de las razones de su deferencia era que la pakeñó no parecía necesitar dormir y al atardecer, cuando las birmanas y sus propios hijos solo pensaban en refrescarse y tumbarse en los lechos, agotados por tan largas jornadas, Siri la ayudaba a preparar el desayuno del día siguiente. O de amanecida, cuando apenas había salido el sol, se presentaba en la casa grande por si necesitaba algo. O, sin preguntar, ya sabía lo que precisaba y aparecía con cestos de verdura o grandes bidones de agua para cocinar. La señora Pimok, acostumbrada a trabajar desde niña, siempre había deseado tener una criada que le hiciera los trabajos más pesados, y ahora había encontrado algo muy parecido en aquella mujer. Por eso le propuso a su marido pagarle un jornal extra por esos servicios, a lo cual el señor Pimok se negó alegando que habían pactado un salario y no había motivos para modificarlo. Nadie le pedía que hiciera esos trabajos, y si los hacía era por su gusto. Pero la señora Pimok acostumbraba a repetir muchas veces las cosas, e insistió en sus pretensiones hasta que el marido, aburrido de oírla, le dijo:

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