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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (27 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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Había hecho algunas cosas que podían ser medidas, juzgadas; que tenían una presencia indudable y modesta en la realidad; que existirían del todo con un poco de paciencia y destreza. Pero qué angustia de que se le acabara el tiempo, de no tener la claridad intelectual ni el sosiego ni el coraje para llevar a cabo lo que aún no intuía más que en sueños, en bocetos privados, una casa en la que él y Judith Biely vivirían a la vez en el mundo y apartados y a salvo del mundo, una biblioteca en el claro de un bosque, al lado de un gran río. Las figurillas humanas que había situadas en algunos lugares de la maqueta para dar una idea inmediata de escala él las veía ya animadas y agrandadas hasta un tamaño de seres adultos, hombres y mujeres muy jóvenes con ropas de corte deportivo y carteras de libros, sus propios hijos en la distancia del porvenir cercano, como si levantara la cabeza de su tablero de dibujo y lo viera pasar al otro lado de la ventana. Sólo lo agobiaba la impaciencia de que las cosas sucedieran más rápido, como en esas películas en las que se veía un tren en marcha y sobre el morro de la locomotora o sobre el vértigo de las ruedas aparecían y luego se esfumaban nombres de ciudades y fechas de acontecimientos, en las que el tiempo pasaba muy deprisa y los edificios se iban levantando delante de los ojos, sin que los personajes envejecieran ni perdieran el brío de su entusiasmo. A Juan Ramón Jiménez le había oído hablar de
una prisa lenta,
del
trabajo gustoso.
Él quería ver completados el Hospital Clínico, la Facultad de Medicina, la de Ciencias, la Escuela de Arquitectura, tan cerca de la terminación; quería que ese descampado con zanjas como cicatrices y malezas ásperas fuese ya un campo de deportes; que los palos tristes de los árboles crecieran cuanto antes para dar un poco más de sombra en el secano de Madrid (otros árboles fueron talados previamente; otros muros derribados por piquetas y excavadoras; pero en muy poco tiempo las heridas del paisaje habrían sanado y se perdería la memoria de lo que existió antes). Qué dolor la lentitud de los trabajos, qué impaciencia la de los trámites administrativos, la del esfuerzo humano requerido para cualquier tarea, más aún con aquellos métodos de construcción tan primitivos. Picos, azadones, palas arañando la tierra dura de Castilla, peones mal alimentados, con boinas sucias, con bocas arruinadas de las que colgaban cigarrillos liados a mano, espesos de saliva. Arrancaban un lunes a primera hora los trabajos con una apariencia de energía duradera y al cabo de una semana todo quedaba en suspenso por culpa de una crisis de gobierno o porque se había declarado de nuevo una huelga de la construcción.

Pensaba de pronto: tú podrías haber sido uno de ellos; tu hijo habría nacido para ganarse un jornal escaso de albañil en la Ciudad Universitaria o para pelearse a pedradas con los guardias a caballo y no para estudiar una carrera en una de aquellas facultades (qué estudiaría Miguel, para qué serviría; dónde se posaría duraderamente alguna vez su atención veleidosa). De niño él había trabajado con sus manos, durante las vacaciones escolares, en las cuadrillas que mandaba su padre, el maestro de obras al que respetaban sus albañiles, porque si bien había prosperado lo bastante para llevar chaleco y chaqueta (pero no corbata, ni cuello duro en la camisa) seguía teniendo la cara quemada por la intemperie y las manos chatas y ásperas y era más hábil que nadie para trazar la línea de un muro con los ojos guiñados y sin más ayuda que la de un cordel y una plomada. Yendo de niño con su padre había aprendido el esfuerzo físico que exigía cada cosa, cada palmo de cimiento excavado, de tierra removida, cada adoquín y cada sillar en su sitio preciso, cada ladrillo en su fila idéntica. Todo era fácil, deslumbrante en el plano: las líneas de tinta y las manchas de acuarela culminaban un edificio en un par de tardes de trabajo gustoso, inventaban completa una ciudad en unos pocos días. Avenidas