Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
Pero cuesta tanto levantar algo; hay un resentimiento sordo contra ese esfuerzo, una corriente destructiva subterránea; el impulso del niño que pisotea su castillo de arena recién terminado en la playa, el gozo de aplastar torres con la planta del pie, arrasar muros de una patada; Miguel llorando en su cuarto, rodeado por las ruinas del mecano, con un llanto excesivo para su edad, la cara roja, su hermana mirándolo con fastidio desde su pupitre; cuadrillas de dinamiteros intentando volar en el calor de finales de julio y de los primeros días alucinados de la guerra el monumento al Sagrado Corazón de Jesús, en el Cerro de losÁngeles; trayendo en camiones desde Madrid grandes barrenos y máquinas perforadoras; pelotones de milicianos disparando en descargas sucesivas los fusiles contra la estatua ingente con los brazos abiertos; la multitud iluminada por el resplandor de las llamas, los ojos brillantes, el clamor que estalló unánime en las bocas abiertas en la noche del 19 de julio cuando vieron que se hundía la cúpula de una iglesia entre fulgores de pavesas y una lava de plomo derretido. En el calor de la noche de verano el fuego estremecía el aire con bocanadas de horno. Cuánto tiempo, cuánto trabajo, cuánto ingenio habría costado levantar esa cúpula hace algo más de un par de siglos, cuántos hombres picando la piedra y mulos o bueyes arrastrando los grandes bloques desde la cantera, cuántos árboles y cuántas hachas fueron precisos para preparar las vigas, cuántas manos endurecidas se habrían desollado tirando de las sogas de las poleas, en qué hornos se moldeó el plomo para las cubiertas, se cocieron las tejas de arcilla roja y las de arcilla vidriada: pero todo ardía tan rápido; la hoguera succionaba el aire caliente para seguir alimentando su voracidad; alrededor de Ignacio Abel hombres y mujeres danzaban como si celebraran la apoteosis de una divinidad primitiva, algunos disparando fusiles o pistolas al aire, tan ebrios de fuego como de palabras o de himnos, celebrando no el derrumbe literal de la cúpula de una iglesia de Madrid devorada por las llamas sino el hundimiento imaginario del mundo caduco que merecía perecer. Recuerda la sensación del fuego quemándole la piel de la cara; el olor a gasolina, la asfixia del humo después de un golpe de viento; el sabor de la ceniza en la boca; luego el hedor del humo en la ropa. Los otros destruyen con métodos más modernos; no con el fuego de los apocalipsis medievales, sino con aviones italianos y alemanes que ametrallan a los fugitivos por los caminos y lanzan bombas desde una altura confortable sobre un Madrid que carece no sólo de defensa antiaérea sino hasta de reflectores y sirenas eficaces. Los nuestros ejecutan con furia y torpeza; los otros con una metódica deliberación de matarifes, acertando de lejos con infalible puntería a milicianos aterrados que escapan, usando de cerca bien afiladas bayonetas. Ni los unos ni los otros descansan de noche. De noche la víctima designada ofrece todavía menos resistencia. Espera inmóvil, apática, como un animal hechizado por los faros del automóvil que va a atropellarlo. En un lado y otro lo último que ven los que van a ser ejecutados son los faros de un coche. Al profesor Rossman, a quien le habían pisoteado las gafas, la luz le heriría los pobres ojos incoloros. Ignacio Abel oyó en la oscuridad una voz que decía su nombre y tardó en darse cuenta de que si no veía nada era porque él mismo estaba tapándose los ojos con las dos manos.
