La Odisea (7 page)

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Authors: Homero

Tags: #Poema épico

BOOK: La Odisea
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Así dijo; y les presentó con sus manos un pingüe lomo de buey asado, que para honrarle le habían servido. Aquéllos echaron mano a las viandas que tenían delante. Y cuando hubieron satisfecho las ganas de comer y de beber, Telémaco habló así al hijo de Néstor, acercando la cabeza para que los demás no se enteraran:

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Observa, oh Nestórida carísimo a mi corazón, el resplandor del bronce en el sonoro palacio, y también el del oro, del electro, de la plata y del marfil. Así debe de ser por dentro la morada de Zeus Olímpico. ¡Cuántas cosas inenarrables! Me quedo atónito al contemplarlas.

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Y el rubio Menelao, adivinando lo que aquél decía, les habló con estas aladas palabras: —¡Hijos amados! Ningún mortal puede competir con Zeus, cuyas moradas y posesiones son eternas; mas entre los hombres habrá quien rivalice conmigo y quien no me iguale en las riquezas que traje en mis bajeles, cumplido el año octavo, después de haber padecido y vagado mucho, pues en mis peregrinaciones fui a Chipre, a Fenicia, a los egipcios, a los etíopes, a los sidonios, a los erembos y a Libia, donde los corderitos echan cuernos muy pronto y las ovejas paren tres veces en un año. Allí nunca les faltan, ni al amo ni al pastor, ni queso, ni carnes, ni dulce leche, pues las ovejas están en disposición de ser ordeñadas en cualquier tiempo.

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Mientras yo andaba perdido por aquellas tierras y juntaba muchos bienes, otro me mató el hermano a escondidas, de súbito, con engaño que hubo de tramar su perniciosa mujer, y por esto vivo ahora sin alegría entre estas riquezas que poseo. Sin duda habréis oído relatar tales cosas a vuestros padres, sean quienes fueren, pues padecí muchísimo y arruiné una magnífica casa, muy buena para ser habitada, que contenía abundantes y preciosos bienes. Ojalá morara en este palacio con sólo la tercia parte de lo que tengo, y se hubiesen salvado los que perecieron en la vasta Troya, lejos de Argos la criadora de corceles. Mas, si bien lloro y me apesadumbro por todo —muchas veces sentado en la sala, ya recreo mi ánimo con las lágrimas, ya dejo de hacerlo porque cansa muy pronto el terrible llanto—, por nadie vierto tal copia de lágrimas ni me aflijo de igual suerte como por uno, y en acordándome de él aborrezco el dormir y el comer, porque ningún aqueo padeció lo que Odiseo hubo de sufrir y pasar: para él habían de ser los dolores y para mí una pesadumbre continua e inolvidable a causa de su prolongada ausencia y de la ignorancia en que nos hallamos de si vive o ha muerto. Y seguramente le lloran el viejo Laertes, la discreta Penelopea y Telémaco, a quien dejó en su casa recién nacido.

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Así habló, e hizo que Telémaco sintiera el deseo de llorar por su padre; al oír lo de su progenitor desprendióse de sus ojos una lágrima que cayó en tierra; y entonces, levantando con ambas manos el purpúreo manto, se lo puso ante el rostro. Menelao lo advirtió y estuvo indeciso en su mente y en su corazón entre esperar a que él mismo hiciera mención de su padre, o interrogarle previamente e irle probando en cada cosa.

