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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (50 page)

BOOK: La noche de todos los santos
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Cuando su madre murió, hizo venir de inmediato a la joven doncella negra que había sido su favorita y a quien años antes había dado un hijo. Por supuesto que en el futuro no pensaba mancillarse con algo tan sórdido. Aquello había sido una travesura de niño (de niño aterrorizado, además, puesto que sus hermanos amenazaron con enviarlo a estudiar fuera), pero necesitaba algo de afecto bajo su techo, y aquella dulce muchacha negra había llorado cuando él se fue de casa. Nadie tenía por qué saber nada más del asunto. Philippe la quería para que se encargara de su ropa, como había hecho en años anteriores.

Aglae, sin embarco, cuando vio a la muchacha de piel cobriza dirigió a Philippe una sonrisa tan gélida que él se convenció de que estaba imaginando lo más vulgar. Él no habría soñado con humillarse con una doncella, pero no evitaba dar a todo el mundo la impresión contraria a base de otorgar favores especiales a aquella mujer.

Cuando se acercaba el invierno fue otra vez a Nueva Orleans, con el dinero de la segunda cosecha ya en el banco. Dos de las chicas se habían casado, y él estaba harto del campo. Paseando a caballo por las estrechas y embarradas calles del casco antiguo se encontró ante la puerta de la concubina de Magloire, la dulce Cecile, que había perdido a un tiempo a su protector y al hijo que esperaba.

Hacía mucho tiempo que no la visitaba, se dijo, y era una cuestión de la que debía ocuparse. Al fin y al cabo Magloire le había profesado mucho afecto, y no se podía uno fiar de que los abogados cumplieran sus instrucciones. Pero en cuanto ella abrió la puerta, Philippe se olvidó de todo esto.

—¡
Michie
Philippe! —exclamó Cecile. Quiso echar a correr hacia él pero se detuvo a tiempo, con la cara en las manos.

—Vamos, vamos,
ma chère
. —Philippe estrechó su cabecita contra su chaleco de cachemira. Que el viejo Magloire se agitara en su tumba.

No siempre le gustaba pensar en el viejo. Había habido un lazo entre ellos, una confianza mutua. Aglae era su hija favorita, aunque el pequeño Vincent, naturalmente, era el varón preferido.

Pero Philippe vivía ahora esperando los días que pasaba en Nueva Orleans, porque cuando entraba en la pequeña casita se sentía crecer de tal forma que le parecía que con sólo tender las manos podría tocar las cuatro paredes. Allí tenía sus zapatillas, su tabaco, los pocos licores que prefería al coñac y aquella mujer de suave aroma que escuchaba atentamente cada una de sus palabras. A veces pensaba que se había enamorado de sus ojos, grandes y tristes, que parecían no abandonarlo ni un instante y que se encendían al sonreír.

Incluso el nacimiento de Marcel, con todos sus inconvenientes, le proporcionó cierto placer, pues le gustaba mucho ver a su madre y disfrutaba oyendo las nanas, pacientemente tumbado en la cama.

Ni siquiera se enfadó cuando las astutas tías, Louisa y Colette, lo arrinconaron y le obligaron a prometer que proporcionaría al muchacho una educación europea. Eran mujeres prácticas. No habían sido consultadas para establecer aquel pequeño convenio pero habían mantenido muchas conversaciones con monsieur Maglorie, un gran caballero, ¿no le parecía?

—Verá, monsieur, ¿qué puede hacer el muchacho aquí en Luisiana? —dijo la inteligente Colette, ladeando la cabeza—. Para una chica es diferente, ¿pero el muchacho? Una educación en París, monsieur, unos cuantos años en el extranjero, cuatro, yo diría, y tal vez el chico acabe por establecerse allí, ¿quién sabe?

De acuerdo, de acuerdo, depositaría dinero en el banco para el muchacho. Philippe se encogió de hombros, abriéndose el abrigo con ambas manos. ¿Querían sacárselo directamente de los bolsillos? ¿Tenía que firmar la promesa con sangre?

—Basta, basta —susurró su pequeña amante, Cecile, acudiendo en su rescate. El la miró con afecto desde su impresionante estatura—. Perdónelas, monsieur.

—¿Se encargará usted de que el muchacho pase cuatro años en París cuando cumpla los dieciocho, monsieur?


Mais oui
. ¡Por supuesto!

—II—

E
n la Iglesia católica existe el dicho de que de un niño menor de seis años se puede hacer un católico para toda la vida. Vincent Dazincourt fue el hijo de Magloire antes de los seis años y siguió siendo el hijo de Magloire hasta el día de su muerte.

Nadie tuvo que indisponerle contra el amable cuñado rubio que le contaba los mejores cuentos que había oído jamás; él, sencillamente, estaba hecho de otro paño. Adoraba a su hermana Aglae con el afecto y la confianza que le habría mostrado a su propia madre, y ella se convirtió para él, mientras maduraba en Bontemps, en el modelo de mujer que desearía un día por esposa.

