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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (88 page)

BOOK: La noche de todos los santos
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—¡Salga de aquí,
michie
! —gruñó madame Lola—. Tiene usted problemas,
michie
. Si se queda empeorará la situación. Esta niña no es negra, es una niña blanca…

El hombre, totalmente idiotizado, no oyó ni una palabra. Pero la otra mujer había salido corriendo de la habitación. Era vital levantarse antes de que trajera a alguien más.

Marie se levantó de un brinco, pasó corriendo junto a madame Lola, sin soltar la botella, se puso detrás del hombre blanco y se aferró con todas sus fuerzas a su abrigo.

—¡Dejadla en paz! —dijo él de inmediato, tendiendo la mano hacia atrás para coger a Marie. Ella tiró de él hacia la puerta. El hombre se movió arrastrando los píes, pisándola. No había tiempo de pensar en eso. Marie se encontró de pronto bajo la fría lluvia.

Le arrancó la capa del cuello, a punto de hacerlo caer, y él la ayudó a echársela sobre los hombros. El bajo de la camisa y de la capa desaparecieron en la fina capa de agua que se extendía sin fin por el callejón.

—Ven aquí, niña. —Madame Lola alzó la mano y entoriló los ojos bajo la lluvia—. ¿Adónde te crees que vas? Ahora nos perteneces, niña. Tu madre no te quiere, ahora eres nuestra, venga, ven aquí, tienes que darte un buen baño y descansar.

Marie caminaba hacia atrás por el agua. Las piedras le herían los pies. El gigantón borracho retrocedía con ella a trompicones, tanteando con la mano para intentar cogerla. Ella le metió el brazo por debajo del abrigo y le clavó las uñas en el costado a través del lino de la camisa.

—¡Animales! ¡Animales! —chilló él a las mujeres que se acercaban. Habían llegado a la calle.

El agua se extendía en todas direcciones cubriendo las aceras, manando de los desagües de las galerías, chorreando por el yeso sucio de las casas, cayendo de los tejados. La gente se asomaba a las puertas medio abiertas. Un grupo de hombres se agolpaba bajo el alero de un pequeño colmado. Alguien salió salpicando bajo la lluvia, y la mujer se detuvo al final del muro.

Marie soltó despacio la botella y dejó al borracho. Se arrebujó en la capa y, mirando con los ojos entornados los edificios de su alrededor, cegada por la lluvia, sintió que el grito se alzaba de nuevo en su garganta como una convulsión, hasta que volvió a atascársele en la boca. Tuvo que agarrarse al hombro del hombre para no caerse. Él balbuceaba incoherentemente que la protegería. Marie miró de un lado a otro de la calle hasta comprender finalmente dónde estaba. Era la Rue St. Peter con Rampart. Sabía dónde estaba y cómo volver a casa.

Vio caer al borracho y echó a correr salpicando en el agua, hacia el callejón que la llevaría al jardín del centro de la manzana. Él intentó levantarse, pera Marie, viendo el gran conjunto de árboles y enredaderas delante de ella, siguió corriendo hasta que finalmente surgió del follaje tras la casa Ste. Marie y se acercó cojeando a la puerta trasera.

Lo primero que vio fue la cama. No veía a su madre, pero supo que estaba allí, que estaba gritando y que
tante
Louisa le decía que esperara, que no se moviera.

—Sé que es ella, es ella, es ella… —repetía Cecile. Pero no sabía que Marie estaba en la casa, no sabía que estaba agarrada al poste de la cama y que se caía hacia la colcha blanca.

Entonces oyó gritar a Cecile de nuevo. Cuando se dio la vuelta, vio un gran revuelo a su alrededor. Su madre gritaba,
tante
Louisa le rodeaba la cintura con el brazo.
Tante
Louisa estaba levantando a su madre del suelo. Pero entonces Cecile se soltó y desgarró con las dos manos la camisa ensangrentada. Marie sintió que se le abría la boca, se le abría la boca, y el grito la llenaba en silencio y le impedía respirar.

—¡PERDIDA, PERDIDA! —rugió Cecile—. PERDIDA, PERDIDA. —El rugido llenaba la habitación y Marie se tapó los oídos—. PERDIDA, PERDIDA —aullaba su madre, agitándose en brazos de
tante
Louisa hasta que consiguió poner los pies en el suelo. Marie se asfixiaba, se ahogaba en su esfuerzo por gritar, sus ojos cada vez más dilatados fijos en el rostro convulso e hinchado de su madre. Cecile lanzó de pronto la mano y alcanzó a Marie en la cara. Marie hizo ademán de agarrar el cuello de la botella rota pero se dio cuenta de que la había perdido, no tenía nada en la mano. Su madre la abofeteó de nuevo y su frente golpeó el poste de la cama. Había soltado la botella en la calle—. PERDIDA, PERDIDA —se oía el bramido una y otra vez hasta convertirse en un demencial rugido a través de los dientes apretados de su madre. Sobre Marie cayó una lluvia de golpes hasta que la muchacha retrocedió y se agarró con las dos manos al poste más lejano de la cama.