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Mientras tales pensamientos revolvía en su mente y en su corazón, salió Helena de su perfumada estancia de elevado techo, semejante a Artemis, la que lleva arco de oro. Púsole Adrasta un sillón hermosamente construido. Sacóle Alcipe un tapete de mórbida lana y trájole Filo el canastillo de plata que le había dado Alcandra mujer de Pólibo, el cual moraba en Tebas la de Egipto, en cuyas casas hay gran riqueza —Pólibo regaló a Menelao dos argénteas bañeras, dos trípodes y diez talentos de oro; y por separado dio la mujer a Helena estos hermosos presentes: una rueca de oro y un canastillo redondo, de plata, con los bordes de oro—. La esclava Filo dejó, pues, el canastillo repleto de hilo ya devanado; y puso encima la rueca con lana de color violáceo. Sentóse Helena en el sillón, que estaba provisto de un escabel para los pies, y al momento interrogó a su marido con estas palabras:

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—¿Sabemos ya, oh Menelao, alumno de Zeus, quiénes se glorian de ser esos hombres que han venido a nuestra morada? ¿Me engañaré o será verdad lo que voy a decir? El corazón me dice que hable. Jamás vi persona alguna, ni hombre, ni mujer, tan parecida a otra —¡me quedo atónita al contemplarlo!— como este se asemeja al hijo del magnánimo Odiseo, a Telémaco, a quien dejó recién nacido en su casa cuando los aqueos fuisteis por mí, ojos de perra, a empeñar fieros combates con los troyanos.

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Respondióle el rubio Menelao: —Ya se me había ocurrido, oh mujer, lo que supones; que tales eran los pies de aquel, y las manos, y el mirar de los ojos, y la cabeza, y el pelo que la cubría. Ahora mismo, acordándome de Odiseo, les relataba cuántos trabajos padeció por mi causa, y ese comenzó a verter amargas lágrimas y se puso ante los ojos el purpúreo manto.

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Entonces Pisístrato Nestórida habló diciendo: —¡Menelao Atrida, alumno de Zeus, príncipe de hombres! En verdad que es hijo de quien dices, pero tiene discreción y no cree decoroso, habiendo llegado por primera vez, decir palabras frívolas delante de ti, cuya voz escuchamos con el mismo placer que si fuese la de alguna deidad. Con él me ha enviado Néstor, el caballero gerenio, para que le acompañe, pues deseaba verte a fin de que le aconsejaras lo que ha de decir o llevar al cabo, que muchos males padece en su casa el hijo cuyo padre está ausente, si no tiene otras personas que le auxilien como ahora ocurre a Telémaco: fuese su padre y no hay en todo el pueblo quien pueda librarle del infortunio.

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Respondióle el rubio Menelao: —¡Oh, dioses!, ha llegado a mi casa el hijo del caro varón que por mí sostuvo tantas y tan trabajosas luchas y a quien había hecho intención de amar, cuando volviese, mas que a ningún otro de los argivos si el largovidente Zeus Olímpico permitía que nos restituyéramos a la patria, atravesando el mar con las veloces naves. Y le asignara una ciudad en Argos, para que la habitase, y le labrara un palacio trayéndolo de Ítaca a él con sus riquezas y su hijo y todo el pueblo, después de hacer evacuar una sola de las ciudades circunvecinas sobre las cuales se ejerce mi imperio. Y nos hubiésemos tratado frecuentemente y, siempre amigos y dichosos, nada nos habría separado hasta que se extendiera sobre nosotros la nube sombría de la muerte. Mas de esto debió de tener envidia el dios que ha privado a aquel infeliz, a él tan solo, de tornar a la patria.

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Así dijo, y a todos les excitó el deseo del llanto. Lloraba la argiva Helena, hija de Zeus, lloraban Telémaco y el Atrida Menelao; y el hijo de Néstor no se quedó con los ojos muy enjutos de lágrimas, pues le volvía a la memoria el irreprensible Antíloco a quien había dado muerte el hijo ilustre de la resplandeciente la Aurora. Y, acordándose del mismo, pronunció estas aladas palabras:

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—¡Atrida! Decíanos el anciano Néstor siempre que en palacio se hablaba de ti, conversando los unos con los otros, que en prudencia excedes a los demás mortales. Pues ahora pon en práctica, si posible fuere, este mi consejo. Yo no gusto de lamentarme en la cena; pero, cuando apunte la Aurora, hija de la mañana, no llevaré a mal que se llore a aquel que haya muerto en cumplimiento de su destino, porque tan sólo esta honra les queda a los míseros mortales: que los suyos se corten las cabelleras y surquen con lágrimas las mejillas. También murió mi hermano, que no era ciertamente el peor de los argivos; y tu le debiste de conocer —yo ni estuve allá, ni llegué a verle— y dicen que descollaba entre todos, así en la carrera como en las batallas.

