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Authors: Paul Auster

Tags: #Drama

La noche del oráculo (2 page)

BOOK: La noche del oráculo
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—Verdad —repetí, aunque no estaba completamente se guro de lo que quería decir.

—Todo el mundo hace palabras —prosiguió—. Todo el mundo escribe cosas. En colegio los niños hacen deberes en mis cuadernos. Los profesores ponen notas en mis cuadernos. En los sobres que vendo la gente manda cartas de amor. Libros de contabilidad, blocs de notas para listas de la compra, agendas para planificar semana. Todo aquí importante para vida, y eso me hace feliz, es un honor para mí.

El dueño de la papelería soltó ese pequeño discurso con tal solemnidad, con tan grave acento de responsabilidad y determinación, que confieso que me conmovió. ¿Qué clase de hombre era el dueño de aquella papelería, me pregunté, que disertaba ante sus clientes sobre la metafísica del papel y se veía a sí mismo cumpliendo una función esencial en la infinidad de los asuntos humanos? Había algo cómico en todo aquello, supongo, pero al oírle hablar ni por un momento se me ocurrió reír.

—Bien dicho —respondí—. No podría estar más de acuerdo con usted.

El cumplido pareció levantarle un poco el ánimo. Con una breve sonrisa y una inclinación de cabeza, siguió pulsando teclas en la caja registradora.

—Muchos escritores, aquí en Brooklyn. Bueno para negocio, quizá.

—Puede —contesté—. Lo malo de los escritores es que no les sobra el dinero para gastar.

—Ah —respondió, alzando la vista de la caja y dirigiéndome una sonrisa tan amplia que puso al descubierto una boca llena de dientes torcidos—. Usted debe ser escritor.

—No se lo diga a nadie —repuse, intentando mantener el tono de broma—. Se supone que es un secreto.

No era una observación muy graciosa, pero al dueño de la papelería debió de parecerle muy divertida, porque estuvo un buen rato a punto de morirse de un ataque de risa. En su forma de reír había un ritmo extraño, entrecortado —como si hablara y cantara a la vez—, y las carcajadas le salían a borbotones de la garganta en una alternancia de breves y mecánicos trinos:
Ja ja ja. Ja ja ja
.

—No digo a nadie —aseguró, una vez que cesó el arrebato—. Alto secreto. Sólo entre usted y yo. Mis labios sellados.
Ja ja ja
.

Reanudó su tarea con la máquina registradora y cuando terminó de meter mis cosas en una amplia bolsa blanca, volvió a ponerse serio.

—Si un día escribe historia en cuaderno azul de Portugal —me dijo—, me hará muy feliz. Mi corazón lleno de alegría.

No supe qué contestar, pero antes de que se me ocurriera algo que decir, se sacó una tarjeta de visita del bolsillo de la camisa y me la pasó por encima del mostrador. En la parte superior estaban escritas en negrita las palabras PALACIO DE PAPEL. Después la dirección y el teléfono del establecimiento, y luego, en la parte inferior derecha, había un último elemento de información que anunciaba:
M. R. Chang, Propietario
.

—Gracias, señor Chang —le dije, sin levantar la vista de la tarjeta. Luego me la guardé en el bolsillo y saqué la cartera para pagarle.

—Nada de señor —objetó Chang, exhibiendo de nuevo su amplia sonrisa—. M. R. Así parece más importante. Más americano.

De nuevo no supe qué decir. Se me pasaron por la cabeza algunas ideas sobre el significado de aquellas iniciales, pero me las guardé para mí. Medios de Reajuste. Múltiples Repasos. Misterios Revelados. Es mejor no formular determinadas observaciones, y no quise castigar al pobre hombre con mi deprimente ironía. Después de un breve y embarazoso silencio, me tendió la bolsa blanca y luego, a modo de agradecimiento, hizo una reverencia.

—Que tenga suerte con la tienda —le deseé.

—Un palacio muy pequeño —observó—. No hay mucho género. Pero usted dice lo que quiere, y yo pido. Cualquier cosa que pida, yo traigo.

—Vale —contesté—. Trato hecho.

