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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (55 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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—Tengo que irme. Mis estudiantes me están esperando. Esperan sus calificaciones de final de curso.

—Dime cuándo volveré a verte.

—Tendrás que ocuparte de tu mujer.

—No la llames mi mujer.

—La llamaré así mientras estés casado con ella.

—Ha querido vengarse. Ha querido hacernos daño.

—Está loca por ti. ¿No tienes ojos en la cara? Tú decías que no le importaba nada, sólo el matrimonio y la apariencia. No te fijas en nada.

—Si me dejas me muero.

—No seas pueril.

Dijo
childish:
la mujer de treinta y dos años miraba al hombre de casi cincuenta con la incredulidad irónica que habría dedicado al arrebato teatral de un alumno literariamente enamorado de ella. Repitió, con su voz extranjera, replegada en su idioma, en los gestos veloces de la otra vida en la que él no existía:
I really have to go,
apagando el cigarrillo en el cenicero, recogiendo sus cosas, como si ya no estuviera en Madrid, sino en Nueva York, de regreso, habituada a un ritmo más veloz, sin lentitudes ni contemplaciones, a una franqueza seca y un poco descarnada que era uno de los muchos rasgos dejados en suspenso en los últimos tiempos, igual que el acento callejero y sincopado al que renunciaba para que él pudiera entenderla. La perdía, viéndola ponerse en pie con un gesto enérgico que disuadía de antemano de intentar retenerla, el pelo sobre los pómulos al apartar la cara para que él no la besara, tan ajena a él como al escenario mustio del café, a los camareros que la miraban alejarse con su paso enérgico aprendido para caminar por una metrópolis sin las languideces de una capital provinciana, a los funcionarios pálidos y a las parejas de amantes venales o apocados que se repartían por las otras mesas. Al levantarse le dedicó una sonrisa que era más hiriente porque en ella sólo participaban sus labios, no sus ojos, una sonrisa que cancelaba su condición de amante accesible, la posibilidad de encontrarse esta misma tarde con ella en casa de Madame Mathilde, de verla venir entre la sombra ahora esmeralda de las arboledas del Jardín Botánico.

—Cuándo volveré a verte.

—Déjame un poco de tiempo. No me llames. No me persigas.

—No puedo vivir sin ti.

—No digas cosas que no son verdad.

—Dime qué quieres que haga.

—Vuelve al sanatorio y cuida a Adela.

El nombre pronunciado en voz alta resaltaba la presencia que ya no podían hacer como que no existía. Vio salir a Judith, su espalda muy recta, el vestido ciñendo su figura delgada y ensanchándose en el vuelo de la falda un poco más debajo de las rodillas, la cabeza inclinada, los tacones de sus zapatos blancos y negros resonando en el entarimado sucio del café: no vio el mentón que temblaba ni la mano que apartaba el pelo de la cara, los ojos húmedos, heridos en la calle, después de tanta penumbra, por la claridad violenta de la mañana de verano, tan cerca del final y el desastre, piensa ahora, en el tren, río Hudson arriba, la cara contra la vibración del cristal de la ventanilla, tan sin remedio, sin saber ninguno de los dos que esa agria despedida sin ceremonia iba a ser la última.

