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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (54 page)

BOOK: La noche de todos los santos
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—¡Rudolphe! —exclamó madame Suzette horrorizada—. ¡Por el amor de Dios!

Pero Rudolphe estaba sacudiendo a Giselle por los hombros.

—¡No me digas que no hiciste nada para provocar a ese hombre! —Giselle lanzó un chillido tapándose las orejas con las manos.

Marcel estaba avergonzado, y Raimond miraba la escena sin poder hacer nada. De pronto, furioso, Richard cogió a su padre por las solapas para apañarlo de Giselle. Todo el mundo se quedó petrificado.

—¡No le hagas eso! —dijo en voz baja, aunque resonó como un clarín en el silencio de la sala. Richard temblaba de ira—. ¡No le hagas eso! ¡Ella no tiene la culpa de como es esa gentuza! ¿Es que no lo sabes? ¡Déjala en paz!

Rudolphe se quedó mirando aturdido a su hijo hasta que Giselle, con un gemido, salió corriendo de la habitación. Rudolphe se soltó con un gesto brusco y expresión ofendida, volvió la cabeza despacio, con aire casi estúpido, y se sentó en su silla a la cabecera de la mesa. El vecino blanco se excusó de inmediato ante madame Suzette diciéndole que estaría «en la puerta de al lado», y Raimond cogió al pequeño Charles de la mano y subió las escaleras en pos de Giselle.

Richard estaba en la ventana, de espaldas a la sala, con los hombros hundidos. Marcel se sentía abatido.

Quería a la familia pero no formaba parte de ella y no podía hacer nada por ayudar.

—¿Qué tipo de hombre era ése? —La voz del
grand-père
rompió el silencio. Se acercó despacio, como dolorido, a su sitio en la mesa, con los hombros encorvados bajo el abrigo que siempre llevaba en invierno y una bufanda de lana, al cuello.

Rudolphe se limitó a esbozar un gesto de disgusto.

—¿Un rufián o qué?

—Llevaba chistera y levita —murmuró Marcel—. Por lo menos iba bien vestido.

Al oír estas palabras, madame Suzette miró a su esposo y luego a su padre. El
grand-père
, pensativo, se subió las gafas sobre el puente de la nariz. Era justo lo que quería saber. Al cabo de veinte minutos la policía llamaba a la puerta.

A las nueve habían conseguido que liberaran a Rudolphe. Marcel había ido con Richard a buscar a Remarque, el abogado de la familia, un hombre blanco de considerable influencia. Algo más tarde se pagó la fianza. El yanqui era de Virginia, un hombre acomodado al parecer puesto que se alojaba en el hotel St. Louis. Rudolphe fue acusado de insultar verbalmente a un blanco, cosa que ya constituía delito de por sí, y de agresión física con intento de asesinato. El juicio quedó fijado para la semana siguiente. Cuando volvía a casa de la cárcel no dijo nada a los muchachos, no dio ninguna indicación sobre si había estado encerrado con esclavos, con fugitivos o con delincuentes de baja calaña, y tampoco comentó el trato recibido de la policía. Entró en el salón el tiempo suficiente para decirle a madame Suzette que deseaba estar a solas y descansar, y aconsejó a Marcel que se marchara a su casa.

Madame Suzette, sin embargo, lo siguió al primer piso. Cuando bajó encontró la casa a oscuras y a Richard sentado junto al fuego.

—¿Cómo está Giselle? —preguntó el muchacho.

—Por fin se ha dormido. —Madame Suzette se quedó un momento en la mesa junto a la ventana. Abrió el envoltorio del daguerrotipo que Marcel había recogido de la calle y al ver el retrato de su hijo, lleno de vida, esbozó una débil y fugaz sonrisa. Luego lo envolvió de nuevo y se sentó en silencio frente a Richard, con los pies en el borde de la chimenea.

—Ese hombre… llegó a ponerle las manos encima —dijo con sencillez y calma—. Le desgarró el encaje de la manga. ¡
Mon Dieu
, estoy tan cansada! —Se presiono la frente con los dedos de la mano.

Richard golpeó con el atizador los carbones grises y, a la luz de la llama que surgió, su madre pudo verle la expresión sombría.

—¿Y
mon père
?

Ella frunció el ceño, y en su frente se marcaron las profundas arrugas que siempre indicaban intensa preocupación.

—Quiero decirte algo sobre tu padre —dijo al cabo de un momento—. En realidad no pensaba lo que le estaba diciendo a Giselle.

—Mamá, estoy tan preocupado por él que no podría estar enfadado por lo que dijo. Estoy furioso conmigo mismo por haberle puesto las manos encima, por haberle levantado la voz…

—No,
mon fils
—le interrumpió ella—. Hiciste lo correcto. Tu padre no debió desahogar su furia con Giselle. Pero es que se sentía impotente. Sise hubiera tratado de un hombre de color, sabes muy bien lo que habría hecho…

—Ya lo sé, mamá.

