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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (12 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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En alguna parte, en un cajón de su despacho, cerrado con una pequeña llave, ahora inútil, que Ignacio Abel sigue llevando en el bolsillo, está la hoja doblada con el anuncio de la conferencia. Las cosas más ínfimas pueden durar mucho tiempo, inmunes al abandono e incluso a la desaparición física de quien las tuvo en sus manos. Una hoja amarilla, un poco descolorida, los filos tan gastados por el doblez que al cabo de unos años se deshará si alguien intenta abrirla, si no ha ardido o si no ha sido arrojada a un muladar, si no desaparece bajo los escombros de la casa después de uno de los bombardeos enemigos del próximo invierno. Encontró el cartel semanas más tarde en el bolsillo de la chaqueta que no se había puesto desde entonces: pero ya era un indicio secreto, la prueba material del comienzo de otra vida que había empezado esa tarde sin que él lo supiera; sin que nada la hubiera anunciado en el momento justo en el que empezaba, ni siquiera la silueta que cruzó por delante del proyector fotográfico. El día y el año, el lugar, hasta la hora, como una inscripción desenterrada que permite fechar un hallazgo arqueológico: Martes, 7 de octubre de 1935, 7 de la tarde, salón de actos de la Residencia de Estudiantes, Pinar 21, Madrid. Ignacio Abel dobló la hoja con mucho cuidado, con un cierto sentimiento de clandestinidad, y la guardó bajo llave en el mismo cajón en el que ya estaban las primeras cartas de Judith Biely.

Si no fuera por esa hoja impresa en la tipografía noble y austera de la Residencia quizás no tendría constancia de la fecha en la que escuchó por primera vez su nombre. Pero unos minutos antes de que alguien se la presentara ya la había reconocido como en un fogonazo, cuando al terminar la charla se encendieron las luces del salón de actos y él se inclinaba con cierta incomodidad para escuchar un educado aplauso, despertando de un fervor del que ahora íntimamente se arrepentía o se avergonzaba, mirando de soslayo hacia la esquina de la primera fila en la que estaban sentadas Adela y la niña, la señora de Salinas, Zenobia Camprubí, María de Maeztu, con su sombrero torcido, y junto a ellas, incongruente y joven, exótica en su pelo rubio, en su piel tan clara, en su aplauso enérgico, la desconocida que lo había irritado tanto al llegar tarde. Recordaba tan exactamente a la mujer de espaldas que se volvía hacia él desde el piano como la madura cualidad otoñal de la luz que brillaba en su pelo y resaltaba la anchura del espacio en torno a ella, dilatándose por el ventanal hacia las amplitudes de Madrid.

Abrazaba a su hija, zalamera y seria, que había corrido hacia él en cuanto bajó de la tarima. «¿Cómo es que no ha venido tu hermano con vosotras?» «Tenía clase de alemán con la señorita Rossman. ¿Has visto ya a su padre? Mamá no lograba quitárselo de encima.» El profesor Rossman se abría paso entre la gente hacia él, lo envolvía en su pesada cordialidad germánica, en su olor rancio a ropa no lavada, a pensión pobre y a enfermedad de la próstata. «El profesor Rossman huele a pis de gato viejo», protestaba su hijo con bárbara sinceridad infantil. «Excelente disertación, mi querido amigo, excelente. No sabe usted cuánto le agradezco su invitación, de nuevo otra gentileza que no podré corresponder.» Detrás de los cristales gruesos de sus gafas redondas los ojos incoloros del profesor Rossman estaban húmedos de emoción, de una gratitud excesiva que Ignacio Abel habría preferido no recibir. Olía efectivamente a ácido úrico y llevaba un traje demasiado usado, y el cráneo oval y pelado le brillaba de sudor. Vivía de vender estilográficas por los cafés pero sobre todo del poco dinero que Ignacio Abel le pagaba a su hija para que les diera clases de alemán a Miguel y Lita. «Pero no quiero retenerle, amigo mío, tiene usted mucha gente a la que saludar.» Se apartó de él y el doctor Rossman se quedó solo, aislado de los otros en su evidente condición de extranjero pobre, envuelto en un aire de infortunio tan perceptible como su olor a orina.

