La noche de los tiempos (77 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: La noche de los tiempos
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Se despidió prometiéndole que volvería y en la ladera umbrosa de la colina sobre la que se alzaba la Residencia como una torre vigía hacia las afueras de Madrid buscó rastros de cadáveres, huellas de neumáticos, algún indicio de que el doctor Karl Ludwig Rossman había sido uno de los ejecutados esa noche

o alguna de las noches recientes. El olor a jara, a tomillo y romero le hizo acordarse con dolor de sus hijos, del jardín en la casa de la Sierra y la vereda hacia la laguna. Veía a su alrededor más a los muertos que a los vivos y pasaba los días y las noches acosado por ausencias más poderosas que la cercanía de las personas tangibles. Con mucha más realidad que él mismo su casa en penumbra la habitaban las ausencias de Adela y de los niños. Al entrar en la Residencia en busca de Moreno Villa el vestíbulo convertido en cuerpo de guardia de un cuartel y las escaleras en las que resonaban sus pasos habían circundado la figura ausente de Judith Biely. Ahora buscaba rastros de cadáveres entre la hierba seca y lo que tenía en la memoria eran las pisadas gráciles de Judith que venía hacia él a la caída de la noche entre la arboleda iluminada por globos de papel mientras sonaba muy cerca una música de baile difundida por el altavoz de una radio: Judith todavía recién entregada y secretamente suya, mirándolo entre los alumnos extranjeros que conversaban en las mesas de hierro con una complicidad que sólo él advertía. Detrás de la cúpula solitaria del Museo de Ciencias Naturales circulaba la acequia que llamaban el Canalillo. Cuando llegaba el buen tiempo se instalaban allí las mesas y las sillas metálicas, las guirnaldas de bombillas de un merendero, colgadas entre las ramas de los árboles. En la pared de la caseta clausurada del merendero la cal estaba desconchada por picotazos de disparos y tenía manchas y chorretones de sangre reciente que había goteado hasta el suelo. Había zapatos tirados entre la maleza seca del verano, zapatos viudos, desparejados, algunos de mujer, algunos cuarteados por la intemperie y otros, los que más inquietaban, todavía con el brillo de una limpieza reciente. Pisaba cosas que crujían: un cartucho de escopeta de caza, los cristales de unas gafas. Examinó con cuidado la montura y no se parecía a la de las gafas del doctor Rossman. En la mañana fresca de finales de agosto el ruido de las chicharras se mezclaba al del caudal de agua en la acequia. Más allá de la sombra de los chopos Madrid se extendía como una ciudad apaciguada por el sosiego del verano, ajena al crimen y a la guerra, de la que a esa distancia, desde la colina de la Residencia, no había ni un signo visible, ni la columna de humo de un incendio.

31

Sueña de vez en cuando que está sonando un teléfono y que se despierta con demasiada lentitud y no va a levantarse a tiempo para responderlo. Los timbrazos se repiten y cada uno es más agudo y parece que será el último, y que por unos segundos no le va a ser posible contestar y por lo tanta no sabrá quién estaba llamando para pedirle ayuda o para avisarle de un peligro, o si es Judith Biely que ha regresado y al no obtener respuesta piensa que él ya no está en Madrid, y tan sólo por un retraso de unos instantes ya no vuelven a encontrarse. En el sueño hay un simulacro del despertar, perfecto en su exactitud: el primer timbrazo, el segundo, la imposibilidad de moverse porque el cuerpo todavía no se ha adaptado a obedecer a la voluntad, madera o baldosas o una alfombra bajo los pies descalzos, el desconcierto de no recordar dónde está el teléfono y luego la prisa de llegar a él, la mano que se adelanta y toca el auricular justo en el momento en que se extingue la vibración del último timbrazo. Aunque ya casi nunca sea visible en los sueños Judith Biely ronda en ellos como una ausencia imperiosa, la de quien al irse está más presente aún en la revelación del vacío que ha dejado, como está el filo de una cuchilla en una herida abierta o un desconocido en las huellas que ha dejado sobre la arena húmeda. Ignacio Abel camina por una calle cualquiera en un sueño y la sensación de ultraje que le oprime el pecho es que Judith no aparecerá en esa calle, que ya ni en sueños podrá encontrarse con ella, igual que al cabo de un cierto tiempo uno ya no se encuentra más en ellos con alguien que ha muerto, y esa ausencia es una forma última de lejanía. Si hubiera despertado más rápido y hubiera corrido sin vacilación hacia el teléfono habría podido escuchar su voz. Si su cansancio no hubiera sido tan profundo habría llegado a tiempo de levantar el auricular antes de que el timbre callara y de oír la voz de uno de sus hijos: Lita o Miguel, la voz muy distante y muy alterada por interferencias pero aun así reconocible, un poco extraña después de tanto tiempo de no oírlas, porque a una cierta edad las voces de los niños cambian tan rápido como sus caras (quizás le suenan tan lejanas porque llegan a él a través de toda la formidable longitud de un cable submarino).