—Pero no podía hacer nada. En cuanto atacó al blanco supo que sería detenido. Y no pudo soportar esa impotencia. Si le echaba la culpa a Giselle, si le decía que todo había sido culpa de ella, entonces se quitaría de encima la carga de tener que defenderla. Porque no podía defenderla, No podía retar en duelo a ese hombre, como habría hecho cualquier blanco.

Richard estaba pensando. Sabía que era cierto lo que decía su madre, pero volvió a vivir la situación: vio a su padre sacudiendo a su hermana, oyó aquellas palabras vulgares e insolentes pronunciadas en presencia de toda la familia, delante del estúpido Raimond, delante de Marcel, delante del viejo LeBlanc. Intentó borrarlo de su mente. ¿No era bastante recordar el rostro sombrío de so padre cuando salió de la cárcel? ¿No era bastante darse cuenta de lo que podría significar el juicio? Pero estaba enfadado con su padre. Rudolphe parecía tener siempre alguna buena excusa para sus estallidos de furia, parecía que en sus ataques de ira y sus injusticias contaba siempre, de alguna forma, con una justificación. A Richard esto le confundía.

—Tengo que pedirle perdón —dijo—. Tengo que decirle que…

—¡No,
mon fils
, no! —exclamó madame Suzette—. Déjalo estar. Tu padre te respetará por ello.

—¿De verdad lo crees, mamá?

—Richard, tienes que comprender una cosa. Yo esperaba que ya te hubieras dado cuenta, y que con ello lograras una cierta paz interior. Pero me doy cuenta de que no lo comprenderás si yo no te ayudo. En muchos aspectos, tu padre no es el hombre que eres tú.

Richard se quedó sorprendido, Ladeó la cabeza y, escéptico aunque respetuoso, escrutó el rostro de su madre.

—Mamá —dijo casi riendo—, lo que yo me he dado cuenta un millar de veces es que yo no soy el hombre que es mi padre, y que nunca lo seré. Me falta su vigor, su fuerza. Esta noche, cuando por un instante he demostrado tener esa fuerza, me he quedado turbado y he dudado de mí. ¿Crees que
mon père
dudaría alguna vez de sí mismo en una situación así? ¿Crees que duda de sí misino por lo que le dijo a Giselle?

—Sí, creo que duda de sí mismo. Creo que dudó de sí mismo en ese mismo instante. Pero nunca te lo dirá, ni a ti ni a Giselle. Y eso,
mon fils
, no siempre es señal de fuerza.

Richard miró el fuego, con el ceño fruncido.

—Tú tienes tu propia fuerza, Richard —prosiguió ella—. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar que la tuya es mejor, más honorable que la de tu padre? ¿Nunca se te ha pasado por la cabeza? Tú no tedas cuenta del abismo que te separa de tu padre,
mon fils
. Mira, construir una casa como ésta con el sudor de la frente es un gran logro, pero nacer en una casa como ésta, con todas las ventajas que eso implica, es otro mundo. Tu padre es un caballero y un hombre de honor porque se ha esforzado en ser un caballero y un hombre de honor. Pero tú naciste así, Richard, es algo que llevas dentro. Eres de distinta clase.

Madame Suzette vio que había agitado aguas profundas y no le sorprendió advertir que Richard estaba disgustado.

—Es curioso lo que hacemos con los hijos. Trabajamos sin cesar para que sean mejores que nosotros. Si alguna vez hubiera pensado que mirarías a tu padre por encima del hombro, no se me habría ocurrido decirte lo que te estoy diciendo. Pero eres demasiado caballero y demasiado inteligente. Jamás harías nada tan indigno de ti. Sin embargo está pasando otra cosa, algo que llevo años observando sin poder hacer nada. La fuerza de tu padre, como tú la llamas, te intimida. No te valoras, no sabes que eres una persona más sabia, más segura que él.

»Puedes tener la certeza de que tu padre no está enfadado contigo por haberte enfrentado a él como lo has hecho esta noche. Y no olvides, no olvides nunca que cuando te enfrentaste a tu padre él retrocedió sin decir una sola palabra. Te repite que si no creyera en ti, no te diría todo esto. Pero sé que nunca traicionarás la fe que he depositado en ti.

Aguardó un largo momento, pero era evidente que Richard no sabía qué contestar. Necesitaba tiempo para asimilar todo aquello, tal como ella esperaba. Madame Suzette pensó que en todos esos años Richard no había desaprovechado ni uno solo de sus consejos.

—Una cosa más —dijo, levantándose. Cuando Richard quiso ponerse en pie ella le detuvo con la mano en el hombro—. Ho le menciones a tu padre el juicio, a menos que él quiera hablar del tema. Y de momento tampoco le digas nada sobre Marie Ste. Marie. Pero recuerda que eres su único hijo, y que te adora. Y aunque te regañe día y noche, aunque a veces sus ojos no reflejen otra cosa que una furia ciega, recuerda que eres su vida, Richard. Giselle y tú sois quienes dais sentido a su vida. Yo sé que nunca abusarás del poder que eso te otorga, pero, por Dios, utilízalo cuando tengas que hacerlo. Ahora tengo que irme con tu padre, y tú deberías irte a la cama.

