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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (80 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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—Habrá que parar en algún sitio, don Ignacio. Tenemos que poner agua en el radiador. El motor está ardiendo.

—¿Tienes idea de dónde estamos?

—Soy un desastre. Me he perdido.

—No te preocupes. Preguntaremos en ese pueblo. Seguro que por aquí encontramos un camino de vuelta a Madrid.

—Pero tenemos que ir a Illescas, don Ignacio. Nos han encomendado una misión.

—Primero habrá que procurar que no nos maten.

—¿Ha visto usted a los fascistas? ¿Ha visto cómo brillaban los sables de los moros?

—Ve más despacio ahora. Parece que no se ve a nadie en la entrada del pueblo.

—¿No lo habrán evacuado?

No haber llegado a saber el nombre del pueblo acentúa en la memoria de Ignacio Abel su condición de lugar fantasma. Había una fuente con varios caños a la entrada y Miguel Gómez detuvo junto a ella la camioneta. Los tres milicianos bajaron de la caja con saltos enérgicos, desentumeciéndose, gastando bromas mientras intercambiaban cigarrillos. ¿A quién se le había ocurrido mandarlos a ellos a buscar cuadros, como si trabajaran en una empresa de mudanzas, en vez de dejarlos que fueran a matar fascistas? Eran muy jóvenes y no se acordaban ya del miedo que acababan de pasar; la evidencia del peligro y el espectáculo dé la muerte no parecían dejar en ellos impresiones duraderas. La guerra tenía de nuevo algo de excursión jocosa, de aventura imaginaria. Cerca de ellos Miguel Gómez estaría siempre amedrentado: el torpe contra el que fácilmente se confabularán los otros, el que será objeto de las bromas. Lo respetaban algo porque Ignacio Abel estaba delante. «¿Y ahora qué hacemos, camarada? ¿Nos vamos a volver a Madrid sin esos cuadros y sin cargarnos siquiera a unos cuantos facciosos?» Jugaban a apuntarse con los fusiles: a levantar los brazos en posturas dramáticas, con un histrionismo jovial entre de barracón de tiro y película de vaqueros. Cada uno de los tres iba vestido con aproximaciones diversas a la uniformidad militar: el que llevaba un mono completo calzaba sin embargo zapatos de dos colores; otro vestía una chaqueta y un pantalón como de oficinista pero se había puesto un picudo gorro cuartelero con una borla roja; el que un poco antes golpeaba el cristal trasero de la cabina con cara de pánico ahora chupaba pensativamente un palillo de dientes, apoyándose en un mosquetón que ya estaría en desuso cuando la guerra del 14. Más allá de la fuente se curvaba la calle única del pueblo, en dirección a una plaza pequeña con soportales donde estaba la iglesia. No había ni un árbol, ni una sombra. Ignacio Abel se lavó la cara en la fuente, secándose con el pañuelo que esa mañana no había olvidado de doblar en el bolsillo superior de su americana. Miguel Gómez había desenroscado el tapón del radiador y dejaba que el motor se enfriara antes de echar el agua. Su espalda era una gran mancha de sudor. Los milicianos habían sacado fiambreras de comida y una bota de vino. Dejaron los fusiles apoyados en el muro de la fuente y se sentaron a comer al sol, dándose codazos, arrebatándose la bota, de la que Miguel Gómez no quiso beber. Quizás se atragantaría si lo intentaba. Ignacio Abel se alejó del grupo, impaciente por quedarse solo, por encontrar a alguien que le dijera dónde estaban y cuál sería el mejor camino para volver a Madrid. Se apartaba y en el silencio seguía oyendo con claridad el chorro de la fuente y las risas de los tres milicianos. En el centro de la calle había algo tirado: una máquina de coser. Un poco más allá, un chal de mujer, una maleta abierta, llena de cubiertos que parecían de plata y de legajos que parecían documentos legales. Empujó una puerta entornada, después de golpear el llamador. Entró en una cocina cóncava como una cueva y negra de hollín en la que humeaban unas ascuas y había un puchero arrimado a ellas. En el aire quedaba un residuo de olor a garbanzos hervidos y a tocino rancio. Algo que se movía en el margen de su visión le provocó un acceso de alarma: un canario en una jaula, revoloteando torpe e inquieto, chocando con los barrotes de alambre. De nuevo en la calle le hirió los ojos el sol vertical después de la penumbra. Las voces de los milicianos se habían interrumpido. O hablaban más bajo o estaban callados, reposando, apoyados en el muro de piedra de la fuente, aletargados por la comida y el vino, mientras Miguel Gómez acarreaba el agua para el radiador o llenaba el depósito de gasolina, laborioso y culpable, íntimamente avergonzado de su incompetencia, rumiando en secreto su disgusto ideológico hacia la frívola holgazanería de los otros. Iba a volver cuando vio algo que sobresalía de la próxima esquina: una alpargata, el filo de un pantalón de pana. Se acercó sabiendo que se arrepentiría y que no era capaz de evitarlo. La alpargata pertenecía al pie de un hombre tirado a lo largo de la pared, que estaba llena de disparos y salpicaduras de sangre. El hombre tenía un pantalón de pana atado con una cuerda y una camisa blanca, y en el centro del pecho un hueco negro de carne reventada y de coágulos de sangre. Estaba tirado boca arriba pero junto a él había otro con la cara contra el suelo y un poco más allá dos o tres más apilados como fardos, y una mujer descalza con los muslos anchos y blancos y un remolino ensangrentado de ropa sobre el vientre. Las moscas zumbaban sobre las heridas, las bocas y los ojos con un rumor de panal. Las duras caras y las manos campesinas tenían una palidez grisácea. El olor a heces y a vísceras era más poderoso que el de la sangre: tan inmundo como el de los barracones de los curtidores al final del Rastro, en las fronteras últimas de los arrabales de Madrid. Una sombra vertical y oscilante se proyectó en la cal de la pared: a un hombre lo habían colgado del gancho de la polea de un pajar. Tenía los ojos abiertos y desorbitados y la lengua muy hinchada le sobresalía de la boca. Le habían cortado las dos orejas. A sus pies se secaba un charco de orines. La orina habría estado goteando de los bajos del pantalón hasta hacía pocos minutos.