Mira el reloj, una vez más, aunque lo ha mirado hace nada, como el fumador que no recuerda que ya tenía un cigarrillo y enciende ansiosamente otro. Si todavía no han asaltado la ciudad es probable que los motores de los aviones ya estén oyéndose en la quietud sobrecogida de la noche sin luces. Moreno Villa los escuchará detrás de la ventana cerrada en su cuarto de la Residencia, donde otras noches ha oído tan de cerca las órdenes y los disparos de los pelotones de fusilamiento, el ronroneo de los autos que iluminan la escena y aguardan con el motor en marcha a que se termine la tarea. Quizás los aviones llegan volando desde el norte y Miguel y Lita los oyen pasar sobre los picos de la Sierra, sabiendo que van a bombardear Madrid, imaginando que su padre está todavía en la ciudad, o que ha muerto, que no volverán a verlo, su última imagen de él una foto mal hecha que se desvanece en el agua del revelado, el traje claro, la cartera negra, el sombrero de verano agitándose al otro lado de la verja mientras se oye de nuevo el pitido del tren.
Con un silbido como de sirena de barco el tren se aparta de la orilla del río y se sumerge a más velocidad en el túnel de hojas amarillas, ocres, naranjas, azuladas, rojas, de un bosque tan tupido que la claridad de la tarde apenas lo atraviesa. El viento provocado por la fuerza del tren levanta remolinos de hojas que aletean y chocan como nubes de mariposas trastornadas contra los cristales de la ventanilla y van quedándose rápidamente atrás. Hojas de robles, de arces, de olmos, de árboles que él no ha visto nunca, todavía densas en las copas y también flotando en el aire o cubriendo el suelo como una gran nevada de rojos, de amarillos, de ocres, entre los troncos de una desmesura de columnas primitivas y los matorrales impenetrables en los que parece que se ha preservado la naturaleza originaria tan sólo a unos pasos del tren, igual que muy cerca de los rieles choca en débiles oleadas contra la orilla la corriente oceánica del río. La mirada se pierde en la hondura del bosque: de la ciudad que está a unos pocos minutos en dirección contraria y del puente que atestigua tan cerca la presencia humana de pronto parece que no hubiera rastros; que el continente se hubiera cerrado sobre sí mismo en una crecida de sus ríos y sus bosques, borrando hasta las cicatrices de la presencia de sus invasores. Bajo la vegetación tan densa podrían ocultarse las ruinas de una civilización abolida. Por la ventanilla entra ahora no el olor de las algas y el mar sino el de las hojas, el de la tierra empapada y el suelo fértil en el que la materia vegetal se pudre bajo la umbría de una maleza impenetrable. Montes enteros de pinares fueron talados en Sierra Morena y en la Sierra de Cazorla para construir los buques de la Armada de Felipe II, que una tempestad hundió en pocas horas cerca de la costa de Inglaterra. Los animales muertos, los pájaros sin refugio, la lluvia arrastrando la tierra de las laderas que las raíces de los árboles habían sujetado, la ingrata roca pelada al final, la patria áspera de los cabreros, los campesinos raquíticos, los iluminados, resueltos a talar y a quemar más aún, a no dejar refugio ni para los alacranes.