Di media vuelta para marcharme, pero Chang salió precipitadamente de detrás del mostrador y me cortó el paso delante de la puerta. Parecía tener la impresión de que habíamos concluido un negocio de suma importancia, porque pretendía estrecharme la mano.

—Hecho —afirmó—. Bueno para usted, bueno para mí. ¿Vale?

—Vale —repetí, consintiendo en el apretón de manos. Encontré un tanto absurdo el hecho de hacer tanta ceremonia por tan poca cosa, pero no me costaba nada seguirle la corriente. Además, estaba impaciente por largarme, y cuanto menos abriera la boca, antes me marcharía de allí.

—Usted pide y yo traigo. Sea lo que sea, lo encuentro. M. R. Chang sirve lo pedido.

Me dio otros dos o tres apretones de manos y luego me abrió la puerta, saludando con la cabeza y sonriendo mientras pasaba por delante de él y salía a la fresca mañana de septiembre.
[1]

Había pensado entrar a desayunar en una de las cafeterías del barrio, pero el billete de veinte dólares que había metido en la cartera antes de salir se había quedado reducido a tres de uno y unas cuantas monedas: ni siquiera daba para la especialidad de la casa de dos dólares con noventa y nueve centavos, contando la propina y los impuestos. De no haber sido por la bolsa, habría seguido con mi paseo, pero no tenía sentido ir cargando con ella por todo el vecindario, y como hacía un tiempo bastante desagradable (la fina llovizna de antes se había transformado en un incesante chaparrón), abrí el paraguas y decidí marcharme a casa.

Era sábado, y mi mujer aún seguía en la cama cuando salí de casa. Grace tenía un trabajo fijo de nueve a cinco, y los fines de semana podía aprovechar para levantarse tarde, permitiéndose el lujo de no poner el despertador. Como no quería molestarla, me marché tan sigilosamente como pude, dejándole una nota en la mesa de la cocina. Ahora vi que ella había añadido unas frases al pie de mi nota.
Sidney: espero que el paseo haya sido divertido. Salgo a hacer unos recados. No tardaré mucho. Nos vemos luego. Te quiero, G.

Fui a mi cuarto de trabajo, al final del pasillo, y saqué los nuevos pertrechos. El recinto no era mucho más amplio que un armario —el espacio justo para un escritorio, una silla y una librería en miniatura con cuatro angostos estantes—, pero lo encontraba suficiente para mis necesidades, que nunca habían ido más allá de sentarme en la silla y escribir palabras en hojas de papel. Había entrado varias veces en el cuarto desde que me dieron de alta en el hospital, pero hasta aquel sábado de septiembre por la mañana —que yo prefiero denominar
la mañana en cuestión
—, no creo que me hubiera sentado una sola vez en la silla. Ahora, mientras aposentaba mis lamentables y flojas posaderas en el duro asiento de madera, me sentí como quien llega a casa después de un viaje largo y difícil, el desventurado viajero que vuelve para reclamar su legítimo lugar en el mundo. Me encontraba bien estando en el cuarto otra vez, con ganas de estar allí, y en la oleada de felicidad que me invadió mientras me instalaba frente a mi viejo escritorio, decidí señalar la ocasión escribiendo algo en el cuaderno azul.

Puse un cartucho de tinta en la pluma, abrí el cuaderno por la primera hoja y me quedé mirando la primera línea. No tenía ni idea de cómo empezar. El objeto del ejercicio no consistía en escribir algo concreto, sino en demostrarme a mí mismo que aún era capaz de escribir: lo que significaba que no importaba tanto lo que escribiera como el hecho de escribir algo. Cualquier cosa habría servido, cualquier frase habría sido enteramente válida, pero aun así no quería empezar el cuaderno con alguna estupidez, de modo que me quedé a la expectativa frente a la página cuadriculada, mirando las hileras de tenues líneas azules que se entrecruzaban en la blancura del papel convirtiéndolo en un campo de diminutos e idénticos cuadrados, y mientras dejaba vagar mis pensamientos por aquellos recintos tan finamente trazados recordé de pronto una conversación que había mantenido unas semanas antes con mi amigo John Trause. Rara vez hablábamos de libros cuando nos veíamos, pero aquel día John mencionó que estaba releyendo a ciertos novelistas que había admirado en su juventud. Tenía curiosidad por saber si su obra había perdido actualidad, si las opiniones que se había formado a los veinte años eran las mismas que se haría hoy, con treinta y tantos años más a sus espaldas. Pasó revista primero a diez escritores, luego a veinte, mencionándolos a todos, desde Faulkner y Fitzgerald a Dostoievski y Flaubert, pero el comentario que mejor grabado se me quedó en la memoria —y que ahora recordaba sentado a la mesa con el cuaderno abierto delante de mí— fue una pequeña digresión que hizo con respecto a una anécdota que se cuenta en una de las obras de Dashiell Hammett.