A los quince años cabalgaba todos los días por los campos con el capataz, leía con avidez las revistas de agricultura y, después de estudiar los diarios de Magloire, conocía los fracasos y los éxitos de cada experimento de refinado, de cada innovación en la plantación, en la cosecha, en la trituración de la caña. La noche solía sorprenderlo acompañando a Aglae al lecho de un esclavo enfermo y, cuando recorría la vasta plantación, desde las orillas del río hasta los bosques, conocía el nombre y la historia de cada negro, hombre o mujer, con el que se cruzaba.

De pequeño había sentido afición por los libros, había leído los volúmenes de la polvorienta biblioteca de Magloire. Un año asistió a la escuela en Baltimore y luego visitó Europa durante quince meses, a los veinte años. Viajó y estuvo expuesto a nuevas ideas.

Pero cuando volvió a su casa no consideraba que la institución de la esclavitud fuera un mal y, puesto que se había criado con ella, pensó que para ser un plantador «cristiano» lo que tenía que hacer era civilizar a los paganos, de modo que se dedicó a este «deber» con mano firme. Se había quedado consternado al ver la miseria y el sufrimiento de las ciudades industriales de Europa y, metido en su mundo de orden y disciplina, seguía convencido de que «la peculiar institución» había sido malentendida. Pero la crueldad le disgustaba tanto como cualquier otro exceso, de modo que él mismo supervisaba los latigazos cuando le era posible. Observaba en silencio y con rostro pensativo todas las causas y efectos de la dirección de Bontemps y creía en la moderación, la firmeza y la exigencia razonable. Esto le hacía ante los ojos de los esclavos un amo más admirable. Al menos con el joven
michie
Vincent sabían a qué atenerse.

De hecho era posible pasar un año a su servicio sin castigo, incluso una vida entera, y cualquiera podía llamar en todo momento a la puerta de su despacho. Vincent se encargaba de que se bautizara a los niños negros y premiaba la inteligencia y la habilidad con ascensos, pero nunca, jamás liberó a un esclavo.

Philippe, mientras tanto, contemplaba complacido la ambición de Vincent y su callado respeto. Para alentarlo de forma útil, no vacilaba en delegar en sus hombros nuevas responsabilidades cada vez que él mostraba el más mínimo interés en asumirlas, el más ligero atisbo de buena voluntad.

Pero el joven Vincent fue a la ciudad, por supuesto, y sin haberse planteado entablar ninguna relación, se enamoró perdidamente de la veleidosa Dolly Rose. Jamás había conocido una mujer igual, una mujer deslumbrante con su exaltada melancolía y una pasión que desbordaba sus sueños más locos. Dolly Rose bailaba con él a medianoche en las espaciosas salas de su elegante piso, canturreaba entre dientes la música de los violines y finalmente caía exhausta sobre su pecho. La mañana era el momento que ella prefería para el amor, cuando el sol caía sobre su descarada desnudez. Él enterraba el rostro entre sus cabellos perfumados.

Pero tras el nacimiento de su hija, ella le fue infiel, lo puso en ridículo y se mostró hostil y arrogante cuando Vincent la interrogó, para arrojarse a continuación en sus brazos y declarar que estaba perdidamente enamorada de él. Todo aquello le causaba un dolor insoportable. Vincent no podía comprender su desesperación ni su crueldad, y dudaba que ella misma las comprendiera.

Un domingo por la mañana se levantó desnuda y, tras cubrirse con la levita de Vincent, se puso a caminar muy erguida y con elegancia por la habitación, con el pelo enmarañado sobre los hombros. Sus piernas desnudas parecían tallos bajo la sarga acampanada. Por fin se sentó en una silla junto a él, bebió un trago de champán de una taza de porcelana y le dijo:

—En realidad lo único que importa son los lazos de la sangre. El resto es vanidad, el resto es mentira.

Vincent lo recordaría más tarde mientras su barco surcaba el Atlántico gris: aquellas pálidas piernas cruzadas como las de un hombre, el bulto de sus pechos contra la tela negra de la levita, el sol del domingo derramándose por la ventana entreabierta sobre su pelo suelto. Vincent besó a su hijita antes de marcharse, le acarició los brazos y lloró. Más tarde, vagando por los salones de París y Roma quiso olvidar a una y recrearse en el recuerdo de la otra, y al volver a casa descubrió que su hija acababa de morir. Fue el castigo de Dios para ambos.

La noche siguiente, Richard Lermontant lo llevó a la casa de huéspedes de madame Elsie. Philippe le había estado insinuando la posibilidad de acercarse a Anna Bella, a quien veía con frecuencia en la Rue Ste. Anne, pero Vincent apenas podía pensar en ello puesto que se sentía herido y contrito y estaba sufriendo más que en toda su vida. Para él se había acabado la vida desordenada, le murmuró a su cuñado, a quien se alegró de ver por fin en el funeral de su hija, entre los desconocidos rostros de color. Aunque ahora, más que nunca, estaba necesitado de cariño.