A Judith Biely la llevó a pasear por el Jardín Botánico la segunda vez que se encontraron a solas. Ella reconocía con gratitud los árboles de América, los colores otoñales idénticos, aunque la sorprendía que el bosque se acabara tan pronto, que llegaran en seguida a senderos rectos, verjas y pérgolas de jardín francés. Caminaba a su lado y los dos se habían quedado en silencio, escuchando el crujido de las hojas secas bajo las pisadas. Aún no estaban adiestrados en las astucias del amor clandestino. Ni siquiera eran amantes todavía. No habían hecho más que acariciarse con ansiosa torpeza mientras se besaban en la penumbra verdosa del bar del hotel Florida y luego dentro del coche en el que Ignacio Abel la llevaba por primera vez a su pensión, los dos en un silencio asombrado después del atrevimiento. No se habían visto desnudos. La conversación los había distraído del hecho de estar juntos; les permitía dejar en suspenso el vínculo que actuaba sobre ellos detrás de las palabras. Se habían citado junto a la verja de entrada del Botánico y el impulso de ir el uno hacia el otro se había detenido en el preludio del contacto físico. No se besaron, por indecisión o por pudor, no se dieron la mano. Una recobrada timidez borraba la cercanía ya alcanzada en el primer encuentro; parecía imposible que se hubieran abrazado, besado largamente en la boca. Era preciso empezar de nuevo; tantear otra vez los límites restablecidos, las ataduras invisibles de la buena educación. Qué raro que todo eso haya sucedido: que haya pasado un año tan sólo desde entonces, que la luz de la tarde de octubre sea casi idéntica, como el olor y los colores de las hojas. «Y lo más raro de todo es que me siento como en casa en Madrid», había dicho Judith justo antes de quedarse callada, las manos en los bolsillos de su gabardina ligera, el pelo descubierto, mirando a su alrededor tan ávida, tan serenamente como el primer día que estuvieron juntos en la calle, en la acera de la Gran Vía, al bajar de casa de Van Doren, delante de los carteles cinematográficos que cubrían la fachada del Palacio de la Prensa. En el Botánico, en la mañana tibia y húmeda de octubre, con un vago olor a humo y a hojas caídas en el aire, leían las etiquetas con los nombres en latín y en español de los árboles. Judith los pronunciaba en voz alta, insegura, dejándose disciplinadamente corregir, complaciéndose en los nombres que aludían a orígenes remotos: el olmo del Cáucaso, el pino llorón del Himalaya, las sequoias gigantes de California. Le contaba que en Madrid se sentía más en casa que en ninguna otra de las ciudades de Europa que había visitado a lo largo del último año y medio, y que fue así desde el primer momento, desde que bajó del tren en la estación del Norte y salió a una calle soleada y húmeda en la primera luz de una mañana de septiembre y tomó el taxi que la dejó en la plaza de Santa Ana, llena de puestos de hortalizas y de flores cubiertos por toldos, ocupada por el clamor de los gritos agudos de las vendedoras y los gorjeos de los pájaros en venta en sus jaulas de alambre, por los pregones y las flautas de los afiladores y el rumor de las conversaciones a voces que salían por las puertas abiertas de par en par de los cafés. Su barrio de Nueva York había sido así cuando ella era niña, le dijo: pero tal vez con una vitalidad más angustiosa, con una furia más visible en la busca diaria del sustento o del beneficio, en la crudeza de las relaciones sociales, hombres y mujeres llegados de lugares lejanos del mundo y teniendo que ganarse el pan desde el primer día y sin ayuda de nadie en una ciudad desconocida y abrumadora para ellos más allá de las calles familiares en las que se agrupaban los inmigrantes, vestidos igual que en las aldeas y en los guetos de los límites orientales de Europa, rodeados de letreros, de gritos, de olores de comida que reproducían exactamente los del antiguo país. En Madrid un vendedor ambulante parado en una esquina o el parroquiano apoyado en el mostrador de una taberna le daban a Judith la impresión de haber estado allí siempre; de habitar una indolencia sin sobresaltos, como la de los hombres vestidos de oscuro que miraban a la calle tras los ventanales de los cafés o la de los vigilantes adormecidos en las salas del Museo del Prado. ¿Y no había probado aún, le dijo él, en materia de indolencia oriental, la de los empleados de las oficinas públicas? ¿No había llegado a alguna a las nueve para resolver algún trámite y tenido que esperar hasta después de las diez, y encontrado frente a sí, más allá del arco de una ventanilla, una cara entre avinagrada e impasible, un dedo índice manchado de nicotina que se movía negando algo o que señalaba acusadoramente el espacio en un documento en el que faltaba una póliza, un sello, la rúbrica de alguien a quien habría que buscar a continuación en otra oficina más recóndita en la que ni siquiera estaba abierta la ventanilla de atención al público?
—No tomes por exotismo lo que es sólo atraso —dijo Ignacio Abel, inseguro de haber usado la segunda persona del singular, como de un roce o un acercamiento impropios, sin atreverse no ya a tocarla sino a desearla plenamente—. A los españoles nos ha tocado la desgracia de ser pintorescos.