El pensamiento fue como si alguien le murmurase al oído:
Están aquí; no se han marchado todavía.
Por instinto se arrimó a la pared, cerca de las piernas del hombre ahorcado. Tanteó una madera áspera: una puerta. Se deslizó hacia el interior de un zaguán. Era una cuadra. Pisó estiércol. Una gallina opulenta lo miraba con aire de severidad posada en un lecho de paja, encima de un saco de trigo.
Nos hemos perdido y hemos ido a caer al otro lado de las líneas.
Ninguna señal, ninguna frontera. Madrid era de pronto un lugar tan inalcanzable como América. Avanzan matando, metódicos y exterminadores, con una eficacia sin misericordia ni reposo que nadie puede detener. Descubrirán la camioneta y en unos pocos segundos habrán ametrallado a esos tres muchachos que juegan a la guerra y al pobre Miguel Gómez que ni siquiera acertará a llevarse la mano a la pistola. Un hilo oblicuo de sol atravesaba el suelo de la cuadra: cruzó por él una sombra, y luego otra. Ignacio Abel escuchó con toda claridad el ruido metálico peculiar de un fusil al hombro. Luego un motor que se ponía en marcha, el relincho de un caballo, unos cascos, primero sobre adoquines, luego retumbando en la tierra. En el silencio los minutos tenían la falta de consistencia del tiempo en los sueños. Le asaltó el miedo a que ese motor que había oído hubiera sido el de la camioneta.
Pero Miguel no es capaz de marcharse sin mí.
Salió a la calle, pegado al muro áspero de adobe en el que la sangre ya se había oscurecido. Al llegar a la esquina de la que sobresalían los pies de uno de los hombres muertos oyó a su espalda el mecanismo del cerrojo de un fusil y una voz bronca que le daba el alto. El miedo fue una punzada en el centro de la columna vertebral. Volvió despacio la cabeza y quien le apuntaba era uno de los tres milicianos, el que llevaba mono azul y zapatos de ciudad de dos colores, tan pálido en la luz hiriente del mediodía como uno de los muertos tirados en la calle, tan asustado como él mismo, igual de desconocido. «Don Ignacio», dijo Miguel Gómez, «dónde se había metido usted».