23

Tal vez la espera y el tránsito serán desde ahora el estado natural de su vida. Ya no tiene la sensación de que el viaje haya sido una fase provisional, una línea de puntos más o menos quebrada entre un lugar de partida y otro de llegada, sólidos en el mapa aunque los separe una gran distancia, Madrid y esa pequeña ciudad que en menos lie de France
, el
S.S. Normandie,
tan tentadores como el nombre del tren en el que viajarían a París, con sus vagones pintados de azul oscuro con letras doradas,
L'Étoile du Sud,
que era casi un título de novela de Julio Verne, el faro de la locomotora iluminando la noche. En el escaparate de la agencia Cook, junto a los carteles en color de paisajes litorales del norte de España y de la Costa Azul, había un modelo formidable de un transatlántico, tan detallado como las maquetas de la Ciudad Universitaria, y Miguel y Lita miraban sus detalles pegando mucho las caras al cristal, los botes salvavidas, las chimeneas, las hamacas en la cubierta de primera clase, la piscina, las pistas de tenis con sus líneas bien marcadas sobre el suelo verde y su redes diminutas. Postergando el momento de decirles la verdad, Ignacio Abel alimentaba en sus hijos un sueño que era un fraude y que acabaría en una decepción a la que no era capaz de enfrentarse. La yema del dedo índice cruzaba sin esfuerzo los espacios planos y pintados de colores, dejaba atrás fronteras que eran líneas de tinta y ciudades reducidas a un círculo diminuto y un nombre, navegaba por el luminoso azul del océano Atlántico. El mundo exterior era entonces una tentadora geografía de postales con matasellos exóticos y de carteles a todo color de ferrocarriles internacionales y travesías marítimas desplegados en el escaparate de la agencia de viajes. Lita, siempre escrupulosa, experta en novelas de aventuras, hacía mediciones con una regla y calculaba según la escala distancias verdaderas, con gran fastidio de Miguel, que se aburría con aquella deriva aritmética del juego, y más aún con la permanente exhibición de conocimientos que hacía su hermana delante del padre. Ahora la muy empollona estaba demostrándole que no sólo se le daban bien la lengua y la historia y la literatura sino también las matemáticas, qué sería lo próximo.

Esa distancia de los mapas lleva Ignacio Abel recorriéndola más de dos semanas, tan solo como si hubiera tenido que atravesar un desierto, asaltado por espejismos y voces, por el deseo de una mujer a la que está siempre buscando entre las caras extranjeras y a la que tal vez ya ha perdido, remordido por el malestar de saber que en el fondo no hizo todo lo posible por entrar en contacto con Adela y sus hijos, a pesar de que estuvieran al otro lado de las líneas del frente. Podría haberlas cruzado, al menos en los primeros días, cuando todo era aún impreciso, cuando aún se pasaba con relativa facilidad de una zona a otra, antes de que los frentes estuvieran de verdad definidos, de que la guerra fuera algo más que terror, incertidumbre y confusión, cuando esa palabra ni siquiera era pronunciada todavía, con su extraña obscenidad primitiva, guerra. Las guerras, como las desgracias, les suceden a otros; las guerras están en los libros de historia o en las páginas internacionales de los periódicos, no en la calle a la que uno baja todas las mañanas y en la que ahora puede encontrarse un cadáver o el socavón de una bomba o los escombros negros de un incendio.Apoya la cara en la ventanilla y nota en las cuencas de los ojos el cansancio de tantos paisajes que ha visto deslizarse desde que salió de Madrid, todos unidos ahora en una sola secuencia, como una película de duración inabarcable que no dejara de proyectarse ni siquiera en los sueños. Está viendo los bosques otoñales de los que Judith le habló tanto y no tiene ánimo para fijar de verdad su atención en ellos: los rojos, los amarillos vibrando al sol como llamaradas inmóviles, las hojas levantadas por el viento de la locomotora que flotan en el aire como mariposas enloquecidas y chocan contra el cristal y desaparecen; los cañaverales surgiendo del agua color cobalto, las bandadas de aves acuáticas que levantan el vuelo con un brillo metálico en las alas. Recuerda algo que Judith le había dicho la primera tarde que estuvieron juntos, bebiendo y conversando en el bar del hotel Florida hasta que perdieron la conciencia del tiempo: que esos colores eran lo que más añoraba de América en el otoño de Madrid. Porque los ha imaginado tanto a través de las palabras de ella ahora que por fin está viéndolos le parece que forman parte de su catálogo personal de las cosas perdidas. A lo largo de la orilla del río los bosques se extienden hacia el horizonte en oleadas de colinas, en cuyas cimas se distingue con frecuencia una casa de campo, aislada y solemne como un templo antiguo en una pintura de Poussin, los cristales heridos por el sol suave de octubre. Cómo habría sido esconderse en una casa semejante junto a Judith Biely, no durante cuatro días, sino durante mucho tiempo, la vida entera; cómo se verá desde lejos el edificio de la biblioteca de Burton College si de verdad llega a existir (pero en las últimas cartas y telegramas nadie ha vuelto a mencionar el encargo: quizás está viajando tan lejos para no llegar a nada, para no tener siquiera una disculpa que otorgue un poco de dignidad a su huida). Le falta muy poco para llegar a su destino y se le hace imposible imaginar la antigua vida sedentaria, recordar siquiera con algo de certeza ese tiempo anterior en el que no andaba siempre de un lado para otro, en el que su estado permanente no era la soledad y su medio natural no eran los trenes, las estaciones, los pasos fronterizos, los amaneceres en ciudades desconocidas, las habitaciones de hotel, la provisionalidad siempre renovada, la vida en suspenso cada día y casi cada minuto. Qué raro será tener de nuevo un oficio, horarios, un estudio, un tablero de dibujo. Pero más raro aún haber sido ese hombre que volvía cada tarde a su casa aproximadamente a la misma hora y se sentaba a leer el periódico en el mismo sillón moldeado por la forma y el peso de su cuerpo y gastado por el roce de sus codos; el que una tarde había abierto un atlas sobre sus rodillas para imaginar junto a sus hijos el itinerario de un viaje futuro, aunque también ficticio, con horarios ciertos y fecha de regreso.