cruzándose en ángulo recto, alejándose hacia los puntos de fuga; árboles de un verde tierno de acuarela diluido en el blanco del papel de dibujo; pequeñas figuras humanas que indicaban la escala. Pero en la realidad esa figura que se veía moviéndose a lo lejos desde los ventanales de la oficina técnica es un hombre que se cansa con facilidad y no está bien alimentado, que ha salido antes del amanecer de su vivienda insalubre y mezquina en una corrala suburbial para venir caminando al trabajo y ahorrarse así los pocos céntimos del tranvía o del metro; que almuerza a mediodía una pobre cazuela de garbanzos cocidos con un caldo de tocino o de hueso rancio; que puede caer del andamio o ser aplastado por una avalancha de ladrillos o piedras y quedarse inválido y vivir ya para siempre tendido en un jergón, en un cuarto de vecindad al fondo de un pasillo hediondo, mientras su mujer y sus hijos pasan hambre y se ven condenados a la humillación de la Beneficencia. Cuando inspeccionaba una obra, asistiendo pasivamente al esfuerzo físico de otros, Ignacio Abel cobraba una conciencia incómoda de su traje bien cortado, de su cuerpo tonificado esa misma mañana por la ducha y absuelto de la brutalidad del trabajo; de sus zapatos que se manchaban de polvo y cemento, y en los que ese albañil doblado sobre una zanja repararía cuando pasara a su lado, a la altura de sus ojos: los zapatos de los señores, tan llamativos y sin duda insultantes para el que calza alpargatas. «Usted no entiende la lucha de clases, don Ignacio», le había dicho Eutimio, el capataz que cuarenta años atrás había sido aprendiz en la cuadrilla de su padre: «La lucha de clases es que caigan cuatro gotas y a uno se le mojen los pies.» Sentía vergüenza y alivio; deseos de justicia social y miedo a la furia de quienes esperaban acelerar su llegada mediante la violencia de una revolución probablemente sanguinaria. Cuántos hombres habían muerto en la sublevación de Asturias; cuántos habían sufrido la tortura y la cárcel: para qué; en nombre de qué profecías apocalípticas traducidas a un lenguaje de periodismo de tercera; a manos de qué brutales vengadores de uniforme, borrachos también de otras palabras degradadas, o ni siquiera eso, mercenarios pagados tan miserablemente como los rebeldes a los que daban caza. Temía que la crueldad o la desgracia se abatieran sobre sus hijos, arrojándolos a la penuria de la que él había escapado, pero que estaba todavía tan cerca, como una amenaza cierta y visible: en los niños tiñosos y descalzos que rondaban las obras buscando robar algo o que se acercaban a los tajos a mendigar algo de comida; en los que caminaban con la cabeza baja de la mano de un padre en paro. Quería que sus hijos se fortalecieran, que aprendieran algo de la cruenta aspereza de la vida real, sobre todo el niño, tan excesivamente débil y vulnerable a todo: pero también quería protegerlos más allá de cualquier incertidumbre, salvarlos para siempre del descubrimiento de la maldad y del dolor. Algunas veces llevaba a los chicos a la oficina, sobre todo desde que se compró el automóvil. Les daba paseos por las avenidas futuras, les señalaba las facultades donde tal vez estudiarían. Aceleraba para que el viento les diera en la cara, se alejaba hacia el verdor polvoriento del monte del Pardo, regresaba a la Ciudad Universitaria. Su madre los había arreglado como si fueran a un bautizo: el chico con su flequillo recto sobre la frente, su chaqueta de hombre diminutivo, sus pantalones bombachos; la niña peinada con raya, con un lazo en el pelo, con zapatos de charol y calcetinescortos. Él seguía trabajando cuando los demás empleados ya se habían ido y los niños jugaban como gigantes repentinos en la ciudad de la maqueta. Cuando estaban en casa, a las criadas les extrañaba que el señor se ocupara de sus hijos mientras la señora asistía a sus reuniones sociales, a las conferencias y las exposiciones del Lyceum Club, o se quedaba encerrada el día entero en la penumbra enferma del dormitorio; que anduviera a gatas con ellos a caballo por el corredor o apartara los papeles de su mesa de trabajo para hacer sitio a sus construcciones de papel y cartón y a sus carreras de autos de juguete.

