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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (41 page)

BOOK: La noche de todos los santos
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Así pues, a Marcel le sorprendió que cuando comenzaron a hablar de la temporada de ópera y de la presentación de Marie en público, no contaran con él.

No había olvidado la sublime experiencia de la temporada anterior, y cuando sus tías se rieron de él, Marcel sintió un repentino y agudo dolor.

—Pero si eres un niño —dijo
tante
Louisa risueña—, ¿qué sabes tú de la Ópera? Pero si todos los muchachos se duermen en la Opera, y las mujeres tienen que pellizcar a sus maridos para que se mantengan despiertos.

—Pues yo quiero ir —insistió él.

—Esto es una tontería —terció Cecile. Habían terminado de cenar y le hizo un gesto a Lisette para que retirara los platos—. Marcel adora la música. ¿Qué sabe Marie de música?


Tante
Colette se echó a reír.

—Cecile, a Marie tienen que verla,
chère
—explicó—. ¡Lo sabes perfectamente,
mon Dieu
!

—Es demasiado joven para esas cosas —aseguró Cecile—. Si quieres ir, Marcel, estoy segura de que puede arreglarse. Monsieur Rudolphe se encargará de ello.

—Cecile —dijo Louisa suavemente—, estamos hablando de Marie. Hay que hacerle un vestido y…

—Siempre hablando y hablando de Marie. La vais a volver tonta con tantos encajes, tanto tafetán y tantas perlas. No había oído mayores tonterías en toda mi vida. —Entonces se inclinó y con los ojos entornados le preguntó a Marie—: ¿Tú quieres ir a la Ópera? ¿Es eso lo que quieres, todas estas tonterías? ¡Di!

Marie se puso tensa, y al mirar a su madre se le subió el color a las mejillas. Marcel vio que era incapaz de hablar, aunque no apartaba la mirada, como solía hacer. Cuando por fin movió los labios para decir algo, Louisa la interrumpió:

—No tiene que decidirlo ella, Cecile. Ya está todo dispuesto. —Luego bajó la voz para darle un tono de seriedad y añadió—: Cecile, las familias de bien jamás pasarían por alto la presentación en público de sus hijas. Deberías haber visto a Giselle Lermontant el año que cumplió los catorce, y a Gabriella Roget el año pasado.

—No tienes por qué hablarme como si fuera una idiota —dijo Cecile fríamente—. No tenemos por qué hacer lo que hacen los demás. Para mí es dinero y tiempo perdido.

—Pues a mí me parece que tú dispones de tiempo y de dinero de sobra —respondió Louisa.

Colette, que había seguido la escena con la misma atención que Marcel, se inclinó hacia Marie y le pidió que fuera al dormitorio a por un vestido que había que arreglar.

—Ve —murmuró—. Quiero hablar con tu madre.

—Armáis mucho jaleo con esa niña —dijo Cecile cuando Marie se marchó en silencio—. La vais a volver loca.

—Mamá, dudo que nadie pueda volver loca a Marie —comentó suavemente Marcel.

—Piensa en tus amigos —dijo Cecile cortante—. Imagínate a Augustin Dumanoir pidiendo permiso para cortejar a Marie. ¡Y a Suzette Lermontant preguntando si Richard puede ir a la iglesia con ella!

—Todos lo están pidiendo, y yo les he dicho que en la fiesta de cumpleaños, después de la Ópera… —terció Louisa.

—¡No tenías derecho a decirles nada! —chilló Cecile. El silencio cayó sobre todos. Se había pasado de la habitual charla de sobremesa a una desagradable discusión. Colette miraba a Cecile con expresión de enfado. Louisa, sin embargo, prosiguió con tono paciente:

—Algo tenía que decir,
chère
, ya que tú no estabas. Marie es la sensación de esta temporada, ¿es que no te das cuenta? Y Richard y los demás muchachos…

—¡Pero qué tontería! Richard viene a esta casa a ver a Marcel, no a verla a ella. Marcel es su mejor amigo. Son amigos desde hace años. A Marie no le presta la menor atención, la tiene vista desde que era así de pequeña.

