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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (90 page)

BOOK: La noche de todos los santos
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Pero ahora estas consideraciones personales estaban lejos de ella, hacía días que las había olvidado. Ahora no pensaba en nada tan simple ni tan egoísta. Ahora, con las manos entrelazadas, miraba al hombre que se sentaba junto al fuego y cuya estatura le había sorprendido, al hombre en que se había convertido Marcel, un hombre que aún conservaba en su interior el niño que había sido. Anna Bella pensaba con indiferencia y pesimismo en Marie Ste. Marie, que según se decía te roblaba y sollozaba tras las puertas de Dolly Rose, en las lámparas que durante toda la noche habían ardido en la habitación de Dolly porque Marie no podía soportar la oscuridad, Marie, que no dejaba de llorar y se negaba a probar bocado. Había metido la mano en la jarra de agua para tantearla antes de creerse que era agua clara, y luego la había mirado a la luz. Marie, que al oír el nombre de su hermano se tapó los oídos con las manos y comenzó a chillar.

Y Richard, también pensaba en Richard, encerrado en ese ático con barrotes en las ventanas, intentando una y otra vez romper la puerta de ciprés.

—¿Se ha enterado? —le dijo Marie Anais, la hermosa cuarterona—. Anoche intentaron entrar y él derribó a su padre de un puñetazo. Hicieron falta los tres hombres Lermontant para sujetarlo, incluido el viejo
grand-père
, pero al final pudieron volverlo a encerrar.

Y
michie
Vince,
michie
Vince, que tal vez resultara muerto al amanecer. El día anterior Anna Bella había estado llorando y sollozando, con el rosario enlazado entre los dedos. En un momento indeterminado —no se le había ocurrido mirar el reloj— sintió un miedo tan palpable, tan repentino y tan profundo que lanzó un grito. Se levantó y se quedó helada un instante, con la mirada perdida. Luego fue corriendo a la cuna del pequeño Martin y lo cogió en sus brazos. El niño se encontraba bien, dormía satisfecho de estar contra su pecho. Sin embargo la sensación de peligro no la abandonó, la acechaba como una presencia invisible, y al cabo de tres horas vinieron a decírselo, primero su vecina, madame Lucy, y luego la hermosa Marie Anais de la casa de enfrente:
michie
Vince acababa de enfrentarse en duelo con Alcee LeMaitre, el hijo de un rico plantador de su mismo condado, y había sido LeMaitre el primero el disparar, chamuscándole a
michie
Vince el pelo de la sien; luego le tocó el turno a
michie
Vince. Sólo entonces se disipó la sensación de peligro, sólo entonces supo Anna Bella que por muy contenta que estuviera por
michie
Vince, temblaba de alivio al ver que aquel temor que la había atenazado no indicaba una amenaza contra Marcel.

¿Qué podía decirle ahora? ¿Qué podía hacer? Marcel podía quedarse allí sentado toda la noche. ¿Lograría ella persuadirlo para que la acompañara a su casa de la Rue St. Louis, o era mejor quedarse allí a su lado?

Aunque estaba cansada, se levantó rápidamente y comenzó a ordenar las habitaciones traseras. Recogió los cristales rotos con la funda de la almohada y volvió con una lámpara encendida al salón, donde encontró a Marcel exactamente igual.

Justo cuando empezaba a desesperarse pensando que tal vez Marcel no la quería allí, él le cogió la mano. Anna Bella miró el vendaje, todavía blanco y limpio, y decidió quedarse allí sentada todo el tiempo que él la necesitara, aunque fuera toda la noche.

Se oyó un golpe en la puerta y ésta se abrió antes de que ella pudiera levantarse. Christophe entró sin decir una palabra. Marcel no apartó la vista del fuego ni un instante.

—¿Has hablado con ella? —preguntó en voz baja.

—No quiere verme. Es demasiado pronto —replicó Christophe—. Es demasiado pronto.

Marcel suspiró por toda respuesta.