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Respondióle el rubio Menelao: —¡Amigo! Has hablado como lo hiciera un varón sensato que tuviese más edad. De tal padre eres hijo, y por esto te expresas con gran prudencia. Fácil es conocer la prole del hombre a quien el Cronión tiene destinada la dicha desde que se casa o desde que ha nacido: como ahora concedió a Néstor constantemente, todos los días, que disfrute de placentera vejez en el palacio y que sus hijos sean discretos y sumamente hábiles en manejar la lanza. Pongamos fin al llanto que ahora hicimos, tornemos a acordarnos de la cena, y dennos agua a las manos. Y en cuanto aparezca la Aurora no nos faltarán palabras a Telémaco y a mí para que juntos conversemos.

216
Así hablo. Dioles aguamanos Asfalión, diligente servidor del glorioso Menelao, y acto continuo echaron mano a las viandas que tenían delante.

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Entonces Helena, hija de Zeus, ordenó otra cosa. Echó en el vino que estaban bebiendo una droga contra el llanto y la cólera, que hacía olvidar todos los males. Quien la tomare, después de mezclarla en la cratera, no logrará que en todo el día le caiga una sola lágrima en las mejillas, aunque con sus propios ojos vea morir a su madre y a su padre o degollar con el bronce a su hermano o a su mismo hijo. Tan excelentes y bien preparadas drogas guardaba en su poder la hija de Zeus por habérselas dado la egipcia Polidamna, mujer de Ton, cuya fértil tierra produce muchísimas, y la mezcla de unas es saludable y la de otras nociva. Allí cada individuo es un médico que descuella por su saber entre todos los hombres, porque vienen del linaje de Peón. Y Helena, al punto que hubo echado la droga, mandó escanciar el vino y volvió a hablarles de esta manera:

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—¡Atrida Menelao alumno de Zeus, y vosotros, hijos de nobles varones! En verdad el dios Zeus, como lo puede todo, ya nos manda bienes, ya nos envía males; comed ahora, sentados en esta sala y deleitaos con la conversación, que yo os diré cosas oportunas. No podría narrar ni referir todos los trabajos del paciente Odiseo y contaré tan sólo esto, que el fuerte varón ejecutó y sobrellevó en el pueblo troyano donde tantos males padecisteis los aqueos. Infirióse vergonzosas heridas, echóse a la espalda unos viles andrajos, como si fuera un siervo, y se entró por la ciudad de anchas calles donde sus enemigos habitaban. Así, encubriendo su persona, se transfiguró en otro varón, en un mendigo, quien no era tal ciertamente junto a las naves aqueas. Con tal figura penetró en la ciudad de Troya. Todos se dejaron engañar y yo sola le reconocí e interrogué, pero él con sus mañas se me escabullía. Mas cuando lo hube lavado y ungido con aceite, y le entregué un vestido, y le prometí con firme juramento que a Odiseo no se le descubriría a los troyanos hasta que llegara nuevamente a las tiendas y a las veleras naves, entonces me refirió todo lo que tenían proyectado los aqueos. Y después de matar con el bronce de larga punta a buen número de troyanos, volvió a los argivos, llevándose el conocimiento de muchas cosas. Prorrumpieron las troyanas en fuertes sollozos, y a mí el pecho se me llenaba de júbilo porque ya sentía en mi corazón el deseo de volver a mi casa y deploraba el error en que me había puesto Afrodita cuando me condujo allá, lejos de mi patria, y hube de abandonar a mi hija, el tálamo y un marido que a nadie le cede ni en inteligencia ni en gallardía.

