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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (38 page)

BOOK: La noche de todos los santos
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—Hay otras cosas por las que vivir, Dolly.

—Sí, el amor —sonrió ella—. Vivir por amor. Supongo que habrá oído hablar de mi oficial blanco, el capitán Hamilton, de Charleston. —Echó la cabeza atrás y lo repitió en inglés, imitando burlona el acento americano—. Sí, él se va a encargar de todo. «Tú déjamelo a mí, cariño».

Se detuvo de pronto, como si se le hubiera ocurrido una sorprendente idea. Suzette contempló pacientemente su rostro atormentado, los ojos agitados, la alta frente con sus húmedos mechones de pelo negro.

—A mamá le habría encantado —susurró Dolly, paseando la vista indiferente por la concurrencia. Parecía haberse olvidado de la presencia de Suzette—. ¡Pero no le amo! ¡No le amo! —repitió—. ¡No le amo en absoluto!

—Necesitas descansar —dijo Suzette.

Marcel acababa de aparecer. Estaba junto a Dolly y la miraba con el rostro ensombrecido por una expresión ceñuda.

—¿Lo ha visto? —le susurró con frenesí—. ¡A Christophe! —precisó, al ver que ella no parecía comprender.

—Pues claro que lo he visto. —La voz de Dolly era de pronto extraña y gutural. Tenía la boca tensa—. Ha estado todo el tiempo en mi casa.

Marcel se quedó sin habla. Era como si no hubiera oído bien.

—Lo dejé allí para que hiciera compañía al capitán Hamilton —añadió Dolly con una sonrisa inocente—. Espero que se lleven bien. El capitán tiene que llegar esta tarde.

Marie había vuelto a la galería trasera. Bajó con paso rápido la curvada escalera de hierro sin volverse para ver si la seguían. Caminó entre las sombras, oculta a cualquier mirada, y no se sorprendió al ver un par de botas y luego la mano de Richard en la barandilla.

—¿Recibiste mi nota? —susurró él. Estaba a un paso de ella, cerca de la puerta trasera de la tienda de ropa, que estaba cerrada. Tardó un momento en darse cuenta de que Marie estaba ruborizada y tenía los ojos enrojecidos—. ¿Pero qué te pasa, Marie?

Ella movió la cabeza, se enjugó los ojos con el pañuelo y apartó un poco la cara.

—No es nada —suspiró. Richard apenas la oía—. Es sólo… es… Dolly Rose.

—¡No debería haber venido!

—No, no, no la critico —susurró Marie, sintiéndose de pronto impotente. Tragó saliva—. Es que la gente dice cosas horribles, y a mí… me da tanta pena…

Richard bajó la vista. En ese momento no sentía ninguna pena por Dolly. Y aunque así fuera, no esperaba que Marie la compadeciera. La presencia de Dolly era imperdonable, y él no podía soportar que nada referente a Dolly pudiera afectar a Marie.

Sintió un alivio inmenso al ver que Marie se volvía hacia él con el rostro iluminado por el atisbo de una sonrisa.

—No tenías por qué haber escrito la nota —dijo—. Estaba deseando decírtelo, pero… pero…

—Marcel estaba allí…

—Y mamá…

—Y luego Marcel… —Richard sonrió.

Los dos se echaron a reír.

—¿Cómo es que no hay nadie aquí? —susurró ella con una sonrisa picara.

Richard experimentó entonces tan exquisito placer que no se dio cuenta de que era la primera vez que la oía reír. Era la de Marie una belleza fría, como habría advertido Richard si se hubiera puesto a analizarla, pero en ese momento estaba radiante y le miraba directamente a los ojos.

Justo entonces su expresión se tornó aterradoramente sombría, y Richard sintió el mismo espasmo de miedo que había sufrido sólo momentos antes, cuando la vio con los ojos enrojecidos.

—No tenías que haberla escrito —dijo ella muy seria.