Mientras atendía a las señoras y aceptaba felicitaciones, asentía a comentarios, meditaba antes de responder preguntas, Ignacio Abel buscaba entre la gente a la mujer extranjera, temiendo al no verla que se hubiera marchado. Que hubiera asistido tanto público confortaba su vanidad secreta. £1 vozarrón y la corpulencia de don Juan Negrín sobresalían entre el rumor civilizado de la gente. «Fui yo quien le propuso a López Otero que contratara al amigo Abel cuando empezábamos las obras de la Ciudad Universitaria, y ya ven ustedes que no me equivoqué», le oyó que decía, en el centro de un grupo vagamente oficial, al mismo tiempo que engullía algo con la boca llena. Camareros con chaquetillas sostenían bandejas de pequeños emparedados y repartían copas de vino y refrescos de granadina y limón. El profesor Rossman se inclinaba rígidamente ante personas que no lo conocían o que no recordaban que les hubiera sido presentado y atrapaba canapés al paso de las bandejas, comiéndose algunos, guardando otros en el bolsillo de su chaqueta. Al llegar esa noche a la pensión los compartiría con su hija. Ignacio Abel lo miraba de soslayo, consciente de demasiadas cosas al mismo tiempo, dividido siempre entre sensaciones demasiado diferentes.

—A Juan Ramón le habría gustado tanto escuchar las cosas tan bonitas que ha dicho usted esta tarde —le dijo Zenobia Camprubí—... «el rigor cubista de los pueblos blancos andaluces», qué hermoso. Y qué agradecida estoy a que usted lo haya citado. Pero ya sabe usted lo delicado que se encuentra de salud, el trabajo que le cuesta poner el pie en la calle.

—Ignacio dice siempre que su esposo tiene un sentido instintivo de la arquitectura —dijo Adela—. Nunca se cansa de admirar la composición de sus libros, las portadas, la tipografía.

—No sólo eso —Ignacio Abel sonreía y miraba disimuladamente más allá del círculo de señoras que lo rodeaba, y no se dio cuenta de la contrariedad de su mujer—. Los poemas, por encima de todo. La exactitud de cada palabra.

Moreno Villa hablaba con la extranjera rubia gesticulando mucho, apoyado en el piano, y ella asentía, más alta, dejando a veces vagar la mirada entre la gente.

—Yo pensé que eso se daba por supuesto, que no admiramos a Juan Ramón por la belleza exterior de sus libros —dijo Adela, muy tímida de pronto, humillada en el fondo, como una mujer mucho más joven. Zenobia le apretó la mano enguantada.

—Claro que sí, Adela querida. Todos hemos entendido lo que usted quería decir.

Un fotógrafo que daba vueltas entre el público le pidió a Ignacio Abel que le permitiera tomarle una instantánea. «Es para
Ahora.»
Abel se apartó de las señoras y observó que su hija lo miraba con orgullo, y que la mujer rubia se volvía al advertir el fogonazo. Al día siguiente le disgustó verse en la foto del periódico con una sonrisa demasiado complacida de la que no había sido consciente, y que tal vez daría a los demás una idea de él mismo que le desagradaba. El reputado arquitecto señor Abel, adjunto a la dirección de obras de la Ciudad Universitaria, disertó anoche con brillantez sobre la rica tradición de la arquitectura popular española ante el selecto público congregado al efecto en el salón de actos de la Residencia de Estudiantes. El humo de los cigarrillos, el sonido del cristal de las copas, las manos enguantadas y móviles de las mujeres, los velos tenues de los sombreros, el rumor civilizado de las conversaciones. La risa de Judith Biely estallaba como una copa de cristal rompiéndose contra la madera reluciente del suelo. Hubiera querido desprenderse sin miramiento del cerco fervoroso de las señoras y cruzar en línea recta el salón hacia ella sin atender a nadie.

—Me ha gustado la comparación entre la arquitectura y la música —dijo en una voz poco audible la señora de Salinas, que tenía siempre un aire entre cansado y ausente—. ¿Cree usted de verdad que entre la tradición popular y las cosas más modernas del siglo XX no hay término medio?

—El siglo XIX es todo decoración burguesa y mala copia —interrumpió el ingeniero Torroja—. Adornos de tarta con escayola en vez de nata.

—Completamente de acuerdo —dijo Moreno Villa— Lo malo es que las bellas artes en España no acaban de llegar al siglo XX. El público es cerril y los mecenas cavernarios.

—No hay más que ver el hotelito con tejadillos pseudomudéjares donde tiene su vivienda particular su excelencia el presidente de la República.

—Arquitectura de kiosco de música.

—Peor todavía: de plaza de toros.

