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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (16 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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—Pero la pintura es un placer privado, aunque se disfrute en un museo. Está uno solo, delante del cuadro, y el mundo alrededor no cuenta. La pintura exige un grado de contemplación que a veces es un problema para las personas activas. Cuando usted lleva quieto unos minutos, ¿no tiene remordimientos, no siente que se está perdiendo algo? Por supuesto que un edifìcio se puede disfrutar de una manera tan privada como un cuadro. Como usted sabe, la emoción estética suele ser reforzada por el privilegio de la posesión. Pero la arquitectura siempre tiene una parte pública, accesible a cualquiera, en plena calle, al aire libre. Es una afirmación. Como un puñetazo sobre una mesa...

Sin darse cuenta Van Doren cerraba el puño de la mano derecha, lo levantaba en el aire. Tenía el reflejo de subirse una y otra vez las mangas del jersey casi hasta el codo, primero la una, luego la otra, con el gesto enérgico de quien se dispone con impaciencia a emprender una tarea manual.

—Mire esa torre magnífica, la de la Compañía Telefónica. Quizás Judith le ha contado que tenemos intereses en ella. Mi familia, quiero decir, a través de la American Telephone and Telegraph. La torre está declarando algo, el poder del dinero, dirá nuestra querida Judith, que tiene simpatías radicales, como usted ya sabe, y lleva razón diciendo eso, claro que la lleva, pero también hay algo más. La maravilla de las comunicaciones telefónicas y de lo que es todavía mejor que ellas, las ondas de radio, que no requieren el tendido de cables, que transmiten las palabras a través de la atmósfera, haciéndolas resonar como ecos en la estratosfera, recogiéndolas luego. Un milagro para la gente de la edad de nuestros padres, un acto de brujería. Pero esa torre todavía está diciendo algo más, y usted como arquitecto es muy consciente de lo que significa: el empuje de su patria, tan poderoso ahora como cuando se levantaban las catedrales. ¡Uno se acerca a Madrid y el edificio de la Compañía Telefónica es su catedral! Una torre de oficinas y un almacén lleno de aparatos y cables y también un símbolo, igual que una iglesia o que un templo griego o una pirámide.

Bebió un sorbo terminante chasqueando la lengua, miró de soslayo el reloj de pulsera al subirse de nuevo las mangas. Estudió con recelo la cara un poco ausente de Judith, que tenía la mirada detenida en el humo del cigarrillo. Quizás el estremecimiento común se había disipado; quizás cuando salieran de allí y se hubiera pasado el efecto del alcohol y de la cercanía física ninguno de los dos se sentiría aludido por el otro.

—Pero lo noto impaciente. No quiero desperdiciar su tiempo ni el mío. No se me olvida que usted tampoco es un alma contemplativa. Supongo que no ha oído hablar de Burton College. Es una universidad pequeña, muy selecta, a unas dos horas en tren de Nueva York, hacia el norte, en la orilla del río Hudson. Hermosos paisajes. El campus está esparcido entre la naturaleza, como las viviendas y las granjas de los primeros colonos...

—Y antes las de los indios a los que los primeros colonos expulsaron.

Cuando habló Judith, Van Doren levantó hacia ella la mirada con una placidez absoluta, como transido por su propia paciencia, examinándola despacio, las manos detenidas en el gesto de subirse las mangas del jersey, mirando luego a Ignacio Abel como para asegurarse de que era testigo de su magnanimidad. Se complacía en dar por supuesto lo que probablemente sabía que era falso, que entre Judith y él había alguna clase de familiaridad.

—Como usted también habría previsto, era inevitable que nuestra querida Judith, llegados a este punto, mencionara a los indios. Lamentablemente desaparecidos. Ustedes, los españoles, saben también algo de eso. Pero si Judith nos lo permite será mejor continuar con mi historia acerca de Burton College. Ahora mismo los bosques se están volviendo rojos y amarillos. No soy muy sentimental y me gusta mucho Madrid, pero echo de menos los colores del otoño en esa parte de América. Judith sabe bien a lo que me refiero. ¿No ha estado nunca en los Estados Unidos, profesor Abel? Quizás ahora vendrá el momento oportuno. Desde hace varias generaciones mi familia está vinculada a Burton College. En algún momento estuvo a punto de llamarse Van Doren College, de hecho. Los terrenos del campus fueron una donación de un bisabuelo mío. Como usted sabe, nosotros estábamos asentados allí cuando llegaron los ingleses. Nosotros los holandeses, quiero decir. Su Nueva York fue antes nuestra New Amsterdam, como el México de ahora fue la Nueva España de ustedes.

—Por eso esa parte del Estado está llena de nombres holandeses —interrumpió Judith, tal vez con algo de fastidio ante aquel despliegue de ancestros, ella que no tenía en América más antepasados que sus padres, emigrantes que hablaban inglés con acento terrible y discutían a gritos en ruso y en yiddish.