—¡Basta, Cecile! ¡Basta, basta! —
Tante
Louisa intentaba agarrarla, pero Cecile se lanzó hacia delante. Esta vez Marie estaba preparada. El grito palpitaba en su interior, NO ME TOQUES, NO ME PEGUES, NO ME DIGAS QUE ESTOY PERDIDA, NO TE ACERQUES A MÍ, pero sin que una sola sílaba de sonido saliera de sus labios. Marie lanzó la mano derecha hacia el rostro de su madre y sintió que los dientes de Cecile desgarraban la piel. Cecile sacudió la cabeza girándola como si se le fuera a salir del cuerpo. NO ME PEGUES, NO ME PEGUES, NO ME DIGAS QUE ESTOY PERDIDA. Enredó los dedos en el pelo de su madre, los hundió hasta el cráneo y estrelló la cabeza contra la pared. La estrelló una y otra vez. Su madre tenía los ojos desorbitados y ella le abofeteaba la mejilla hinchada, el hombro. NO ME PEGUES, NO ME PEGUES, MALDITA SEAS, MALDITA SEAS, MALDITA SEAS. Se le quedaron rígidos los dedos, el pelo enredado se le deslizó entre los dedos y su madre cayó al suelo. Alcanzó a
tante
Louisa con el revés de la mano y
tante
Louisa cayó al suelo, derribando la lámpara de petróleo con el codo y quedó de rodillas detrás de la cómoda, llorando.

Marie quería patear a su madre, pero no tenía zapatos. Zapatos. Tenía que ponerse los zapatos. Todo el mundo estaba inmóvil. Alguien aporreaba la puerta de la casa. Todas las contraventanas resonaban, alguien golpeaba con los dos puños. Marie se dio la vuelta. Tenía que ponerse los zapatos. Se acercó a la cama y tanteó bajo el ropaje buscando las viejas zapatillas. Se arrodilló y las sacó. Cogió su vestido de la percha y desgarró la manga al ponérselo. Era una tontería alisarlo así, pero no podía impedir que sus manos atusaran la camisa ensangrentada y tuvo que cogerse una mano con la otra para poder abrocharse. El grito surgía sólo como una espantosa sílaba apagada, un sonido animal que ni siquiera era un sonido, que la ahogaba.

Cuando entró en el jardín de Dolly Rose se aferraba los hombros con los brazos cruzados sobre el pecho, el vestido medio desabotonado, la seda transparente, fría y mojada, pegada a sus brazos, los pies heridos y sangrantes.

Todos estaban en las galerías, había mujeres en la galería trasera y en las galerías de las alcobas, mujeres con saltos de cama y trajes de noche, y mujeres negras. Entonces vio a Dolly, agarrada con las dos manos a la barandilla de hierro. Dolly apartó a las mujeres y echó a correr por la galería. Marie tendió el brazo al poner el pie en el escalón e intentó subir con piernas trémulas y débiles. Tendió la mano mientras aquella sílaba muda surgía entre sus labios cerrados, «hm, hm, hm, hm», tendió la mano hacia Dolly Rose que estaba llorando, «Dios mío, Dios mío. Dios mío». Podría explicarlo si conseguía abrir la boca, PERDIDA, PERDIDA, tendió la mano hacia Dolly Rose, Dolly Rose tenía que comprender, pero no podía abrir la boca, se llevó las manos a la boca para intentar abrirla, Dolly Rose tenía que acogerla, PERDIDA, PERDIDA, no era posible que aquellas mujeres hubieran hecho eso, PERDIDA, PERDIDA, Dolly Rose tenía que aceptarla entre sus mujeres, PERDIDA, PERDIDA, sintió que Dolly la cogía por los codos diciendo «Dios mío, Dios mío, llama a Christophe, Dios mío», tenía la cara surcada de lágrimas y alguien más la cogía, la llevaba apresuradamente bajo el techo pintado de la galería, bajo el techo empapelado de una habitación.

Se incorporó en la cama. Dolly Rose intentó tumbarla de nuevo, el mismo sonido, «hm, hm, hm, hm», hasta que de pronto sintió que se abrían sus labios, que se abrían sus dientes, y el grito escapó, un grito enorme surgió de su garganta y de su boca y se vertió sobre ella ensordeciéndola, cegándola, alzándose en olas gigantescas hasta que ella cayó hacia atrás mientras el grito palpitaba y llenaba la habitación, llenaba el jardín, llenaba el mundo.

Segunda parte

—I—

M
arcel no esperaba que hubiera nadie, ¿cómo iban a saber cuándo volvería? Pero allí estaba Bubbles, acercándose presuroso entre la multitud.

—Tengo un cabriolé,
michie
—dijo, al tiempo que se echaba a la espalda el pesado baúl—. Venga conmigo a casa de
michie
Christophe.

