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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (32 page)

BOOK: La noche de todos los santos
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La discusión en inglés era demasiado rápida para que Marcel la comprendiera, o caía en frases tan informales y violentas que no podía captarlas. Pero nunca había visto a un hombre intentando ejercer tal fuerza sobre otro, ni había visto a nadie resistir con la tenacidad de Christophe, a pesar de que balbuceaba en repetidas ocasiones hasta caer por fin en un amargo silencio que parecía la única resistencia posible. ¿No estaban discutiendo como un padre y un hijo?

No, más bien como un sacerdote y un pecador. Porque había en el inglés algo violentamente religioso, algo desesperadamente dogmático. Christophe era como un alma perdida que se estaba condenando, y esa letrina que era la ciudad, con sus sombríos esclavos y las cautelosas
gens de couleur
, era el infierno.

—Amar a alguien es muy peligroso —dijo finalmente Christophe después de media hora de silencio, mirando a Michael Larson-Roberts de espaldas a la pared—. Es peligroso ser joven y maleable y dejar que alguien te dé una visión completa del mundo.

—Nunca pretendí darte una visión completa del mundo —replicó el inglés sin apenas mover los labios. Marcel nunca le había visto tan extenuado—. Quería darte una educación, nada más.

—… Porque luego, esa visión te acecha toda la vida —prosiguió Christophe—. Y siempre estarás oyendo una voz que dice con desaprobación: «Eso no es lo que yo te enseñé a valorar, eso no es lo que yo te enseñé a respetar…».

—¿Y qué les vas a enseñar a tus adorados burguesitos de color café? —preguntó el inglés en un súbito arranque de furia.

—¡A pensar por sí mismos! ¡Tengo veintitrés años y no había pensado por mí mismo hasta que cogí el barco de Nueva Orleans!

El inglés lo miró a los ojos mientras se sacaba un fajo de billetes del bolsillo.

—Haces esto para herirme, Chris —dijo, arrojando el dinero sobre la mesa—. Y lo has conseguido. Pero podrías haber sido un gran escritor, podrías haber hecho lo que quisieras con tu talento. ¡El hecho de herirme ha sido un precio patético! —Se levantó y se fue.

Christophe, furioso e impotente, lo vio desaparecer entre el gentío de la puerta.

Al cabo de un buen rato de beber cerveza, moviendo los labios de vez en cuando como si hablara a solas, se volvió hacia Marcel.

—Perdona que hayamos discutido en un lenguaje que no comprendes —le dijo en francés con tono cansado.

—Pero Christophe —contestó Marcel en inglés—, tú eres un gran escritor, ¿no es verdad?

—Yo sólo sé que si no hubiera salido de París y del Quartier Latin me habría muerto. Si estoy destinado a ser un gran escritor, lo único que necesito es pluma y papel, y la soledad de mi habitación. Anda, vámonos de aquí.

Salió caminando con paso rápido, y con la mano firme sobre el hombro de Marcel le condujo, para sorpresa del muchacho, por la Rue Dumaine hasta la casa de madame Dolly Rose.

Tomaron café con ella en su jardín. Dolly llevaba sin recato un vestido de muselina amarilla, aunque sólo hacía tres semanas que había muerto su hija, y en las ventanas de la casa se oía un piano igualmente desvergonzado. Pero ella estaba pálida, tenía ojeras y le temblaban las manos. A veces se reía con alegría forzada y bromeaba sobre el pelo rubio de Marcel. Le llamaba «Ojos Azules» ante la serena sonrisa de Christophe, y les echaba coñac en el café mientras ella lo bebía solo, resueltamente, como un hombre, sin sentir sus efectos.

Era una mujer adorable, de rasgos y voz delicados, que podía hablar
patois
y pasar en un momento a su habitual francés parisino, que reía en súbitas carcajadas, frenéticas pero agradables, al recordar los personajes de su infancia: el viejo deshollinador que les había amenazado con su escoba, a Christophe y a ella, cuando los sorprendió siguiéndole e imitando sus gestos y su voz.