Moreno Villa y la mujer rubia se habían acercado sin que Abel lo advirtiera. No era tan joven como le había parecido de lejos, a causa de su corte de pelo y su desenvoltura. Parecía que sus rasgos hubieran sido dibujados con un lápiz muy preciso y muy fino: pecas suaves en los pómulos, sobre una piel muy clara, que resaltaba el oro de trigo al sol del pelo y el gris verdoso de los ojos rasgados, con un punto de somnolencia en los párpados. Viejo conocido de las señoras y de sus esposos eminentes, Moreno Villa cumplía con soltura anticuada el protocolo de las presentaciones.
Te miré de cerca por primera vez y me parecía que te hubiera conocido desde siempre y que no había nadie más que tú en aquella sala.
Con secreta deslealtad masculina Ignacio Abel vio a su mujer comparándola con la extranjera joven cuyo nombre musical y raro había escuchado por primera vez sin llegar a captar el apellido. Una señora española, madura, ensanchada por la maternidad y el descuido de los años, peinada con una ondulación que se había quedado antigua sin que ella lo advirtiera, tan semejante a las otras, sus amigas y conocidas, aficionadas a los tés

—¿Me disculpará por llegar tarde a su conferencia? Voy siempre con prisas y me perdí por los pasillos —dijo Judith.

—Si usted me disculpa a mí por interrumpir su ensayo el otro día.

Pero ella no se había fijado o no se acordaba. Desde el principio no hubo nadie más cuando ella estaba cerca. El peligro no era que no supiera cómo esconder su deseo ante los otros sino que al estar con ella se olvidaba de que otras personas existieran. Igual que en el tiempo comprimido de las canciones y de las películas una transmutación decisiva les sucedía para siempre en un cruce de miradas.

—Mi querido Abel, un abrazo. Ha cortado usted dos orejas y rabo en una plaza muy exigente, y perdóneme el símil taurino, usted que odia la fiesta nacional —Negrín irrumpió con su presencia excesiva, con su soberbia física de hombre grande en un país de gente desmedrada. Moreno Villa hizo las presentaciones y esta vez Ignacio Abel sí escuchó bien el nombre de la extranjera.

—Biely —dijo Negrín—. ¿No es un apellido ruso?

—Mis padres lo eran. Emigraron a América a principios de siglo. —Judith hablaba un español claro y cuidadoso—. ¿A usted no le gustan los toros?

Miraba a Ignacio Abel al hacerle la pregunta de un modo que cancelaba la presencia de Negrín y de Moreno Villa. Su hija venía hacia él, le tiraba de la mano, le decía en voz baja que su madre estaba un poco cansada. Siempre estaría medido, amenazado, el tiempo que pasara con Judith Biely, siempre sometido a la inquisición de alguien, a una usura angustiosa de horas y minutos, de relojes de pulsera que uno no quiere mirar y sin embargo mira de soslayo y con disimulo, relojes públicos que se aproximan muy despacio a la hora de una cita o marcan con indiferencia el minuto inexorable de una despedida que ya no puede seguir prolongándose.

—A nuestro amigo Abel le pasa como al eminente esposo de la señora Camprubí, aquí presente — dijo Negrín. Adela y Zenobia se habían acercado al grupo. Adela miraba a la extranjera a la que no había sido presentada con una curiosidad recelosa que era frecuente en ella ante los desconocidos, hombres o mujeres —. Sus principios laicos, antimilitaristas y antitaurinos son tan sólidos que su mayor pesadilla sería una misa de campaña en una plaza de toros.

Negrín celebró su propia broma con una carcajada: era tan incapaz de controlar el volumen de su voz como el apretón de su mano; tampoco se daba cuenta de que Judith Biely no había entendido bien sus palabras, dichas muy rápido y con la boca llena, envueltas en el ruido confuso de las conversaciones próximas.

—Grandes intelectuales españoles han escrito cosas bellas acerca del toreo. —Judith había pensado entera la frase en español antes de atreverse a decirla.

—Mejor sería para todos que escribieran sobre cosas más serias y menos bárbaras —dijo Ignacio Abel, arrepintiéndose en seguida, porque notó que ella enrojecía, el rosa extranjero de su piel más intenso en los pómulos, en el cuello, como una erupción.