Avanzaron por carreteras perdidas sin saber si estaban acercándose al enemigo; si se encontraban ya al otro lado de la línea movediza del frente y de un momento a otro iban a caer en una emboscada. Los campos vacíos eran ya una amenaza. En los cruces de caminos no había ninguna indicación. Intentaban guiarse por la posición del sol y dirigirse hacia el norte pero el azar de los caminos los llevaba hacia el oeste y el sur; en esa dirección estaba Talavera de la Reina y por ahí era seguro que empujaba el enemigo. Pero dónde estaban entonces cuando llegaron a ese pueblo sin nombre: probablemente con lo que habían estado a punto de encontrarse no era con una columna regular sino con una avanzadilla, o con un destacamento también perdido. «A la mujer le han cortado la nariz y las orejas», dijo Miguel Gómez. Antes o después de violarla. Ahora era Ignacio Abel quien conducía. Miguel lo había aceptado sin resistencia, humillado, aliviado en el fondo, echado contra el asiento, sujetándose a la manivela de la puerta para amortiguar los golpes por aquellos caminos de tierra endurecida y de polvo que nunca desembocaban en la carretera de Madrid, acordándose una y otra vez con accesos repetidos de náuseas de la cara plana de la mujer sin nariz, de los pies enormes y morados del hombre que colgaba del gancho del pajar. El motor vibraba y rugía roncamente bajo la planta del pie que pisaba el acelerador. Muy pronto empezaría de nuevo a echar humo. Un poco más aprisa, aprovechando al máximo la fuerza escasa y el mecanismo tosco de la camioneta: un poco más aprisa pero en dirección adónde, por la llanura áspera en la que no se cruzaban con nadie, como un país deshabitado después de una epidemia, o abandonado en la víspera de un desastre, campos estériles y casas solitarias con los tejados hundidos, viñedos que se perdían en la distancia, sobre la tierra rojiza, bardales del mismo color que la tierra.

—No nos han visto de milagro. Y esos tres idiotas gastando bromas y haciendo ruido como si no pasara nada.

—O quizás han pensado que éramos más y han salido huyendo. Ellos no podían ser muchos.

—Qué susto me dio de pronto no verlo a usted, don Ignacio. A ver cómo me presento yo a mi padre si a usted llega a pasarle algo.

Una señal tallada en un mojón de piedra les indicó por fin el camino.
A Madrid, 10 leguas.
Quieren instaurar el comunismo libertario y ni siquiera hemos llegado todavía al sistema métrico decimal. Desembocaron en la carretera nacional y el río lento de fugitivos que avanzaba en dirección a Madrid les forzó a reducir la marcha. Miraban sin interés la banderola roja con el emblema del Quinto Regimiento y no se apartaban al escuchar el claxon. Tenían el aire de pobreza fatigada y solemne de un éxodo primitivo, de una migración universal que iba dejando atrás un territorio desierto. Los mulos, los burros, los carros con toscas ruedas de madera, los viejos como patriarcas agraviados, los hombres con niños a cuestas, las mujeres con sayas y pañolones negros, como tocados aldeanos del norte de África, los rebaños de cabras, los sacos a la espalda, los cestos sobre las cabezas, el llanto agudo de un recién nacido al desprenderse del pecho flaco de su madre y el relincho de un mulo, el clamor de los pasos, de los cascos, de las ruedas, y el polvo y el silencio envolviéndolo todo, la unanimidad de la huida, la urgencia aletargada por la extenuación de haber caminado desde antes del amanecer, dejándolo todo o casi todo atrás, tirando por el camino lo que se volvía demasiado pesado o innecesario, como un muladar a lo largo de la carretera, la hilera sinuosa de rastros de naufragios entre la espuma sucia que deja el mar al retirarse. Huyen del avance de un ejército de legionarios, moros y falangistas que viene subiendo hacia Madrid desde finales de julio sin que nadie lo detenga, fatigados no de los combates en los que prevalecen siempre sino del puro ejercicio de matar: pero lo que los ha empujado a abandonar de la noche a la mañana sus casas casi siempre míseras y sus tierras de secano parece un miedo mucho más antiguo,, el de las maldiciones bíblicas o el de las pestes medievales traídas por las guerras, difundidas por los esqueletos con guadañas de los capiteles de las iglesias. Y ahora alzaban los ojos y veían Madrid por primera vez en la distancia, tan fantástica como las formas de las nubes, los edificios formidables que les darían vértigo cuando los miraran desde abajo, las calles de anchura pavorosa que no se atreverían a cruzar por miedo a los automóviles, la gran torre amarillenta de la Telefónica, que Ignacio Abel y Miguel Gómez distinguen con tanto alivio, brillando al sol sobre los tejados.

