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Authors: Jose Luis Olaizola

Tags: #Drama

La niña del arrozal (5 page)

BOOK: La niña del arrozal
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A cuenta del arreglo de la dentadura tuvieron uno de los altercados más sonados, ya que Yui, en un momento de enajenación mental, se atrevió a decirle que si él no era capaz de pagarle el arreglo había encontrado quien lo hiciera. Le dio tal bofetón que la prótesis se le desencajó y la mujer prorrumpió en insultos terribles, jurando a su marido odio eterno.

El hombre, con un hipo de borracho, se echó a llorar y buscó consuelo en Wichi, tomándola en sus brazos y pidiéndole perdón. La niña, que ya discurría, le suplicó:

—La que te tiene que perdonar es mamá. Y tú la tienes que perdonar a ella.

Esto también se lo dijo luego a su madre, quien la reprendió y le dijo que no se metiera en lo que no era de su incumbencia.

Otro día Yui tuvo una bronca tremenda con la señora Phakamon, acusándola de mala madre por no querer prestarle unos míseros bahts, que bien sabía que los podía recuperar duplicados como ya se lo había demostrado. Desde ese día la señora Phakamon dejó de ir por la casa, ya que por nada de este mundo estaba dispuesta a poner en riesgo los ahorros tan arduamente conseguidos.

Estos altercados no siempre los presenciaba Wichi, que se pasaba buena parte del día en la escuela, empeñada en ser la mejor de las alumnas, aunque empezaba a dudar de que eso sirviera para aliviar la penosa situación de su hogar. Pero cuando llegaba a casa se lo contaba la sirvienta Siri, con la mejor de las intenciones: veía el desenlace fatal de aquel drama y pretendía llevarse consigo a Wichi a su pueblo de las montañas del norte. Es más, estaba aguantando en la casa solo por el cariño que sentía hacia la niña, ya que llevaba meses sin cobrar y sin poder mandar un baht a sus ancianos padres, que bien que lo precisaban. ¿Qué iba a ser de la niña, con una madre ludópata, en un proceso de degeneración creciente, y un padre borracho?

—Mi pequeña flor —le decía a Wichi—, en mi pueblo podrás seguir yendo a la escuela, ya que aunque está un poco apartado un autobús pasa todos los días a recoger a los niños, y yo me pondré a trabajar en los campos de arroz, y no nos faltará de comer.

—Pero ¿cómo voy a dejar a mi padre y a mi madre? —se escandalizaba Wichi.

Siri estaba convencida de que serían ellos los que la dejarían, pero pretendía tranquilizar a la niña diciéndole que solo los dejaría un poco de tiempo y luego volvería. Quizá cuando hubiera terminado sus estudios de bachiller.

Esta insistencia fue aún mayor el día más triste de la vida de Wichi: el día en que su padre se fue para no volver.

—Me voy para no matar a tu madre —le explicó a la niña.

—¿Pero es que no vas a volver? —le preguntó en tono suplicante Wichi.

—Quizá algún día vuelva, pero será para llevarte conmigo.

Pero no volvió nunca, ni la niña supo más de él.

Wichi se pasó varios días llorando, y el primero de ellos fue cuando le dijo a Siri:

—Hoy es el día más triste de mi vida. Por muchos años que viva, no creo que haya uno más triste que este.

También se lo fue a contar al monje, quien le aconsejó que no anticipara el futuro y que, si la vida era sufrimiento, todavía le podían esperar otros mayores.

—Pues si es mayor que este, me moriré —le replicó la niña.

El monje se limitó a ponerle las manos sobre la cabeza, y en esta ocasión ni tan siquiera musitó una plegaria.