—Mamá. —Richard la detuvo en la puerta—. ¿Y si… y si el juez lo condena?

—¡Eso no su cederá! —afirmó ella aunque sin convicción, y cuando se marchó en silencio por la escalera parecía abatida.

Tenía razón.

La mañana del juicio la sala estaba atestada. Se habían presentado todos los vecinos blancos de Rudolphe, junto con una docena de clientes blancos y un nutrido grupo de las acomodadas y respetables
gens de couleur
. Podían ser llamados al estrado una veintena de testigos que darían testimonio de la solvencia moral de Rudolphe. Para evitar la comparecencia de Giselle ante el tribunal, monsieur LeBlanc tenía su declaración jurada.

El americano de Virginia, un hombre próspero pero sin educación que respondía al nombre de Bridgeman, apareció con un abogado caro de una buena firma muy solicitada por la alta burguesía blanca criolla, un letrado que conocía bien los tribunales y que hablaba un francés fluido. Pero antes de que pudiera exponer el caso claramente, el hombre blanco, Bridgeman, habló por su cuenta.

Había sido atacado por un negro, declaró, en una calle pública. Y ante testigos y a plena luz del día, ese negro había intentado matarle y ese negro seguía libre. En su propio estado habrían colgado a ese negro asqueroso del árbol más cercano y habrían encendido una hoguera debajo de él. ¿Qué especie de sitio era Nueva Orleans, lleno de abolicionistas del norte y donde los negros atacaban en la calle a los hombres blancos?

Los rostros de las
gens de couleur
permanecían impasibles. La expresión de Rudolphe parecía tallada en roca. El abogado de Bridgeman logró por fin hacerle callar y en un rápido francés comenzó a exponer los auténticos elementos del caso.

Un hombre de color había insultado verbalmente a un hombre blanco, cosa que ya constituía un delito de por sí. Además, había habido una violenta agresión física en presencia de testigos, de la que Bridgeman tuvo la suerte de escapar con vida. Lo único que había hecho su cliente era intentar establecer una educada conversación con la hija del acusado, por lo cual había sido objeto de un vergonzoso abuso. Con un lenguaje sencillo, carente de dramatismo, el abogado recordó al juez que la vasta población negra de la ciudad crecía día a día y constituía una molestia perpetua, si no una amenaza, para la raza blanca.

Monsieur Remarque, el abogado de Richard, se mostró igualmente comedido en su presentación, con su francés nasal y monótono. Tenía una declaración jurada de Giselle Lermontant en la que afirmaba que Bridgeman la había seguido desde el hotel St. Louis, insultándola, molestándola y asustándola hasta llegar a la puerta de su propia casa. Él se negó a creer que la casa de la Rue St. Louis era la suya, y cuando apareció el padre de Giselle, Bridgeman prodigó sus insultos. Según propia declaración del demandante, éste no había visto nunca «una mujer negra vestida como una belleza sureña», y quería saber «qué tipo de casa era aquélla». Podían presentarse testigos, tanto blancos como de color, para declarar que Bridgeman se había negado a marcharse del portal de los Lermontant y que había puesto las manos encima de la hija de Rudolphe Lermontant, y las personas que podían dar testimonio de la solidez y la solvencia moral de la familia Lermontant eran demasiado numerosas para aparecer ante el tribunal. Jacques LeBlanc, un vecino blanco, sería el primero de los testigos, puesto que había presenciado todo el suceso.

Los procedimientos comenzaron con la sosegada y ensayada declaración de Rudolphe para seguir con la sucesión de testigos y las mutuas refutaciones de los abogados. A los tres cuartos de hora escasos, el juez: levantó por fin la mano con gesto de hastío. Todo el tiempo había estado escuchando como medio dormido, con la arrugada mejilla apoyada en los nudillos y acariciándose de vez en cuando la barba blanca con los dedos. Ahora despertó de su sublime estupor y habló en un inglés monótono con un acento francés tan cerrado que todos tuvieron que esforzarse por entenderlo.

Los hombres de color libres estaban obligados por la ley a mostrar respeto hacia las personas blancas, por supuesto, y a no considerarse nunca iguales que las personas blancas, desde luego, eso estaba claro. Pero la ley protegía también a los hombres libres de color, respetando sus propiedades y sus familias, sus personas, sus vidas… El estado de Luisiana jamás tuvo la intención de que estas personas, aunque inferiores, se convirtieran en víctimas de violencia injustificada según capricho del hombre blanco. Rudolphe Lermontant había estado protegiendo su casa y a su hija. Caso sobreseído. Dio un martillazo, recogió sus papeles y se marchó por la puerta trasera.

Un rugido se alzó entre la audiencia y todos parecieron levantarse a la vez. Bridgeman estaba con la cara congestionada, totalmente perplejo. Su abogado, que no mostraba en cambio sorpresa alguna, le conminó a que mantuviera la boca cerrada.

Pero el americano se abrió paso entre la multitud en el pasillo, se volvió con gesto dramático hacia los espectadores blancos y declaró con voz atronadora:

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