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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (89 page)

BOOK: La noche de todos los santos
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Marcel no respondió de inmediato. Se había levantado y estaba de espaldas a la mesa, con el rostro totalmente inexpresivo. Tenía la vista fija, y cuando habló lo hizo en voz baja y tono calmado.

—¿Sabía mi hermana lo que le estaba pasando? —preguntó—. Me has dicho que estaba drogada. ¿Se daba cuenta?

—Sí. Se lo ha descrito todo a Dolly Rose.

Marcel parecía pensativo, y los cambios que se operaban en él fueron tan graduales, tan leves que al principio Christophe no los percibió: los puños apretados, la boca trémula. Luego un grave rugido, cada vez más fuerte. Marcel se volvió de espaldas y Christophe se acercó y le cogió los brazos.

Felix abrió la puerta y entró sin un ruido. Vincent estaba escribiendo en la mesa, tras las finas cortinas qué daban a la Rue Royale. Ante él yacían sus pistolas en una caja forrada de satén. Las había limpiado, cargado e inspeccionado, y luego las había dejado allí a la vista y se había puesto de nuevo a escribir. Sobre la mesa sólo había una hoja de papel en la que se leían en tinta púrpura y con cuidada caligrafía las palabras «Querida Aglae».

—Ahora no —dijo Vincent mirando a Felix a los ojos. El esclavo tenía el rostro macilento, la expresión ceñuda y los hombros hundidos.

—Es el muchacho, que quiere verle,
michie
Vince —insistió el esclavo hablando muy despacio—. El hijo de
michie
.

Vincent no se movió. Llevaba horas sentado a la mesa con la pluma en la mano.

—¿El hijo de
michie
? —preguntó sin apenas mover los labios.

El esclavo ya había abierto la puerta y «el hijo de
michie
» había entrado en silencio en la habitación de vivos colores.

Llevaba un gabán salpicado de lluvia y unas botas a las que habían limpiado el barro apresuradamente. Se acercó a la mesa con paso comedido.

Vincent lo había visto dos veces antes. Lo había vislumbrado cuando estaba distraído con otros hombres, pero ahora lo vio claramente bajo la luz invernal que entraba por la ventana, un joven de extraordinaria belleza
sang-mêlé
de color miel, el pelo rubio pálido, los ojos azules. Unos ojos más azules que los de Philippe, unos ojos penetrantes. El joven era alto, de hermosos rasgos, con un rostro que evidenciaba su buena crianza. Al instante se creó en la mente de Vincent la imagen de la hermana de ese joven, aquella impresionante muchacha de fría belleza que le había notificado de forma tan elegante y desapasionada la muerte de Philippe. Sólo el recuerdo de ella conjuraba el horror de la casa de Lola Dedé, la mueca de desdén en el rostro de Alcee LeMaitre antes de levantar la pistola para disparar. Una furia dormida despertó en su interior, susurrándole: «Estoy aquí, siempre he estado aquí, estaré aquí contigo por la mañana, guiaré tu brazo». Sus pensamientos se sucedían muy despacio, con la gran claridad producida por el peligro inminente: los dos hermanos eran totalmente diferentes, y a la vez muy parecidos. Tenían el porte de la dama negra que era su madre, la arrogancia que le recordaba a los hombres y mujeres que había conocido en París, aristócratas de abolengo que, despojados de títulos y riquezas por la constante revolución, inspiraban no obstante sumisión a su alrededor. A Vincent le asombró el propio hilo de sus pensamientos, la imagen del muchacho al que se permitía estar allí, la chocante angulosidad de todos y cada uno de los detalles de aquella habitación de hotel. No había ninguna prisa, ningún reloj. Sólo un hecho dominaba: a las seis en punto de la mañana se encontraría con Henri DeLande en Metairie Oaks, y Henri DeLande era el más peligroso de los oponentes, un joven veleidoso y asustado.