—¿Y tú,
ma chère
?, ¿cómo estás? —le preguntó Christophe, poniéndole a Anna Bella la mano en el hombro. Le dio dos besos en las mejillas—. Me alegro de que estés aquí.


Michie
Christophe, este hombre tiene que comer algo. Ya sé que él no lo va a permitir, pero si me ayudara a abrir la cocina, estoy segura de que dentro habrá ñames o alguna otra cosa.

Christophe asintió.

Ninguno advirtió el sutil cambio en la expresión de Marcel El cerrojo del exterior de la cocina era sencillo, se podía levantar con una mano.

—No será ningún problema —dijo Christophe, volviéndose a poner los guantes de piel que acababa de quitarse.

—No, está cerrada por dentro. Habrá que forzarla con alguna palanca —explicó Anna Bella, encaminándose hacia la puerta trasera.

—¿Cerrada por dentro? —murmuró Marcel—. ¿Cerrada por dentro?

—Tú quédate aquí sentado, descansa, no te vayan a sangrar de nuevo las manos —dijo Anna Bella.

—No puede estar cerrada por dentro a menos que haya alguien —insistió él, y a los tres se les ocurrió de pronto la misma idea.

Marcel se levantó con los ojos entornados, la mandíbula tensa.

—Oye, no vayas a hacer… no vayas a hacer ninguna locura —susurró Anna Bella—. Si está ahí dentro estará borracha.

—¡Está ahí! —exclamó él, acercándose a la puerta.

Lo alcanzaron antes de que llegara a la cocina y, en efecto, la pesada y tosca puerta de madera estaba cerrada. La lluvia caía como agujas de plata que el viento dispersaba en todas direcciones a su alrededor. Christophe se sacó una navaja del bolsillo y abrió una larga hoja, dispuesto a hacer una rendija en la puerta para poder meter la mano.

—Tranquilo, Marcel, espera… —Anna Bella cogió a Marcel—. Dale la oportunidad de explicarse, no sabemos… —susurró. Pero la puerta se abrió dando paso a una oscuridad total. Marcel se soltó, apartó a Christophe e irrumpió en la cocina.

—¡Lisette! —llamó—. ¡Lisette! —Y entonces se quedó sin aliento y trastabilló hacia atrás, con la mano en la boca.

Christophe no veía nada en la oscuridad, pero al entrar sintió también de pronto el bulto que le había dado a Marcel en la cara. Tanteó con las manos y tocó las gruesas medias de lana en las piernas de Lisette. Estaba colgada de una viga.

—II—

D
olly Rose se llevó la mano a los ojos al entrar en la habitación. Las lámparas ardían en la cómoda y se reflejaban cegadoras en el espejo, ardían en las mesas, sobre el armario, junto a la cama.

—Puedes irte —le dijo a su doncella, Sanitte, mirando a Marie que estaba acurrucada contra la pared en el último rincón de la sala. Marie llevaba un liviano camisón de seda que Dolly le había dado, con una cinta de color lavanda bordada en el cuello. No quería ni mirar su propia ropa. Las doncellas de Dolly habían encontrado vestidos en la casa Ste. Marie, donde ya no había nadie, pero Marie estalló en gritos al verlos, como cuando oía el nombre de su hermano. Marcel había llorado como un niño en la galería, suplicando a Dolly que lo dejara entrar para verla.

—No puedo,
cher
. —Dolly lo había echado con suavidad.

Ahora miró a aquella hermosa muchacha que se acurrucaba en el suelo, en un rincón, hecha un ovillo bajo la seda beige del camisón. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Ven, Marie —dijo, avanzando despacio. Llevaba en la mano una bandeja con comida: carne de pollo, tomate, fruta. La dejó junto a la cama, se agachó y cogió a Marie de las manos.

Marie miraba con rostro inexpresivo la pared, los faldones de la cama. Con una mano se echó el pelo sobre la cara, como para esconderse.