—En eso hay material para una novela —aseguró John—. Yo ya estoy viejo para pensar en ello, pero un pipiolo como tú puede sacarle jugo a la idea, hacer algo con ella. Es un punto de partida fantástico. Lo único que hace falta es una historia que le vaya bien.
[2]

Se refería al episodio de Flitcraft en el capítulo séptimo de
El halcón maltés
, la curiosa parábola que Sam Spade cuenta a Brigid O'Shaughnessy sobre un hombre que abandona la vida que lleva y desaparece de pronto. Flitcraft es un individuo absolutamente convencional: marido, padre, próspero hombre de negocios, una persona que no puede quejarse de nada. Un día sale a comer y cuando va andando por la calle una viga se desploma desde el décimo piso de un edificio en construcción y casi aterriza en su cabeza. Unos centímetros más y Flitcraft habría muerto aplastado, pero la viga le pasa rozando, y salvo por una esquirla que salta de la acera y le da en la cara, resulta ileso. De todos modos, el hecho de haber estado a un paso de la muerte lo perturba, y no puede sacarse el incidente de la cabeza. Según dice Hammett: «Se sintió como si le hubiesen quitado la tapadera que cubre la vida, permitiéndole ver su mecanismo.» Flitcraft cae en la cuenta de que el mundo no es un sitio tan racional y ordenado como él creía, de que ha estado equivocado desde el principio y jamás ha entendido ni palabra de lo que ocurría en él. Es el azar quien gobierna el mundo. Lo aleatorio nos acecha todos los días de nuestra vida; una vida de la que se nos puede privar en cualquier momento, sin razón aparente. Cuando termina de comer, Flitcraft concluye que no tiene más remedio que someterse a esa fuerza aniquiladora, que debe destruir su vida mediante algún gesto sin sentido, totalmente arbitrario, de negación de sí mismo. Pagará con la misma moneda, por decirlo así, y sin molestarse en volver a casa o despedirse de su familia, sin tomarse siquiera el trabajo de sacar dinero del banco, se levanta de la mesa, se dirige a otra ciudad y empieza una nueva vida.

En las dos semanas transcurridas desde que John y yo hablamos de ese pasaje, ni una sola vez se me había pasado por la cabeza que en algún momento me daría por asumir la difícil tarea de dar cuerpo a la historia. Estaba de acuerdo en que era un excelente punto de partida —porque todos hemos pensado alguna vez en dejar la vida que llevamos, y porque en algún momento todos hemos deseado ser otro—, pero eso no quería decir que tuviera interés en desarrollarlo. Aquella mañana, sin embargo, sentado frente al escritorio por primera vez en casi nueve meses, con la vista fija en el recién adquirido cuaderno y esperando a ver si se me ocurría una frase inicial que no me produjera un sentimiento de vergüenza ni me hiciera perder el ánimo, decidí probar suerte con el conocido episodio de Flitcraft. No se trataba más que de un pretexto, la búsqueda de un medio para abrir brecha. Si era capaz de transcribir un par de ideas medianamente interesantes, al menos podría decir que había empezado a hacer algo, aunque lo dejara al cabo de veinte minutos y no volviera a trabajar más en ello. Así que quité el capuchón a la pluma, puse el plumín sobre la primera línea de la primera hoja del cuaderno azul, y empecé a escribir.

