Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
Sin que se diera cuenta se había hecho de noche. Las últimas puertas del mercado se cerraban con un estruendo de cortinas metálicas. En el suelo resbaladizo de frutas podridas y restos de pescado resaltaba la tipografía erizada de símbolos y signos de admiración de las octavillas políticas. Se había desorientado y caminaba por una calle estrecha en la que no había más claridad que una bombilla débil en la última esquina. Con la cabeza erguida y la mirada al frente cruzó la mancha de sucia luz eléctrica de una taberna de donde surgía un olor de vino agrio y penumbra húmeda y un vago rumor de conversaciones de borrachos. La rozó una sombra al mismo tiempo que un aliento hediondo. Una bronca voz arrastrada y masculina le dijo algo que ella no entendía, pero que le hizo instintivamente caminar más deprisa. A su espalda, muy cerca, alguien la llamaba, unos pasos doblaban los suyos. Una mujer sola y joven, con tacones, con la cabeza descubierta, extranjera: vulnerable, perdida, apresuró el paso y la sombra que la seguía se quedó rezagada y la voz soltó una interjección despectiva, pero un momento después los pasos se acercaron, y con ellos el aliento y las sucias palabras murmuradas, que la asustaban y la ofendían más porque en su aturdimiento no las comprendía, aterrada y sola en una ciudad extraña que de repente se le había vuelto hostil, puertas cerradas a lo largo de la calle y detrás de la claridad inaccesible de las ventanas tapadas con postigos y visillos sonidos domésticos de conversaciones, de cubiertos y vasos en la hora de la cena. Hubiera querido echar a correr pero las piernas le pesaban igual que en los sueños: si intentaba escapar estaría reconociendo la proximidad del peligro, irritaría a su perseguidor, ganándose la desgracia, el espanto del daño físico, de la vejación inconcebible. Una sombra o tal vez dos sombras, ahora ya no estaba segura, unos pasos a su derecha y otros a su izquierda, como para evitar que huyera, un roce que le provocaba un encogimiento de asco, de rabia ante la insolencia impune, ante la cacería sexual: podía volverse y hacer (Vente gritando insultos, podía redamar ayuda a las puertas cerradas y a las ventanas tamizadas de visillos. Si él viniera, si lo viera aparecer al fondo de la calle, su silueta alta y firme contra la luz de la esquina, los brazos abiertos que le ofrecían su refugio y la envolvían en caricias al principio tan temerosas, como incrédulas, las caricias de un hombre que agradece el amor y no acaba de comprender que se le haya concedido. Estaban borrachos, se les notaba en el aliento, en la blandura chulesca de las voces. El alcohol los hacía temerarios y los debilitaba. Más allá de la esquina la calle se ensanchaba en una plazoleta: al otro lado vio los ventanales de un café escarchados de vaho. Una mano áspera le apretó el brazo, la voz beoda se le acercó tanto al oído que notó en el cuello un roce húmedo de aliento o de saliva. Se desprendió de un manotazo sin mirar hacia atrás y cruzó la calle corriendo, eludiendo un golpe frío de viento y el claxon de un coche que no había visto venir. En el interior del café la envolvió el aire espeso de voces y de humo. Miradas masculinas se detenían en ella, las notaba en su espalda y su nuca según avanzaba hacia el fondo, hacia el arco tapado por una cortina detrás de la cual estarían el lavabo y la cabina del teléfono. Se sabía de memoria el número de la casa de él pero no lo había usado nunca. Pidió una ficha, sin disimular la urgencia, el sofoco de haber huido, la crudeza del miedo. Lo imaginó en el interior de su otra vida, como si pasara por una calle oscura y mirara hacia una ventana ancha y alta en la que sucedía en silencio una escena doméstica. No iba a salir del café hasta que él no viniera a buscarla: no iba ni siquiera a abandonar la protección de la cabina del teléfono. Impaciente, tamborileando en el cristal con las uñas, queriendo recuperar el aliento, escuchaba en el auricular la señal de llamada. Descolgaron y Judith se contuvo justo cuando iba a decir el nombre de él: en silencio, con el auricular en la mano, conteniendo el aliento, como si de pronto se viera escondida detrás de una cortina, escuchó una voz intrigada que preguntaba quién era, la voz de Adela, que sólo había oído una vez, mucho tiempo atrás y hacía sólo unos meses, al principio de todo, la voz de una mujer entristecida y madura a la que había visto en la Residencia de Estudiantes.
