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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (35 page)

BOOK: La noche de todos los santos
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»Y cómo le impresionaban los abogados… Todavía me acuerdo de los despachos. Mucho cuero y terciopelo verde, y buen jerez. Yo tenía que educarme en el extranjero.
In loco parentis
, iba a vivir con una buena familia francesa. Y luego aquel sombrío hotelucho, los catetos malencarados con sus correas y el jergón debajo de la escalera.

Christophe emitió una amarga interjección.

—La primera noche que vino Michael me dejó calentarme las manos en la chimenea, y cuando le llevé la cena me dijo que no tenía hambre y observó como devoraba hasta el último bocado. —Movió la cabeza con la mirada perdida—. Es curioso, nunca he escrito una palabra de ello. Seguro que el señor Charles Dickens lo habría hecho, pero claro, él no se dedica a pergeñar tonterías entre pipa y pipa de hachís.

Marcel no dijo nada. Todo coincidía con los rumores: casi podía oír la voz de monsieur Philippe en la mesa, contándola vieja historia. Sólo el inglés era un elemento nuevo. Hasta ese momento tal vez, Marcel todavía dudaba de los miedos de Juliet. Ahora estaba cautivado por Christophe, y al mismo tiempo atemorizado.

—Entonces es que sintió lástima por ti —susurró.

—¿Lástima? Se convirtió en mi vida. Me compró ropa, me dio una manta y comida y me llevó a todas partes. Entonces llegó el día que yo temía, el día en que me dijo que se marchaba. —Suspiró y volvió a coger el lápiz, presionándolo con el pulgar como si quisiera romperlo. Marcel llegó a sentir la fuerza que ejercía sobre él—. Creí que me moría. Le dije que me escaparía en cuanto él se marchara, que no podía quedarme allí ni un momento más, que me daba igual lo que me pasara. Creo que nunca olvidaré aquel momento. Él estaba sentado junto a la ventana, en su habitación. Lo recuerdo como si fuera ayer.

».“He tomado una decisión, Christophe, me dijo, es una decisión que el mundo no comprenderá, pero ya está tomada. Haz tu equipaje discretamente y prepárate para marcharte conmigo esta noche”.

De pronto el lápiz se partió por la mitad y cayó sobre la mesa.

—No sé qué habría sido de mí si me llega a dejar allí. —Miró a Marcel—. Pasaron tres años antes de que yo acudiera al despacho de un procurador de Londres para que escribiera a mi madre. Quería castigarla, quería que pensara que estaba muerto.

Marcel bajó la cabeza. Sentía una vaga excitación al pensar en esos tres años y los nombres tan a menudo mencionados por los dos hombres: Estambul, Atenas, Tánger.

—¿Sabes qué era lo que más miedo me daba? —preguntó Christophe con un hilo de voz.

Marcel alzó la vista.

—Que hubiera muerto ella, que la hubiera perdido, que hubiera desaparecido. No podía dejar de pensar en ella. Y es curioso, pero a medida que pasaba el tiempo mi madre era una imagen cada vez más real. Recordaba de ella un montón de cosas que ni siquiera era consciente de que sabía. Me despertaba en distintas ciudades sintiendo a mi alrededor el ambiente de esta casa. Soñaba con ella. Hasta que llegó a estar conmigo día y noche. El día que fui a ver al procurador para obtener su respuesta estaba temblando. Habían contactado con un abogado de aquí, de la Rue Camp. El bastardo de su padre estaba postrado en cama, paralítico, y mi madre se había echado a llorar cuando se enteró de que yo estaba vivo. Lo único que les dijo a los abogados fue: «Díganle que vuelva a casa».

Christophe se encogió de hombros con amargura.