Atardecía cuando entraron en la ciudad y bajo las arboledas del Prado y de Recoletos ya estaban llenas las mesas de los cafés. Había caído hacía poco una tormenta, y el aire estaba limpio y las hojas de los árboles relucientes, y sobre los adoquines húmedos brillaban los rieles de los tranvías. El sol poniente iluminaba la anchura de la calle de Alcalá con una luz polvorienta, entre dorada y violeta, hiriendo los cristales en las ventanas más altas de los edificios. Ignacio Abel se despidió de Miguel Gómez en el patio de la Alianza, desalentándolo tal vez con la brusquedad de su adiós. Estaba muerto de hambre, de cansancio, de sed, pero subió de dos en dos las escaleras del palacio en busca de la secretaria de Bergamín, cruzándose con hombres y mujeres jóvenes que iban vestidos con uniformes muy planchados de milicianos o con trajes de época. Del gran salón por el que esta vez no pasó venía un clamor de fiesta y un pasodoble enérgico, con golpes de platillos y estridencias de saxofones y trompetas. Ya estaba delante de la puerta pseudorrenacentista de la oficina de Bergamín cuando apareció en ella el poeta Alberti, vestido de domador, con una casaca roja con galones dorados, un pantalón blanco, unas botas muy altas, llevando entre las manos una carpeta llena de pruebas de imprenta. Miró a Ignacio Abel con sus ojos claros y le hizo un gesto distraído, de saludo o reconocimiento. En el antedespacho la secretaria escribía a máquina algo que le estaba dictando un hombre alto, de pie detrás de ella. Ignacio Abel observó de soslayo que al verlo entrar el hombre había levantado la mano que apoyaba en el hombro de la secretaria, o al menos muy cerca, en el respaldo de la silla. Por la mirada de Mariana Ríos, Ignacio Abel comprendió que ella iba a decirle que el profesor Rossman estaba muerto. Dejó de escribir a máquina, buscó en un cajón y le tendió un sobre cerrado. Le dijo que encontraría al profesor Rossman en el depósito de la Dirección General de Seguridad, en la calle de Víctor Hugo. Salió del palacio de Heredia Spínola dejando atrás los balcones iluminados y la música de baile, desgarrando el sobre para leer su contenido a la luz de una farola: un acta judicial escrita en caligrafía florida y detallando el hallazgo de un hombre
muerto por heridas de bala causadas por autor o autores desconocidos y provisto por todo documento de identidad de una tarjeta de lectura de la Biblioteca Nacional a nombre de don Carlos Luís Rossman.
Sobre la mesa del depósito el profesor Rossman no llevaba sus gafas pero sí una de sus zapatillas de fieltro, sujeta por una goma que le ceñía el empeine del pie derecho. Tenía un ojo abierto y el otro casi cerrado, la cara vuelta hacia un lado, el labio superior contraído, mostrando las encías con unos pocos dientes desiguales, con una expresión como de sonrisa congelada o sorpresa. El hambre y el agotamiento, la irrealidad creciente de las cosas, sumían a Ignacio Abel en un estado de sonambulismo. Por el laberinto de calles estrechas que rodeaban la Dirección General de Seguridad fue hacia la Gran Vía para buscar la pensión donde la señorita Rossman habría pasado una vez más el día entero esperando su llamada. Los cristales de los faroles, pintados de azul por una precaución contra los bombardeos nocturnos, iluminaban las esquinas con una claridad enferma de decorados de teatro. Unos milicianos le pidieron la documentación en la plaza de Vázquez de Mella y sólo vio el brillo de sus pistolas y el de las brasas de sus cigarrillos. De un portal entornado venía una claridad rojiza, un estrépito de risas, la música de un organillo, un olor a desinfectante y a perfume de prostíbulo. Qué le diría a la señorita Rossman, qué podría hacer sino quedarse callado en la puerta de su habitación, tan estrecha que su padre se iba a la calle o se pasaba las horas muertas en cualquier café para dejarle a la hija algo de intimidad, para que pudiera entregarse solitariamente al luto por su amante desaparecido en Moscú o al remordimiento por la pérdida de su fe comunista. Pero la señorita Rossman no estaba en la pensión, y la patrona le dijo que llevaba varios días sin aparecer, que habían venido a preguntar por ella de esa oficina en la que ahora trabajaba en la Telefónica y ella, la patrona, había contestado que no sabía nada, que bastantes disgustos tenía como para preocuparse por lo que hiciera o no hiciera un huésped: a lo mejor la alemana se había ido para no pagar la mensualidad, y si tardaba dos o tres días más sin aparecer, ella, sintiéndolo mucho, tendría que cobrarse la deuda incautándose de cualquier objeto de valor, aunque sólo fuera la maleta que aún estaba encima del armario. Ignacio Abel se marchó de la pensión y aún seguía escuchando la letanía quejumbrosa y chulesca de la patraña. De vez en cuando se acuerda de la señorita Rossman; suena un teléfono y piensa que será ella quien llama y antes de que cesen los timbrazos ya se ha dado cuenta de que estaba soñando. Antes de irse de Madrid llamó varias veces a la oficina de censura de prensa de la Telefónica y al principio le decían que la señorita Rossman estaba enferma, o se había ausentado sin motivo, y luego alguien contestó secamente que nadie con ese nombre trabajaba allí y él ya no volvió a llamar.

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