Estaba pensando que nunca en su vida había conocido a nadie como Dolly, que todo el mundo se equivocaba con ella, que nadie conocía su bondad, que Dolly era todos los besos perfumados de mujeres en las bodas, en los bautizos, en los funerales, Dolly era verbena, encaje y manos suaves, el parpadeo de las pestañas de Gabriella cuando susurraba un secreto, el contacto de las manos de Celestina en su pelo. Todo lo cariñoso, lo tierno, lo inefablemente dulce, eso era Dolly, esa mujer a quienes todos habían rechazado, Dolly, a quien ella había acudido pensando, bueno, si estoy arruinada entonces iré con Dolly, iré al
cordon bien
de mujeres arruinadas. Iré con la ilustre DOLLY Dolly DOLLY Dolly DOLLY DOLLY ROOOOOSE.

Pero Dolly era mucho más que eso. Había en su amor algo infinitamente más fuerte, algo que jamás fue parte del amor que Marie había conocido, algo que tenía peso por sí mismo, que se mantenía por sí mismo, que no dependía de la opinión de otros y que tampoco implicaba ningún desprecio, y Marie la creía, la creía, la creía, cuando Dolly le decía: «Puedes quedarte aquí para siempre, a salvo en esta habitación».

La verdad es que Marie estaba aterrorizada de la misma razón que la había llevado hasta allí. Los hombres podían tocarla otra vez, le resultaba inconcebible la idea de tener que soportar aquello como una de las chicas de Dolly Rose, pero justo por eso había ido allí. Aquél era su sitio, y Etolly no sabía hasta qué punto aquél era su sitio, nadie lo sabía salvo Marie. Se quedó mirando fijamente los faldones de la cama.

Pero Dolly no permitió que la ignorase.

—Ven aquí conmigo —dijo. Le cogió la mano a Marie y tiró de ella para ponerla en pie. La llevó a la cama, la hizo apoyarse en las almohadas y la cubrió con la colcha. Luego se sentó a su lado y le mostró la bandeja.

Marie pasó la vista despacio por la carne de pollo, pensando que allí no podían esconderse los insectos, pero al ver el tomate con su revoltillo de semillas apartó los ojos. Desde su llegada no había comido nada ni bebido otra cosa que agua clara. Los líquidos opacos la aterrorizaban porque le sobrecogía la espantosa idea de que los insectos serpeaban bajo la superficie, grandes cucarachas marrones con alas que reptarían por su boca en cuanto sus labios tocaran el vaso, o que aparecerían flotando y aleteando en la cuchara. No soportaba la vista de la leche, la sopa ni las carnes con salsas. Ahora, sentada contra las almohadas color crema de la cama de Dolly, en una habitación bañada en luz, le sacudió la sensación, no, el recuerdo, de que un hombre intentaba abrirle la boca, montado a caballo sobre ella y aplastándole el brazo con la rodilla. Marie se estremeció y se apartó de Dolly Rose.

—Cuéntamelo, Marie —insistió Dolly—. Confía en mí.

¿Podían hacer eso los hombres? ¿Habían hecho eso? Se tapó la boca con la mano y se le encorvaron los hombros. Tenía la boca herméticamente cerrada, como sucedía cada vez que revivía aquella sensación o aquel recuerdo. Sentía en la nariz un hedor corporal, estaba bajo aquella tenue y brumosa luz, un hombre le hablaba cordialmente, casi con ternura. Con los dientes apretados comenzó a temblar.

—Marie, Marie. —Sintió la mano de Dolly en el brazo—. No hay nada tan horrible que no me lo puedas contar. Deja esa carga en mis manos.

Pero ahí era donde Dolly se equivocaba. Había una cosa que jamás podría contar a nadie, ni a Dolly siquiera, algo peor que el hombre que montaba sobre ella, que el dolor de su rodilla en el brazo, algo mucho peor, algo que lo hacía todo perfectamente justo, algo que eliminaba todo el derecho a la ira. Estaba a punto de gritar de; nuevo.