Adormecido por el ritmo del tren ha visto a sus hijos en el relámpago de un sueño de colores muy vivos. Tal vez también ha oído sus voces, porque las recuerda muy cercanas ahora, un poco debilitadas, como voces en un espacio abierto, quizás en el jardín de la casa de la Sierra o a la orilla de la laguna de la presa; voces oídas en el declinar de la tarde, con un eco de retirada y de anticipación de lejanía; el pasado y el presente juntos, las voces recobradas y el sonido del tren filtrándose en el sueño tan ligero, alumbrado por una aleación de la luz del Hudson y la de la Sierra de Madrid. Una voz deja de escucharse y se va gastando en la memoria y al cabo de unos años se olvida, como dicen que va olvidando poco a poco los colores quien se ha quedado ciego. La de su padre Ignacio Abel ya no puede recordarla, ni siquiera sabe desde cuándo. La de su madre logra invocarla asociada a palabras o a dichos peculiares de ella; al modo en que gritaba
Ya voy
cuando un vecino impaciente la reclamaba desde el portal, cuando alguien tocaba con los nudillos en el cristal de la portería. Eso sí lo recuerda: la vibración del cristal escarchado, el tintineo de la campanilla y los pasos de su madre cada vez más lentos, según envejecía y se iba volviendo más pesada y más torpe por culpa de la artrosis, y conservaba sin embargo un timbre agudo y joven y un deje popular en su voz.
Ya voy,
gritaba, alargando mucho las vocales, y añadiendo por lo bajo,
Ni que fuéramos aeroplanos.
Cuánto tardarán sus hijos en olvidar su voz si no vuelve a verlos, en no poder acordarse de su cara, sustituyendo gradualmente la memoria directa por el recuerdo congelado en las fotografías. La lejanía creciente agranda la dificultad del regreso. Minutos, horas, días, kilómetros, la distancia multiplicada por el tiempo. Ahora mismo, inmóvil, recostado en el tren, la cara junto a la ventanilla, sigue yéndose, alejándose. La distancia no es una magnitud detenida y estable, sino una onda expansiva que lo arrastra sin pausa en su corriente centrífuga, en su vacío helado de espacio sin límites. Trenes, transatlánticos, taxis, vagones de metro, pasos errantes hacia el final de calles desconocidas. Espejos de habitaciones sucesivas de hotel que siempre parecen la misma al final de un tramo semejante de escaleras empinadas y de un pasillo estrecho con olores idénticos, una geografía universal de la desolación. Pero también sus hijos, igual que Judith Biely, se alejan a la misma velocidad en direcciones distintas, y cada instante y cada paso agregado a la distancia hacen más improbable el regreso. No hay vuelta atrás en una deflagración que lo arrastra y lo trastorna todo; no se puede remontar el curso acelerado del tiempo. Puertas cerrándose tras él, habitaciones en las que no volverá a dormir nunca, corredores, barreras de aduanas, millas marítimas, kilómetros avanzados hacia el norte por el tren seguro y veloz que lo lleva a otro lugar desconocido, sólo un nombre por ahora, Rhineberg, a la colina en un bosque junto a un acantilado y al edificio blanco que aún no existe, cuyos primeros bocetos trae en la cartera, borradores en el fondo desganados de un proyecto que muy probablemente no llegará a cumplirse. Tanto avanzar y no regresar nunca. Agregando distancias, accidentes geográficos, llanuras, cordilleras, ciudades, frentes de guerra, países, continentes enteros, océanos, habitaciones interiores de hotel no indecentes pero sí tocadas por un principio de deterioro como el de la ropa y los zapatos de los huéspedes que se alojan en ellas con muy poco equipaje y sólo por una noche o unas pocas noches, porque nunca saben qué será de sus vidas más allá de los próximos días, de dónde vendrá el dinero para pagar, qué nuevos documentos les serán requeridos para quedarse un poco más o para irse.