—Mamá —intervino Marcel—, tal vez Marie ya es bastante mayor, a lo mejor le gustaría…

—¡Marie, Marie, Marie! —Cecile se retorció las manos—. Deberías estar harto de tanto oír hablar de tu hermana, como si fuera una reina… Detesto que se hable de ella en la mesa.

—Pues a mí me parece que detestas que se hable de ella en cualquier momento —dijo Colette en voz baja—. Me parece que no quieres hablar nunca de tu hija, ya sea su cumpleaños, la temporada de la Ópera o su primera comunión. A mí me parece…

Cecile demudó el semblante.

—Tú crees que puedes arreglar esos asuntos sin mi consentimiento, ¿verdad? —dijo con tono rabioso.

—Alguien tiene que arreglarlos —replicó Colette.

—Crees que puedes vestir y peinar a esa niña como si fuera una princesa y pasearla de un lado a otro para satisfacer tu propia vanidad, porque de eso se trata, de tu propia vanidad. Crees que puedes tratarla como si fuera una reina, mientras su hermano permanece en la sombra. Pues tienes que saber que no pienso permitirlo, no voy a seguir escuchándoos, me niego a ver a Marie emperejilada y exhibiéndose como un pavo real. Su hermano irá con ella a la Ópera y se sentará en la primera fila del palco, o de seguro que vuestra marioneta no irá.

Las dos tías se quedaron en silencio.

Colette fue la primera en levantarse. Se ciñó rápidamente el chal y se puso los guantes. Louisa murmuró algunas palabras sobre el tiempo y la probabilidad de lluvia y anunció que debían marcharse.

—Mamá, yo no pretendía que hubiera una discusión —dijo Marcel—. A lo mejor puedo ir a la Ópera con Richard… Ya veremos.

—Puedes venir con nosotras, cariño —terció Louisa—. Claro que puedes venir. Hemos reservado un palco entero, así que puedes estar con nosotras. —Se echó la capa por los hombros y se ajustó la capucha.

Colette se había detenido en la puerta y miraba a Cecile con la misma expresión sombría que había mostrado durante toda la conversación.

—Estás celosa de tu hija —dijo de pronto. Todas las cabezas se volvieron hacia ella. Marcel se quedó de piedra—. Estás celosa de ella. Has estado celosa de ella desde el día que nació.

Cecile se levantó, haciendo tambalear las tazas de café.

—¡Cómo te atreves a decir eso en mi propia casa!

—Eres una madre desnaturalizada —sentenció Colette. Se dio la vuelta y se marchó.

Cecile, en un paroxismo de furia, se giró de espaldas. Marcel la envolvió suavemente en sus brazos.

—Siéntate, mamá. Esto no es más que una discusión. Siéntate.

Cecile temblaba. Forcejeó para sacar el pañuelo y se lo llevó a la nariz. Se acomodó de nuevo en la silla y cogió a Marcel de las solapas para que se sentara frente a ella.

—Voy a aclarar las cosas con monsieur Philippe —dijo en voz baja y ahogada—. Le explicaré que estaba perturbada cuando le escribí la nota, que le echaba mucho de menos. Él lo comprenderá. Entre él y yo pasan muchas cosas, no te lo puedes imaginar. —Esbozó una forzada sonrisa mientras le acariciaba la solapa con la mano—. Nadie lo sabe, sólo lo sabe la mujer que está a solas con su hombre. Todo saldrá bien. —Hablaba deprisa, con un tono algo agitado, y ahora le agarraba las solapas con las dos manos—. ¿Sabes? Una vez monsieur Philippe me dijo que había escrito cartas para ti, cartas dirigidas a caballeros de París que él conocía, cartas de presentación, para que fueras recibido. ¿Sabes una cosa? Cuando te vi en la cuna, la primera vez que me dejaron verte, hice un juramento y se lo conté a monsieur Philippe. Él me hizo una promesa. Te juro que nadie va a romper esa promesa.