—Va usted mañana a defender el honor de monsieur Philippe —dijo de pronto el muchacho, con suavidad—, y deseo informarle de que si el resultado es contrario a usted yo mataré a Henri DeLande.

Vincent no contestó. Tenía los nudillos en la boca y estaba pensativo. La voz del joven era caucasiana, como la de su hermana, y sus ojos parecían dos piedras. Podría decirle que Henri DeLande jamás se enfrentaría a él en el campo del honor, y el orgulloso cuarterón respondería «entonces lo mataré», y Vincent podría decir «y luego te matarán, fueran cuales fuesen tus motivos», y el cuarterón diría «no me importa, voy a hacer lo que tengo que hacer». Y esa parte íntima de Vincent, que tenía más de hombre que de blanco, pensaría «y yo te respeto por ello y sé que si como tú dices el resultado es contrario a mí, eres hombre muerto».

—El resultado será a mi favor —dijo. Eso estaba totalmente fuera de cuestión—. Y hasta que llegue el momento, debes dejarlo todo en mis manos.

Una chispa de desdén, de desesperación, brilló en los ojos del cuarterón.

—Si el resultado es contrario a usted, yo mismo vengaré el honor de mi hermana.

Vincent se levantó, casi inconscientemente. Se dio cuenta de que estaba de pie junto a la mesa, inclinado, mirando al joven a los ojos. Tenía los labios tensos, como si quisieran pronunciar una declaración crucial que no se le venía a la cabeza.

—Yo voy a vengar el honor de tu hermana —susurró—. No sólo el de tu padre. Tu padre está muerto.

De nuevo brilló el desdén, más profundo, la desesperación. El joven cuarterón salió de la sala. La puerta se abrió y se cerró sin un ruido, y Vincent se sentó de nuevo en la silla.

«Si ella no me necesitara, si no me necesitara. —Marcel caminaba deprisa por el pasillo—, sino me necesitara —las lágrimas se le agolpaban en los ojos—, si no me necesitara mataría a ese hombre ahora mismo. Maldita sea, malditos seáis todos. —No veía la enorme escalera ante él, las grandes oleadas de hombres y mujeres moviéndose en el vestíbulo. Sus piernas le llevaban deprisa, cada vez más deprisa, hacia las puertas principales. El rugido crecía en su garganta, escapaba entre sus dientes—. Ella ni siquiera quiere hablar conmigo, ni siquiera quiere verme, cómo voy a decirle que estoy aquí, que cuidaré de ella, tiene que dejarme verla, y Dolly dice que no la puede dejar sola, que con un cuchillo, con unas tijeras, con el cristal de un espejo roto… ¡Marie, Marie! ¡Yo te cuidaré, ya estoy aquí!». Se detuvo en el centro del inmenso vestíbulo. La gente lo cegaba, lo confundía, no sabía dónde estaba. No veía las puertas. Dolly había dicho que tal vez en una semana, tal vez en un mes… Marie lanzó un grito cuando Dolly le dijo que Marcel estaba allí.

—Marie, Marie —susurró. Marcel avanzaba con agresividad, olía la lluvia en la calle, sentía la corriente de aire que entraba por las puertas.

—Prométeme que no intentarás hacer nada —le había dicho Christophe.

—Pero por Dios, ¿qué puedo hacer? —replicó él—. ¡Qué puedo hacer!

¡Marie, por favor! Marie había gritado cuando Dolly pronunció el nombre de Marcel.

De pronto se detuvo. Estaba lloviendo, la calle se inundaba de barro. Allí, frente a él, estaba la funeraria. La lluvia chorreaba por las ventanas y por las cuidadas letras del cartel: LERMONTANT. Marie había intentado abrirse las venas, cortarse el cuello, había roto un vaso, un espejo, había gritado al oír su nombre. «No permitiré que se haga ningún daño».