Adela le reprobaba luego, en el taxi, cruzando ya de noche los extremos despoblados de aquel Madrid todavía en construcción, con tramos de solares en sombras y rieles de tranvías que iban a perderse en una oscuridad rural, más allá de las últimas esquinas iluminadas. «Qué seco eres a veces, hijo mío, no mides tus palabras ni te das cuenta de la cara tan seria que pones. Primero me haces quedar en ridículo delante de Zenobia y luego le dices una impertinencia sobre los toros a esa pobre chica extranjera que sólo quería hacer un comentario educado. Ha debido de pasar un mal rato. Nunca mides tus fuerzas. Parece que no sabes cuánto puedes herir. O que sí lo sabes y lo haces por eso.» Pero lo que le estaba reprochando no con sus palabras sino con el tono en el que se las decía era que habiendo buscado en ella alivio contra su inseguridad no hubiera compartido después el alivio y la satisfacción por el éxito, no se hubiera molestado en agradecer y ni siquiera en percibir la honda emoción conyugal de ella, dócil y a la vez protectora, la admiración demasiado cercana que él ya no parecía necesitar. Recostado en el taxi, exhausto, mareado de caras y palabras, Ignacio Abel miraba con un poco de íntima hostilidad el perfil de Adela, tan próximo, tan demasiado conocido, la cara de una mujer de la que comprendía de pronto que no estaba enamorado, a la que hacía muchos años que no asociaba con la idea del amor, si es que lo había hecho de verdad alguna vez. No se acordaba bien. Rescataba si acaso un rastro de antigua ternura identificando en las caras de sus hijos rasgos de una Adela mucho más joven. Pero le producía desgana pensar en el pasado, en los años de noviazgo, y quizás se avergonzaba de haberla querido más de lo que ahora accedía a recordar, con un amor anticuado y verboso, casi de postal romántica coloreada a mano, el amor de un hombre joven e ignorante que a él le había costado mucho dejar de ser, y del que Adela guardaba una memoria muy precisa, entre enternecida e irónica. Lo que ella veía en él no podría sospecharlo nadie que sólo conociese al hombre hecho y sólido de ahora, ninguna de las señoras que lo habían mirado y escuchado esta tarde en la Residencia, alto sobre la tarima, bien vestido, con su traje a rayas finas y sus zapatos hechos a mano, con su cuello flexible de primera calidad y su pajarita inglesa. El lazo se lo había hecho ella antes de salir. Veían al hombre completo, no los borradores precarios que lo habían precedido, al arquitecto que proyectaba imágenes de antiguas casas andaluzas y de edificios alemanes de ángulos rectos, ventanas amplias y barandillas náuticas en las terrazas, y que sabía pronunciar nombres en alemán y en inglés e interrumpir adecuadamente una exposición muy seria con un quiebro irónico que halagaba al público al presuponer su capacidad de captarlo. Pero ella, Adela, sentada junto a su hija y a sus amigas en la primera fila, complacida también por la brillantez de su esposo, sabía de él cosas que los demás ignoraban, podía medir la distancia entre el hombre de esta tarde y el muchacho rudo y a medio hacer que había sido cuando ella lo conoció, y por lo tanto calibraba la parte de impostura que había en sus modales y en su mundanidad, pues en esos momentos todo en él era demasiado intachable como para ser plenamente verdadero.
Aunque a ti no te importe no hay nadie en este mundo que te pueda querer más que yo porque no hay nadie que te conozca tanto al completo a lo largo de toda tu vida y no en unos meses o unos pocos años.
El amante desdeñado es un legitimista que vindica en vano derechos ancestrales a los que nadie da crédito. No advierte los signos, no puede sospechar lo que está incubándose a su lado, en la presencia todavía no modificada del otro, no percibe el grado ligeramente mayor de encono que hay en su silencio, la deslealtad todavía secreta y no del todo consciente de ese hombre que viaja en el asiento contiguo del taxi, cansado y contento, aliviado de volver a casa, enumerando mentalmente las personas conocidas que asistieron a su conferencia, las que mencionarán mañana el
Heraldo, Ahora
y
El Sol
en artículos que él buscará con disimulada impaciencia, pues tiene la vanidad de no mostrar que se envanece, y le incomoda no ser inmune a esa flaqueza que le resulta tan desagradable en otros. El taxi enfilaba ahora la calle Príncipe de Vergara, avanzando más despacio junto a la hilera de árboles jóvenes del paseo central, entre los cuales colgaban todavía las bombillas apagadas y las banderitas de papel de una verbena reciente. «Ya estamos cerca de casa», dijo la niña, que iba sentada junto al conductor, recta y atenta, como si se le hubiera confiado la responsabilidad del trayecto. Por la acera venían en dirección a ellos un hombre mayor y una mujer flaca y alta tomada de su brazo, muy cerca de la pared, los dos con algo furtivo en sus movimientos, camino de la estación del metro. «Mira, papá, hemos tenido suerte, el profesor Rossman se nos ha adelantado y ya ha recogido a su hija.»

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