—¡Vaya, Ojos Azules! —le dijo a Marcel cuando vio que él la miraba. Lo besó en la mejilla.

«Mujeres», pensó él agitándose incómodo en su silla. Pero sonrió. No le gustó ver que Dolly se sumía de pronto en el silencio. Christophe estaba a gusto. Se puso las manos tras la cabeza y cuando la música dejó de oírse alzó la vista con interés hacia el peculiar y andrajoso esclavo negro que bajaba las escaleras. Era el muchacho esquelético que le había llevado las llaves unas semanas antes. Dolly lo llamó Bubbles, le dio unas cuantas monedas para que se comprara la cena y lo despachó.

—Bueno, por fin lo he comprado —dijo—. Pero se escapa. —Había salido barato y afinaba pianos a la perfección, pero nunca entregaba el dinero que le pagaban. Había sido una equivocación comprarlo. Debería venderlo en los campos.

—No dirás en serio eso de venderlo en los campos —le reprendió Christophe.

—Pero no era él el que estaba afinando el piano, ¿verdad? —preguntó Marcel.

—Toca como quiere —contestó Dolly—. Bueno, cuando está aquí, claro.

—Cómprale ropa decente, zapatos… —dijo Christophe.

—¡Y no volveré a verlo! ¡Que le compre ropa decente! —De pronto estaba abatida y distante. Christophe se inclinó sobre la mesa para darle un beso, y Marcel se fue a pasear por el jardín.

Después de eso Christophe contrató a Bubbles para que ayudara en el trabajo de la casa y le dio alguna ropa vieja pero todavía utilizable con la que pudo ir de nuevo a las casas decentes a afinar pianos. El día antes de que abriera la escuela afinó el espinete del salón de los Lermontant y tocó una misteriosa melodía para Marcel y Richard. Sus manos eran como arañas sobre las teclas y se mecía de un lado a otro del taburete cerrando los ojos y canturreando con los dientes apretados. Y no se había escapado.

Pero los retazos de la vida de Christophe que Marcel había vislumbrado antes del comienzo de la escuela no eran más que la punta del iceberg. Habían pasado muchas cosas tras las puertas cerradas. En el reducido mundo de Marcel corría el rumor de que tras la discusión en Madame Lelaud's, Christophe estaba en compañía del inglés hasta altas horas de la noche, que había cenado en la suite del inglés, en el hotel St. Charles, y que habían hecho salir a los esclavos antes de sentarse en la mesa para dos en la intimidad de la habitación del inglés. Dolly Rose solía tenerlo en casa por las tardes e incluso paseaba con él por la Place d'Armes, pero todos sabían que al anochecer recibía a un oficial blanco.

Y justo cuando todos esperaban que el oficial se fuera a vivir de manera informal con Dolly (estaba restaurando la casa), ella rompió las relaciones y volvió a ir a bailar a los «salones cuarterones». Todo esto asustaba a Marcel, que habría preferido que a Christophe no se le viera tanto por allí. Dolly causaba problemas a los hombres, los hombres morían por ella (claro que hasta ahora todos habían sido blancos). A pesar de todo, a Marcel le fascinaba que Christophe fuera tan complaciente con la exigente Dolly y que Dolly fuera complaciente con Christophe.

Juliet estaba furiosa. Sólo había podido calmarla en cierta medida la amenaza de Christophe de tirarlo todo por la borda si no se mostraba cortés con Michael Larson-Roberts. Juliet no daba muestras de acordarse del encuentro íntimo que había tenido con Marcel. Su hijo era ahora el hombre de su vida. La noche anterior a la apertura de la escuela hubo otra pelea en la casa, que una vez más terminó con cristales rotos. Lisette le contó a Marcel al amanecer, cuando él ya estaba vestido y preparado con horas de antelación, que Juliet había desaparecido a medianoche y todavía no había vuelto a casa.