—¡Vas a enterrar a mi hermana! —Marcel miró esas ventanas con los ojos nublados. La calle era una pesada procesión de carretas entre las que llameaba la palabra LERMONTANT—. ¡Te ibas a casar con ella! ¡Ahora lavas a enterrar!

Se había acercado sin desearlo. «Prométeme que no harás nada.» «Pero por Dios, ¿qué puedo hacer?».

—¡La vais a enterrar! —les gritó a las ventanas, a las cortinas blancas con ribetes dorados. De pronto se lanzó, con el codo, con el hombro, contra el cristal. El vidrio se estremeció y luego, con un estampido, cayó hecho añicos a su alrededor. Los enormes trozos rotos hendieron el cuero de sus botas—. ¡La vais a enterrar! ¡La vais a enterrar! —rugía con los dientes apretados. La multitud lo empujaba, el viento agitaba las cortinas negras, la puerta se abrió haciendo sonar la campanilla. Placide salió corriendo.

—No,
michie
, no,
michie
, no. —Lo cogió por los brazos mientras Marcel tendía las manos hacia los cristales rotos todavía pegados al marco. En la ventana de su habitación, en el hotel St. Louis, Vincent Dazincourt miraba aturdido la conmoción de la calle.

Fue Felix quien logró llevar a Marcel a casa. Salid corriendo del hotel y lo cogió con manos firmes para sacarlo del creciente gentío que se agolpaba a su alrededor.

Placide tenía las manos llenas de cristales rotos y seguramente la policía ya estaba de camino. Cuando entraron en el gélido salón de la casita Ste. Marie, Felix agarró a Marcel con más fuerza. El lugar estaba desierto, llevaba días desierto. Olía a humedad, como si puertas y ventanas hubieran estado abiertas a la lluvia. Cuando Felix comenzó a vislumbrar el vago perfil de los muebles en la penumbra, advirtió que las estanterías habían sido despojadas de todos sus adornos y las velas habían desaparecido de la repisa de la chimenea. En el hogar, sin embargo, todavía quedaba carbón.

—Basta ya,
michie
—le dijo a Marcel, que se tensó entre sus brazos—. Tengo que buscar algo para vendarle las manos.

Pero de pronto el muchacho dejó de debatirse. Felix supo que la razón era la mujer que estaba sentada en la mesa del comedor bajo aquel resplandor helado y que ahora se levantaba, una silueta contra la lluvia en los cristales.

—¿Qué le pasa en las manos? —Era la voz de Anna Bella, la chica de
michie
Vince. Bueno, gracias a Dios.

—Pues que se las ha cortado hasta el hueso —replicó Felix—. Ha roto la luna de la funeraria y los cristales le han cortado las botas también.

—Más vale que salgas de aquí —dijo Marcel con voz grave, al tiempo que se dejaba caer en una silla junto a la chimenea—. Venga, sal de aquí antes de que tu plantador blanco se entere de que has venido.

Anna Bella lo miró con calma.

—Felix, por ahí debe de haber fundas de almohada. Rompe una de ellas, no importa si es buena o no. A ver esas manos, Marcel. —Anna Bella se arrodilló delante de él.

—Vete, Anna Bella.

—Entonces no te has enterado —dijo ella—. No, supongo que no, ya que le pedí a
michie
Christophe que no te lo dijera y Richard también me prometió no contarte nada, y yo tampoco te he escrito para contártelo. —Los cortes no eran muy profundos, pero sangraban profusamente—. ¡Felix! —gritó.

Pero Felix se había quedado paralizado al ver los destrozos del dormitorio. La lámpara estaba rota, el petróleo había empapado la alfombra y se había comido la cera del suelo. La ventana también estaba rota, como el espejo, y las flores grises de la alfombra bajo la fina colcha de la cama estaban manchadas de sangre. El esclavo cogió una almohada y le llevó la funda a Anna Bella. A las mujeres se les da mejor Rasgar la ropa, buscan un punto débil, lo rompen con los dientes… Cuando Felix se inclinó sobre la chimenea para atizar las ascuas, oyó el desgarrón.