— . . . Los Roosevelt, por citar unos vecinos prominentes. —Van Doren se echó a reír—. O los Vanderbilt. O los Van Burén. Sólo que en nuestra familia hemos sido más discretos. Nada de política, ni de negocios especulativos. La última crisis apenas nos afectó.

—A nosotros sí —dijo Judith, pero Van Doren decidió no hacer caso.

—Burton College ha sido el territorio preferido de nuestra filantropía. Hay un Van Doren Hall con un escenario en el que se dan regularmente conciertos sinfónicos, una Van Doren Wing en el hospital universitario, especializada en tratamientos pioneros para el cáncer. Y desde hace años, desde los tiempos de mi padre, existe un proyecto muy querido para mí, porque mi padre hubiera deseado construirlo y murió antes de tiempo: una nueva biblioteca, la Van Doren Library, la Philip Van Doren II Library, para ser exactos. Varios arquitectos han trabajado ya para nosotros y no me gusta ninguno de los proyectos que nos ofrecen. Por supuesto que no soy yo quien decide, pero lo que yo diga pesa mucho en el Board of Trustees de la universidad, y al fin y al cabo yo soy el que maneja las cuerdas de la bolsa...

—El que tiene la sartén por el mango —dijo Judith, contenta de corregirle a Van Doren su traducción literal del inglés con una franca expresión española que había aprendido hacía poco y le gustaba mucho.

—Hasta ahora todo lo que nos han presentado han sido
pastiches,
como puede imaginar. —Van Doren volvió a pronunciar con pulcritud amanerada una palabra francesa—.
Pastiches
góticos, imitaciones de imitaciones, de templos griegos, de termas romanas, de estaciones de ferrocarril o palacios de exposiciones imitando templos griegos y monumentos romanos, tartas estilo
Beaux-Arts.
Pero yo no quiero que sea profanado ese terreno con un monstruo parecido a una oficina de Correos. Me gustaría que lo viera. Le haré enviar fotografías y planos si le parece necesario. Es un claro en un bosque de arces y robles, una elevación más allá del lado oeste del campus, con una vista del río Hudson. El edificio se verá desde los trenes que pasen junto a la orilla, desde los barcos que suben y bajan por el río. Incluso desde el otro lado, desde los acantilados de New Jersey. Será el más visible del
college.
Lo imagino por encima de las copas de los árboles, más escondido cuando estén llenos de hojas, al final de un sendero que se apartará del rectángulo central, un camino de retiro y elevación hacia los libros, sus luces encendidas hasta la medianoche. Habrá libros, pero también discos de cualquier música, de cualquier parte del mundo. Judith, con su oído excelente, me ayudará sin duda a buscar grabaciones de música española. Mi familia tiene intereses en algunas compañías fonográficas. Imagino cabinas insonorizadas para escuchar los discos, salas de proyección en las que cualquiera pueda ver las películas. Me interesa mucho ese proyecto que hay ahora en España de grabar en disco las voces de sus personalidades más eminentes. Habrá salas de lectura con grandes ventanales desde los que se dominen el bosque y el río, los otros edificios del campus. No una de esas bibliotecas lúgubres que hay en Inglaterra, y que se imitan absurdamente en América, con olor a moho y a cuero podrido, con estanterías y ficheros de madera oscura, como ataúdes o monumentos funerarios, con lámparas bajas de pantalla verde que les den color de muerto a las caras. Veo una biblioteca luminosa, como esos edificios y talleres que construyeron los maestros de usted en Alemania, como esa escuela que hizo usted en Madrid. Una biblioteca práctica, como un buen gimnasio, un gimnasio para la inteligencia. Una torre vigía y un refugio también.

—Yo quiero trabajar en esa biblioteca —dijo Judith, pero Van Doren no tenía tiempo ni ganas de escuchar. Movía las manos grandes, con las uñas rosadas de manicura, se subía las mangas del jersey, como impaciente por empezar a trabajar en su biblioteca imaginaria, por excavar cimientos, aplanar desigualdades, poner hileras de ladrillos rojizos o bloques de la dura piedra grisácea que emergía en los claros del bosque.

—No lo he invitado hoy para que me diga que sí, para que se comprometa conmigo. Usted tiene muchas cosas que hacer y yo también. El doctor Negrín me ha contado que este año va a ser particularmente difícil para ustedes, porque se han comprometido a inaugurar la Ciudad Universitaria el próximo octubre. Difícil, si me permite mi opinión sincera. Casi imposible.

—¿Ha visitado usted las obras?

Antes de contestar Van Doren sonrió para sí mismo en silencio, como quien no se decide a revelar del todo lo que sabe, o como quien quiere dar la impresión de que sabe más de lo que dice.

—Ésa es una de las razones por las que vine a Madrid en primer lugar. He visitado atentamente las obras y he consultado planos y maquetas. Un proyecto magnífico, de una escala sin comparación en Europa, aunque de ejecución lenta y quizás desordenada, me atrevería a decir. Me gustó mucho su edificio, por cierto, el que está diseñado exclusivamente por usted. La central térmica, si no me equivoco.