—¡Tú qué sabes! Eso es una tontería —replicó Marcel—. A medianoche tú estabas durmiendo.

—Puede que yo estuviera durmiendo, pero había mucha gente despierta. Como el maestro no mantenga a raya a esa mujer…

—¡No quiero oír una palabra más! —bramó Marcel—. ¡Coge esa bandeja y márchate! —Era una estupidez discutir con ella. Lisette lo sabía todo, era cierto. Marcel se tumbó un momento en la cama, impecablemente vestido y tieso como un cadáver y pensó que algún día ella podría tener conocimiento de algo que él quisiera saber. Lisette era cariñosa con él, aunque bastante irrespetuosa, pero su rostro podía ser tan sombrío e inescrutable como el de cualquier esclavo cuando quería.

En cuanto Marcel entró en el aula —fue el primero en llegar— su rostro macilento le confirmó lo que Lisette le había dicho. El maestro iba elegantemente vestido para el primer día de clase, con corbata nueva de seda y un lujoso chaleco beige bajo la chaqueta marrón. Pero parecía medio muerto.

—¿Has visto a mi madre? —preguntó en un susurro. Luego, antes de que llegaran los demás, desapareció escaleras arriba.

El inglés pasó por delante de las ventanas a las siete cuarenta y cinco de la mañana, encorvado, con las manos a la espalda como siempre, inconfundible a pesar de las cortinas medio cerradas. No se detuvo.

Cuando la sala estuvo llena de alumnos impacientes, Christophe entró rápidamente justo a la hora, con el rostro radiante, y allí comenzó para todos un día emocionante en el que no hubo un contratiempo ni un momento de aburrimiento hasta el descanso de las doce. Media hora antes de la salida, ya el primer día, había comenzado la instrucción de griego recitando la traducción de unos cortos versos y luego su versión original. Marcel nunca había oído recitar griego clásico; él no podía leer ni una sílaba. Pero al oír los hermosos y apasionados versos sintió el poema como se siente la música. Sobre la pizarra entre las dos ventanas delanteras colgaba el grabado de un teatro griego esculpido en la falda de una colina. El público sentado en las gradas vestía con vaporosas túnicas. En el centro del escenario había una figura solitaria. Mientras escuchaba el poema, Marcel se sintió transportado a ese lugar.

Cuando por fin sonó el ángelus del mediodía, Marcel se sentía lleno a rebosar. Un súbito aplauso estalló al fondo del aula. Eran los chicos mayores, los hijos de los plantadores negros. Christophe sonrió agradecido, dudó un momento y luego los dejó marchar.

Una sola cosa había empañado el bienestar de Marcel, y fueron los celos que sentía de los alumnos que conocían a Christophe por primera vez. Nada había indicado que Marcel era distinto, que era amigo de Christophe. Claro que él no había esperado ninguna diferencia. Sabía que debía ser tratado como cualquier otro, pero aun así le dolía, lo cual le ponía furioso. No deseaba que se le notara en la cara.

Pensó que podría quedarse por allí, ofrecerse tal vez a buscar a Juliet. Pero ¿y si lo despedían? Al fin y al cabo Christophe estaba muy atareado, y además no parecía preocupado por Juliet. Estaba enfadado con ella después de una larga semana de intimidad, de trabajar juntos en las aulas y cenar juntos, a gusto unos con otros en su orgullo y su agotamiento. Ella le llamaba
«cher
» de vez en cuando y le acariciaba la cabeza. Estaba muy mal haber desaparecido una noche tan importante. Christophe estaba seguro de que Juliet estaba bien.

—Espero que Antoine se entere de los sucesos de hoy —le dijo Marcel a Richard, muy animado—. Espero que se entere de que Christophe es el mejor profesor que ha habido desde Sócrates y que la escuela será un éxito.