—Debería ir primero a mi casa…

—No,
michie
, venga conmigo a casa de
michie
Christophe —insistió el esclavo, con una cierta tensión en su habitual elegancia felina.

Marcel le oyó dar al conductor la dirección de Christophe en la Rue Dauphine.

En cuanto llegaron a la casa vieron a Christophe en lo alto de las escaleras.

—No he podido venir antes —dijo Marcel—. Tu carta llegó junto con una de mi madre que me decía que no debía volver en casa. Me costó Dios y ayuda convencer a mi tía de que tú no me habrías escrito sin una razón…

Christophe había echado a andar hacia su habitación, haciéndole una seña a Marcel.

—¿Pero cuál es esa razón? —preguntó el muchacho, mirando el rostro impasible de su amigo.

Christophe se sacó el llavero del bolsillo, cerró la puerta sin pronunciar una palabra, y antes de que Marcel pudiera decir nada se volvió hacia él.

—Quiero que me prometas que cuando termine no intentarás hacer nada sin mi conocimiento o mi permiso, ¿de acuerdo? Tu amigo Richard está encerrado en el dormitorio de su abuelo en el ático de la casa de los Lermontant y lleva dos días intentando salir. Rudolphe y Antoine no han dejado la casa, han renunciado ya a razonar con él y se limitan a vigilar la puerta. No quiero discutir esto contigo, quiero que hagas exactamente lo que yo te diga, ¿está claro?

Marcel se acercó despacio a la mesa y se sentó en la silla. Quiso hablar, pero no dijo nada. Intentó en vano leer la expresión de Christophe y se dio cuenta de que estaba experimentando la desagradable sensación del miedo.

—Hace dos días —comenzó Christophe—, en la casa de Lola Dedé, la hechicera, tu hermana fue asaltada por cinco hombres blancos, que pagaron por el servicio. Fue drogada y violada. Está viva, no tiene ninguna herida grave y está con Dolly Rose.

»Cómo y por qué llegó a las manos de Lola Dedé es un misterio, pero todo parece indicar que la llevó Lisette. Esa noche la vieron salir de tu casa con Lisette, y Lissete ha desaparecido.

»Ayer Vincent Dazincourt envió a la policía, que hizo una redada y cerró la casa, y ayer también Dazincourt mató de un tiro al joven Alcee LeMaitre, que al parecer; era el cabecilla de los cinco hombres. Fue a verle a su plantación y liquidó el asunto en el pantano a unos siete kilómetros de distancia. A las tres en punto de esta tarde mató también a Charles Dupre, que se encontraba entre los cinco. Fue a buscarlo al bar del hotel St. Louis y amenazó con matarlo allí mismo si no se defendía. Dos de los violadores han desaparecido, D'Arcy Fontaine y Randolphe Prevost. Sus familias han dicho que se hallan en viaje de negocios, pero se rumorea que ya están rumbo a Francia. El quinto y último del grupo, un chico de diecinueve años llamado Henri DeLande se encontrará con Dazincourt mañana a las seis de la mañana en Mateirie Oaks. La familia DeLande está haciendo lo imposible para impedir el duelo, pero los esposos de las hermanas de Dazincourt no quieren interceder. Todos ellos han declarado, por supuesto, que no sabían quién era tu hermana, que no tenían idea de que era la hija de Philippe Ferronaire o que fueron seducidos. Lo primero es cierto, lo segundo, una asquerosa mentira. Tu hermana está llena de moratones, tiene una muñeca rota y el labio partido. DeLande sostiene que no tomó parte en ello y que ayudó a Marie a escapar. Esto puede ser cierto o no, nadie lo sabe.

»La mañana después de que sucediera esto, con o sin la ayuda del caballeroso monsieur DeLande, tu hermana volvió sola a tu casa. Tu madre y tu tía ya se habían enterado de todo porque la noticia corría por todo el barrio antes de que tu hermana escapara. Así que cuando tu hermana entró en la casa, ellas ya sabían lo que había pasado. Estalló una especie de pelea y fuera se congregó mucha gente. Para cuando yo llegué, tu hermana ya se había ido. Tu madre estaba malherida y tus tías me contaron que Marie intentó matarla, aunque cuando investigué un poco más, resultó que había sido tu madre la que atacó a tu hermana y la estuvo pegando hasta que ella se defendió. Marie cogió un vestido y unos zapatos y se fue a casa de Dolly Rose. Dolly no quiso dejarme verla, no quiere que la vea nadie. Tu hermana ha intentado matarse varias veces, pero Dolly la vigila de cerca y la cuida. Marie está a salvo.

Christophe escrutó el rostro de Marcel, que no mostraba expresión alguna.

—Tú no puedes hacer nada contra los hombres que han hecho esto —prosiguió—. Dos están muertos y el tercero va a morir o matará a Dazincourt al amanecer. Los otros han salido del país. Tienes que dejarlo todo en manos de Dazincourt y quiero tu palabra de que no intentarás hacer nada por tu cuenta. Sabes, tan bien como yo que no puedes hacer nada.

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