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Respondióle el rubio Menelao: —Sí, mujer, con gran exactitud lo has contado. Conocí el modo de pensar y de sentir de muchos héroes, pues llevo recorrida gran parte de la tierra; pero mis ojos jamás pudieron dar con un hombre que tuviera el corazón de Odiseo, de ánimo paciente. ¡Qué no hizo y sufrió aquel fuerte varón en el caballo de pulimentada madera, cuyo interior ocupábamos los mejores argivos para llevar a los troyanos la carnicería y la muerte! Viniste tú en persona —pues debió de moverte algún numen que anhelaba dar gloria a los troyanos— y te seguía Deífobo semejante a los dioses. Tres veces anduviste alrededor de la hueca emboscada tomándola y llamando por su nombre a los más valientes dánaos; y, al hacerlo, remedabas la voz de las esposas de cada uno de los argivos. Yo y el Tidida, que con el divinal Odiseo estábamos en el centro, te oímos cuando nos llamaste y queríamos salir o responder desde dentro, mas Odiseo lo impidió y nos contuvo a pesar de nuestro deseo. Entonces todos los demás hijos de los aqueos permanecieron en silencio y sólo Anticlo deseaba responderte con palabras, pero Odiseo le tapó la boca con sus robustas manos y salvó a todos los aqueos con sujetarle continuamente hasta que te apartó de allí Palas Atenea.

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Respondióle el prudente Telémaco: —¡Atrida Menelao, alumno de Zeus, príncipe de hombres! Más doloroso es que sea así, pues ninguna de estas cosas le libró de una muerte deplorable, ni la evitara aunque tuviese un corazón de hierro. Mas, ea, mándanos a la cama para que, acostándonos, nos regalemos con el dulce sueño.

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Así dijo. La argiva Helena mandó a las esclavas que pusieran lechos debajo del pórtico, los proveyesen de hermosos cobertores de púrpura, extendiesen por encima colchas, y dejasen en ellos afelpadas túnicas para abrigarse. Las doncellas salieron del palacio con hachas encendidas y aderezaron las camas, y un heraldo acompañó a los huéspedes. Así se acostaron en el vestíbulo de la casa el héroe Telémaco y el ilustre hijo de Néstor; mientras que el Atrida durmió en el interior de la excelsa morada y junto a él Helena la de largo peplo, la divina sobre todas las mujeres.

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Mas, al punto que apareció la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, Menelao, valiente en el combate, se levantó de la cama, púsose sus vestidos, colgose al hombro la aguda espada, calzó sus blancos pies con hermosas sandalias y parecido a un dios, salió de la habitación, fue a sentarse junto a Telémaco, llamóle y así le dijo:

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—¡Héroe Telémaco! ¿Qué necesidad te ha obligado a venir aquí, a la divina Lacedemonia, por el ancho dorso del mar? ¿Es algún asunto del pueblo o propio tuyo? Dímelo francamente.

315
Respondióle el prudente Telémaco: —¡Atrida Menelao, alumno de Zeus, príncipe de hombres! he venido por si me pudieras dar alguna nueva de mi padre. Consúmese todo lo de mi casa y se pierden las ricas heredades: el palacio está lleno de hombres malévolos que, pretendiendo a mi madre y portándose con gran insolencia, matan continuamente las ovejas de mis copiosos rebaños y los flexípedes bueyes de retorcidos cuernos. Por tal razón vengo a abrazar tus rodillas, por si quisieras contarme la triste muerte de aquél, ora la hayas visto con tus ojos, ora la hayas oído referir a algún peregrino, que muy sin ventura lo parió su madre. Y nada atenúes por respeto o compasión que me tengas; al contrario, entérame bien de lo que hayas visto. Yo te lo ruego: si mi padre, el noble Odiseo, te cumplió algún día su palabra o llevó a cabo alguna acción que te hubiese prometido, allá en el pueblo de los troyanos donde tantos males padecisteis los aqueos, acuérdate de la misma y dime la verdad de lo que te pregunto.

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