—Mamá. —Marcel le cogió las manos con fuerza y se las puso sobre la mesa—. No tienes que preocuparte. Yo no estoy a la sombra de Marie.

Cecile soltó un suspiro y se pasó la mano sobre el tenso pelo de la sien como si quisiera desprenderse de un hondo dolor.

—Mamá, yo ni siquiera pienso en ella, y me avergüenza decirlo. La he descuidado. Todos la hemos descuidado. Ni siquiera se me había ocurrido que los muchachos querrían cortejarla, hasta que Richard… Sólo
tante
Louisa y
tante
Colette se dedican a ella, y tampoco demasiado. Mira, cuando pienso en madame Celestina con la estúpida de Gabriella… —Soltó una carcajada—. Y Dolly Rose… cómo la exhibía su madre. Nunca llevaba dos veces el mismo vestido.

Cecile lo abrazó, pasándole la mano por la nuca. Le acarició el pelo, la mejilla.

—Todo es vanidad —dijo—. Ninguna de ellas ha tenido hijos y ahora quieren hacer como si Marie fuera su hija. Será un placer para ellas exhibirla en ese palco… —Cecile le dio un beso.

—¿Y por qué no, mamá? ¿Qué tiene de malo? A veces Marie me da pena. Tengo la sensación de que nada de esto la hace feliz. A veces tengo la horrible sensación de que Marie no ha sido nunca feliz.

Cecile se quedó quieta, mirándole a los ojos como buscando algo en ellos. Luego se apartó, sacudiendo la cabeza, pero le cogió las manos. De nuevo esbozó aquella extraña sonrisa, con un rictus en las comisuras de los labios.

—¡Es que no entiendes que tu hermana es hermosa! —exclamó con voz grave y ácida, impropia de ella. Tenía los labios fruncidos en una mueca, y su rostro parecía malvado; había perdido toda semejanza con la mujer que Marcel conocía—. Todas las cabezas se giran cuando pasa tu hermana, ¿es que no lo ves? —siseó—. Tu hermana es de esas mujeres que vuelven locos a los hombres. —Marcel se estaba asustando. Había veneno en los ojos y en la voz de Cecile—. Tu hermana siempre… en todas partes… en todo momento… ha pasado por blanca.

Marcel bajó los ojos, con la vista nublada. Las palabras de Cecile resonaban en sus oídos como si hubiera estado sumido en sus ensoñaciones y sólo al final hubieran logrado penetrar en su mente. Pero Marcel no estaba soñando.

—Bueno —murmuró con suavidad, mirándose la mano. Cecile le estaba clavando las uñas sin darse cuenta, y Marcel comenzaba a sentir un agudo dolor—. Así son las cosas, mamá —le dijo, encogiéndose de hombros—. Así son las cosas.

—Sientes lástima por Marie, ¿verdad? —susurró ella con los dientes desnudos y los ojos monstruosamente grandes—. Tu hermana tendrá todo lo que quiera en la vida.

Lisette, en la cocina, pasó la plancha que acababa de sacar del fuego sobre una sábana blanca. El aire caliente envolvió a Marcel al abrir la puerta.

—¡Que no entre el frío! —le reprendió Lisette—. Vuelva a dejar la puerta como estaba,
michie
.

—¿Está aquí Marie? —preguntó él.

Lisette se lo quedó mirando un instante. Marcel estaba a punto de impacientarse cuando vio a Marie en la pequeña habitación donde dormían Zazu y Lisette. Estaba sentada en la estrecha cama de Lisette. Detrás de ella chisporroteaban las velas, que arrojaban una fantasmagórica luz sobre la pared donde Lisette colgaba sus imágenes sagradas junto a una estatuilla mal pintada de la Virgen que se alzaba sobre el altar formado por dos libros viejos.