Cuando volvió a casa después del funeral de Lisa, su vida era un infierno. Siempre recordaría aquellos días con una sensación horror. Deseaba desesperadamente estar con Aglae en un mundo fantástico donde pudiera contarle lo que «había hecho», pero se estremecía ante la idea de volver a Bontemps, Después de todos los meses pasados en Europa tendría que soportar un apasionado recibimiento, sus sobrinos colgados del cuello, sus hermanas acariciándolo, cuando él no podía pensar en otra cosa que en Lisa, su hijita muerta. La mañana después del funeral se despertó en la casa de huéspedes de madame Elsie al oír la risa de la niña como si estuviera en la habitación. La oyó con tal claridad que por un momento no deseó otra cosa que dormirse de nuevo para volver a abrazarla en sus sueños. Le habría dado el mundo entero. Lisa poseía la belleza de su madre y el corazón perfecto de una perla. Vincent se levantó y se puso a vagar aturdido por los pasillos de la casa, los salones, las habitaciones abiertas.

Las flores se estremecían en las mesas vacías del comedor, de la cocina llegaba el aroma de los bizcochos calientes y al otro lado del mar de manteles de lino blanco. Vincent la vio: Anna Bella. Estaba sentada bajo un rayo de sol, cosiendo una pequeña banda de encaje y alzó súbitamente la vista cuando él atravesó la puerta. Dijo algo sin importancia para llenar el silencio y se levantó para atenderle. Hacía tanto calor, dijo con voz líquida y dulce, y se enzarzó en una conversación rítmica y fluida que le tranquilizó como si fuera una caricia, como si ella le estuviera frotando las sienes febriles y sosegando el corazón dolorido. Vincent recordaría después que pidió a Anna Bella que se sentara y le preguntó entonces alguna tontería. Luego, tranquilizado por fin por el calor de su voz, volvió a sumirse en sí mismo, en su ahogado silencio, pero cerca de una persona dispuesta a hablar con él, una persona que lo trataba con afecto y que le había dedicado lamas sincera y tierna de las sonrisas.

Se quedó allí la noche siguiente y el resto de la semana. Philippe no había exagerado el especial atractivo de aquella chica negra americana, pensaba Vincent tumbado en la cama con un café. La joven, que tenía las mejillas de un bebé, hablaba un francés muy lento pero muy agradable, no mostraba vanidad alguna y era un modelo de naturalidad cuando agitaba sus largas pestañas, un gesto frecuentemente cultivado por mujeres y que a Vincent nunca le había gustado. Anna Sella no era ingeniosa y exquisita como Dolly, no se subía a la cabeza como el champán, pero una inefable dulzura emanaba de sus palabras y sus gestos sutiles, de modo que Vincent se vio inevitablemente atraído hacia ella en su dolor, y experimentaba, un delicioso sosiego sólo con verla pasar por las habitaciones.

Sin embargo algo más le atormentaba mientras pensaba en ella con la cabeza apoyada en sus blancas almohadas, algo de lo que nunca había sido consciente.

Había crecido entre niñeras negras, cocineras negras, cocheros negros, personas de suaves voces africanas que le colmaron de atención y dulzura. Él había sentido el afecto de sus risas y sus manos, y aunque en realidad nunca había cedido al deseo de poseer a ninguna de sus esclavas, sí que había conocido ese deseo en un lugar un poco menos oscuro que sus sueños: la imagen de la niña negra que se hunde entre las sombras de la cabaña, con la luz del fuego reflejada en su largo cuello y sus ojos profundos, suplicando: «Por favor,
michie
, por favor, no…». La imagen explotó en su cerebro cuando se acercó Anna Bella contoneando las caderas bajo las faldas festoneadas. Sí, aquélla era precisamente la clase de ninfa que surgía de pronto del bosque y acechaba tras el encaje de Anna Bella.

Volvió a Bontemps sólo cuando ya no pudo demorarlo más, cuando ya no había excusa posible. Aglae sabía que había llegado y que recogía sus mensajes en el hotel St. Louis. Así pues, cogió el atestado barco de vapor a las cinco en punto de la tarde, y ebrio por la anchura del gran río se alegró por primera vez de estar en casa. Traía regalos para todo el mundo. Se sentó a la mesa frente a sus platos favoritos y estrechó con las dos manos a sus sobrinitos que enterraban sus besos en su cuello. Qué dulce le había resultado subir los escalones entre las majestuosas columnas, oír el chasquido de sus tacones en los sucios de mármol. La riqueza de Europa no podía eclipsar la perfección de todo cuanto le rodeaba y la valiosa devoción de su propia gente. Contó historias intrascendentes, absurdos detalles de baúles perdidos, paquetes enviados con retraso, hotelitos donde tenía, que pedir por señas cuchilla y jofaina, y sin dejar de reír besaba a Aglae una y otra vez. Aunque se notaba en ella el paso de los años, no había engordado como hubiera podido esperarse por su edad, si bien parecía cansada. Vincent sentía una oleada de alivio cuando oía sus pasos en el pasillo o cuando la veía cerrándolas puertas de su habitación. El tono familiar de su voz le puso en varias ocasiones al borde de las lágrimas.

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