—Ya habíamos reservado los pasajes para Estambul, y yo no tenía intención de cruzar el océano por ella después de lo que me había hecho, y menos estando vivo el maldito haitiano. Les dije a los abogados que me informaran en cuanto dejara este mundo, pero cuando eso sucedió yo ya estaba en París y era famoso por escribir tonterías sobre una descabellada heroína llamada Charlotte y su ridículo amante, Randolphe. Michael me había vestido, me había educado, me había instruido en los modales, la conversación, los buenos vinos. Era él el que trataba con los editores, el que pagaba el alquiler y el que me cogía por el brazo para llevarme a casa al salir de los cafés.

»Yo no podría enseñarle nada a nadie de no haber sido por Michael. No sería profesor, ni escritor, ni tendría dinero para pagar ni una copa de absenta.

De pronto volvió a un lado la cabeza.

Un reloj dio la hora al fondo de la casa con un sonido tan débil que un susurro lo habría apagado. Marcel no consiguió captar la hora. De hecho pareció que estuviera sonando una eternidad.

No veía nada de lo que le rodeaba, ni siquiera veía a Christophe que descansaba la frente en la palma de la mano, con el tacón de la bota en el reposapiés de la silla. La historia le había dejado triste y algo excitado, aunque no sabía por qué. Odiaba al inglés, lo odiaba sin duda, pero sentía, con una intensidad que lo aturdía, la unión de dos personas, dos personas juntas, vagando juntas por tierra y mar, protegiéndose, cuidándose la una a la otra. Era algo tan atractivo de pronto que Marcel sacudió la cabeza sin darse cuenta. Sintió pena de que aquello hubiera terminado definitivamente, sintió pena por el inglés y un terrible dolor por Christophe.

Sin embargo en la historia había una fisura, una fisura espantosa. ¿Por qué no le había escrito el inglés a la madre de Christophe, en Nueva Orleans? ¿Por qué no había ayudado al muchacho a volver a casa?

Christophe se incorporó.

—Me tengo que ir —declaró con voz velada.

Marcel no contestó. Le martilleaba el corazón.

—Pero seguramente lo volverás a ver —dijo por fin.

Christophe movió la cabeza.

—No lo creo.

Marcel se lo quedó mirando. Christophe estaba de nuevo sentado muy erguido, como en el daguerrotipo.

—No entiendo por qué tiene que ser algo tan definitivo…

—¡Porque ha terminado! —exclamó Christophe con los ojos muy abiertos, fijos en las sombras—. ¡Porque le debo la vida! Y eso es tan grave que no se puede soportar.

Se levantó, estiró los brazos con los puños cerrados y luego los dejó caer a los costados.

Marcel le miró la espalda erguida, los hombros cuadrados, la cabeza de frente a los poemas de la pared. La noche parecía desierta en torno a ellos, salvo por un suave y lejano rumor. Marcel parpadeó como si la historia hubiera sido un súbito resplandor que lo cegara y quisiera recuperar la vista.

—¿Quieres acompañarme… un trecho? —murmuró Christophe por encima del hombro—. Podríamos tomar una cerveza en uno de esos antros del muelle que tanto te gustan.

—Sí. —Marcel se levantó despacio—. Quizá pueda esperarte… fuera del hotel.

—No. Iré a despedirle. —Cogió la caja de puros de la mesa.

Se oyeron entonces unos suaves pasos en el corredor, y el esclavo Bubbles apareció en la puerta.


Michie
, ha venido un hombre. Es del hotel St. Charles.

—¡Maldita sea! —masculló Christophe.

Marcel lo siguió despacio por el pasillo oscuro.

No le iba a resultar agradable ver al inglés furioso, maldiciendo a Christophe por no haber acudido antes. Sin embargo era un hombre negro el que estaba al pie de las escaleras con un farol en la mano. Christophe se volvió hacia Marcel, y al principio el muchacho pensó que la luz le había distorsionado la expresión del rostro.

—Más vale que lo saque de allí ahora mismo,
michie
—dijo el negro—. Dicen que está bastante grave. Y ya sabe que los ingleses caen como moscas.