—Si alguna vez pierdo tu confianza, Marie…

—Pero no la has perdido. No podrías perderla. —Marie lo dijo con tal seriedad que Richard se quedó completamente asombrado—. Richard —prosiguió—. Estoy destrozada.

—¿Por qué? —se apresuró a preguntar él.

—Porque no sé cómo comportarme contigo. ¡No sé cómo comportarme con nadie! Nunca lo he sabido. Me parece un infierno estar en el salón con la gente. Y ahora todos los jueves vamos a recibir amigos, mis tías y yo, todos los jueves se celebrarán pequeñas fiestas.
Tante
Louisa dice que se hace vieja y que quiere ver gente joven, que disfrutará haciéndome vestidos y recibiendo a mis amigos. ¡Pero yo no quiero! —Le miró con tristeza. Su voz era la que Richard había conocido toda la vida: grave, pura y vibrante. Pero nunca había percibido tanto ardor en ella, nunca había visto tal fuego en su rostro—. La verdad es que la única compañía que quiero es la tuya, y que decirte esto es una locura. Debería mostrarme fría y esquiva contigo, debería sonreírte de mala gana, apartar los ojos cuando se cruzaran nuestras miradas, ocultar mis sentimientos tras un abanico de plumas. ¡Lo detesto! No sé cómo hacerlo, Y no puedo sonreír a Auguste ni a Fantin porque los desprecio. ¿Por qué tengo que recibirlos? No lo comprendo.

Richard no habría podido describir la emoción que sintió al oír estas palabras. Cuando Marie dejó de hablar él la miraba como si viera una aparición, como si su belleza y perfección estuvieran lejos de él, lejos de ese momento y ese lugar, como si le hubieran descubierto una extraordinaria revelación que con palabras pudiera empañarse y desvanecerse.

—Tienes el corazón puro, Marie —susurró. No podía saber que su rostro reflejaba una inefable tristeza, que mostraba la melancolía y el asombro de hombres mucho mayores que él, hombres cuya fe estaba dañada por el tiempo, si es que no había desaparecido del todo—. Tienes el corazón puro.

—¿Entonces por qué sufro tanto?

—Porque el mundo no comprende a los limpios de corazón, porque el mundo está hecho para personas que no pueden confiar unas en otras y que no son dignas de confianza.

—¿Era verdad lo que me dijiste… la última vez que estuvimos a solas?

—Sí.

—Entonces dímelo ahora.

—Te quiero —susurró él.

—¿Entonces por qué no puedes besarme otra vez? ¿Por qué está mal? —Al decir esto lo miró con la misma actitud indefinible que le había atraído aquel día en la arboleda. Richard tendió la mano, y en cuanto tocó su piel a través de la tela del vestido un fuego le atravesó los dedos. A Marie le zumbaron los oídos. Notaba sus labios en la frente, pero no era eso lo que le producía una profunda sensación. Eran sus manos, su cuerpo que se estrechaba contra ella. Era su mejilla contra su frente, y la fuerza con la que la abrazaba y la inclinaba hacia atrás para besarle los labios.

El fuego fue creciendo lentamente, más fuerte que la primera vez. Cuando por fin se besaron, Marie sintió que flotaba, y todo su cuerpo se estremeció de placer.

—Marie, Marie —susurraba Richard, que de pronto pareció perder el control y su aspecto de caballero. Tenía tanta fuerza que podía haberla aplastado. Marie se sintió inundada de placer. No podía controlar el latido de su cuerpo, abandonada entre sus brazos. Sentía una extraordinaria excitación y no podía impedir que irradiara por todos sus poros. Era como si se fuera a morir, conmocionada, delirante. Y de pronto el placer llegó a su clímax y comenzó a disiparse, dejándola aturdida. Había estado gimiendo en voz alta. Richard, la besaba frenético en el cuello para volver una y otra vez a sus labios mientras con los dedos le acariciaba la cintura y los brazos. Luego, con la respiración entrecortada, se detuvo sin dejar de abrazarla. Marie no le veía la cara. Su respiración era anhelante y temblaba cuando finalmente la soltó.