No había sido así desde el principio. Hubo un tiempo largo en el que deseó que no hubieran nacido; noches angustiadas de llanto y fiebre en las que se sintió atrapado en un cepo de responsabilidad irrespirable. Se fue lejos y la culpa lo seguía alcanzando, se volvía más aguda y cortante con la distancia. En Weimar, cada vez que reconocía la letra de su mujer en una carta temía encontrar cuando la abriera la noticia de que uno de los dos estaba muy enfermo (seguramente el niño, no sólo el menor, sino también el más frágil con mucha diferencia). Tenía miedo sobre todo de los telegramas. Algunas veces iba por la calle disfrutando del silencio nocturno después de un día de mucho estudio y trabajo en la Escuela y de pronto tenía el presentimiento de que cuando llegara a la pensión la patrona le entregaría con un gesto de pesada indiferencia alemana un telegrama urgente. Temía la desgracia y más aún el castigo. Por haberse marchado, por no sentir añoranza. Por abandonarse al abrazo convulso de su amante húngara que al terminar lo apartaba de ella y encendía un cigarrillo y parecía que se hubiera olvidado de su existencia. Por haber solicitado la pensión de estudios sin consultar nada con Adela y retrasado el momento de decírselo con la esperanza cobarde de que se la denegaran, evitándole así la necesidad del coraje y del seguro melodrama. Temía los telegramas, las llamadas súbitas, los golpes en la puerta, los signos de algo que va a saberse pronto y lo desbaratará todo.

El carro de ruedas de madera con refuerzos de hierro se había detenido junto a la ventana baja de la portería y los cascos de un caballo o un mulo habían golpeado los adoquines de la calle, pero él aún no levantó la cabeza de su cuaderno, en el que estaba copiando un ejercicio de dibujo geométrico; repasando con tinta las líneas que había trazado previamente a lápiz (dos líneas paralelas por mucho que se prolonguen nunca se encuentran); mojando tan sólo la punta del plumín en el tintero, para evitar el error de una mancha sobre el papel en blanco. Era otra época, casi otro siglo, y él tenía trece años: el invierno de 1903 (al rey lo habían coronado sólo unos meses antes: Ignacio Abel lo había visto pasar en una carroza rodeado de gorros dorados con penachos de plumas y había descubierto con sorpresa, mirándolo tan de cerca, que no era mucho mayor que él y tenía una cara larga y pálida de muchacho aburrido bajo la visera del alto gorro militar). Llamaron a la puerta de entrada del edificio y él aún no levantó la cabeza, porque era su madre quien se ocupaba de la portería. Volvieron a llamar más fuerte y entonces recordó que su madre había salido dejándole dicho que estuviera atento. Un desconocido con gorra y blusa de albañil le preguntó por ella, lo miró de una manera rara cuando él le explicó que no estaba y que él era su hijo. Aún llevaba en la mano la pluma con el palillero de madera. La apretó tanto que se le partió entre los dedos cuando tuvo que acercarse al carro en el que traían aquel bulto cubierto con sacos vacíos de yeso. Las ruedas de un carro dejarán sobre la tierra y el polvo dos líneas paralelas que no se encontrarán nunca por mucho que se prolonguen a lo largo de todos los caminos llevando sobre las tablas peladas que rebotan en los socavones un cuerpo muerto tapado con un saco. En la tela del saco había una gran mancha oscura cuyo color no pudo distinguir a la luz de los faroles de gas recién encendidos en la calle. Su padre, tan ágil siempre, tan impaciente con aquel hijo que tenía vértigo en cuanto se subía a unos palmos de altura, se había partido el cuello al caer de un andamio. Al cabo de muchos años aún soñaba algunas veces que tenía que apartar la tela del saco polvoriento con la gran mancha oscura para verle la cara. En la palma blanda de su mano infantil se partía en dos el palillero de la pluma, una astilla aguda hiriéndole la piel sudorosa. La culpa de la paternidad se le mezclaba con el miedo a la desgracia y con el recuerdo indeleble de un desamparo sin explicación ni consuelo posible. El vértigo ante esas vidas tan frágiles a las que estaba atado por una responsabilidad abrumadora era avivado por la compasión retrospectiva hacia el niño que inclinaba la cabeza sobre un cuaderno en una habitación pobremente alumbrada, intacta para siempre en la lejanía del tiempo, en el momento anterior a los golpes en la puerta; ignorante aún de que ya era el hijo único de una madre viuda, destinado a un porvenir de sobriedad y mansedumbre, alumno ejemplar en el colegio de Escolapios del barrio, salvado de la condena al trabajo manual gracias no sólo a su aplicación y su inteligencia sino a los ahorros que había ido guardando el padre a lo largo de los años, sabiéndose enfermo, sabiendo que dejaría a un hijo indefenso, demasiado frágil para ganarse la vida como había hecho él. Estaba muy enfermo y no se cayó desde lo alto del andamio porque hubiera tropezado o porque hubiera una tabla suelta sino porque le había reventado el corazón.