—Casi no es un edifìcio. Es una caja para contener la maquinaria y los controles. Pero todavía no está en funcionamiento. ¿Quién se lo enseñó?

—A esa pregunta Phil no va a contestarle —dijo Judith. Van Doren le dedicó una sonrisa rápida, un gesto, aprobando no sin halago lo que ella había dicho. Era un hombre al que le gustaba sobre todo saber lo que otros no sabían, tener acceso privilegiado a lo que para los demás era inaccesible. A Ignacio Abel no le gustó que Judith volviera a llamarlo por un diminutivo.

—Es un bloque cúbico y sin embargo parece que hubiera surgido de la tierra, que formara parte de ella. Es una fortaleza pero no parece que pesara demasiado, el corazón vigoroso que bombea el agua caliente y la calefacción a esa ciudad del conocimiento. Uno quiere llamar a esa puerta en el muro, entrar en ese castillo. Se ve en seguida que ha trabajado usted con ingenieros competentes. Y que aparte de sus maestros alemanes admira usted a algunos arquitectos escandinavos, si me permite decírselo. ¿Le costó mucho que fuese aceptado su proyecto?

—No demasiado. Es una construcción práctica y nadie le presta mucha atención. No hubo que añadir volutas ni tejadillos platerescos, ni que imitar El Escorial.

—Terrible edificio, ¿no le parece? Me llevaron a verlo la semana pasada, compatriotas suyos que están muy orgullosos de él. Era como entrar en un decorado siniestro para
Don Cario.
Siente uno el peso del granito como si fuera la mano de Felipe II con un guante de hierro. O la de la estatua del Comendador en
Don Giovanni.
¿Se enfada si se lo digo?

Van Doren se echó a reír buscando en vano la complicidad de Judith y luego se volvió hacia Abel cambiando por completo de tono, como si le hablara a otra persona.

—¿Es usted comunista?

—¿Por qué me pregunta eso?

—Background check
—dijo Judith en voz baja, con visible irritación, con impaciencia. Se levantó y fue hacia la ventana, incómoda por lo que le parecía el principio de un interrogatorio del que tal vez se sentía parcialmente responsable.

—Una parte de sus compañeros y de sus profesores en la Bauhaus lo eran. Y me parece que usted es un hombre al que le gusta que las cosas se hagan. Que tiene al mismo tiempo sentido práctico e imaginación utópica.

—¿Hay que ser comunista para eso?

—Comunista o fascista, me temo. Hay que amar los grandes proyectos y la acción inmediata y efectiva y no tener paciencia con la palabrería, con las dilaciones. En Moscú o en Berlín su ciudad universitaria ya estaría terminada. Incluso en Roma.

—Pero probablemente no tendría ningún sentido. —Ignacio Abel era consciente de la mirada y de la atención de Judith, aunque no estuviera mirándola. Sin darse cuenta del todo, hablaba para ella, para que a ella le gustara lo que estaba diciendo—. A no ser como cuartel o como campo de instrucción.

—No diga vulgaridades de propaganda impropias de usted. La ciencia alemana es la mejor del mundo.

—No lo será por mucho tiempo.

—Ahora habla usted como un comunista.

—¿Estás diciendo que hay que ser comunista para estar contra Hitler? —Judith Biely estaba de pie contra la ventana, enojada, muy seria, nerviosa. Van Doren la miró de soslayo sin decirle nada. En quien fijó intensamente los ojos fue en Ignacio Abel, que habló sin levantar la voz, con el pudor instintivo que sentía al expresar opiniones políticas.

—Soy socialista.

—¿Hay alguna diferencia?

—Cuando los comunistas subieron al poder en Rusia mandaron a los socialistas a la cárcel.

—Los socialistas fusilaron a Rosa Luxemburgo en Alemania en 1919 —dijo Judith. A Van Doren la discusión le producía un efecto de comicidad algo histriónico.

—Y cuando ganan los fascistas o los nazis, comunistas y socialistas acaban juntos en las mismas cárceles, después de haberse peleado tanto entre sí. No me negará que no hay cierta comicidad en el espectáculo.

—Yo espero que eso no pase en mi país. Y que podamos inaugurar a tiempo la Ciudad Universitaria sin necesidad de un golpe de Estado fascista o comunista. —Ignacio Abel hubiera querido dar por terminada la conversación y marcharse, pero si se iba ahora mismo cuándo podría ver de nuevo a Judith.

—Me gusta su entusiasmo, Ignacio, si me permite llamarlo por su nombre. He sabido que terminó su charla con mucha elocuencia, con una declaración revolucionaria. Esto no me lo ha contado Judith, no le eche a ella la culpa. Me encantaría que usted me llamara Phil, y que nos tuteáramos, aunque ya sé que apenas nos conocemos y que España es un país más formal que América. Me gusta que no parezca importarle quedarse al margen de las grandes corrientes modernas, políticamente hablando.

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