Se hundió entre las almohadas y se acurrucó, con los ojos cerrados, apretando la frente contra el vestido de lana de Dolly.

—Mi lugar está en esta casa —susurró—. Mi lugar está en esta casa.

Un desganado suspiro escapó de labios de Dolly. Apartó con gesto cariñoso el pelo de la frente de Marie.

«No sientas lástima por mí, no me compadezcas —pensó Marie sombríamente, con los ojos entornados mirando al frente. El camisón verde de Dolly era como una mancha palpitante—. Pero no puedo atravesar ese patio, no puedo dejar que esos hombres me… me…». Sin darse cuenta apartó la cara de Dolly, enterró en la almohada la cabeza y se puso a moverla de un lado a otro como si quisiera atravesar con ella la cama.

—¡Basta, Marie! —Dolly la levantó de pronto.

Marie se quedó sin aliento.

—Escúchame. —Dolly le hizo darse la vuelta bruscamente y la sacudió con fuerza—. Tienes que hablar conmigo, tienes que soltarlo todo.

Marie dejó caer la cabeza a un lado.

—Me quiero morir.

—No. —Dolly tenía los ojos vidriosos y los labios trémulos—. No te quieres morir,
ma chère
, no te quieres morir. ¡No te han matado, no te han tocado! ¡A ti no! —Puso la mano con dulzura entre los pechos de Marie—. Escúchame, el día que llegaste hablaste conmigo, me contaste lo que te habían hecho…

Marie se incorporó y lanzó un chillido entre los dientes apretados.

—… Tienes que sacarlo todo otra vez. Hay que abrir esa herida para que salga todo el veneno…

—Yo entonces no lo sabía, entonces no lo sabía —susurró Marie, apartando los ojos con desgana. Las palabras apenas escapaban de sus labios con un hilo de voz.

—¡El qué, Marie! —insistió Dolly—. ¿El qué no sabías? —Le cogió la cabeza con la mano para acercarla—. ¿Es que no lo entiendes,
ma chère
? Hicieran lo que hiciesen, no pueden convertirte en nada, no pueden convertirte en lo que ellos quieran. —Enfatizaba con cuidado las palabras—. Ellos cogen papel y pluma y nos escriben la obra y nos dicen qué papeles tenemos que interpretar,
placée
, protector blanco, chica virgen. Pero podemos pasar de eso, podemos coger la pluma con nuestra propia mano. En realidad somos libres, somos libres de vivir como queremos vivir. —Puso los labios en el pelo de Marie—. Estamos vivas, mira, escucha el latido de nuestros corazones, Marie… —Le levantó la barbilla. La muchacha temblaba y los ojos parecían debatirse por mirar a través de los pesados párpados. Como si viera a Dolly de pronto, Marie se apartó resollando:

—No, no. —Y retrocedió como si fuera a caerse de la cama.

—Basta, Marie. —Dolly alzó la mano como para abofetearla, pero entonces apretó los labios con los ojos llenos de lágrimas. Cogió a Marie por los hombros y volvió a sacudirla fuertemente.

—¡No, no! —Marie abrió la boca, alzando cada vez más la voz—. Ellos lo sabían, lo sabían, lo sabían cuando me vieron, déjame, Dolly, ellos lo sabían. ¡Por eso me lo hicieron! —Su grito se alzaba y caía para volver a crecer de nuevo—. ¿Es que no lo entiendes? ¡Me lo merecía! —rugió—. ¡Me merezco lo que me ha pasado!

Dolly se la quedó mirando sin comprender. Marie sollozaba con la cabeza echada hacia atrás y el cuerpo agitado, repitiendo una y otra vez las mismas palabras.

—Pero,
chère
, ¿cómo dices esas cosas? ¡Explícamelo, Marie! —Estrechó a Marie con desesperación. La cabeza de Marie cayó contra la suya.

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