Como en los materiales de construcción, en la memoria habrá grados o índices de resistencia que debería ser posible calcular. Cuánto tiempo se tarda en olvidar una voz; en no poder invocarla a voluntad, su metal único y misterioso, su entonación al decir ciertas palabras, al murmurar en el oído o al llamar desde lejos, a la vez íntima y remota en el auricular de un teléfono, diciéndolo todo al pronunciar un nombre, una dulce palabra obscena que nunca hasta entonces se ha atrevido a decir a nadie. O sí: tal vez esa misma voz la recuerdan otros, hombres desconocidos y odiosos que rondan como sombras el país ignoto del pasado, las vidas anteriores de Judith Biely, la que estará viviendo ahora; ojos que miraron su desnudez ofrecida y altiva; manos y labios que la acariciaron y a los que se rindió en un abandono idéntico, intolerable de imaginar. A quién más le habría dicho ella esas palabras más singulares todavía, más excitantes, porque pertenecían a otro idioma,
sweetie, honey, my dear, my love.
A quién se las estará diciendo ahora mismo, se las habrá dicho en los tres meses que llevaba fuera de España, regresada a América o tal vez errante de nuevo por ciudades de Europa, olvidándose poco a poco de él, incontaminada por la desgracia española, libre de ella con sólo cruzar la frontera, inmune por igual al sufrimiento del amor y al luto de un país que al fin y al cabo no es el suyo. Tan soberanamente como había decidido hacerse su amante una tarde de principios de octubre en Madrid decidió dejar de serlo algo más de ocho meses después, hacia mediados de julio, con una seca determinación americana que excluiría por igual la ambigüedad y el remordimiento, y quizás también la ha vacunado contra el dolor. Tan poco tiempo, si se para a pensarlo. Ignacio Abel sigue viéndola en algunos sueños pero en ellos no escucha su voz. Tal vez era la voz de Judith Biely la que ha oído diciendo tan claramente su nombre en la estación de Pennsylvania y sin embargo un momento después no ha sabido identificar ni recordar. La voz se pierde antes que la cara, sin el auxilio mnemotécnico de la fotografía. La foto es ausencia, la voz es presencia. La foto es el dolor del pasado; el punto fijo que se va quedando atrás en el tiempo: la cara inmóvil, en apariencia invariable, y sin embargo cada vez más lejana, más infiel, el simulacro de una sombra desvaneciéndose casi tan rápido en el papel fotográfico como en la memoria. Palpándose los bolsillos con la angustia de haber perdido cualquiera de las pocas cosas que ahora posee Ignacio Abel encuentra su cartera y busca con las yemas de los dedos la cartulina de la foto que Judith Biely le dio al poco tiempo de conocerse. Sonríe en ella igual que le sonreirá a él tan sólo unas semanas más tarde, confiada y alerta, sin guardar nada en reserva, mostrando entera la plenitud de sus expectativas. A Ignacio Abel la foto le despertaba los celos de la vida anterior de Judith en la que él aún no existía, y de la que prefería no saber nada, no preguntarle nada, por miedo a las inevitables sombras masculinas que habría en ella. Quizás lo que le ha hecho sonreír así y volverse olvidándose del disparo automático es la presencia de un hombre. Lo que más le había excitado de ella desde el principio era también lo que más miedo le daba, justo lo que al final se la había arrebatado: la sugestión de un luminoso albedrío femenino que él no había visto hasta entonces en ninguna mujer y que se revelaba en cada uno de sus gestos tan visiblemente como en los pormenores de su atractivo físico. El flash de la cabina automática brillaba en su pelo rizado, en sus dientes blancos, en sus ojos risueños; resaltaba la línea ósea de los pómulos. Esa foto era la misma que había tenido Adela en sus manos; la que miró aturdida en una especie de niebla que desenfocaba los rasgos y estuvo a punto de romper, y tan sólo dejó caer al suelo, junto a dos o tres cartas, casi desvaneciéndose, apoyándose en la mesa del despacho cuyos cajones Ignacio Abel había olvidado cerrar con llave.