Siri insistió mucho en que se fuera con ella, porque de hecho ya se había quedado sola. Su madre se había marchado a Birmania, solo por unos pocos días, ya que en aquel país, que desde 1988 era conocido como Myanmar, había grandes oportunidades de hacer fortuna con el juego, bien en un casino que era medio legal, bien en los denominados «clubes de karaoke», que servían para todo, menos para cantar. La estancia de la madre se prolongó más de lo previsto ya que, ciertamente, tuvo algunos aciertos con el bacará, que seguía siendo su juego preferido, y cuando no acertaba siempre le quedaba el recurso de obtener fondos por otros medios, ya que no había dejado de ser una mujer muy bella. En Birmania, o Myanmar, fue donde se aficionó a las metanfetaminas, que le producían una especial lucidez a la hora de apostar, o una cierta conformidad a la hora de tener relaciones con hombres adinerados, en su mayoría chinos o japoneses. En Birmania fue donde contrajo el sida que un año más tarde le habría de conducir a la muerte.

El fallecimiento de su madre no tomó por sorpresa a Wichi porque Siri no le había ocultado que sucedería. De Birmania volvió en más de una ocasión, ya con los signos de la enfermedad visibles, de suerte que había dejado de ser una mujer atractiva y era muy difícil que encontrara remedio en los hombres cuando perdía al bacará. Es más, en una ocasión la metieron en la cárcel por atentar contra la salud pública, y después de unos días la deportaron a Tailandia con prohibición expresa de volver a Birmania. Siri, que bien sabía cuál era el mal que la estaba consumiendo, le encarecía para que siguiera un tratamiento médico porque esa enfermedad todavía tenía remedio. Fue al hospital público, que funcionaba muy bien, y le mandaron retrovirales, pero la mitad de los días no se los tomaba, porque decía que tenía otra medicina mejor: las metanfetaminas que se había traído de Birmania en grandes cantidades, ya que en aquel país eran muy baratas.

Se murió sin saber que se estaba muriendo, con la cabeza perdida, y ni tan siquiera reconocía a su hija que durante los últimos meses no se separaba de ella. Había dejado de ir a la escuela, porque era evidente que de nada le había servido ser la mejor alumna de la clase. En la última y agónica fase de aquella enfermedad apareció, de nuevo, la señora Phakamon, pero no con demasiada frecuencia, no fuera a ser que se contagiara de aquella enfermedad. La presencia de la abuela no le producía ningún consuelo a Wichi porque la señora no cesaba de maldecir a su yerno, que había dejado a su hija abandonada a su suerte, pobre criatura, motivo por el cual se habían producido esos males. A la nieta le prodigaba caricias y palabras amables, que la niña recibía con un poco de recelo, porque Siri le advertía:

—No te fíes de tu abuela, ten mucho cuidado con ella, mi pequeña flor.

Uno de esos días terminales le dijo la abuela:

—Tan guapa como tu madre no serás nunca, pero fea tampoco eres. Ven aquí, que te vea bien.

Y le hizo dar vueltas y hasta le palpó los pechos, que ya los tenía punzantes.

—No te faltará un buen marido, si dejas que tu abuela se ocupe de ese negocio y no cometes la locura que cometió tu madre.

Cuando hablaba así era cuando Siri le insistía en que tuviera mucho cuidado con ella, que a saber lo que estaría tramando.

Un día la abuela dijo una cosa sensata: que su hija ya no podía seguir en aquella vivienda, sino que era preciso ingresarla en el hospital. La casa no podía ofrecer un aspecto más deplorable, desvalijada por los cuatro costados, ya que la madre antes de perder la conciencia se había dedicado a vender todos los enseres, hasta los lechos, de manera que su hija se acostaba en un yacija hecha de paja y cubierta con una manta vieja. Siri y Wichi dormían juntas en el suelo de lo que había sido la cocina, y que ya solo conservaba un fogón que encendían con maderas y cartones que recogían por las calles.