—¡No! —Christophe movía la cabeza una y otra vez con los ojos desorbitados—. No. Ha estado en El Cairo, con el cólera, con la peste. Seguro que no es nada…

—La ha cogido,
michie
, y quieren que se vaya del hotel.

—¿Qué ha cogido? —susurró Marcel.

Pero ya lo sabía.

—V—

E
l inglés deliraba. No supo que lo metían en un carruaje, que lo sacaban de él, que lo llevaban escaleras arriba a la habitación de Christophe. Juliet, soñolienta y desgreñada, salió al pasillo con un chal de flores sobre su largo camisón de seda y se acercó a ellos, apartándose furiosa el pelo de la cara. Pasó junto a Marcel, en el umbral de la puerta, y miró la cama de Christophe, donde yacía el inglés con la cabeza yerta sobre la almohada, el pelo mojado y oscuro sobre su frente alta y los ojos entornados. Respiraba en cortos y lentos jadeos.

Bubbles acercó una jarra de agua en la que Christophe mojó su pañuelo para ponerlo luego sobre la frente del inglés.

—Michael, ¿me oyes? —preguntó. No había dejado de repetir lo mismo durante todo el camino hasta la casa—. ¡Pero dónde está el médico, por el amor de Dios! —Se dio la vuelta, con los dientes apretados.

—Ya viene,
michie
—contestó Bubbles con su voz permanentemente sosegada—. Esta noche hay fiebre por todas partes,
michie
. Vendrá cuando pueda.

Christophe le abrió la camisa al inglés, le desabrochó el cuello y luego lo envolvió más en la manta.

—Lo que necesita no es un médico, Christophe —dijo Marcel—, sino una buena enfermera. Nuestras mujeres son las mejores para eso. Es lo que te dirá el médico cuando venga, que le busques una enfermera.

Christophe se volvió hacia Juliet, que miraba de reojo al inglés, apoyada en el quicio de la puerta.

—Tú sabes lo que hay que hacer, mamá. Conoces la fiebre amarilla. La has visto aquí y en Santo Domingo.

Ella miró despacio a Christophe, con los ojos dilatados.

—¡Me lo estás pidiendo a mí! —exclamó—. ¡Que yo y ese hombre…!

—¡Mamá! —Christophe la cogió de pronto por los brazos, como dispuesto a hacerle daño. Ella se limitó a dejar caer a un lado la cabeza.

—Christophe, escucha —terció Marcel—. Yo puedo encontrar una enfermera. Mis tías conocerán alguna, oíos Lermontant…

—¡No! —Christophe se estremeció—. No te acerques a esa gente. —Marcel tardó un instante en comprender. La mención de los Lermontant despertaba supersticiones, naturalmente. En ese momento el inglés soltó un gemido. Su cuerpo delgado parecía muy frágil bajo las mantas, y la fiebre que ardía en sus mejillas le confería un aspecto más pálido y macilento.

—Michael, el doctor ya viene, pronto tendrás una enfermera —le dijo Christophe, sin apenas poder controlar la voz—. Es una fiebre tropical, Michael, ya sabes lo que es, la superarás.

El inglés hizo una mueca y sus labios formaron un susurro:

—Fiebre amarilla.

Juliet lanzó entonces un sonido indefinible y salió de la habitación.

Christophe fue tras ella y la cogió en el pasillo.

—¡Ayúdame, mamá! —suplicó.

—¡Quítame las manos de encima! —gruñó ella con los ojos coléricos—. ¿Cómo te has atrevido a traer aquí a ese hombre? —Se le quebró la voz—. ¡A mi propia casa!

—No, mírame, mamá, por favor. Te he contado una y mil veces lo que pasó en París, mamá. Te suplico…

Ella se apartó bruscamente y se atusó el chal sobre los hombros. El pelo le caía sobre la cara.