Marie llevaba un vestido de invierno de lana azul, de cuello alto, adornado únicamente por un pequeño camafeo. En sus largas manos blancas no llevaba anillos ni brazaletes. Se había soltado el pelo que le caía sobre los hombros, fundiéndose con las sombras que la rodeaban, de modo que su rostro, con el ligero rubor de las mejillas, parecía casi luminoso, como el de una virgen de mármol en la iglesia, o más bien como el rostro afligido de la Dolorosa tras su tenue velo, llorando entre los lirios por Jesucristo muerto. Marie se giró despacio, tímida, y miró a su hermano que estaba en la puerta. Sus labios, jamás pintados, eran de un rosa intenso. Al ver a Marcel allí parado, sin hablar, con el ceño fruncido y los ojos azules muy abiertos, como sorprendidos, Marie se asustó.

—¿Qué pasa? —quiso saber él.

Marcel movió la cabeza.

—¡Yo no voy si no vas tú! —susurró Marie—. ¡No pienso ir!

—Yo iré también —dijo él sentándose a su lado—. Iremos los dos juntos con
tante
Louisa y
tante
Colette. —Hablaba despacio, serenamente—. Te iré contando lo que cantan los artistas, para que disfrutes de todo. Será una noche muy especial. Te lo pasarás muy bien. Te lo pasarás estupendamente.

—II—

P
ronto se inauguró la Ópera. Las tías no tardaron en serenar los agitados sentimientos de Cecile mediante una serie de gestos rituales, de modo que en la casa bullían las conversaciones sobre vestidos, la tela perfecta y el color perfecto, la elección de las joyas. Marie, herida y recelosa desde la última discusión, se sorprendía una y otra vez cuando al darse la vuelta encontraba fijos en ella los atentos ojos de su hermano.

La sorprendía sobremanera que se acercara a menudo a besarla, que por las tardes se sentara a su lado junto al fuego. En las semanas siguientes, más de una vez la llamó él al
garçonnière
convenciéndola para que se dedicara a su costura en aquellas habitaciones, más pequeñas y más cálidas. Era algo más que su antiguo sentido de la protección. Algo que Marie no conocía o no comprendía del todo los había acercado, y en aquellas largas tardes, mientras ella movía arriba y abajo la aguja y él volvía las páginas de un libro, había estado a punto, de confesarle su amor por Richard Lermontant. Pero lo que ella más apreciaba era ese vínculo silencioso. Las palabras nunca la satisfacían, y ahora la unía a Marcel algo más profundo, más hermoso. Y el hecho de que Marcel fuera a estar con ella esa espantosa noche de ópera en la que la iban a exhibir como una muñeca en un escaparate, le daba una nueva paz de espíritu.

Pero a medida que se acercaba el día señalado, los sucesos conspiraron para separarlos; la Ópera estaba lejos de los pensamientos de Marcel. Todo tenía que ver con el esclavo Bubbles, que Christophe Mercier había alquilado en septiembre a la desacreditada Dolly Rose.

Marcel no sabía a ciencia cierta si Christophe deseaba realmente tener a Bubbles o a cualquier otro esclavo a su servicio pues sus escasos comentarios sobre el tema hablaban de abolición o evidenciaban disgusto. Pero Dolly le había dado a Bubbles tal paliza un domingo que el muchacho se había presentado ante Christophe con cardenales en la cara y la camisa destrozada y llena de sangre. Dolly le había quitado sus herramientas de afinar arguyendo que él se había quedado con unos pendientes. Christophe, furioso, le había escrito una cáustica carta en la que adjuntó unos dólares para el alquiler del esclavo. Nadie había visto por supuesto que Christophe y Dolly intercambiaran ni una palabra desde lo sucedido tras la muerte del inglés. A partir de entonces Bubbles se convirtió en el devoto sirviente de Christophe, y no había duda de que era devoto de veras. Si alguien le oyó alguna vez quejarse por algo fue por las herramientas de afinar que Dolly tenía requisadas en su piso.

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