El mismo día en que la madre murió en el hospital, Siri le dijo a Wichi que a la mañana siguiente tomarían un autobús que las dejaría a unos cuantos kilómetros de su pueblo, que podrían hacer andando, a menos que algún camionero caritativo quisiera acercarlas. En el peor de los casos, en un par de días se encontrarían en su casa, que estaba rodeada de las montañas más altas de Tailandia, y, aunque no eran las mejores para cultivar arroz, ya se las arreglarían. Siri le había hablado de su pueblo como si fuera el lugar más maravilloso del mundo, un poco caluroso en verano, pero el resto del año con un clima muy benigno. En esas montañas nacían buena parte de los ríos que regaban Tailandia, y la vegetación crecía con tal profusión que todos los caminos y senderos estaban siempre sombreados, de modo que, por mucho que luciera el sol, era fácil librarse de sus rigores. Y, si era tan hermoso su pueblo, ¿por qué se había marchado ella?, se extrañaba Wichi. La mujer no le contaba toda la verdad. Se había ido para ganar dinero, que les vendría bien a sus padres ancianos. En lugar de eso le decía:

—Según nuestra religión todos tenemos un ángel custodio, tú tienes uno y yo tengo otro, que deben ser amigos, y mi ángel me hizo venir a esta casa para que me ocupe de ti cuando falte tu madre, lo que no tardará en ocurrir, mi pequeña flor.

Pero cuando, por fin, tuvo lugar el deceso la señora Phakamon se cuidó de trastocar los planes de Siri, incluso amenazando con llamar a la policía en caso de que pretendiera llevarse a la niña. Y Siri, que como muchos pakeñós no tenía sus papeles en regla, tembló porque sabía que podía terminar en prisión, y había oído hablar horrores de las cárceles tailandesas.

Acostumbrada a ser humilde, Siri se postró a los pies de la señora Phakamon y le dijo que sería un honor seguir sirviéndola a ella, como había servido a su hija.

—¿Cómo que servirme a mí? —le preguntó recelosa la señora—. ¿Crees que una anciana como yo te puede pagar un salario?

—La señora Yui llevaba meses sin pagarme un baht, y yo la seguía sirviendo —le aclaró Siri.

—¿Y qué pretendes con eso? —insistió la señora con creciente recelo.

—Tener un techo bajo el que cobijarme —mintió Siri, y añadió—: Y quién sabe si encontrar algún trabajo, durante mi tiempo libre, que me ayude un poco.

Esto ya le pareció más razonable a la señora Phakamon. Esas mujeres campesinas estaban acostumbradas a trabajar como animales, y pensó que podía sacar algún provecho. Por eso le preguntó:

—¿Y qué me pagarás a mí, por alojarte en mi casa?

—Se la tendré muy cuidada y en cuanto encuentre un trabajo le pagaré un tercio de lo que gane.

Y así cerraron el trato. Luego Siri le dijo a Wichi que había conseguido un acuerdo muy ventajoso, porque le permitía seguir cerca de ella, y no descartaba que se les presentara la ocasión de cumplir su proyecto de volver a sus queridas montañas del norte.

—Tu abuela no vivirá siempre, o quizá algún día pierda la cabeza, o tú seas mayor de edad y puedas disponer libremente de tu persona. En cualquiera de esos casos conviene que me tengas cerca, mi pequeña niña en flor.

—¿Pero es que me quieres más que mi madre, para sacrificarte tanto por mí? —se admiró Wichi, que estaba sumida en la tristeza desde que falleciera su madre.

—Te quiero un poco, florecilla, pero no olvides que todo esto lo hago porque tengo un ángel custodio, que es amigo del tuyo, y es quien me dice que debo cuidar de ti.

—¿Acaso tú hablas con ese ángel? ¿Cómo te entiendes con él? —le preguntó escéptica Wichi.

Siri se quedó pensativa y por fin le explicó:

—Yo no hablo directamente con él; él solo habla a mi corazón, y mi corazón es el que me dice lo que tengo que hacer.