Las palabras fluyeron con rapidez, fácilmente, sin requerir gran esfuerzo. Resultaba sorprendente, pero con tal de que no dejara de mover la mano de izquierda a derecha, la palabra siguiente siempre parecía estar allí, deseosa por salir de mi pluma. Di a mi Flitcraft el nombre de Nick Bowen. Tiene treinta y tantos años, es editor en una importante editorial de Nueva York y está casado con una mujer llamada Eva. Siguiendo el ejemplo del prototipo de Hammett, se trata de un individuo que forzosamente hace bien su trabajo, es objeto de la admiración de sus compañeros, goza de seguridad económica, es feliz en su matrimonio, y así sucesivamente. O eso parecería tras una observación superficial, pero cuando empieza mi versión de la historia, ya hace tiempo que en el interior de Bowen bullen ciertos problemas. Comienza a aburrirle el trabajo (aunque no está dispuesto a admitirlo), y al cabo de cinco años de relativa estabilidad y tranquila felicidad con Eva, su matrimonio ha llegado a un punto muerto (otro hecho al que no tiene el valor de enfrentarse). En lugar de reflexionar sobre su creciente insatisfacción, Nick pasa su tiempo libre en un garaje de la calle Desbrosses, en Tribeca, dedicado a la interminable empresa de reconstruir el motor de un Jaguar destartalado que compró a los tres años de casarse. Es uno de los editores más importantes de una prestigiosa editorial neoyorquina, pero lo cierto es que prefiere el trabajo manual.

Cuando empieza la historia, al despacho de Bowen acaba de llegar un manuscrito. Novela breve, con el sugestivo título de
La noche del oráculo
, es al parecer obra de Sylvia Maxwell, novelista famosa en los años veinte y treinta que murió hace casi dos décadas. Según el agente que la ha enviado, esa obra perdida data de 1927, año en que Maxwell se fugó a Francia con un inglés llamado Jeremy Scott, pintor de poca monta que posteriormente trabajó de escenógrafo en películas británicas y americanas. Sus relaciones duraron dieciocho meses, y cuando se acabaron Sylvia volvió a Nueva York, dejando la novela en manos de Scott. El inglés la guardó como oro en paño durante el resto de su vida, y cuando le sobrevino la muerte a los ochenta y siete años, unos meses antes del comienzo de mi historia, apareció una cláusula en su testamento por la cual legaba el manuscrito a la nieta de Maxwell, una joven norteamericana llamada Rosa Leightman. La novela fue a parar al agente literario a través de ella, con instrucciones explícitas de que se la enviaran primero a Nick Bowen, antes de que nadie más tuviera ocasión de leerla.

El paquete llega al despacho de Nick el viernes por la tarde, justo unos minutos después de que él se haya marchado de fin de semana. Cuando vuelve, el lunes por la mañana, se encuentra con el libro encima de la mesa. Nick es un entusiasta de las novelas de Sylvia Maxwell y, por tanto, no ve el momento de empezar a leerla. Pero nada más pasar la primera página suena el teléfono. Su secretaria le comunica que Rosa Leightman está en la recepción, preguntando si puede pasar a verlo un momento. Que pase, dice Nick, y antes de que pueda acabar de leer las primeras frases del libro (
La guerra casi había terminado, pero nosotros no lo sabíamos. Eramos muy pequeños para darnos cuenta de las cosas, y como la guerra estaba en todas partes, no…
), la nieta de Sylvia Maxwell entra en su despacho. Va vestida con ropa sencilla, apenas maquillada, el pelo corto, con un estilo que ya no se lleva, y sin embargo, piensa Nick, tiene un rostro tan fascinante, tan dolorosamente joven y sin reservas, evoca (se le ocurre de pronto) tal despliegue de esperanza y energía humana liberada, que por un momento llega a faltarle la respiración. Eso es precisamente lo que me sucedió a mí la primera vez que vi a Grace —una sacudida que me dejó paralizado, incapaz de tomar aliento—, de manera que no me resultó difícil trasladar esos sentimientos a Nick Bowen e imaginarlos en el contexto de otra historia. Para simplificar aún más las cosas, di el cuerpo de Grace a Rosa Leightman: hasta en los detalles más mínimos, más característicos, incluyendo la cicatriz de su infancia en la rodilla, el incisivo izquierdo ligeramente torcido, y el lunar en el lado derecho de la mandíbula.
[3]

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