—Tú pareces español y no lo pareces —dijo Judith, y se detuvo mirándolo, con una sonrisa de reconocimiento, más aventurada que él, impaciente, queriendo hacerle saber que ella sí se acordaba, que lo sucedido la otra vez no estaba cancelado.
—¿Yo te parezco americana?
—Más americana que nadie.
—Phil Van Doren tendría sus dudas. Su familia llegó a América hace tres siglos y la mía hace treinta años.
No le gustaba que dijera ese nombre, Van Doren, y menos aún el diminutivo: se acordaba de las pupilas fijas y sarcásticas debajo de las cejas depiladas y de las chatas manos peludas con anillos que apretaban la cintura de Judith, del momento en que, nada más salir de su habitación dejándolos solos en ella, volvió a asomarse empujando bruscamente la puerta, como si se hubiera olvidado de algo.
—Para él los españoles debemos de ser poco más o menos que abisinios. Habla de sus viajes por el interior del país como si hubiera tenido que llevar porteadores nativos.
Pero se daba cuenta de que su hostilidad era un hondo despecho personal, causado por los celos que le daba un vínculo entre Van Doren y Judith del que él estaba excluido, y sobre el que no se atrevía a preguntarle a ella, qué derecho tenía. Si no le gustaban las mujeres, ¿por qué la tocaba tanto? Pero qué podía saber él, tan torpe no ya para el adulterio sino para los sentimientos, cómo podría desenvolverse con ella, si la tenía al lado franca y deseable en una avenida del Botánico en el que estaban solos y no se atrevía no ya a tocarla sino a sostener su mirada, si la escuchaba hablar en su español concienzudo y cada vez más fluido y en lo que estaba pensando no era en lo que ella decía y ni siquiera en lo que él le contestaba sino en la posibilidad desoladora de que lo ya ocurrido una vez no volviera a repetirse. Oía silbidos de trenes en la estación cercana; campanillas de tranvía y motores y bocinas de autos subiendo por el paseo del Prado, amortiguados por la espesura de los árboles, como el crujido de las hojas secas bajo las pisadas, que se hundían ligeramente en la tierra humedecida, hace sólo un año, un año y apenas unos días, en otra ciudad de otro continente, en otra época; gatos soñolientos se tendían al sol en los bancos de piedra. Y si ella se había arrepentido, o simplemente consideraba que no fue para tanto, que había algo embarazoso o ridículo en la vehemencia de un hombre de cuarenta y siete años; un hombre casado, además, con hijos, conocido, que no podía mostrarse en público con una mujer que no era la suya, una mujer extranjera y más joven, observada por las caras vigilantes de Madrid, las de los mostradores de las tabernas y las del otro lado de las cristaleras de los cafés. Qué estaba haciendo, se preguntaría cuando los dos se quedaron en silencio y la conversación ya no tendió como una red por debajo de ellos la trama de un pretexto, marchándose de la oficina mucho más temprano de lo que debía y acostumbraba, citándose con Judith con un motivo de una puerilidad casi patética, enseñarle el Jardín Botánico, su lugar preferido en Madrid, le había dicho, su modelo de patria, más que el Museo del Prado, más que la Ciudad Universitaria, su patria con estatuas de naturalistas y botánicos y no de toscos generales sanguinarios o reyes tarados, su isla de civilización consagrada no al culto de la sangre hirviente sino al de la savia templada, a la sabiduría y la paciencia de ordenar la naturaleza a la escala de la inteligencia humana. Entonces Judith se detuvo frente a él al otro lado de una de aquellas fuentes de taza en las que nadaban peces rojos y de las que se alzaba un chorro débil de agua y antes de que dijera algo él supo que iba a referirse a lo no mencionado hasta ahora, la otra noche en el bar del Florida.