Muy lentamente y sin darse mucha cuenta, Ignacio Abel se había ido reconciliando con la presencia de los dos niños en el mundo y había descubierto, no sin asombro, que eran la parte más luminosa de su vida. Asistir al crecimiento de sus hijos y encontrar en sí mismo un yacimiento de ternura en el que nunca había reparado le enseñó a Ignacio Abel a desconfiar de la decepción y a permanecer atento y agradecer lo inesperado. La decepción podía ser tan halagadora y tan engañosa como el vano entusiasmo. Lo que la vida real imponía al deseo y al proyecto no eran sólo amargas limitaciones: también posibilidades que nadie había anticipado, los dones de lo azaroso y de lo imprevisto. Los maestros anónimos de la arquitectura popular habían trabajado con lo que tenían más a mano, no con los materiales escogidos por ellos sino con los que la casualidad les había deparado, piedra o madera o arcilla para adobes. Su padre tocaba un sillar de granito con la gran palma abierta de su mano y era como si rozara el lomo de un animal. En la hermosa ambición de culminar exactamente algo de acuerdo con un proyecto sin vaguedades ni fisuras había una parte de rigidez, de soberbia. En 1929 había viajado expresamente a Barcelona para ver el pabellón de Alemania en la Exposición Universal y al recorrer junto al profesor Rossman aquellas estancias de mármol liso y acero y muros de cristal transparente se había sorprendido al descubrir en sí mismo, debajo de la fascinada admiración, un punto sordo de rechazo. La perfección que sólo unos años antes le habría parecido indiscutible ahora lo inquietaba por su reverso de frialdad, sobre el que parecía que la presencia humana resbalaría sin dejar rastro. Amaba el hormigón armado, las láminas extensas de cristal, el acero firme y flexible, pero sentía envidia ante un talento y una destreza inaccesibles para él si veía a un lado de un camino la choza del guarda de un melonar hecha con una urdimbre de paja y cañas de acuerdo con un arte que ya existía cuatro mil años atrás en las marismas de Mesopotamia, o un simple muro levantado con piedras de tamaños y formas diversas que se ajustaban sólidamente entre sí sin necesidad de argamasa. No había plano tan perfecto que permitiera descartar la incertidumbre. Sólo la prueba del paso del tiempo y de la acción de los elementos revelaba la belleza de una construcción, ennoblecida por la intemperie y gastada por el tránsito de las vidas humanas igual que el mango de una herramienta o que los peldaños de una escalera. Y si el cumplimiento de lo que había deseado sin esperanza cuando era muy joven le producía un fondo de decepción y desgana que los años agravaban, todo lo mejor que tenía era la consecuencia de lo inesperado: aquella mujer que apretaba contra él su vientre liso y sus flacas caderas en un cuarto sin calefacción de Weimar; Judith Biely, que a diferencia de la otra, la amante húngara, lo miraba a los ojos cuando estaba corriéndose y le murmuraba palabras dulces y sucias al oído, le decía su nombre; Lita y Miguel, que tal vez no han recibido ninguna de sus postales, que están olvidándose de su cara y del sonido de su voz y quizás piensan que está muerto, y lo empiezan a borrar lentamente de sus vidas, fortalecidos por una espléndida capacidad de supervivencia que a él ya no le corresponde.

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