Richard se encogió de hombros. Acababan de llegar a la casa Ste. Marie.

—Que se vaya al infierno Antoine —dijo.

—Ven, vamos a mi habitación.

Richard vaciló. Esa semana había rechazado varias veces la invitación de Marcel. Al principio Marcel no se había dado cuenta, pero esta vez era muy evidente que Richard no quería entrar.

—¿Qué te pasa? —preguntó Marcel Estaba exaltado y quería compartir su júbilo con Richard y olvidarse de Juliet y del inglés. Podrían hablar de la clase, reflexionar sobre lo sucedido, recrearse en ello.

Pero Richard mostraba una actitud inusual. Bajó el brazo con los libros, se irguió en toda su estatura de dos metros y con la mano derecha a la espalda dedicó a su amigo una cortés reverencia.

—Marcel, tengo que hablar contigo de algo muy importante, ahora mismo. En tu habitación.

—¡Estupendo! Te acabo de invitar a entrar, ¿no?

Richard asintió tras un instante de vacilación.

—Sí, es cierto. Sin embargo, habría sido mejor… —Se detuvo, algo turbado—. Habría sido mejor que hubiera venido yo expresamente. Pero en cualquier caso, ¿puedo hablar contigo? Es un asunto de la mayor urgencia. ¿Puedo hablar contigo ahora mismo?

Marcel se había echado a reír, pero de pronto se puso serio.

—Siempre que no sea de Anna Bella —murmuró—, de que vaya a verla.

—No. Porque imagino que habrás ido a verla. Eres un caballero y no ignorarás su petición.

Una furia momentánea llameó en los ojos de Marcel. Abrió la puerta y se encaminó al
garçonnière
.

Se quitó inmediatamente las botas nuevas, se sentó en la cama para ponerse otras más viejas y le indicó a Richard la silla junto a la mesa. Se sorprendió al ver que Richard se quedaba en la puerta. Había soltado los libros pero tenía las manos a la espalda y le miraba fijamente.

—Richard —dijo Marcel con calma—, quiero ir a verla cuando sea el momento.

Una sombra de dolor atravesó el rostro de Richard.

—Que sea pronto, Marcel.

—¿Eso es todo lo que te preocupa? ¿Anna Bella? Yo conozco a Anna Bella mejor que tú. —Marcel notó que se sonrojaba. Tiró las botas a un lado y fue al fondo de la habitación a sentarse en el repecho de la ventana, junto a los árboles, con la pierna doblada y el pie en el alféizar—. Nadie tiene que decirme cuándo debo ir a verla —dijo fríamente.

Richard no se movió. Su actitud era de lo más formal.

—¿La has visto? —preguntó con voz casi inaudible.

Marcel volvió la cabeza y miró la hiedra que colgaba de los robles.

—Hablemos de la escuela, Richard. Va a ser dura.

Al ver que Richard no respondía, prosiguió:

—Los chicos esos, Dumanoir y el que viene del campo, han estudiado en Francia un año. Dumanoir estaba en el Lycée Louis le Grand…

—Se lo han repetido cuatro veces a todo el mundo —dijo Richard—. Vamos a aclarar lo de Anna Bella, porque no es ésa la razón por la que he venido. Tengo que hablarte de otra cosa.

—¡Dios mío! ¿Y ahora qué? —suspiró Marcel.

—Muy bien, te lo voy a decir claramente —dijo Richard—. Si no vas a verla pensará que no te he dado el recado.

—Le ha dado el mismo recado a Marie. Créeme, sabe perfectamente que sus mensajes han sido recibidos.

—¡No lo entiendo! —insistió Richard. Empezaba a acalorarse, y su voz era más baja, más suave. Entró en la habitación—. Cuando todos nosotros andábamos huyendo de las niñas y haciéndoles muecas, tú eras su mejor amigo, Marcel. Durante el verano te pasabas el día en su casa. Y ahora que tienes edad para…

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