Tan desconcertante como la facilidad con la que todo lo que parecía más sólido se derrumbó en Madrid en el curso de dos o tres días de julio era su propia destreza para acomodarse sin queja y sin mucha esperanza a este estado de tránsito. Qué rápido se acostumbra uno a no ser nadie y a no tener casi nada, ser tan sólo la cara y el nombre en el pasaporte y en el visado y no poseer nada más que lo que cabe en sus bolsillos y lo que lleva en la maleta, un desorden de papeles y de ropa sucia al cabo de unos días, aparte de su estuche de aseo, único vestigio indudable de otra existencia anterior, de otra manera de viajar, descansada y burguesa, un paréntesis confortable de movilidad entre dos puntos fijos. El estuche de cuero, regalo deAdela, hace juego con la maleta: de piel, con resortes cromados, con compartimentos donde se ajustaban sujetos por correas los útiles de aseo, la brocha de pelo de tejón, el cuenco plateado para la espuma, la maquinilla de afeitar con su mango de marfil y un repuesto de hojas de acero inoxidable, el frasco plano de colonia, el peine, el calzador, un cepillo para la ropa. Cada cosa en su lugar preciso, en su bolsillo o su hueco de cuero, el orden cuidadoso de los viejos tiempos, de la vida cancelada, borrosa en el recuerdo.

Tan cerca del final del viaje no siente alivio sino miedo, miedo y cansancio, como si toda la distancia recorrida en las últimas semanas, las malas noches, la vibración de los trenes, el fragor de las turbinas del barco, el mareo en un camarote poco ventilado en el que el aire caliente cobraba una consistencia aceitosa, el esfuerzo de arrastrar de un lado a otro la maleta, cayeran de pronto sobre sus hombros en un alud de extenuación. En vez de la impaciencia de llegar lo agobia otra vez el miedo a lo desconocido, la necesidad de adaptarse a nuevas circunstancias que también serán provisionales, la desgana de mantener fatigosas conversaciones con extraños, fingir interés, agradecer el favor de la hospitalidad precaria, humillante en el fondo, porque no tiene modo de corresponder a ella (quizás Van Doren no maneja tantas influencias como él decía: quizás el encargo no llegará a nada porque era el pretexto elegido casi caritativamente para ofrecerle temporalmente un refugio, para influir desde cierta distancia sobre su vida, como cuando les concedió a Judith y a él, como una divinidad benévola que controlara el tiempo, los únicos cuatro días seguidos que pasaron juntos). Es el mismo miedo que ha tenido al aproximarse al final de cada una de las etapas del viaje, la desgana de quien empieza a salir del sueño bajo una luz inhóspita y quisiera no despertar. El tren nocturno acercándose a París mientras amanecía sobre un horizonte gris de suburbios industriales y torres y muros de ladrillo ennegrecidos de hollín; la extrañeza de abrir los ojos en el camarote del barco y comprender que era el silencio de las máquinas al cabo de siete días de estrépito incesante lo que lo había despertado; y mucho antes (o no tanto, apenas dos semanas, pero los días del viaje cobran en el recuerdo duraciones desiguales, se disuelven en instantes o se dilatan en eternidades), después de la primera noche, la sorpresa de llegar a Valencia y encontrar el aturdimiento de una luz matinal excesiva, una especie de insensata primavera de octubre tan ajena al orden de los calendarios como al hosco invierno anticipado de la guerra en Madrid.