Ha sido a veces un teléfono sonando en el corredor de un hotel el que provocaba el sueño y poco después le hacía despertarse de verdad; o el timbre que pulsaba alguien en la cabina contigua del barco para llamar a un servidor de guardia; en el hotel de París el timbre especialmente agudo y multiplicado resultó ser el de los silbatos de los policías que invadían escaleras empinadas y pasillos estrechos en una redada de extranjeros; las pisadas de botas eran tan fuertes como los golpes en la puerta de la habitación: un gendarme había entrado en ella cuando Ignacio Abel, sin tiempo para levantarse, le tendía desde la cama su pasaporte, que había dejado sobre la mesa de noche. Al otro lado de la puerta había un barullo de carreras y gritos, insultos en francés, voces en idiomas diversos. Abre los ojos en un estado de alarma súbita que le acelera el corazón y se da cuenta de que el teléfono que lo ha despertado sólo estaba sonando en el sueño, y no sabe si lo que siente al comprobar el silencio es decepción o alivio. En realidad sólo una vez ha coincidido la llamada telefónica del sueño y la del despertar, y le ha dejado en los nervios una marca indeleble. Abrió los ojos sabiendo que el timbre había sonado ya muchas veces y estaba tendido en la cama grande y desordenada del dormitorio conyugal, sobre las sábanas sucias que nunca cambiaba. La misma lentitud que lo había agobiado en el interior del sueño seguía pesando ahora sobre él. Se filtraban rayas de luz por los postigos cerrados pero la casa estaba tan a oscuras que no era posible calcular la hora. El pasillo que atravesó se hacía tan largo como el que había soñado hacía sólo un momento. Ya casi estaba junto al teléfono de la pared cuando le pareció que el silencio después del timbrazo anterior duraba demasiado; que la comunicación se habría cortado cuando él levantara el auricular; como un hilo que se rompe y algo cae en elevado. Voces posibles o imposibles se le anticipaban al acercárselo al oído y preguntar quién llamaba. Una mezcla de agitación y letargo le hizo que no reconociera al principio la voz de Bergamín, débil y áspera a la vez, un poco nasal por culpa del resfriado.

—Abel, ¿por qué tardaba usted tanto en contestar? Venga a la Alianza, lo más rápido que pueda. Imagino que no lo habré despertado...

—¿Sabe usted ya dónde está el profesor Rossman?

—Venga cuanto antes. Salgo de viaje en seguida.