Se puso una mano ahuecada sobre la parte del pecho en el que se hallaba su corazón e hizo como que inclinaba la cabeza para escuchar el mensaje que emanaba de ese órgano.

—Procura escuchar a tu corazón —la animó Siri.

—Mi corazón solo me dice que la vida es sufrimiento —sollozó Wichi—, y ahora estoy muy apenada porque me parece que he sentido menos la muerte de mi madre que la marcha de mi padre, y eso es muestra de que no soy muy buena hija.

«Eso es muestra de que tu madre no era una buena madre», pensó Siri, pero no se lo dijo a la niña, y se ocupó de atender los funerales que se celebraron por la señora Yui y que, conforme a la tradición budista, duraron siete días, durante los cuales algunos amigos y vecinos venían a la caída de la tarde para rezar plegarias y atiborrarse de arroz, pescado y carne de cerdo, que les servía la anfitriona con la ayuda de Siri, que se pasaba el día cocinando. Era costumbre que los que venían a mostrar su condolencia trajeran consigo algunas viandas, pero la señora Phakamon echaba cuentas y era más lo que daban que lo que recibían, por lo que se pasaba el día quejándose, deseando que se terminase el funeral.

Esos siete días se los pasó Wichi llorando la mayor parte del tiempo, recordando cuando era muy pequeña y su madre era la mejor de las madres, que le contaba cuentos antes de dormir, y cómo, muchas noches, cuando su padre estaba en Chiang Mai, dormían juntas en la misma cama. Sus padres eran felices y, en ocasiones, les sorprendía en actitudes amorosas muy comprometidas; solo discutían cuando el padre decía que debían tener más hijos y la madre se negaba. Wichi era tan pequeña que todavía no sabía cómo se hacían los hijos y le extrañaba aquella postura de su madre. A ella le hubiera encantado tener una hermana, aunque tampoco le hubiera importado que fuera un chico. Pero cuando redoblaba su llanto era al recordar el día que su padre se fue para no volver, aunque todavía no estaba segura de que no regresaría y tenía la esperanza de que, al enterarse de que su mujer había muerto por enfermedad y que, por lo tanto, ya no tenía que matarla, volviera por ella. Por eso no le pareció mal lo de quedarse en casa de la abuela, en lugar de partir hacia el norte, porque si su padre regresaba, sabría dónde encontrarla. Esto lo comentaba con Siri, quien echaba cuentas de los años que el señor Cheonchai llevaba desaparecido, y le parecía demasiado tiempo para conservar la esperanza. No se lo decía crudamente a Wichi, pero se lo insinuaba, o la consolaba diciéndole que se habría ido a trabajar a China, un país del que era casi imposible volver. «¿Por qué?», le preguntaba Wichi. «Porque allí gobiernan los comunistas, que son malos», le daba por toda razón. La niña le pedía más explicaciones y Siri, que era muy ingeniosa, se las inventaba y le contaba historias truculentas de China y de lo mal que se portaban los chinos con los extranjeros que no eran comunistas. Esas historias le proporcionaban a Wichi un consuelo relativo, porque se imaginaba a su querido padre encerrado en una cárcel china de por vida. Angustiada, le preguntaba a Siri por qué motivo su padre se tenía que haber ido a trabajar a China, y la sirvienta, fingiendo enfado, le decía que preguntaba demasiado y que una pobre sirvienta no tenía por qué tener respuesta para todo.

Capítulo 5

Cuando se terminaron los funerales por la señora Yui, Siri se empleó en un taller en el que fabricaban paraguas de diversos colores, tan famosos que los vendían en toda Tailandia y también los exportaban a otras partes del mundo. Se pudo colocar gracias a que una de las encargadas era de un pueblo cercano al suyo y la recomendó al encargado general, un hombre que se pasaba todo el día recorriendo la nave en la que trabajaban cientos de mujeres, por secciones; la que le tocó a Siri se dedicaba solo a sujetar las empuñaduras de los paraguas.

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