—Te amo, Richard —se oyó decir Marie desde un maravilloso lugar que no tenía nada que ver con aquel escondrijo secreto. Apoyada de nuevo en él sintió que Richard le acariciaba el pelo y que su respiración se regularizaba. Finalmente quedaron los dos perfectamente quietos.

Cuando Marie alzó la vista se estremeció de placer. Él se apoyaba en la pared y la miraba con ojos vidriosos y los labios fruncidos en una plácida sonrisa. Por un momento no pareció él mismo. Le acarició en pelo y la estrechó contra su pecho. La expresión de su rostro parecía indicar que el amor estaba muy cerca del dolor. Marie no podía saber que Richard no había experimentado el clímax de la pasión que había sentido ella, que Richard apenas comenzaba a comprender que Marie era capaz de experimentar esa pasión, que apenas comenzaba a comprender que había vuelto a encenderse por el fuego de Marie. Sólo al ver que la pasión de Marie remitía pudo él controlarse, apaciguar su propia excitación.

—Te amo —le susurró una y otra vez al oído. Luego se apartó suavemente, inquieto.

Se oyó un ruido sobre ellos, en el porche.
Tante
Colette estaba llamando a Marie. Ella se puso inmediatamente a arreglarse el pelo con la mano.

Pero antes de que pudiera responder, Marcel bajó seguido de Rudolphe y, enzarzado con él en una agitada conversación, atravesó la arcada del patio y se encaminó a la calle.

Marie apoyó la mano en la barandilla con aire de resignación, y al subir el tercer escalón miró a Richard que estaba en las sombras apoyado en la pared y con expresión dolida. Se quedó tan sorprendida que se detuvo. —¡Marie! —
Tante
Colette estaba enfadada, Pero Marie no se movió. Richard se adelantó como si no le importara en absoluto que lo vieran, deslizando las manos por la barandilla de hierro como si fueran barrotes. Entonces vaciló, y con la misma expresión de dolor y miedo tendió la mano para coger a Marie por la cintura.

—¿Qué pasa? —susurró ella.

—No lo sé. No lo sé.

Rudolphe caminaba ceñudo y en silencio por la calle soleada, tosiendo de vez en cuando por el polvo que danzaba en el aire, con el pecho agitado. Marcel se esforzaba por seguir sus largos pasos.

—Maldita mujer —susurró finalmente—. No tengo que explicarte lo desastroso que es esto, ¿verdad? —Marcel sabía que Rudolphe le hablaba de hombre a hombre. Monsieur Lermontant jamás habría adoptado ese tono con su propio hijo—. Esa prostituta —prosiguió—. Todos los años algún hombre blanco se pelea por ella, y ahora monta una escena con Christophe y el capitán Hamilton. Espero que esa mujer arda en el infierno.

—Ha dicho que estaba borracho, monsieur —le recordó Marcel sin aliento—. Que lleva varios días borracho.

—Ya he oído lo que ha dicho. —Rudolphe atravesó una calle atestada, obligando a un carro a detenerse ante él y tirando del brazo de Marcel—. Lo he oído perfectamente. Ha dejado a Christophe en su piso, donde lo encontrará ese hombre blanco.

Tardaron una eternidad en recorrer las pocas manzanas que los separaban de la Rue Dumaine, pero por fin llegaron al camino trasero de la casa de Dolly y subieron corriendo las escaleras. La puerta del piso estaba abierta, lo cual daba una imagen negligente, aunque en el interior no había señal alguna de abandono. Por todas partes se veían las pruebas del afecto del joven capitán Hamilton: mesas nuevas, espejos, el olor del esmalte fresco y un reluciente papel nuevo en las paredes. Rudolphe fue llamando a una puerta tras otra y examinando con cuidado todas las habitaciones hasta llegar al dormitorio de Dolly. Allí se detuvo un momento antes de llamar y coger el tirador de la puerta.