Ahora comprende que el miedo había estado veladamente en la voz de Bergamín, oculto detrás de la urgencia, igual que estuvo más tarde en sus ojos pequeños, llorosos por el resfriado, que le humedecía también la punta de la nariz muy fina, irritada de tanto limpiarse con el pañuelo engurruñido que guardaba en el bolsillo con una especie de sigilo, como si escondiera algo impropio. O tal vez no miedo exactamente, sino un desasosiego que él mismo no reconocería, la inquietud por formas de peligro demasiado variadas o sutiles como para mantenerlas en la conciencia: que el enemigo estuviera avanzando hacia Madrid más rápido de lo que nadie había previsto; que alguien dudara de su fidelidad ortodoxa a la causa a pesar de su trabajo sin descanso en la Alianza y de los artículos tan encendidos de rabia justiciera inflexible que escribía; que lo comprometiera ser visto con Ignacio Abel esa mañana en el patio de la Alianza o haber hecho indagaciones sobre el paradero de su amigo alemán; que se le hiciera tarde para tomar en el aeródromo de Barajas el avión que iba a llevarlo a París, desde donde viajaría inmediatamente a Ginebra, para participar en representación de los intelectuales españoles en el Congreso Internacional de la Paz. Salió a la escalinata del palacio Heredia Spínola vistiendo un traje formal de viaje vagamente inglés en vez de la camisa abierta y la cazadora de aviador o tanquista y el sol de la mañana de septiembre reveló su palidez extrema y le hizo guiñar los ojos hundidos bajo las cejas, no habituados a tanta claridad, lacrimosos por el catarro inoportuno, fatigados de tanto trabajo a la luz de la lámpara del despacho sombrío en el que podía pasarse la noche entera escribiendo artículos o romances con una letra meticulosa y diminuta, corrigiendo galeradas de
El Mono Azul.
Después de llamar a Ignacio Abel se había quedado pensativo con las dos manos juntas delante de la cara, las puntas de los dedos muy flacos rozando la nariz húmeda (con previsible insensatez Abel había preguntado por teléfono lo que no debía, lo que sólo debía ser hablado en voz baja y de tú a tú); había consultado su reloj de pulsera comprobando que retrasaba el reloj enorme y barroco de pared con las armas de los marqueses de Heredia Spínola, que se repetían en toda la decoración del palacio, en los respaldos de las sillas y en los falsos bargueños renacentistas, en los frescos de los techos y en las campanas de las chimeneas; el avión a París tenía prevista la salida a las once de la mañana; llevaba pintada bien visible sobre el fuselaje la bandera francesa de modo que no había peligro de que lo importunaran cazas del enemigo. Se aseguró con su secretaria de que en el patio estuviera dispuesto el automóvil para el aeródromo, en el que ya estaría la cartera con los documentos del viaje, pasaportes, visados, salvoconductos. Se olió con un placer distraído las uñas mientras miraba por encima los periódicos del día, desplegados sobre la mesa enorme del despacho, cada uno con su dosis habitual de noticias favorables pero casi del todo imaginarias, que en ningún momento aliviaban la inquietud, el desasosiego oculto que uno no debía mostrar ni a sí mismo, el miedo que se insinuaba sin que uno se diera cuenta en la mirada oblicua de los ojos, en el parpadeo excesivo, en el tamborileo de los dedos que no sabían quedarse tranquilos y buscaban un cigarrillo o un fósforo o contaban sílabas de versos. Miró el reloj otra vez y se puso la chaqueta de tweed adecuada para el viaje, recogió papeles y los guardó en su cartera de mano, la estilográfica en el bolsillo superior de la chaqueta, ya impaciente, sin sosiego, irritado con Ignacio Abel, que tenía en el teléfono voz de dormido, que aún tardaría mucho en llegar, aunque él bien le había advertido, que se diera prisa, que viniera cuanto antes a la Alianza. «Mariana, me marcho ya, cuando venga el arquitecto Abel le da usted misma las instrucciones. Y dígale de mi parte lo conveniente que es para él cumplir bien la misión que se le encarga.» A Mariana Ríos, por escribir a máquina más velozmente, arrancando hojas y papel de calco nada más terminarlas, se le había desabrochado un botón de la camisa de miliciana y Bergamín veía al inclinarse hacia ella el inicio de su escote. En un salón cercano ya estaba ensayando la orquestina para el baile de disfraces que el poeta Alberti y su mujer llevaban organizando varios días, en homenaje a los escritores franceses de visita en Madrid, aprovechando la abundancia innumerable de trajes de gala y de carnaval hallados en los armarios de los marqueses fugitivos. Bergamín se alegraba de eludir la fiesta gracias a la coartada del viaje. Era un hombre tímido y seco al que amedrentaban las efusiones de alegría colectiva, en las que Alberti y María Teresa León disfrutaban tanto, igual que en las lecturas de versos ante auditorios enfervorizados o en los discursos al final de los banquetes de homenaje a alguien. Alberti tenía un perfil algo aceitoso de artista de cine y un timbre en la voz como de cantor melódico; su mujer, rubia y jamona, con una boca magnífica de labios pintados de carmín y dientes muy blancos, se ponía en jarras y oscilaba ligeramente a su lado, como si de un momento a otro fuera a cantar una jota, en vez de a leer una proclama o a recitar un romance de guerra. Ahora la oía, hablando muy alto, porencima de las discordancias de los instrumentos que ensayaban, dando instrucciones. Él, Bergamín, cuando hablaba en público, separaba muy poco los labios y los acercaba demasiado al micrófono, y se encogía instintivamente de hombros en vez de sacar el pecho y levantar la barbilla como Alberti; hasta cuando levantaba el puño en el momento en que se cantaban los himnos lo hacía como encogiéndolo en vez de apretándolo, y era consciente de su propia actitud igual que de su voz débil cantando fuera de tono
La Internacional,
borrada por el clamor de las otras. ¿No lo verían un poco ridículo —ahora, cuando al salir del vestíbulo a la escalinata del palacio le dio de golpe el sol en los ojos— los milicianos y los chóferes que trajinaban en el patio, entre las camionetas que entraban y salían, los operarios que trasladaban con toda clase de miramientos cuadros, esculturas, cajas de libros, tantos objetos de valor rescatados de iglesias en peligro de ser incendiadas o de palacios abandonados por sus dueños, desiertos a veces y vulnerables al saqueo después de que los dueños hubieran sido detenidos o ejecutados?
Cirugía implacable de la justicia popular.
La frase la había escrito él mismo, con esa letra pulcra y tan diminuta que le dañaba todavía más la vista. La recordó al ver, no sin contrariedad, que Ignacio Abel estaba cruzando la verja de entrada, muy agitado, por una vez sin corbata, temiendo que él ya se hubiera marchado. Habría preferido no verlo. Un minuto más y lo habría visto apresurarse en vano detrás de la ventanilla del automóvil que ahora estaba esperándolo al pie de la escalinata, un Hispano-Suiza reluciente que tal vez había pertenecido también a los dueños del palacio, y sobre el que no había siglas pintadas a brochazos, sino un letrero moderno y discreto en semicírculo sobre el metal negro de las portezuelas,
Alianza de Intelectuales Antifascistas-Presidencia.
Ignacio Abel ya lo había visto. Bergamín le hizo un gesto para que se apartara con él al interior del vestíbulo, donde las vidrieras emplomadas difundían una claridad de ópalo teñida de colores vivos, rojos, amarillos, azules.

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