En Valencia los cafés estaban llenos de gente y las calles de tráfico, y si no hubiera sido por algunos uniformes aún más desaliñados que en Madrid y por los titulares mentirosos que voceaban los vendedores de periódicos uno podría haber pensado que la guerra sucedía en otro país o era una pesadilla de su imaginación, disipada al contacto de la primera luz húmeda del día. En Valencia les escribió la primera postal a sus hijos: una vista de la playa en colores pastel, con casas blancas y palmeras. Escribió la postal sentado en el velador de un café, mientras tomaba una cerveza fresca a la sombra de un toldo, cerca de la estación, de donde saldría en pocas horas su tren hacia Barcelona y la frontera. Le puso un sello, la echó en un buzón, queriendo no pensar que lo más probable sería que no llegara a su destino, y que sin duda no tendría respuesta. En los vestíbulos y los andenes de la estación había banderas rojas y negras y enfáticas pancartas anarquistas, pero en los coches de primera clase los revisores eran tan serviciales y llevaban los uniformes azules tan abotonados como si ni la guerra ni la revolución existieran; hasta los milicianos que pedían la documentación con gestos de amenaza conservaban el reflejo de quitarse la gorra ante los viajeros bien vestidos, a los que un momento después podían llevarse presos o expulsar del tren a culatazos. Zonas inesperadas de la antigua normalidad se mantenían intactas en medio del colapso: como ese balcón que había visto al pasar una mañana junto a un edificio bombardeado, un balcón casi suspendido en el aire, sujeto por una barra invisible al único muro que se mantenía en pie, sus filigranas de hierro perfectamente conservadas, igual que las macetas de geranios colgadas de la barandilla. ¿No decía Negrín que en España faltaba seriedad hasta para hacer las revoluciones? ¿Que todo se hacía a medias o de cualquier manera o aterradoramente mal, desde un tendido de ferrocarril al fusilamiento de un desgraciado? Ahora comprende Ignacio Abel que en esa primera mañana de viaje en Valencia aún no se había desprendido de la antigua identidad, preservada tan asombrosamente como el balcón con geranios suspendido en el aire, en el único muro de una casa que había quedado en pie después de un bombardeo. Aún era alguien; aún llevaba los zapatos lustrados y conservaba la raya del pantalón; aún hablaba con voz clara y autoridad instintiva a revisores y mozos de equipaje, a los vendedores de las ventanillas, a las que muy pronto se acercaría tan medrosamente como a los controles de documentos en las fronteras; en el interior de su maleta la ropa estaba limpia y ordenada; aún no había desarrollado el gesto nervioso de llevarse cada poco rato la mano al bolsillo interior de la chaqueta para comprobar que el pasaporte y la cartera seguían allí; aún percibía cuando apretaba la cartera el espesor confortable de los billetes de banco, recién sacados de su cuenta, cambiados parcialmente en francos y dólares en una oficina bancaria de la calle de Alcalá donde se le reconocía nada más entrar y se le trataba con cierta reverencia.

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