—Me tengo que ir,
missiez
—dijo un momento después de encender el fuego. Marcel estaba sentado en silencio mientras ella le vendaba la mano.

—¡Ah! —Anna Bella se levantó con un leve gemido. El fuego se avivaba deprisa con la leña fina que había metido bajo los carbones—. ¿Adónde vas, Felix? ¿Al hotel St. Louis?

Él asintió. «Allí está él», decía sin palabras.

—Dile a tu amo una cosa de mi parte. Dile que Anna Bella rezará por él mañana, que estará continuamente rezando por él.

—Se lo diré después,
missiez
, para no inquietarle.

Anna Bella sonrió.

Felix cerró la puerta al marchar.

Ella se quedó un largo rato mirando a Marcel, que seguía sentado con las manos vendadas de blanco. Luego se puso delante de él y muy despacio se agachó en cuclillas bajo sus voluminosas faldas.

—¿Quieres abrazarme? —susurró—. Sólo un instante.

Marcel movió la cabeza, pero estaba perdiendo otra vez el control.

—Quiero matarlos —logró articular apenas—. Quiero matarlos a todos.

No se podía hacer otra cosa que esperar. Tal vez hubiera comida en la cocina, pero estaba cerrada desde dentro. Anna Bella había encontrado un poco de fruta, unos magníficos melocotones de invernadero casi demasiado maduros que había pelado y cortado en un plato que Marcel dejó sin tocar. El pan estaba duro, pero el vino era bueno y Marcel fue bebiendo de vez en cuando mientras miraba fijamente el fuego y el reloj que fue dando las seis, las siete, las ocho. Anna Bella tenía los pechos llenos de leche, por lo que a veces presionaba los brazos contra ellos como si estuviera estirándose con las manos juntas, de modo que Marcel no se diera cuenta. Mientras tanto, en la casita de la Rue St. Louis, Idabel, la dulce muchacha esclava que había comprado en el mercado de la Rue Canal, alimentaba al pequeño Martin con biberones de leche de vaca.

Hacía ya cinco meses que no veía a
michie
Vince. Cinco meses habían pasado desde que él salió de su casa, cinco meses desde que los abogados de
michie
Vince habían ido a decirle que ellos se encargarían de todos sus asuntos, que en el banco dispondría de ingresos regulares. Pero a partir de entonces Anna Bella había llevado una vida independiente, contando con su propio dinero, gracias, monsieur. Había vivido de la pequeña pensión que le había dejado el viejo capitán y de los restos del patrimonio de su padre, apenas había tocado el dinero que
michie
Vince le había puesto en su cuenta. Una vez pensó en sacarlo del banco para ponerlo a nombre de su hijo, pero al final nunca se había animado a ello y lo cierto es que a medida que pasaron los meses y que una cierta alquimia transformó en dolor el amor y la añoranza que sentía por
michie
Vince, Anna Bella dejó de pensar en el pequeño Martin como el hijo de Vincent Dazincourt.

A veces, cuando despertaba por la noche pensando en él, deseándole, parecía aferrarse al dolor de echarle de menos porque así enmascaraba un sufrimiento peor. Si se había ido para siempre, si no volvería nunca, entonces quería estar con Marcel otra vez, Marcel, cuyos sueños se habían hecho añicos, Marcel, que estaba arruinado y no querría ser el pariente pobre de
michie
Rudolphe y que volvería a sufrir cuando se enterara de que su incursión en Bontemps había ocasionado la ruptura con
michie
Vince. Aunque en realidad no era culpa de Marcel. Había sido ella, había sido ella la que no se acercó a
michie
Vince cuando él entró en su habitación, cuando se quedó en silencio en el salón, esperando una palabra. Muchas, muchas veces pensaba Anna Bella en aquel momento, y sólo una imagen explicaba la razón de su silencio: la del bebé en sus brazos.

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