Al menos podías haber escondido mejor la foto de tu amante, haberme ahorrado la humillación de ver en mi propia casa y con mis propios ojos que es más guapa y más joven que yo pero qué tontería ningún hombre engaña a su mujer con otra menos joven que ella.
A diferencia de la de Judith, la voz de Adela permanece intacta en su memoria. La ha escuchado muchas veces, llamándolo, como lo llamaba a veces cuando tenía un mal sueño y se aferraba a él en la cama con los ojos cerrados para asegurarse de su cercanía. La ha escuchado, su espejismo sonoro, viniendo del fondo del pasillo en la casa de Madrid, tan clara en la vigilia como en los sueños, en las noches de verano en las que poco a poco se volvían habituales los sonidos de la guerra, despertándolo a veces con la convicción alarmada de que Adela había vuelto, había cruzado la línea del frente, volvía para reclamarlo y para pedirle cuentas. Qué sucia estaba la casa, qué desordenadas las habitaciones. (Pero ya no había criadas que vinieran a limpiar, no había una cocinera que se ocupara de hacerle la comida al señor de la casa, muy pronto no habría ni siquiera comida.) Qué pena que hubiera dejado morirse las plantas del balcón. Qué vergüenza que él no se hubiera esforzado más por ponerse en contacto con su mujer y sus hijos. Las quejas escritas en la carta que hubiera debido romper o al menos dejar atrás en la habitación del hotel de Nueva York, las recordadas y las imaginadas, se entretejen en el rumor monótono de una voz que es la de Adela y también la de su propia conciencia culpable. Qué raro no haber intuido anticipadamente en la voz de ella que sospechaba, que sabía. Cómo podía no haber sabido. Qué raro no ser capaz de verse a uno mismo desde fuera, desde las miradas de los otros, los que están más cerca y sospechan aunque hubieran preferido no enterarse, descubren sin comprender. El niño tan serio en los últimos meses, tan replegado en sí mismo, observando, parado en la puerta de su habitación cuando él hablaba por teléfono bajando mucho la voz en el pasillo. Ignacio Abel se volvía para decir un último adiós después de cerrar la verja en la casa de la Sierra y Miguel, parado junto a su madre y su hermana en lo alto de la escalinata, lo miraba y no lo miraba, como si no quisiera dar crédito a ese gesto de despedida, como si quisiera hacerle saber que a él no lo estaba engañando, que él, su hijo desdeñado de doce años, se daba cuenta, con una lucidez que no le correspondía, de la impaciencia del padre, de sus ganas de irse, del alivio con que subía al coche o apresuraba el paso camino de la estación, para no perder el tren que lo devolvía a Madrid. Su madre, junto a él, permanecía envuelta en una niebla de pesadumbre que raramente llegaba a disiparse del todo, y en la que Miguel no llegaba a distinguir motivos precisos, por mucho que la escrutara; Lita se entristecía, quizás algo postizamente, con un exceso femenino de ostentación sentimental, el mismo de cuando lo veía llegar y salía corriendo a abrazarlo, a contarle cuanto antes las notas que había sacado, los libros que había leído.