Era una habitación suntuosa, con gran profusión de perfumes en el inmenso tocador y el brillo del terciopelo nuevo en las cortinas. La mesilla de noche estaba atestada de botellas cuyo líquido oscuro atrapaba la luz de la tarde que se filtraba por las contraventanas. Al fondo, en la alta cama con sus adornos de seda roja, yacía Christophe, con la cara en la almohada, dormido y desnudo.

—Levántate —le dijo Rudolphe enseguida. Le sacudió el hombro con violencia y luego le tiró del brazo—. ¡Christophe! Christophe, despierta.

—¡Vete al infierno! —contestó Christophe, desplomándose pesadamente entre las manos de Rudolphe.

—Escúchame, Christophe, y escúchame bien. El capitán Hamilton viene hacia aquí. ¿Sabes quién es?

—Está en Charleston —se oyó una voz brumosa desde la almohada.

—No según tu buena amiga… Al parecer llega hoy. ¡Levántate! —Le dio un tirón del brazo y le obligó a sentarse. Christophe se cayó hacia delante y se quedó mirando no a Rudolphe sino a Marcel. Se le dilataron entonces los ojos y luego pareció sosegarse. Miraba a Marcel como si lo estuviera viendo por primera vez, como si no hubiera ninguna urgencia, como si estuvieran en un lugar seguro y tranquilo. Luego, muy despacio, sonrió. Rudolphe le dio una bofetada, y Christophe pareció despertar de un sueño.

—¡No me haga eso! —susurró. Miró a su alrededor con los ojos enrojecidos y entornados, como si no supiera dónde estaba. Tenía los labios tan cortados que le sangraban. A Marcel le dolió verlo así. Le dolió ver que Rudolphe le daba una bofetada.

—¡Escúchame, estúpido! —Rudolphe estaba furioso—. Tienes que salir de aquí. El capitán Hamilton se va a quedar con Dolly. ¿Lo entiendes? ¡Se va a quedar con Dolly!

—Y no le gustaría encontrar a un negro en su cama —dijo Christophe con desdén. Instaba a punto de tumbarse de nuevo.

—Si lo encuentra —replicó Rudolphe inclinándose sobre él con una sonrisa sardónica—, ese negro es hombre muerto.

—Venga, Chris —dijo Marcel de pronto, tirándole de la manga de la camisa—. Levántate, Chris. Si no te levantas, ese hombre nos encontrará aquí a todos. No nos hagas esto, Chris, venga.

La mera idea de un enojoso enfrentamiento con un hombre blanco le ponía enfermo. Lo que le daba miedo no era la violencia, que para él era algo teórico, sino la humillación, que en su mente era muy real. Christophe se levantó tembloroso y dejó que Marcel le abrochara la camisa. Luego comenzó a vestirse solo, apartando a Marcel y a Rudolphe con gesto agresivo.

Recogieron su reloj, su corbata y sus llaves y se las metieron en los bolsillos. Luego le condujeron a la puerta y se detuvieron al oír el agudo sonido del timbre.

—Maldita sea —murmuró Rudolphe. Christophe intentó enderezarse, pero las piernas no lo aguantaban, así que cayó contra la pared. El timbre volvió asonar.

Con un esfuerzo sobrehumano Rudolphe lo levantó y lo sacó del piso por la puerta trasera. Oyeron el ruido de una llave en la cerradura, un sonido metálico que resonó en el camino desierto de la casa. Pero ellos ya habían llegado a la galería trasera y en pocos segundos habían bajado las escaleras.

Marcel temblaba cuando llegaron al camino, pero no de miedo. Temblaba por una horrible y humillante emoción que no había conocido en su vida. Nunca había huido de nada, y a pesar de todas sus locuras jamás habían podido acusarle de cobarde ante ningún desafío, disciplina o prueba. Ahora, apoyado en la pared, esperando tal como había ordenado Rudolphe, sentía un extraño odio, no hacia Dolly, hacia Christophe ni hacia el capitán Hamilton sino hacia sí mismo.

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