—¡Yo no puedo hacer nada! —Movió la cabeza—. Es la fiebre amarilla. Tu amigo sabe lo que es. ¡Todo el mundo lo sabe! —Alzó una mano—. ¡Ya a morir!

Christophe se quedó sin aliento. Soltó a Juliet y retrocedió. Ella se dio la vuelta, con la cabeza gacha, y desapareció en la oscuridad de su dormitorio.

Media hora más tarde el médico, agotado, saturado de trabajo y aquejado de una virulenta tos, confirmó el consejo de Marcel. Una enfermera no haría milagros, pero era lo mejor que se podía hacer.

—Pero si yo lo he visto este mediodía —susurró Christophe—. Se quejaba de que le dolía la cabeza de pasear bajo el sol. No tenía más que un dolor de cabeza. —Bubbles y Marcel se lo quedaron mirando. Era evidente que no aceptaba la situación. El inglés empezaba a sufrir violentos escalofríos.

A medianoche,
tante
Louisa abrió la puerta aterrorizada y sintió un enorme alivio al enterarse por Marcel de que el enfermo era únicamente el inglés amigo de Christophe. Claro que conocía enfermeras, pero no daban abasto: el calor, la lluvia… Marcel apuntó los nombres de todas formas y se dispuso a ir puerta por puerta.

Ya casi había amanecido cuando tocó la campanilla de los Lermontant, extenuado y exhausto. Rudolphe acudió a abrir en camisa de dormir y secándose la espuma de afeitar, con una vela en la mano y una curiosa expresión en el rostro. Miró la calle desierta con ojos soñolientos.

—Le advertí a ese hombre que saliera de la ciudad —dijo cansado, con sencillez—, que se fuera al lago una temporada hasta el final del verano. Todos los días pasaba por delante de la funeraria bajo el sol del mediodía sin cubrirse la cabeza. Y me recitaba no sé qué poesía, alguna tontería inglesa sobre los Perros del Infierno. Todas las enfermeras están ahora trabajando, incluso las más ancianas que deberían estar ya retiradas. —Marcel miró sus ojos pensativos y de pronto se vio sacudido por un escalofrío. Rudolphe sabía que el inglés era hombre muerto, sabía que tendría que lavar su cadáver y vestirlo antes tal vez de que terminara el día.

—Usted debe de conocer a alguien, a quien sea… —murmuró Marcel—. Christophe está cuidando de él personalmente.

Rudolphe movió la cabeza.

—Sólo se me ocurre una joven, pero tienes tantas posibilidades como yo de conseguir que madame Elsie la deje salir.

—Ah, Anna Bella.

—Recordarás que en el treinta y siete la casa de madame Elsie era casi un hospital. Cada vez que yo iba a recoger un cadáver, esa pobre muchacha estaba allí. Sabe tanto de la fiebre amarilla como cualquiera. Pero madame Elsie… bueno, eso ya es otro cantar.

—Lo hará por mí. —Marcel se dio la vuelta y salió corriendo sin dar las gracias.

Cuando Marcel entró en el jardín de madame Elsie, el sol se alzaba sobre el río y el cielo parecía el del ocaso. Flotaba la bruma y entre las ramas grises de los arrayanes se veía ya una luz en las ventanas de madame Elsie. Marcel captó el perfil de una figura en el porche, una mujer sola en una silla. El crujido de la mecedora sonaba claramente en la quietud. Marcel se detuvo al extremo del camino. El sufrimiento le palpitaba dentro como un corazón. En ese instante oyó una voz débil, una voz que cantaba sin saber que la oían. La que estaba en la mecedora no era madame Elsie sino Anna Bella.

Se levantó en cuanto Marcel pisó las escaleras. Tenía suelta la abundante melena y llevaba un vestido amplio adornado con su encaje habitual, y un fino chal de ganchillo sobre los hombros. Cuando se dio la vuelta, Marcel advirtió que había estado llorando.

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